—¿Conoció usted a Aude de Clerval en persona? —pregunté al fin. Estaba empezando a preguntarme si obtendríamos de este hombre elegante algo más que la más elemental de las informaciones.
Caillet volvió a reclinarse y apoyó un brazo sobre la otra mano.
—Sí —respondió—. Sí, la conocí. Me robó a mi amante.
Un larguísimo silencio siguió a esta sugerente declaración, durante el cual Caillet fumó lentamente y Mary y yo evitamos mirarnos. Pensé en decir algo que no pusiera en peligro nuestra investigación y acabé por recurrir a mis tácticas profesionales.
—Eso debió de ser muy duro para usted.
Caillet sonrió.
—¡Oh! En aquel momento fue duro, pero eso es porque yo era joven y pensaba que aquello tenía importancia. En cualquier caso, Aude de Clerval me caía bien. A su modo, era una mujer maravillosa, y creo que hizo feliz a mi amigo. Y también hizo posible que él me comprara aproximadamente la mitad de mi colección, y eso hizo posible que mi hermano y yo… —señaló el catálogo de museo de encima de la mesa—… pintáramos. Así que la vida lo va compensando todo. Aude quería los cuadros pintados por su madre que yo había comprado, especialmente El rapto del cisne. Lo tuve en mi propiedad nada más un tiempo; procedía de la venta de la finca parisina de Armand Thomas, el menor de los hermanos Thomas.
Caillet golpeteó el cenicero con su purito.
—Aude creía que ése era el mejor cuadro de su madre y también el último, aunque no estoy seguro. Podría decirse que todo el mundo tuvo lo que quiso. Pero Aude murió en 1966, así que Henri ha tenido que vivir durante años sin ella. Por lo visto tanto Henri como yo estamos condenados a ser longevos. Él es incluso mayor que yo, el pobre. Y Aude era veintidós años mayor que él. El homosexual y la vieja dama; formaban una pareja curiosa. El corazón no envejece, sólo la mente. —Pareció tanto rato sumido en estos pensamientos que empecé a preguntarme si consumía sustancias, aparte del tabaco y el tequila, o si simplemente había caído en los silencios propios de quien vive solo.
Esta vez fue Mary la que interrumpió su ensoñación, y su pregunta me sorprendió.
—¿Hablaba Aude de su madre?
Caillet le lanzó una mirada, su rubicundo rostro alerta, recordando.
—Sí, algunas veces. Le explicaré lo que recuerdo, que no es mucho. La traté solamente poco tiempo, porque después de que Henri se enamorara de ella, yo me fui de París y me vine aquí, a Acapulco. Verán, me crié aquí. Mi padre fue principalmente un ingeniero francés y mi madre era una profesora mexicana. Recuerdo que Aude dijo un día que su madre había sido una gran artista toda su vida. «Nadie deja de ser artista», nos dijo. Y yo le rebatí que un pintor que deja de pintar ya no es un pintor. Lo que importa es el acto de pintar. Sí, estábamos en una cafetería de la rue Pigalle. En otra ocasión nos dijo que su madre había sido la mejor amiga que había tenido en la vida, y lo cierto es que aquello pareció dolerle a Henri. La propia Aude no pintaba, únicamente se dedicó a coleccionar las obras de su madre. Después de comprármelo a mí, custodió con celo El rapto del cisne, una tradición que me imagino que el pobre Henri habrá continuado, ya que el cuadro jamás ha aparecido en ningún sitio ni jamás se ha escrito nada sobre él, que yo sepa. Creo que a Henri le gustaba Aude porque era muy completa, consumada, tan
parfaite
. Ella sola se bastaba. Él era medio inglés también (por sus abuelos paternos), siempre fue un poco el forastero, y Aude era total y absolutamente francesa. Y tal vez él quiso demostrarle que podía tener un último amigo en la vida. Vivieron la guerra juntos, en una situación de terrible penuria. Él le fue fiel hasta el final. Ella tuvo una muerte lenta.
Caillet golpeteó su purito y apuntó con éste hacia el techo con una mano levantada. Estaba claro que podía hablar largo y tendido una vez que arrancaba.
—A juzgar por el pequeño retrato realizado por Olivier Vignot, Aude no fue exactamente una belleza como su madre; quiero decir que Béatrice de Clerval era una belleza. Pero Aude era alta, tenía un rostro interesante… lo que en francés llaman
jolie laide
, era fea un instante y fascinante al siguiente. Yo mismo la pinté una vez, a poco de conocerla. Ese cuadro se lo quedó Henri. No suelo pintar retratos y no creo en los autorretratos. —Se dirigió a Mary—. ¿Usted pinta autorretratos,
madame
?
—No —contestó ella.
Caillet la miró fijamente durante un rato más, con una mejilla descansando en su mano, como si ella fuese una emisaria de una tribu que él otrora hubiera estudiado. Entonces sonrió de nuevo, y una ternura indulgente transformó de tal manera su rostro que me sorprendí a mí mismo pensando, sin venir al caso, que habría sido un abuelo de lo más cariñoso; eso dando, naturalmente, por sentado que no era realmente abuelo.
—Pero han venido para ver los cuadros de Béatrice de Clerval, no a un viejo mexicano y parlanchín. Vengan, se los enseñaré.
Marlow
Nos pusimos de pie en el acto, pero Caillet no nos llevó directamente hasta las obras de Béatrice. Por el contrario, nos hizo un recorrido, el pausado recorrido del coleccionista que ama sus cuadros y los presenta como si fueran sus hijos. Había un pequeño lienzo de Sisley, fechado en 1894, que había adquirido en Arles, nos dijo, gratis, porque él fue el primero en autentificarlo. Había dos lienzos de Mary Cassatt, de mujeres leyendo, y un paisaje al pastel sobre papel marrón de Berthe Morisot, cinco pinceladas de verde, cuatro de azul y una pizca de amarillo. A Mary es el que más le gustó.
—¡Es tan sencillo! ¡Y perfecto! —Y había un paisaje impresionista de tal belleza que los dos nos detuvimos delante del mismo; un castillo que se erguía entre el espeso follaje, palmeras y una luz dorada.
—Es Mallorca. —Caillet señaló con un dedo romo—. La madre de mi madre vivía allí, y de pequeño solía ir a verla. Se llamaba Elaine Gurevich. No vivía en el castillo, lógicamente, pero dábamos paseos por ahí. El cuadro es suyo; fue mi primera profesora. Adoraba la música, la literatura, el arte… Yo dormía en su cama y si me despertaba a las cuatro de la madrugada, ella estaba siempre leyendo con la luz encendida. Creo que era la persona a la que más quería en el mundo. —Se alejó—. ¡Ojalá hubiera pintado más! En parte, siempre he tenido la sensación de que pinto por ella.
Había asimismo obras del siglo XX; de de Kooning y una pequeña de Klee, y las abstracciones del propio Caillet y de su hermano. La obra de Pedro era sorprendentemente colorida y alegre, mientras que la de Antoine tendía a líneas plateadas y blancas.
—Mi hermano está muerto —dijo Caillet categórico—. Falleció en la Ciudad de México hace seis años. Fue mi gran amigo; trabajamos juntos durante treinta años. Estoy más orgulloso de la obra de Antoine que de la mía propia. Era una persona reflexiva y profunda, una persona maravillosa. Su trabajo me inspiró. Precisamente en unos días me voy de viaje a Roma para una exposición de su obra. Ése será mi último viaje. —Se arregló el pelo—. Cuando murió Antoine, decidí dejar de pintar. Era más honesto eso que seguir incansablemente. Algunas veces es mejor que un artista no dure demasiado. Lo que significa que ya no soy pintor. Enterré mi último cuadro con él. ¿Saben que Renoir se hizo enterrar con su pincel atado en la mano? Y Dufy.
Eso explicaba sus impecables uñas, pensé, el perfecto atuendo azul y negro, la falta de olores de un estudio. Deseé poder preguntarle qué hacía ahora con su tiempo, pero la casa, tan exquisita como su propietario, hizo que la respuesta fuera obvia: nada. Tenía el aspecto de un hombre que espera pensativo a su cita, del paciente que llega demasiado pronto a la sala de espera y no se ha traído ningún libro o periódico, pero que se niega a coger cualquiera de las atractivas revistas que hay allí. No hacer nada era, al parecer, un trabajo a tiempo completo para Pedro Caillet; se lo podía permitir, y sus cuadros le servían de silenciosa compañía. Me sorprendió que no nos hubiera preguntado nada sobre nosotros, excepto si Mary pintaba autorretratos; no parecía querer saber por qué estábamos interesados en sus antiguos amigos. Se había desprendido hasta de la curiosidad.
Ahora Caillet salió de la cueva de su salón y cruzó el umbral de la puerta amarilla y roja hacia el comedor. Aquí vimos algo diferente: tesoros del arte popular mexicano. Había una larga mesa verde rodeada de sillas azules, sobre la cual colgaba una lámpara de estaño perforado con forma de pájaro, y un aparador antiguo de madera, nada de lo cual parecía esperar invitados a cenar. Una pared estaba decorada con un tapiz bordado, de personas y animales de color magenta, esmeralda y naranja ocupados en sus tareas sobre un fondo negro. La pared de enfrente mostraba (incongruentemente, pensé) tres cuadros impresionistas y un retrato más realista a lápiz de la cabeza de una mujer, que parecía del siglo XX. Caillet alzó una mano como para saludarlos a todos.
—A Aude le gustaban especialmente estos tres óleos —comentó—, de modo que me negué a vendérselos. Aparte de eso, fui muy gentil y le vendí todos los demás, mi colección entera; que no era grande, quizás unas doce obras, puesto que Béatrice, como les he comentado antes, no pintó tanto.
Los cuadros eran extraordinarios, incluso a simple vista, la demostración de un talento impresionista discretamente soberbio. Uno de ellos mostraba a una chica de cabellos dorados delante de un espejo. Una doncella, una presencia sombría en segundo plano, le traía la ropa a la chica, o quizá se estuviese llevando algo de la habitación, o quizá simplemente la estuviese observando; había un no sé qué furtivo y quimérico en la figura algo más distante que se atisbaba en el espejo. El efecto era fascinante, sensual e inquietante. Estaba viendo en persona mi primer cuadro de Béatrice de Clerval, y cada una de las pocas obras pintadas por ella que he visto desde entonces transmite una inquietud de este tipo. En la esquina había una marca de un negro intenso, que parecía decorativa, como unos caracteres chinos, hasta que descifrabas las letras: BdC, una firma.
El óleo de mayor tamaño mostraba a un hombre sentado en un banco a la sombra de unos arbustos en flor toscamente pintados. Pensé en el jardín de las cartas de Béatrice y retrocedí un paso para verlo con más claridad, moviéndome con cuidado para no chocar con las sillas azules. El hombre llevaba un sombrero y una chaqueta abierta con un pañuelo anudado al cuello. Estaba leyendo un libro. En primer plano había una flores intensamente alegres, escarlata y amarillas y rosas, que destacaban en contraste con el verde, mientras que el hombre era una figura borrosa, relajada y equilibrada, pero mucho menos importante en la composición, pensé. ¿Había considerado Béatrice de Clerval que su marido era un elemento mucho menos decisivo que su jardín, o había simplemente envuelto su intimidad en la imprecisión?
Caillet, desde el otro lado de la mesa, confirmó algunas de mis sospechas.
—Ése es el marido de Béatrice, Yves Vignot, tal como corroboró su hija Aude. Quizá sepan que a la muerte de su madre, Aude se cambió el apellido Vignot para llamarse Aude de Clerval; una lealtad fanática, supongo, o tal vez intuyese el alcance de los logros de su madre como artista y quisiese una pizca de su gloria. Estaba sumamente orgullosa de su madre.
Anduvo hasta un extremo del comedor y se quedó allí, contemplando un pato de cerámica con velas incrustadas sin encender que había en una vitrina de estaño perforado. Mary y yo nos volvimos para examinar el tercer cuadro de Béatrice de Clerval, que mostraba un estanque de un parque, cuya superficie plana era encrespada por el viento, que alborotaba el reflejo de los árboles ondulantes proyectados sobre el agua. Este virtuoso paisaje se veía realzado por un jardín de flores en un extremo del estanque y los contornos de unos pájaros sobre el agua, incluido un cisne que desplegaba sus alas para levantar el vuelo. Era una obra sensacional; se me ocurrió que (al menos a mi modo de ver) el tratamiento de la luz sobre el agua se acercaba al de Monet. ¿Por qué dejaría de pintar una persona con semejante talento? La forma del cisne, hecho con pinceladas rápidas, era la esencia del vuelo, del movimiento repentino y libre.
—Béatrice debió de observar a muchos cisnes —comentó Mary.
—Está completamente vivo —convine. Me giré hacia Caillet, quien se había apoyado en el respaldo de una silla y nos estaba mirando—. ¿Sabe dónde fue pintado este cuadro?
—Cuando Aude me pidió que se lo vendiera, me explicó que era el Bois de Boulogne, próximo a la casa de sus padres en Passy. Su madre lo pintó en junio de 1880, justo antes de dejar la pintura. Lo llamó El último cisne; en cualquier caso, eso es lo que pone en el dorso. Es una verdadera maravilla, ¿verdad? Henri casi habría matado con tal de comprarlo para Aude. Me escribió tres veces para pedírmelo cuando ella se estaba muriendo. En la tercera carta estaba enfadado, dentro de lo que era Henri.
Caillet agitó una mano como si aquella emoción hubiese sido desechada hasta el fin de los tiempos.
—Yo creo que éste fue el último cuadro que hizo Béatrice de Clerval, aunque no puedo demostrarlo. Pero eso explicaría el título, es su último cisne, y el hecho de que jamás haya encontrado información sobre cuadro alguno con fecha posterior. Naturalmente, Henri cree que el cuadro que tiene es el último, el que se llama El rapto del cisne. Tiene una actitud muy extraña con respecto al cuadro. Es cierto que no había ningún cuadro más tardío en la primera exposición de las obras de Béatrice en los ochenta; tuvo lugar en el Museo de Maintenon, en París. ¿Estaban ustedes al tanto de aquella exposición? Yo les presté este enorme lienzo para la ocasión. A fin de cuentas… ¡qué más da! —añadió, inclinándose lentamente hacia delante con las manos sobre el respaldo de una silla—. Es un cuadro soberbio, uno de los mejores de mi colección. Se quedará aquí hasta que me muera.
No añadió qué pasaría posteriormente, y decidí no preguntárselo. En lugar de eso, señalé el retrato dibujado.
—¿Quién es? —No era una pieza del todo profesional; era un dibujo de una mujer de pelo corto ondulado al estilo de una estrella de cine de los años treinta, de ejecución un tanto torpe pero a su vez de mirada expresiva, con unos ojos llenos de vida, y boca delicada de labios finos. Daba la impresión de que la mujer miraba más que hablaba, como si hubiese decidido no decir nada, ni entonces ni después, y eso incrementaba la intensidad de su mirada. No era exactamente una mujer hermosa, pero destilaba cierta belleza y hasta fascinación; había rehusado descaradamente ser guapa.