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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (59 page)

BOOK: El rapto del cisne
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—Gracias.

—¿Qué tal estás?

—Bien —dijo ella—. Trabajando, bueno, pintando, porque el semestre ha terminado.

—¿Te gustaría ir a Virginia a pintar este fin de semana? ¿Sólo durante una tarde? Según las previsiones el tiempo será primaveral, y yo tenía pensado ir. Puedo llevarte las cartas entonces.

Ella se quedó momentáneamente en silencio.

—Sí, creo que me gustaría.

—Quería llamarte antes, pero has guardado las distancias.

—Sí, lo sé. Lo siento. —Su lamento parecía sincero.

—No pasa nada. Me imagino lo mal que lo habrás pasado este último año.

—¿Te refieres a que te lo imaginas como profesional?

Suspiré muy a mi pesar.

—No, como amigo.

—Gracias —dijo ella, y me pareció oír que se le atragantaban las lágrimas en su voz—. No me vendría mal un amigo.

—La verdad es que a mí tampoco. —Era más de lo que le habría dicho a nadie seis meses antes, y lo sabía.

—¿Sábado o domingo?

—En principio el sábado, pero dependerá del tiempo.

—¿Andrew? —Habló con dulzura, casi sonriendo.

—¿Qué?

—Nada. Gracias.

—Al contrario, gracias a ti —repuse—. Me alegro de que quieras ir.

El sábado Mary llevaba una gruesa chaqueta roja, el pelo recogido en un moño y prendido con dos palillos, y estuvimos gran parte del día pintando juntos. Después, bajo un sol que calentaba demasiado para esa época del año, comimos al aire libre y charlamos. Su cara tenía buen color, y cuando me incliné sobre la manta para besarla, ella me rodeó el cuello con los brazos y me atrajo hacia sí; en esta ocasión sin lágrimas, aunque únicamente nos besamos. Cenamos fuera de la ciudad y la dejé en su apartamento, en una manzana del noreste llena de basura amontonada. En su bolso tenía una copia de las cartas. No me invitó a subir, pero cuando llegó a la puerta principal retrocedió para besarme otra vez antes de entrar dentro.

82

1879

Para: Yves Vignot

Passy, París

Mon cher mari:

Espero que recibas la carta sin problemas y que papá se esté recuperando. Gracias por tu amable carta. Los achaques de papá me preocupan; desearía estar allí para cuidarlo personalmente. Unas compresas calientes sobre el pecho suelen funcionar, pero supongo que Esmé ya habrá probado eso. Te ruego que le mandes un saludo cariñoso de mi parte.

En cuanto a mí, no puedo decir que me esté aburriendo por aquí, aunque Étretat es un lugar tranquilo en temporada baja. He concluido un lienzo, si concluir es la palabra adecuada, además de un pastel y dos bocetos. El tío me ayuda mucho haciéndome sugerencias sobre el color; claro que nuestro manejo del pincel es tan diferente que a este respecto siempre tengo que apañármelas sola. Sin embargo, respeto profundamente sus conocimientos. Ahora me está diciendo que haga un lienzo mucho más grande, uno con un tema ambicioso que podría presentar al jurado del Salón el año que viene, aunque la autora sería madame Rivière. Sin embargo, no sé si quiero acometer un proyecto de tal envergadura.

Haber dormido bien las últimas dos noches me ha reanimado bastante.

Béatrice deja la pluma y echa un vistazo a la habitación empapelada. La primera noche se durmió de puro agotamiento del viaje y la tercera la ha pasado medio en vela, pensando en los labios firmes y secos de Olivier al acercarse a su brazo; en la delicada forma de la boca del anciano y la pálida extensión de su propia piel.

Sabe qué sería lo adecuado: debería decirle a Olivier que está indispuesta (podría decirle que son nervios, la excusa eterna) y que es preciso que vuelvan a casa de inmediato. Pero ésa es la razón principal por la que Yves la ha enviado aquí. Aun cuando pudiese fingir con éxito, Olivier se daría cuenta. Le ha sentado de maravilla el aire fresco del Canal, con las extensiones de agua y cielo entrando por sus poros, un alivio tras el agobio de París. Le encanta pintar en la costa, envuelta en su cálida capa. Adora la compañía de Olivier, su conversación, las horas que pasan juntos leyendo por las noches. Él ha ampliado sus horizontes más de lo que ella jamás había creído posible.

En lugar de eso, seca la última palabra de su carta y examina el bucle de la d de dormi. Si ella pide regresar, Olivier sabrá que miente; pensará que está huyendo. Le dolerá. No puede hacer eso; le debe lealtad a cambio de su vulnerabilidad, de las veces que él une su mano a la de ella cuando puede que sea la última vez que toque a una mujer. Especialmente cuando ella podría arremeter contra él, porque tiene la ventaja de ser joven.

Se acerca hasta la ventana y gira la aldaba. Desde esa altura sobre la calle tiene una vista oblicua de la extensión beige grisácea de la playa y del agua más gris. La brisa agita las cortinas y levanta la falda de su vestido de día, que está extendido sobre una silla. Procura pensar en Yves, pero al cerrar los ojos ve una irritante caricatura, como una viñeta de humor sobre política de alguno de los periódicos que él lee. Yves con sombrero y abrigo, la cabeza enorme, desproporcionada, sujetando un bastón debajo de un brazo mientras se pone los guantes antes de darle un beso de despedida. Es más fácil visualizar a Olivier: está con ella en la playa, erguido y alto, sutil, con su pelo canoso, el rostro sonrosado y con arrugas, los ojos azules lacrimosos, su traje marrón bien confeccionado y raído, sus manos de artesano y dedos de yemas cuadradas y ligeramente hinchados alrededor del pincel. La imagen la entristece de un modo que no siente cuando él está realmente con ella.

Pero ni siquiera puede mantener esta visión durante mucho rato; es reemplazada por la calle en sí, las fachadas de ladrillo y minucioso artesonado de una hilera de tiendas nuevas que le bloquean parcialmente la vista de la playa. Lo que no desaparece de su mente es una pregunta. ¿Cuántas noches podrá pasar en este estado indefinido? Por la tarde irán a algún punto de la soleada y amplia playa para pintar, regresarán a sus habitaciones para cambiarse antes de la cena, volverán a cenar rodeados de gente, se sentarán en la recargada sala del hotel y hablarán de lo que están leyendo. Ella sentirá que ya está en sus brazos, en espíritu; ¿no debería eso bastar? Y luego se retirará a su habitación y empezará su vigilia nocturna.

La otra pregunta que se plantea, con los codos apoyados en el alféizar, es aún más difícil. ¿Desea a Olivier? No encuentra nada en la extensión de la orilla o las barcas volcadas que le susurre una respuesta. Cierra la ventana con los labios fruncidos. La vida lo decidirá, y quizá ya lo haya decidido; es una respuesta débil, pero no hay otra, y ha llegado el momento de irse juntos a pintar.

83

Marlow

Una noche al volver a casa me encontré una carta (una carta muy hospitalaria, para mi sorpresa) de Pedro Caillet. Después de leerla, me sorprendí, a mi vez, acercándome hasta el teléfono y llamando a una agencia de viajes.

Querido doctor Marlow:

Gracias por su carta de hace dos semanas. Probablemente sepa usted más que yo de Béatrice de Clerval, pero será un placer ayudarle. Por favor, a ser posible venga a hablar conmigo entre los días 16 y 23 de marzo. Posteriormente me iré de viaje a Roma y no podré ser su anfitrión. En respuesta a su otra pregunta, no me ha llegado noticia alguna de ningún pintor norteamericano que esté investigando la obra de Clerval; semejante persona no se ha puesto en contacto conmigo en ningún momento.

Un saludo cordial,

P. Caillet

Entonces llamé a Mary.

—¿Qué te parece si vamos a Acapulco dentro de un par de semanas?

Tenía la voz pastosa, como si hubiese estado durmiendo pese a lo avanzado de la tarde.

—¿Qué? Hablas como en un… ¡qué sé yo! ¡Como en las páginas de contactos de Internet!

—¿Estás dormida? ¿Sabes qué hora es?

—No me agobies, Andrew. Es mi día libre, y estuve pintando hasta muy tarde.

—¿Hasta qué hora?

—Hasta las cuatro y media.

—¡Ah…, estos artistas! Yo ya estaba en Goldengrove a las siete de la mañana. ¿Qué me dices? ¿Te gustaría ir a Acapulco?

—¿Hablas en serio?

—Sí. Pero no de vacaciones. Tengo cosas que investigar allí.

—Tu investigación ¿Está relacionada con Robert, por casualidad?

—No, está relacionada con Béatrice de Clerval.

Ella se rió. Me llegó al alma oír su risa justo después de haber pronunciado el nombre de Robert. Tal vez sí lo estuviese olvidando realmente.

—Anoche soñé contigo.

—¿Conmigo? —El corazón me dio un brinco casi ridículo.

—Sí. Fue un sueño muy dulce. Soñé que descubría que habías inventado tú la lavanda.

—¿Qué? ¿El color o la planta?

—Supongo que el aroma. Es mi favorito.

—Gracias. ¿Qué hiciste en el sueño al descubrirlo?

—Da igual.

—¿Vas a hacerte de rogar?

—No. Está bien. Te besé en señal de agradecimiento. En la mejilla. Eso es todo.

—Entonces, ¿quieres venir a Acapulco?

Mary se volvió a reír, al parecer bien despierta.

—Por supuesto que quiero ir a Acapulco. Pero sabes que no me lo puedo permitir.

—Yo sí —repuse en voz baja—. Me he pasado años ahorrando, porque mis padres me dijeron que lo hiciera. —Y luego no tuve a nadie en quien gastarme el dinero, omití añadir—. Podríamos organizarlo para tus vacaciones de primavera. ¿No es la misma semana que te he propuesto? ¿Acaso no es eso una señal?

Se hizo el silencio, como cuando te detienes a escuchar en el bosque. Escuché; oí su respiración, al igual que oyes (tras el primer silencio, ya apaciguado y tranquilo) los pájaros entre las ramas de las copas de los árboles o el crujido que produce una ardilla sobre las hojas caídas a un par de metros de distancia.

—Vale —dijo Mary lentamente. Me pareció detectar en su voz años de ahorro, porque su madre también le había dicho que ahorrase, pero sin prácticamente nada que ahorrar, años en los que había conseguido pintar aprovechando cualquier minuto libre o dinero suelto que pudiese reservar durante unos cuantos días o semanas o meses, el miedo y el orgullo que le impedían pedir prestado, el dinero probablemente escaso que le había regalado años atrás su madre del sobrante de su formación, la dedicación que impedía que Mary dejase la enseñanza, los alumnos que no tenían ni idea del modo en que su cuenta corriente temblaba al borde de los números rojos después de pagar el alquiler, la calefacción y la comida; toda la constelación de miserias que yo me había evitado estudiando en la Facultad de Medicina. Desde entonces yo tan sólo había pintado diez cuadros que me gustasen. En los años sesenta, Monet pintó sesenta paisajes únicamente de Étretat, muchos de ellos obras maestras; en el estudio de Mary había visto el montón de lienzos apoyados contra las paredes, los cientos de grabados y dibujos en sus estantes. Me preguntaba cuántos le seguirían gustando.

—Vale —repitió Mary, pero con la voz más animada—, déjame pensarlo. —Me la podía imaginar moviéndose en una cama que yo no había visto nunca; ahora estaría incorporándose para sujetar el auricular, quizá llevase una de sus blusas blancas y holgadas, y se estuviese apartando el pelo hacia un lado—. Pero, si voy contigo, hay otro problema.

—Deja que te evite el mal trago de decirlo. No tendrás que dormir conmigo, si aceptas mi invitación —le dije, notando al instante que lo había dicho con más dureza de la pretendida—. Encontraré una solución para que durmamos separados.

Pude oír que cogía aire como si estuviese a punto de gritar o reírse.

—¡Oh, no! El problema es que es posible que quiera dormir contigo allí, pero no quisiera que pensaras que lo hago para agradecerte que me hayas pagado el viaje.

—¡Vaya! —exclamé—. ¿Y ahora qué digo?

—Nada. —Tuve la seguridad de que Mary se estaba casi riendo—. No digas nada, por favor.

Pero dos semanas después, en el aeropuerto, tras una insólita tormenta de nieve en Washington, nos mostramos reservados y cohibidos el uno con el otro. Empecé a preguntarme si esta aventura había sido una buena idea o resultaría ser un engorro para ambos. Habíamos quedado en encontrarnos en la puerta de embarque, que estaba repleta de estudiantes impacientes, que podrían haber sido alumnos de Mary, sentados en filas, vestidos ya con ropa de verano, aunque al otro lado de la ventana los aviones avanzaban sobre montones de nieve sucia. Mary vino a mi encuentro con un portaplanos colgado de un hombro y su caballete portátil en la mano, y se inclinó hacia delante para besarme en la mejilla, pero forzadamente. Se había enrollado el pelo en un moño y llevaba un largo jersey azul marino encima de una falda negra. En comparación con la escena de fondo de inquietos adolescentes en pantalones cortos y camisas de colores vivos, ella parecía una lega salida del convento para irse de excursión. Pensé que ni siquiera se me había ocurrido traer mi equipo de pintura. Pero ¿qué me pasaba? Únicamente podría ver cómo ella pintaba.

En el avión charlamos con desgana, como si llevásemos años viajando juntos, y luego se quedó dormida, al principio con el tronco erguido en su asiento pero cayéndose gradualmente hacia mí, su pelo suave rozando mi hombro: «Estuve pintando hasta muy tarde». Yo me había imaginado que hablaríamos sin parar durante nuestro primer viaje de verdad juntos, pero ella, en cambio, se había dormido, casi encima de mí, se enderezaba de vez en cuando sin despertarse, como si temiese esta progresiva familiaridad entre nosotros. Mi hombro cobró vida bajo sus cabezadas. Cogí con cuidado un libro nuevo sobre el tratamiento del trastorno límite de la personalidad, que llevaba algún tiempo intentando leer (mi lectura de libros relacionados con mi profesión había empezado a verse mermada bajo el peso de mis pesquisas sobre Robert y Béatrice), pero no fui capaz de comprender más de una frase seguida; poco a poco, las palabras se fueron desenmarañando.

Y luego me sacudió esa desagradable imagen que más tarde o más temprano se colaba en mi pensamiento: me imaginaba la cabeza de Mary sobre el hombro de Robert Oliver, su hombro desnudo. ¿Había sido sincera conmigo al decirme que ya no amaba a Robert?; al fin y al cabo, cabía la posibilidad de que él se curase bajo mis cuidados, o de que al menos mejorase. ¿O la verdad era más compleja? ¿Y si yo ya no tenía ganas de ayudarle, teniendo en cuenta lo que podía pasar, si él volvía a tener una vida normal? Pasé otra página. Cuando le daba la luz que se abría paso entre las nubes de fuera, el pelo de Mary era castaño claro, dorado en la superficie bajo la tenue luz de lectura del avión y más oscuro cuando se dejaba caer hacia el lado opuesto de la ventanilla; brillaba como la madera tallada. Levanté un dedo y, con infinita delicadeza, le acaricié la zona de la coronilla; ella se removió y masculló algo, todavía dormida. Sus pestañas eran rosadas y descansaban sobre la piel blanca. Tenía un pequeño lunar junto al rabillo del ojo izquierdo. Pensé en la galaxia de pecas de Kate, en la cara demacrada de mi madre y sus ojos enormes de mirada aún compasiva antes de morir. Cuando volví a pasar una página, Mary se enderezó, se envolvió con su jersey y se acomodó contra la ventanilla, huyendo de mí. Todavía dormida.

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