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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (41 page)

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Marlow

Había prestado especial atención a la información de Mary acerca de que Robert Oliver había visto por primera vez a la mujer de su obsesión en medio de una multitud en el Museo Metropolitano de Arte, y ahora me planteaba la posibilidad de poderle preguntar directamente a Robert sobre el incidente. Lo que sea que hubiera pasado allí, lo que sea que él hubiese visto en ella, desde entonces había absorbido gran parte de su atención (y probablemente dado forma a su enfermedad). Si él se había imaginado a la mujer entre aquella multitud en el Met; en otras palabras, si ella había sido su alucinación, esto implicaría un replanteamiento de mi diagnóstico de Robert y un giro serio en su tratamiento. Hubiera o no visto originalmente a una mujer de carne y hueso, ¿pintaba ahora de memoria? ¿O seguía alucinando? El hecho de que, al parecer, estuviese pintando a una mujer contemporánea, a la que había visto fugazmente una sola vez, con ropa del siglo XIX, implicaba en sí cierto acto de imaginación, quizás involuntario. ¿Tenía otras alucinaciones? Si las tenía, no las estaba pintando, al menos no de momento.

En cualquier caso, para cuando se trasladó a Greenhill con Kate, había estado imaginando la cara de la mujer por lo menos ocasionalmente; al fin y al cabo, durante su viaje hacia el sur Kate había encontrado un bosquejo de ella en el bolsillo de la camisa de Robert. Pero si yo le preguntaba a Robert por la primera vez que había visto a la mujer e incluía cualquier dato sobre el museo, él sabría de inmediato que había estado hablando con alguien cercano a él, y entonces el abanico de posibilidades sería muy reducido; tal vez un abanico de una sola persona, puesto que él ya sabía que yo conocía el apellido de Mary. Por lo visto se había confiado con Mary, pero no con Kate, y no era probable que hubiese hablado con nadie más, a menos que hubiese tenido amigos en Nueva York a quienes hubiera podido hablarles de la inolvidable primera vez que había visto a la mujer. Él le había dado a entender a Mary que había visto a la desconocida tan sólo unas cuantas veces, pero eso me costaba creerlo, especialmente tras haber visto esos impactantes cuadros en casa de Kate. Seguro que la había conocido íntimamente y había retenido su cara y su porte con el paso del tiempo. Robert afirmaba que no trabajaba con fotografías, pero ¿habría podido convencer a una desconocida de que posara para él hasta tener material suficiente a partir del cual trabajar en futuros retratos?

Pero no podía arriesgarme a preguntarle nada de esto a Robert; si le revelaba el alcance de mis conocimientos, jamás me ganaría su confianza. Decirle que sabía el nombre de Mary probablemente había sido un error. En una de mis visitas matutinas al gran sillón de su habitación, sí que llegué tan lejos como para preguntarle dónde había visto por primera vez a la mujer que inspiraba la mayor parte de su obra. Robert me miró fugazmente, luego retomó la novela que estaba leyendo. Al cabo de un rato no pude más que excusarme y desearle un buen día. Había empezado a llevarse de los estantes de la sala de los pacientes manoseadas novelas criminales y de misterio en rústica que leía con una especie de apática dedicación cuando no pintaba; se tragaba alrededor de una a la semana y siempre eran las más mediocres y burdas sobre la mafia o la CIA, o misterios de asesinatos cometidos en Las Vegas.

Tuve que preguntarme si Robert, dado que él mismo había sido arrestado por llevar una navaja en la mano, sentía cierta compasión por los criminales de estos libros. Kate había dicho que en ocasiones Robert leía novelas de suspense y yo las había visto en los estantes de su despacho, pero también había dicho que leía catálogos de exposiciones y ensayos de historia. Había libros mucho mejores que esas novelas de detectives en el cuarto de estar de los pacientes, incluidas varias biografías de artistas y escritores (confieso que yo mismo puse unas cuantas en los estantes para ver si él las cogía), pero nunca las tocó. Tan sólo me cabía esperar que leyendo historias de crímenes Robert no estuviese tomándole el gusto a la violencia, aunque tampoco detecté indicios al respecto. Era tan improbable que me contara dónde y cómo había topado con su modelo favorita como que me explicara por qué reducía su lectura a la mismísima escoria de la estantería de la sala.

Sin embargo, la historia de Mary sobre el primer vistazo fugaz de Robert a su dama me había dado que pensar, y quizá también fuese el hecho de que ella me recordara alegremente la genialidad de Sherlock Holmes lo que me hizo tratar de arrojar luz una y otra vez sobre esa pequeña historia. Un día incluso llamé a Mary y le pedí que me reprodujera el relato tal como Robert se lo había contado en el Barnett College, y ella lo hizo, prácticamente con las mismas palabras. ¿Por qué se lo pedí? Ella había prometido explicarme más cosas, y lo haría. Le di las gracias con educación, agradeciéndole los fascículos que me iba enviando y con cuidado de no presionarla en absoluto para ninguna clase de cita.

No obstante, no pude deshacerme de la impresión que me producía aquel momento y se apoderó de mí una idea holmesiana: una sospecha concreta, pero también la sensación de que, por principio, uno debía ir en persona a ver la escena de los hechos. Se trataba únicamente del Met y yo había estado allí muchas veces a lo largo de los años, pero quería dar con el lugar de la primera alucinación de Robert, o inspiración o… ¿habría sido enamoramiento? Aun cuando no hubiese ningún revólver en la escena, ningún trozo de cuerda colgando del techo, nada que uno pudiese examinar con una lupa… bueno, era una tontería, pero iría en parte porque podía compaginarlo con una misión más importante, una visita a mi padre. No había subido a Connecticut en un año casi, me había excedido en seis meses, y aunque me pareció alegre por teléfono y en las breves cartas que me mandaba con papel de la parroquia (había que acabarlo, me decía, y él despreciaba el correo electrónico), me preocupaba que si le pasaba cualquier cosa nunca me lo diría a través de ninguno de esos medios. Y si algo podía pasarle, en realidad, sería posiblemente un bajón de ánimo, del cual sin duda no me informaría.

Teniendo todo esto presente, elegí un fin de semana cercano y me compré dos billetes de tren, uno de ida y vuelta de Washington a la Penn Station de Manhattan y el otro un enlace hasta mi pueblo natal con vuelta a Nueva York. Me permití el lujo de reservar una habitación para una noche en un antiguo hotel deslucido pero agradable cerca de Washington Square, un lugar donde en cierta ocasión pasé un fin de semana con una chica con la que digamos que esperaba haberme casado; ahora me sorprendía cuánto tiempo había pasado desde aquello y lo lejos que ella quedaba en mi recuerdo, una mujer a la que en su día había abrazado en la cama de un hotel y con la que me había sentado en los bancos del Parque de Washington Square mientras me señalaba todas las especies de árboles que allí crecían. No sabía qué había sido de ella; probablemente se hubiese casado con otra persona y ya fuese abuela.

Pensé momentáneamente en invitar a Mary a venir conmigo a Nueva York, pero no logré explicarme qué podría conllevar aquello o cómo se lo tomaría ella, cómo podía yo solucionar o siquiera sacar el tema de las habitaciones del hotel. Quizá, dado que el pasado de Robert Oliver la consumía incluso con más intensidad que a mí, habría sido conveniente ir con ella al museo. Pero era un enigma demasiado complejo. Al final no le hablé de mis planes; de todas formas, ella no me había telefoneado en un par de semanas y yo supuse que cuando estuviera preparada me haría llegar más fascículos de su versión de Robert. Decidí que la llamaría a mi regreso. Le dije a mi equipo que faltaría un día al trabajo para ir a ver a mi padre, y a continuación di las instrucciones habituales para que vigilasen a Robert y al resto de pacientes que me preocupaban y me interesaba que vigilaran con especial atención.

Desde la Penn Station me fui directamente a la Terminal Grand Central para coger el tren de cercanías de la línea de New Haven; me quedaría a pasar la noche con mi padre antes de mi visita a la ciudad. No es un trayecto desagradable y siempre me ha gustado el tren, que me sirve tanto para leer como para soñar despierto. Esta vez leí parte del libro que me había llevado, una traducción de Rojo y negro, pero también observé cómo pasaba el paisaje del verano incipiente, el núcleo tristemente deteriorado del Corredor del Noreste, los almacenes de paredes de ladrillo, los jardines traseros de los barrios de pequeñas ciudades y suburbios urbanos cercanos a la vía férrea, a una mujer que tendía la ropa a cámara lenta, a niños en el patio de cemento de una escuela, el impresionante vertedero con gaviotas que lo sobrevolaban como buitres, el centelleo del metal aquí y allí sobre el suelo.

Debí de dormitar, porque cuando llegamos a la costa de Connecticut el sol iluminaba el agua salada. Siempre me ha encantado esa primera imagen de Long Island Sound, las Thimble Islands, los viejos pilotes, los muelles repletos de flamantes barcos nuevos. Podría decirse que me crié en esta costa, más o menos; nuestra ciudad está a dieciséis kilómetros tierra adentro, pero en mi infancia un sábado equivalía a un picnic en la playa cercana a Grantford, una caminata por los jardines de Lyme Manor, o un paseo por los caminos que bordeaban los pantanos y que desembocaban en algún pequeño mirador desde el que podía avistar mirlos de alas rojas con los prismáticos de mamá. Nunca he vivido alejado del olor del agua salada o sus afluentes.

De hecho, nuestro pueblo se construyó en una orilla del río Connecticut que los británicos se habrían quedado por las armas en 1812, si los gobernantes del pueblo no se hubieran apresurado a negociar con el capitán británico, momento en el cual el capitán descubrió que el alcalde era primo de su padre y tuvieron lugar pacíficas reverencias y el intercambio de noticias de casa. El alcalde insistió en su predisposición general a reconocer al rey, el capitán omitió la declaración obviamente carente de entusiasmo de su primo y todos se despidieron como amigos. Aquella noche el pueblo se congregó en la parroquia (no en la de mi padre, sino en una muy antigua que está justo encima mismo del agua) en acción de gracias. Todos los pueblos circundantes ardieron a manos de los británicos, y el alcalde acogió y dio cobijo a sus habitantes motivado seguramente por la generosidad pero también la culpa. Nuestro pueblo es el orgullo de los conservacionistas históricos locales; nuestras iglesias, el hostal y las antiguas casas son originales, sus vigas intactas han sido conservadas por los lazos de sangre. A mi padre le encanta contar esa historia; de pequeño me harté de ella, y nunca la he olvidado, y me conmueve volver a ver el agua del río y la agrupación de construcciones coloniales del casco antiguo, muchas de las cuales son actualmente tiendas repletas de velas caras y bolsos.

El ferrocarril llegó tan sólo treinta años después de que el caballeroso capitán se fuera, pero se detenía en la otra punta del pueblo. La antigua estación desapareció hace mucho tiempo, y ocupa su lugar un magnífico edificio del año 1895 aproximadamente; la sala de espera (de latón, mármol y madera oscura) tiene el mismo olor a cera para muebles que tenía cuando en 1957 mis padres y yo esperábamos el tren que nos llevaría a Nueva York a ver el número navideño del teatro Radio City Music Hall. Hoy, había un par de pasajeros leyendo el Boston Globe en los bancos de madera que yo empecé a adorar antes de que mis pies llegaran siquiera al suelo.

Mi padre estaba allí esperándome, su sombrero de tweed en una mano de piel fina y transparente, sus ojos azules brillantes y agradecidos cuando localizaron mi cara. Me dio un abrazo, un apretón en los hombros, y me apartó el torso para examinarme, como si yo aún siguiese creciendo y él necesitara comprobar mis progresos. Sonreí, preguntándome si me vería con todo mi pelo todavía castaño y poblando mi cabeza, o con los pantalones de franela y el grueso jersey con los que volvía de la facultad, en lugar de ver a un hombre en la cincuentena, razonablemente pulcro, con unos sencillos pantalones, un polo y una chaqueta informal. Y sentí ese conocido placer que supone saberse el niño de alguien. Me escandalizó no haberlo visto en tanto tiempo; en años anteriores había ido más a menudo y decidí al instante volver de visita mucho antes. Este hombre de casi noventa años era mi prueba de la continuidad de la vida, el eslabón entre mi persona y la mortalidad; la inmortalidad, habría dicho él con una sonrisa reprobadora, el pastor que llevaba dentro siempre tolerante con el científico que había en mí. Yo albergaba pocas dudas de que él se iría al cielo cuando me dejara, aunque no creía en el cielo desde los diez años. ¿Adónde más podía ir a parar una persona como él?

Al notar sus brazos rodeándome se me ocurrió que yo ya conocía todo el trauma que acompaña a la muerte de unos padres, y sabía asimismo que, llegado el momento, el trauma de perder a mi padre se vería intensificado por la pérdida previa de mi madre, de los recuerdos que compartíamos de ella, y por el hecho de que él era mi último protector, el segundo en irse. En realidad, yo había ayudado a pacientes a pasar por semejantes trances y su dolor era a menudo persistente y complejo; después de haber perdido a mi madre llegué a comprender que incluso la más discreta desaparición de la presencia paterna o materna podía ser devastadora. Si un paciente presentaba síntomas más graves, alguna lucha en curso contra una enfermedad mental, la muerte de un progenitor podía hacer tambalear precarios equilibrios y destruir pautas de supervivencia que pendían de un hilo.

Pero ninguno de mis conocimientos profesionales podía consolarme con antelación de la pérdida final de este hombre afable, de pelo blanco, enfundado en su ligero abrigo de verano, con su visión entre optimista y cínica de la naturaleza humana y su cachaza para pasar año tras año su examen de la vista pese a las desconfiadas miradas de los funcionarios del departamento de Tráfico. Ahora, al verlo de pie frente a mí, a sus ochenta y nueve años cumplidos este otoño y, sin embargo, tan entero, percibí tanto su presencia como su inminente ausencia. Al verlo esperándome con su ropa de calidad, el bulto de las llaves del coche y el billetero en los bolsillos de sus pantalones, sus zapatos embetunados, sentí como siempre tanto su realidad como el aire ligero que algún día lo sustituiría. Extrañamente, a veces creía que no lo valoraría en su totalidad hasta que se hubiese ido, quizá por la incertidumbre que implicaba amar a alguien que está con un pie en el otro mundo.

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