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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (28 page)

BOOK: El rapto del cisne
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El Departamento de Arte resultó ser un bloque de cemento situado en uno de los extremos del campus; estacioné delante y me quedé mirando el museo contiguo al mismo, una larga y estrecha cabaña con una puerta pintada de colores. En el exterior, un tablón anunciaba una exposición de arte de un alumno. No me había imaginado que estaría tan nervioso. ¿De qué tenía miedo? Básicamente, estaba allí en una misión de salvamento. Si no estaba siendo sincero acerca de mi profesión o la relación de ésta con Robert Oliver, el antiguo profesor de arte, era porque sabía que, de lo contrario, no obtendría ninguna información. U obtendría menos; mucha menos, quizá.

Resultó que la secretaria era una estudiante, o lo bastante joven para serlo, tenía las caderas anchas y llevaba tejanos y camiseta blanca. Le dije que había venido para reunirme con Arnold Liddle, y ella me condujo por varios pasillos hasta la puerta de un despacho; vislumbré a alguien con las piernas encima de la mesa. Eran unas piernas esqueléticas enfundadas en unos raídos pantalones grises, a cuyo extremo asomaban unos pies con calcetines. Cuando entramos, las piernas bajaron y la persona, que estaba al teléfono, colgó bruscamente; era un teléfono normal, de los antiguos, no inalámbrico, y tardó un par de segundos en desenroscar el cable en espiral de su brazo. Luego se levantó y me dio la mano.

—¿El profesor Liddle? —pregunté.

—Llámame Arnold, por favor —me corrigió. La secretaria ya se había ido.

Arnold tenía un rostro afilado y enérgico, y entradas en su pelo pelirrojo, que caía ralo sobre el cuello de su camisa. Sus ojos eran azules, grandes y simpáticos, y su nariz, larga y roja. Sonrió y me indicó con un gesto un asiento del rincón, frente a él, y volvió a poner los pies en alto. Sentí el impulso de descalzarme también, pero no lo hice. En el despacho reinaba el desorden: había postales de exposiciones en galerías en un tablón de anuncios, un cartelón con una obra de Jasper Johns colgado en la pared que había junto a la mesa e instantáneas de un par de niños flacuchos montados en sus bicicletas. Arnold se arrellanó en su silla como si le encantase estar allí.

—¿En qué puedo ayudarte?

Entrelacé las manos y procuré aparentar serenidad.

—Tu recepcionista quizá te haya dicho que estoy haciendo una serie de entrevistas relacionadas con la obra de Robert Oliver… Pensó que tal vez podrías ayudarme.

Observé a Arnold atentamente. Parecía estar pensando en ello, en silencio, pero no con especial atención; después de todo, el incidente de la Galería Nacional quizá no hubiese llegado a sus oídos ni lo hubiese leído en la prensa. Noté un ligero alivio.

—Desde luego —dijo al fin—. Robert fue… ha sido mi colega durante unos siete años, y conozco bastante bien su obra, creo. Yo no diría exactamente que fuésemos amigos… Era un tipo reservado, ¿sabes?, pero siempre lo respeté. —Me pareció que después de esto el profesor no sabía muy bien qué decir, y me sorprendió que no me preguntara por mis credenciales o a qué se debía mi interés en obtener información de Robert Oliver. A saber qué le habría dicho la secretaria; fuera lo que fuera, a él le bastaba. ¿Le habría dicho que yo escribía para Art in America? ¿Y si el editor de la revista había sido su compañero de habitación en la facultad de Bellas Artes?

—Robert pintó un montón de obras estupendas aquí, ¿verdad? —aventuré.

—Bueno, sí —admitió Arnold—. Fue prolífico, una especie de supermán, siempre estaba pintando. Debo decir que sus cuadros me parecen poco originales, pero es un gran dibujante; un dibujante magnífico, de hecho. En cierta ocasión me comentó que en la facultad había estudiado arte abstracto durante algún tiempo y que no le había gustado… Supongo que no fue una temporada larga. Mientras estuvo aquí, trabajó sobre todo en dos o tres series diferentes. Veamos… Una de ellas era de ventanas y puertas, al estilo de los interiores de Bonnard, pero más realista, ya me entiendes. Expuso un par de esos cuadros aquí, en el vestíbulo del edificio central. Uno de ellos era un bodegón, brillante, si te gustan los bodegones: frutas, flores y copas; sus bodegones eran similares a los de Manet, pero siempre incluían algo extraño, como un enchufe, un frasco de aspirinas y yo qué sé qué más. Anomalías. Muy bien hechas. Aquí hubo una gran exposición de esos cuadros y el Museo de Arte de Greenhill compró por lo menos uno, al igual que hicieron algunos otros museos. —Arnold se puso a hurgar en un bote que había en su mesa; sacó un cabo de lápiz y empezó a darle vueltas entre dos dedos—. Durante un par de años estuvo preparando una nueva serie, y poco antes de irse hizo aquí una exposición monográfica de esos cuadros. Para serte franco, era una serie muy rara. Lo vi trabajar en ella en el estudio, aunque supongo que pintaba sobre todo en casa.

Procuré no mostrar excesivo interés; por ahora ya había logrado sacar mi bloc de notas e imbuirme de una serenidad propia de periodista.

—Esa serie ¿Era también tradicionalista?

—¡Sí, claro! Pero rara. Todos los cuadros mostraban básicamente la misma escena, bastante truculenta: una joven que sostenía en sus brazos a una mujer mayor. La joven miraba horrorizada hacia abajo, a la otra mujer de más edad, que estaba… bueno, un disparo le había atravesado la cabeza, la habían matado de un tiro, ¿qué te parece? Era una especie de melodrama victoriano. La ropa, el pelo…, los detalles eran increíbles, mezclaba las pinceladas suaves con el realismo. No sé a quién consiguió que posara para la serie; estudiantes quizás, aunque yo no vi nunca a ninguna trabajando con él. Todavía hay un cuadro de aquella serie en la galería de la universidad; lo donó para el vestíbulo cuando lo reformaron. Yo también tengo una obra allí; todo el personal docente tiene una, lo que significa que hubo que hacer muchas vitrinas para las piezas de alfarería y demás. ¿Conoces bien a Robert Oliver? —me preguntó de sopetón.

—Me he entrevistado un par de veces con él en Washington —le dije, sobresaltado—. Yo no diría que lo conozco muy bien, pero lo encuentro interesante.

—¿Qué tal está? —Arnold me miraba con más perspicacia de la que yo había advertido anteriormente. ¿Cómo me había podido pasar desapercibida la inteligencia de sus ojos claros? Era una persona encantadora, natural y campechana. Tenía los brazos y piernas escuálidos extendidos sobre la mesa; era imposible no tenerle simpatía, pero ahora, además, me daba miedo.

—Bueno, tengo entendido que actualmente está trabajando en unos dibujos nuevos.

—Supongo que no volverá, ¿verdad? A mí en ningún momento me ha llegado noticia alguna de su posible regreso.

—No me comentó que planeara volver a Greenhill —confesé—. Por lo menos no hablé de eso con él, así que quizá tenga pensado… No lo sé. ¿Crees que le gustaba enseñar? ¿Cómo era con sus alumnos?

—Bueno, ya sabrás que se fugó con una alumna.

Esta vez me pilló completamente desprevenido.

—¿Qué?

El profesor parecía estar divirtiéndose.

—¿No te lo ha contado? Bueno, ella no estudiaba aquí. Por lo visto la conoció cuando se fue un trimestre a dar clases a otra universidad, pero después de que pidiera repentinamente una excedencia, nos enteramos de que se había ido a vivir con ella a Washington. Yo diría que ni siquiera envió una nota oficial de renuncia. No sé lo que pasó. No volvió, y punto. Habría sido nefasto para su carrera docente. Siempre me he preguntado cómo pudo hacer eso. No tenía aspecto de estar forrado, pero supongo que nunca se sabe. Quizá sus cuadros se vendiesen bastante bien; eso podría ser. En cualquier caso, fue una pena. Mi mujer conocía un poco a la suya, Kate, y me dijo que jamás le contó ni una palabra al respecto. Hacía ya tiempo que vivían en la ciudad, no en el campus. Es una mujer encantadora, Kate. No me puedo imaginar en qué estaría pensando el bueno de Bob. Pero ya se sabe: a veces la gente pierde el norte.

Me costaba seguir la conversación con algún comentario coherente, pero Arnold no pareció darse cuenta.

—En fin, de todas formas le deseo a Robert lo mejor. Era un tipo de buen corazón o por lo menos eso me parecía a mí. Supongo que su sitio está en primera división y probablemente este lugar se le quedara pequeño. Ésa es mi teoría —lo dijo sin amargura, como si el lugar que no había podido dar cabida a Robert fuese tan cómodo para Arnold como la butaca donde estaba arrellanado. Se puso a meditar con el cabo de lápiz en la mano y luego empezó a dibujar algo en un cuaderno—. ¿En qué vas a centrarte en tu artículo?

Volví a poner mis ideas en orden. ¿Debería preguntarle a Arnold cómo se llamaba aquella antigua alumna? No me atreví. De nuevo pensé que ella había sido su musa, la mujer del cuadro que tanto detestaba Kate. ¿Mary?

—Bueno, en los retratos femeninos de Oliver —dije.

De haber sido otra clase de persona, Arnold habría resoplado.

—Supongo que hizo un montón de retratos de mujeres. En su exposición de Chicago predominaban las mujeres, o más bien la misma mujer de pelo rizado y moreno. También lo vi pintar algunos de esos cuadros. El catálogo andará por aquí, en algún sitio, eso si su mujer no se lo ha llevado. En cierta ocasión le pregunté a Robert si conocía a esa mujer y él no me contestó, de modo que tampoco sé quién posó para los cuadros. Tal vez la misma alumna, aunque como te he dicho, seguro que alguien que no vivía aquí. O… No sé. Era un bicho raro, Robert. Tenía una forma de responderte… Te contestaba y después te dabas cuenta de que no te había dado ninguna información.

—¿Actuaba Robert…? ¿Notaste algo anormal en él antes de que se fuera de la universidad?

Arnold dejó su bosquejo sobre la mesa.

—¿Anormal? No, yo no diría eso, excepto por ese último puñado de cuadros raros… No debería decir algo así de la obra de un colega, pero tengo fama de decir lo que pienso, y te seré sincero: me dieron cierto repelús. Robert tiene un enorme talento para reproducir los estilos pictóricos del siglo XIX; aun cuando a uno no le gusten las imitaciones, su técnica es admirable. Esos bodegones eran impresionantes y una vez vi también una especie de paisaje impresionista que pintó. Cualquiera habría dicho que era verdaderamente impresionista. En cierta ocasión me dijo que lo único importante era la naturaleza, que odiaba el arte conceptual; yo tampoco pinto arte conceptual, pero no lo odio. Y me dije: «Entonces, ¿por qué diantres pinta ese latazo de escanas victorianas?» Hoy en día, si eso no es conceptual, no sé qué será; pintar así ya es una declaración de principios. Pero seguro que Robert ya te lo habrá comentado.

Comprendí que no obtendría mucha más información de Arnold: se dedicaba a observar cuadros, no personas. Me dio la impresión de que su imagen era trémula y se desdibujaba ante mí: era tan listo, insustancial y afable como Robert Oliver serio, profundo y atormentado. Si tuviese que elegir a uno de los dos como amigo, preferiría, sin duda, al taciturno y perspicaz Oliver, pensé.

—Si necesitas tomar más notas, puedo acompañarte a ver el cuadro de Bob —me comentó Arnold—. Me temo que, a día de hoy, eso es todo lo que encontrarás por aquí de él. Su mujer, Kate, vino un día a vaciar su despacho y se llevó todos los cuadros que él había dejado en el estudio de los profesores. Yo no estaba cuando ella vino, pero me lo contaron. A lo mejor a Bob no le apetecía llevárselos y, de no haber venido Kate, esos cuadros se habrían quedado aquí para siempre… ¡Quién sabe! No creo que intimara mucho con nadie de la universidad. ¡Venga, de todas formas necesito estirar las piernas!

Las enderezó como una cigüeña y salimos tranquilamente. La luz del sol que brillaba tras la puerta principal era de una maravillosa y tentadora intensidad; me pregunté cómo podía aguantar un artista dentro de aquel despachillo de cemento, pero eso quizá no dependiera de Arnold, que parecía haberle sacado el máximo partido.

39

Marlow

Lo seguí hasta la cabaña contigua, hecha con troncos y que hacía las veces de galería, que por dentro era grande y sofisticada, con un anexo retranqueado de cristal y estructuras pintadas de blanco que algún arquitecto había proyectado con el ojo puesto en algún premio local. La entrada tenía una claraboya y las paredes estaban cubiertas de lienzos y vitrinas de cristal que emitían un suave resplandor, repletas de cerámica.

Arnold señaló un gran cuadro colgado al otro lado de la sala y comprendí al punto a qué se refería: era estrafalario, de tremenda viveza y, sin embargo, excesivamente dramático, acartonado como una obra de teatro victoriana. Mostraba a una mujer con falda de vuelo y corpiño ajustado, su esbelto cuerpo inclinado hacia delante, arrodillada en una calle toscamente adoquinada; tal como Arnold había indicado, acunaba en sus brazos a una mujer de más edad, un cadáver de aspecto repulsivo, rostro pálido, ojos cerrados, boca entreabierta y en la frente un agujero de bala, un inconfundible y horrible túnel del que brotaba un hilo de sangre medio seco que le bajaba por el pelo suelto y el chal.

La joven iba elegantemente ataviada, pero su vestido verde claro estaba sucio y desgarrado, manchado de sangre en su parte delantera, donde estrechaba contra sí la cabeza de la mujer. Su pelo brillante y rizado estaba despeinado, las cintas del sombrero le caían sobre los hombros y tenía la cara inclinada sobre la de la mujer muerta, por lo que no pude ver los ojos luminosos con los que ya estaba acostumbrado a toparme. El fondo era menos nítido, pero parecía que había una pared, una calle estrecha de ciudad, un escaparate rotulado con palabras de letras borrosas, ilegibles, siluetas rojas y azules agachadas cerca de las mujeres, pero indistinguibles. En un extremo había un montón de algo, de color marrón o beis: ¿madera? ¿Sacos de arena? ¿Un almacén de madera?

El cuadro en su conjunto resultaba fascinante, pero también de una deliberada desmesura, a mi juicio: atroz y, al mismo tiempo, conmovedor. Destilaba miedo y desespero. La postura de las figuras y el patetismo de la obra me hicieron recordar mi primera visión de La Piedad de Miguel Ángel; una obra demasiado célebre como para que nadie pueda ya contemplarla con claridad, excepto quizá cuando se es lo bastante joven. La había visto en mi viaje a Italia terminada la universidad; en aquella época aún no estaba protegida por un cristal, así que lo único que me separaba de las figuras era una cuerda y una distancia de poco más de metro y medio. La luz natural que caía sobre María y Jesús los tocaba creando distintos tonos, y era como si ambos cuerpos estuvieran vivos y la sangre latiera en sus venas; no sólo la afligida madre, sino también el hijo recién fallecido. Lo increíblemente conmovedor era que él no estaba muerto. Para mí, que no soy creyente, no era una profecía de la resurrección, sino un retrato de la conmoción de María y de la fuerza vital que uno ve en los hospitales cuando alguna herida mortal le arrebata la vida a una persona joven. En aquel momento aprendí lo que diferenciaba a los genios de los demás.

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