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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (61 page)

BOOK: El rapto del cisne
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—¿Tienes hambre? Deberíamos cenar pronto, porque mañana habrá que madrugar y tendremos un día movido. —Comprendí al punto mi torpeza; podía parecer que le estaba dando prisa para que nos fuéramos a la cama y que al mismo tiempo actuaba con paternalismo con ella.

Para mi sorpresa, Mary se giró en la penumbra, me agarró y me besó con fuerza, esquivando el lienzo y riéndose.

—¿Quieres dejar de preocuparte? Deja de preocuparte.

Yo también me reí; aliviado por su buena reacción y un tanto avergonzado.

—Hago lo que puedo.

86

1879

Aquella noche, en la sala, ella se sienta cerca de él en lugar de hacerlo al otro lado de la habitación. Sus manos no pueden concentrarse en el bordado; lo abandona sobre su regazo y observa a Olivier. Él está leyendo, con la cabeza primorosamente peinada e inclinada sobre su libro. La otomana que ha elegido es demasiado corta para sus largas piernas. Se ha cambiado de ropa para la cena, pero ella aún lo ve con su traje raído y el grueso blusón por encima. Olivier levanta la mirada y con una sonrisa se ofrece a leer en voz alta. Ella acepta. Se trata de Le Rouge et le Noir; ella lo ha leído ya dos veces, una para sí misma y otra para papá, y el desdichado Julien la ha emocionado, y a menudo exasperado. Ahora no puede escuchar.

Por el contrario, observa sus labios, sintiendo su propia estupidez, su lamentable incapacidad para entender las palabras. Al cabo de unos cuantos minutos él deja el libro.

—No estás prestando ninguna atención en absoluto, querida.

—No, me temo que no.

—Estoy convencido de que la culpa no la tiene Stendhal, por lo que solamente quedo yo. ¿He cometido algún error? Bueno, sí, lo sé.

—¡Qué disparate! —Es lo más parecido a un arrebato que ella osa exteriorizar en esta sala donde impera la corrección y está rodeada del resto de huéspedes—. ¡Déjalo!

Él la mira con ojos entornados.

—Pues lo dejo.

—Te ruego que me disculpes. —Ella baja el tono de voz, y rasca con las uñas el encaje de la parte delantera de su falda—. Es sólo que no tienes ni idea del efecto que obras en mí.

—¿El efecto de exasperarte, tal vez? —Pero su serena sonrisa es irresistible para ella. Él sabe perfectamente que ha atraído su atención—. Veamos…, deja que te lea otra cosa. —Olivier busca entre los volúmenes olvidados de los estantes de la propietaria—. Algo edificante,
Les mythes grecs
.

Ella se acomoda, concentrándose en cada puntada, pero la primera elección de Olivier tiene trampa.

—Leda y el Cisne. Leda era una princesa de extraordinaria belleza y, al atisbarla, el poderoso Zeus se sintió atraído por ella. Transformado en un cisne, se abalanzó sobre Leda…

Olivier levanta la vista del libro para mirarla.

—Pobre Zeus. No se pudo controlar.

—Pobre Leda —le corrige ella recatadamente; se ha restablecido la paz. Ella corta el hilo con sus tijeras de pico de cigüeña—. La culpa no fue suya.

—¿Crees que a Zeus le gustaba ser un cisne, al margen de su cortejo a Leda? —Olivier ha dejado el libro abierto sobre su rodilla—. Da igual… probablemente le gustara cualquier cosa que llevara a cabo, salvo quizá castigar a los demás dioses cuando era necesario.

—¡Oh, no lo sé! —sugiere ella por el placer discutir; ¿por qué siempre disfruta tanto con él?—. Tal vez deseara poder visitar a la adorable Leda con forma humana, o incluso poder ser simplemente humano por unas horas, para tener una vida normal.

—No, no. —Olivier coge el libro y lo vuelve a dejar—. Me temo que debo discrepar; piensa en el gozo de ser un cisne que surcando los cielos la descubre a ella.

—Sí, supongo que sí.

—Sería un cuadro maravilloso, ¿verdad? Precisamente la clase de obra que el jurado del Salón de París aceptaría con agrado. —Olivier permanece unos instantes callado—. Obviamente, el tema ya ha sido tratado con anterioridad, pero ¿y si se hiciera con un nuevo enfoque, un nuevo estilo…? ¿Un tema antiguo pero pintado en nuestra época, con más naturalidad?

—¡Claro! ¿Por qué no lo intentas? —Ella deja las tijeras y lo mira. Su entusiasmo, su presencia, la inundan de amor; un amor que se le agolpa en la garganta, detrás de los ojos, y que se desborda de su ser mientras coloca bien el bordado sobre su regazo.

—No —contesta él—. Únicamente podría hacerlo un pintor más atrevido que yo, alguien que tenga debilidad por los cisnes pero también un pincel audaz. Tú, por ejemplo.

Ella vuelve a coger su labor, su aguja, la seda.

—Es un disparate. ¿Cómo iba yo a poder pintar algo así?

—Con mi ayuda —afirma él.

—¡Oh, no! —Ella por poco lo llama «cariño», pero se muerde la lengua—. Jamás he hecho un lienzo semejante, tan complicado, y necesitaría una modelo que hiciera de Leda, naturalmente, y un decorado.

—Podrías pintar gran parte al aire libre. —Sus ojos están clavados en ella—. ¿Por qué no en tu jardín? Eso le daría un aire nuevo. Podrías dibujar un cisne del Bois de Boulogne; ya lo has hecho, y muy bien. Y tu doncella podría servite de modelo, como ya ha hecho con anterioridad.

—Es tan… no lo sé. Es un tema lleno de fuerza para mí… para una mujer. ¿Cómo iba madame Rivière a presentarlo algún día?

—Ése sería su problema, no el tuyo. —Olivier habla en serio, pero sonríe, levemente, sus ojos brillan más que antes—. ¿Tendrías miedo, si yo estuviese allí para ayudarte? ¿No podrías arriesgarte? ¿Ser valiente? ¿Acaso no hay cosas que trascienden a la censura del público, cosas que deberían intentarse y valorarse?

Ha llegado el momento; el reto que él le plantea, el pánico de ella, su anhelo, todo se le concentra en el pecho.

—¿Si tú estuvieras allí para ayudarme?

—Sí. ¿Tendrías miedo?

Ella se obliga a mirarlo. Le falta aire. Él adivinará que ella lo desea, sí que lo desea, aun cuando procure evitar pronunciar las palabras.

—No —contesta ella despacio—. Si tú estuvieras allí para ayudarme, no. No creo que pudiera temerle realmente a nada, si estuvieras conmigo.

Él le sostiene la mirada, y a ella le encanta el hecho de que Olivier no sonría; no hay triunfo en esta mirada, nada que ella pueda atribuir a la vanidad. En todo caso, parece estar al borde de las lágrimas.

—Entonces te ayudaré —asegura en voz tan baja que ella a duras penas puede oírlo.

Ella no dice nada, también está al borde de las lágrimas.

Él la contempla durante un largo minuto, entonces coge de nuevo el libro.

—¿Quieres oír la historia de Leda?

87

Marlow

Cenamos en una mesa próxima al bar del vesítublo, en el lateral abierto del edificio, donde podíamos oír los azotes de las olas que apenas divisábamos y ver las frondas de las palmeras cocoteras ondeando. La brisa vespertina se había convertido ciertamente en un viento que las sacudía y hacía susurrar de tal modo que el ruido era tan persistente como el sonido del océano, y de nuevo pensé en Lord Jim. Le pregunté a Mary qué estaba leyendo, y ella me habló de una novela contemporánea de la que yo no había oído hablar, una traducción de un joven escritor vietnamita. Aparté la atención de sus palabras y la dirigí hacia sus ojos, curiosamente ocultos por el parpadeo de nuestra vela, y hacia su estrecho pómulo. Los camareros del bar se estaban encaramando a un taburete para encender las antorchas de un par de recipientes de piedra que estaban a mayor altura que las copas y las botellas, con lo que el bar parecía un altar de sacrificios; un resultado espectacular, maya o azteca, obra de algún diseñador.

Vi que también Mary había desviado su atención, aunque no había parado de hablarme de los vietnamitas que en la novela emigraban por mar del país para huir del comunismo, y reparé en que sólo había otra pareja cenando cerca de nosotros y tres niños divirtiéndose con un guacamayo escarlata que se acicalaba las plumas, posado en una rama a varios metros de distancia. Los turistas entraban y salían al viento: un hombre en silla de ruedas, empujada por una mujer más joven que se inclinaba hacia él para decirle algo, una familia que lucía un pelo brillante y paseaba por los alrededores, echando un vistazo a las fuentes apagadas de color turquesa y al quisquilloso pájaro.

Al ver todo esto, me sentí dividido en dos: medio fascinado por la presencia de Mary (el vello claro de sus brazos a la luz de la vela, y el otro más fino incluso, prácticamente invisible, a lo largo de su mejilla) y medio hipnotizado por la novedad de este lugar, sus olores y espacio reverberantes, la gente que estaba de paso… y se dirigía hacia ¿qué placeres? Pocas veces había estado yo en un lugar destinado enteramente al placer; en realidad, mis padres no habían creído en semejantes vivencias ni en gastarse dinero en ellas, y mi vida adulta había girado casi por completo en torno al trabajo, con alguna que otra escapada edificante o excursión al campo para pintar. Esto era diferente, en primer lugar por la suavidad del viento, el lujo que había por doquier, los olores a sal y palmera, pero también por la ausencia de arquitectura centenaria o parques estatales, de algo que observar o explorar, de justificación; era un lugar exclusivamente destinado a la relajación.

—Todo esto es para rendir culto al océano, ¿verdad? —dijo Mary, y me di cuenta de que había interrumpido la descripción de su novela para acabar mi propio pensamiento. Me quedé sin habla; tenía un nudo en la garganta. La sincronización de nuestros pensamientos era pura coincidencia, pero me entraron ganas de abalanzarme sobre la mesa y besarla, de llorar casi… ¿y por qué? Quizá por la gente que había conocido, que ya no estaba viva y que se estaba perdiendo esto, o por todos aquellos que no eran yo en ese momento, que no eran mi yo más afortunado, con todo ese futuro que, al parecer, se abría ante mí.

Asentí, esperando transmitirle mi prudente aprobación, y comimos en silencio. Durante varios minutos, los sabores de la guayaba y la salsa y el exquisito pescado acapararon mi atención, pero seguí observando a Mary, o dejando que ella me observara. Me vi a mí mismo como si al otro lado del bar hubiese un espejo: había rebasado un poco la flor de la vida; tenía los hombros anchos pero ligeramente encorvados, mi pelo era todavía grueso pero empezaba también a encanecer, la tenue luz hacía más pronunciadas las arrugas que iban desde las aletas de mi nariz hasta las comisuras de mi boca, mi cintura (oculta por la servilleta de lino) estaba todo lo estrecha que podía conservarla. Llevaba mucho tiempo viviendo en armonía con este cuerpo al que había exigido poco, únicamente le había pedido que me llevase y trajese del trabajo y lo había sometido a un poco de ejercicio varias veces por semana. Lo vestía y lo lavaba, lo alimentaba, le hacía tragar vitaminas. Dentro de una o dos horas lo dejaría en manos de Mary, eso si ella aún quería que lo hiciese.

Al pensar en esto me recorrió un escalofrío, primero de placer: sus dedos en mi cuello, entre mis piernas, mis manos sobre sus senos, de los que tan sólo conocía su impreciso contorno a través de su blusa. Luego un escalofrío de pudor: mis años desenmascarados por la luz de la mesilla de noche, mi larga carestía de amor, mi posible e inesperado gatillazo, su decepción. Tuve que desechar de mi mente la imagen de Kate, y la imagen de Robert, que se superponía a la de cada una de ellas: Kate y Mary. ¿Qué hacía yo aquí, con la segunda pareja de Robert? Pero ahora Mary era algo distinto para mí; era ella misma. ¿Cómo no iba a estar aquí con ella?

—¡Madre mía! —exclamé en voz alta.

Mary alzó la vista hacia mí mientras se llevaba el tenedor a los labios, sobresaltada, su cortina de pelo le cayó hacia delante sobre un hombro.

—No es nada —dije. Ella, serena, incondicional, bebió agua. La bendije en silencio por no ser la clase de mujer que constantemente te pregunta en qué estás pensando. Entonces se me ocurrió que a mí me pagaban muy bien por hacerle a la gente exactamente esa pregunta todo el día; sonreí a regañadientes. Mary me estaba mirando con evidente desconcierto, pero no dijo nada. Era una persona que ni siquiera quería saberlo todo, lo cual hizo que sintiera una oleada de cariño hacia ella; vivía en su propia burbuja, tenía una hermosa timidez natural.

Después de cenar subimos juntos arriba sin hablar, como si nos hubiesen arrebatado las palabras; no me atreví a mirarla durante los segundos que tardé en abrir la puerta de nuestra habitación. Me pregunté si debería esperar en el pasillo mientras ella utilizaba el cuarto de baño, y entonces decidí que sería más incómodo preguntarle si prefería que me quedase fuera que entrar con ella. De modo que entré tras ella en nuestro espacio compartido y me eché en la cama completamente vestido, con un ejemplar del Washington Post que alguien se había dejado allí, mientras ella se duchaba tras la puerta cerrada del baño. Cuando salió, llevaba puesto uno de los albornoces proporcionados por el hotel, blanco y grueso, y el pelo mojado colgaba sobre éste. Tenía cara y cuello sonrojados. Nos quedamos los dos inmóviles, mirándonos fijamente el uno al otro.

—Yo también me daré una ducha —anuncié, tratando de doblar mi periódico y luego tratando de dejarlo en la cama con naturalidad.

—Muy bien —convino ella. Habló con voz tensa y fría. «Se arrepiente de esto –pensé–. Se arrepiente de haber accedido a venir, de verse en esta situación conmigo. Ahora se siente atrapada.» Y me sentí repentinamente incómodo, mala pata; allí estábamos los dos y tendríamos que pasar por ello, poniendo a mal tiempo, buena cara. Me levanté sin intentar volver a hablar con ella y me saqué los zapatos y los calcetines; mis pies me parecieron miserablemente escuálidos sobre la alfombra de color claro. Extraje mi neceser de la maleta mientras ella se desplazaba hacia el rincón de la habitación para dejarme pasar al cuarto de baño. ¿Cómo se me había ocurrido pensar que esto funcionaría? Al entrar cerré la puerta sin hacer ruido. El hombre del espejo probablemente tuviese otro defecto: que no era Robert Oliver. Pues bien, ¡Robert Oliver podía irse también a freír espárragos! Me desnudé, obligándome a no apartar la vista del cerco de musgo plateado de mis pechos. Por lo menos había mantenido la línea y mis músculos flexibles, pero ahora ella jamás los tocaría; al fin y al cabo, no había ninguna necesidad de pasar por ello. No habría un antes y un después en la historia de Mary. Había sido una estupidez pensar en intentarlo.

Me lavé bajo el chorro de la ducha con el agua tan caliente que dolía, enjabonándome los genitales, aunque lo más probable es que ella no los tocara. Me afeité mi mentón maduro meticulosamente frente al espejo y me puse el otro albornoz de baño del hotel. («¡Si le gusta nuestro albornoz, llévese uno a casa! Pídalo en la tienda del vestíbulo.» Y luego te daba un infarto al saber el precio en pesos.) Me cepillé los dientes y me peiné el pelo tras secarlo con una toalla. Además, a estas alturas era imposible que dejase entrar a nadie en mi vida, de una forma seria; eso estaba claro. Empecé a preguntarme cómo cualquiera de los dos podría conciliar el sueño después de no hacer el amor. Quizás estuviese aún a tiempo de pedir una habitación individual para mí; le cedería a ella la cama de matrimonio, me llevaría la maleta y la dejaría descansar sola y tranquila. Deseé que pudiéramos acordar esta separación de habitaciones, y lo que sea que conllevara, sin pelearnos, con dignidad y civismo. En el momento oportuno le diría que, si optaba por irse antes de Acapulco, lo entendería. Una vez que hube decidido esto yo solo y tras apretar el puño de una mano durante un par de segundos para sosegar mi respiración, pude abrir la puerta del baño lamentando únicamente abandonar mi refugio lleno de vaho para iniciar semejante conversación.

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