Querido doctor Marlow:
Espero que mi carta le llegue sin problemas. Gracias por haber venido a Greenhill. Si le he podido ayudar en algo a usted o (indirectamente) a Robert, me alegro. No creo que podamos seguir mucho tiempo en contacto y estoy segura de que lo entenderá. Me encantaron nuestras conversaciones, aún pienso en ellas, y creo que si alguien puede ayudar a Robert, ha de ser alguien como usted.
Hay una cosa que no le di cuando estuvo aquí, en parte por razones personales y en parte porque no sabía si sería ético, pero he decidido que quiero que lo sepa. Es el apellido de la mujer que le escribió a Robert las cartas de las que le hablé. Entonces no le dije que una de ellas estaba escrita en un papel de carta personalizado y tenía su nombre completo en el margen superior. Tal como le comenté, también era artista, se llamaba Mary R. Bertison. Es algo que aún me resulta muy doloroso y no estaba segura de querer compartir ese detalle con usted, o incluso de si estaba mal que lo hiciera. Pero si de verdad va a intentar ayudarle, creo que debo darle su nombre. Tal vez pueda averiguar algo acerca de su persona, aunque no sé muy bien en qué sentido podría serle de utilidad.
Le deseo toda la suerte del mundo en su trabajo y especialmente en sus esfuerzos por ayudar a Robert.
Le saluda atentamente,
Kate Oliver
Era una carta generosa, honesta, irritante, delicada, amable; podía oír la determinación de Kate en cada una de sus frases, su decisión de hacer lo que consideraba correcto. Sentada probablemente frente a su mesa de la biblioteca del piso de arriba, a primera hora de la mañana quizá, habría tecleado obstinadamente a pesar del dolor, cerrando el sobre antes de poder cambiar de parecer, preparándose un té en la cocina a continuación, pegando el sello. Se le habría hecho difícil ayudar a Robert, pero al mismo se tiempo se habría sentido satisfecha; me la imaginaba con una impecable blusa ceñida, unos tejanos y pendientes brillantes en las orejas, dejando la carta en una bandeja junto a la puerta principal, yendo a despertar a los niños, para los que reservaba su sonrisa. Sentí un repentino y doloroso vacío.
Pero la carta daba igual; aunque ahora se hubiese abierto otra puerta, ella quería zanjar el asunto y yo tenía que respetar sus deseos. Escribí con el ordenador una respuesta breve, agradecida y profesional, y la cerré en un sobre para que alguien del personal la enviara por correo. Kate no me había proporcionado ninguna dirección de correo electrónico ni había utilizado la que figuraba en la tarjeta que yo le había dado en Greenhill; al parecer, únicamente quería esta comunicación oficial y más lenta entre nosotros, una carta tangible que atravesara el país entre una marea anónima de correspondencia, toda ella herméticamente cerrada. Era lo que quizás habríamos hecho en el siglo IX, pensé, este cortés y secreto intercambio de papel, una conversación a distancia. Preferí guardar la carta de Kate en mis archivos personales y no en la carpeta de Robert.
El resto fue sorprendentemente fácil, nada detectivesco. Mary R. Bertison vivía en Washington y su nombre completo figuraba en el listín telefónico, que indicaba que residía en la Calle 3, en la zona noreste. En otras palabras, tal como había sospechado, muy posiblemente estuviese viva. Se me hizo extraño desentrañar este misterio de la silenciosa vida de Robert Oliver. Me imaginé que podría haber más de una mujer con este nombre en la ciudad, pero lo dudaba. Después de comer, marqué el número de teléfono desde la mesa de mi despacho, una vez más con la puerta cerrada para evitar miradas u oídos indiscretos. Teniendo en cuenta que era artista, a lo mejor estaría en casa, pensé; por otra parte, si pintaba, probablemente tuviese un empleo para poder llegar a fin de mes, como yo; en mi caso, era médico y trabajaba la nada desdeñable cantidad de 55 horas a la semana. Su teléfono sonó cinco o seis veces. Con cada tono mis esperanzas disminuían —quería cogerla desprevenida— y entonces saltó el contestador automático: «Soy Mary Bertison, éste es el contestador automático del… », dijo con firmeza una voz femenina agradable, un tanto aguda, quizá, por la necesidad de grabar un mensaje en el teléfono, pero sonaba firme, la voz de contralto de una persona formada.
De pronto se me ocurrió que, en realidad, ella tal vez reaccionaría mejor a un mensaje cortés que a una llamada imprevista, y eso le daría tiempo para pensar en mi petición.
—Buenos días, señorita Bertison. Soy el doctor Andrew Marlow, psiquiatra del Centro Residencial Goldengrove, en Rockville. Tengo a un paciente que, por lo que sé, es un pintor amigo suyo, y quisiera saber si podría usted ayudarnos un poco.
Ese prudente «nos» hizo que diera un respingo muy a mi pesar. Aquello no era un trabajo en equipo. Y el mensaje en sí bastaría para que ella se preocupase, si seguía, cuando menos, considerando a Robert un íntimo amigo. Pero si él había vivido con ella o había venido a Washington para estar con ella, tal como Kate sospechaba, ¿por qué demonios no se había presentado ya en Goldengrove a estas alturas? Por otra parte, los periódicos no habían divulgado el ingreso de Robert en un centro psiquiátrico.
—Puede llamarme al centro cualquier día laborable, y me pondré en contacto con usted lo antes posible. Mi teléfono es… —lo dije con claridad, añadí la información de mi busca y colgué.
A continuación me fui a ver a Robert; muy a mi pesar me sentía como si tuviese las manos manchadas de sangre. Kate no me había pedido que no le mencionara a Mary Bertison, pero cuando llegué a su habitación aún dudaba si hacerlo o no. De no ser por mi llamada, ella jamás se habría enterado de que Robert estaba recibiendo tratamiento psiquiátrico. En su primer día en Goldengrove Robert me había dicho con desdén: «Puede incluso hablar con Mary». Sin embargo, es todo lo que había dicho, y debe de haber veinte millones de Marys en los Estados Unidos. A lo mejor Robert recordaba exactamente sus palabras. Pero ¿tendría que explicarle de dónde había sacado su apellido?
Llamé a la puerta, que estaba entornada, y entré. Robert estaba pintando frente al caballete, tranquilo, con su pincel levantado y sus hombros macizos relajados con naturalidad; por un momento me pregunté si habría experimentado alguna mejoría en los últimos días. ¿Era de verdad necesario que estuviese aquí sólo porque no hablaba? Entonces Robert alzó la vista, ceñudo, y vi el rojo de sus ojos, la tristeza absoluta que le invadió el rostro al verme.
Me senté en el sillón y hablé antes de que pudiese perder el valor de hacerlo.
—Robert, ¿por qué no me lo cuentas?
Sonó más a frustración de lo que yo hubiese querido. Para mi íntima alegría, él pareció sorprenderse; por lo menos había reaccionado. Pero me satisfizo menos ver que esbozaba una sonrisa que yo interpreté como de triunfo, conquista, insolencia, como si mi pregunta pusiese de manifiesto que me había vuelto a hacer salir los colores.
De hecho, eso me sacó de mis casillas y quizá precipitase mi decisión.
—Podría hablarme, por ejemplo, de Mary Bertison. ¿Ha pensado en ponerse en contacto con ella? O, mejor dicho, ¿por qué no ha venido ella a verlo?
Robert empezó a acercárseme, con el pincel en su mano alzada, antes de recuperar de nuevo el control. Sus ojos eran enormes y destilaban esa inteligencia castrada que había detectado en ellos el día que nos conocimos, antes de que él hubiese aprendido a ocultarla en mi presencia. Pero no podía responder sin perder la partida y logró no decir palabra. Sentí una punzada de compasión; él mismo se había puesto contra las cuerdas y ahora Robert tenía que quedarse allí. Aunque exteriorizara su rabia contra mí o contra el mundo, o posiblemente contra Mary Bertison, o me preguntase cómo había conseguido información sobre ella, renunciaría a la única parcela de intimidad y poder que se había reservado para sí mismo: el derecho a guardar silencio en su tormento.
—Muy bien —dije con suavidad; o eso esperaba. Sí, Robert me daba lástima, pero yo sabía que también se aprovecharía de esto; dispondría de tiempo de sobra para reflexionar y conjeturar sobre mis movimientos y las posibles fuentes de información que me habían proporcionado el apellido de Mary Bertison. Pensé en asegurarle que yo mismo se lo contaría, siempre y cuando diese con su Mary en particular, así como cualquier cosa que ésta me contara.
Pero le había dado ya tanta información que decidí ser yo quien guardara silencio; si él podía, yo también. Me senté con él sin decir nada durante otros cinco minutos mientras Robert jugueteaba con el pincel en su manaza y miraba fijamente al lienzo. Por fin, me levanté. Al llegar a la puerta me volví un instante, casi arrepintiéndome; su cabeza despeinada estaba gacha, con los ojos clavados en el suelo, y su aflicción me sacudió como una ola. De hecho, me siguió por el pasillo y hasta las habitaciones de mis otros pacientes más «normales» (confieso que ésa era la sensación que tenía, aunque no sea un palabra que me guste emplear en ningún caso), con sus trastornos comunes y corrientes.
Tuve que ver pacientes durante toda la tarde, pero la mayoría de ellos estaban razonablemente estables, y me fui a casa en coche sintiéndome satisfecho, casi contento. La neblina que cubría la carretera del Rock Creek Park era dorada, y el agua centelleaba en su lecho cada vez que tomaba una curva. Me daba la impresión de que tendría que aparcar temporalmente un cuadro en el que llevaba toda la semana trabajando; era un retrato a partir de una fotografía de mi padre, y la nariz y la boca sencillamente no me habían salido bien, pero a lo mejor cambiando de tercio durante unos cuantos días, podría retomarlo con más éxito. Tenía unos cuantos tomates (no muy buenos para comerlos en esta temporada, pero bastante brillantes) que tardarían una semana en estropearse. Si los colocaba en la ventana de mi estudio, quizá constituirían una especie de Bonnard moderno o —no seamos tan modestos— un nuevo Marlow. El problema era la luz, pero ahora que los días eran más largos podía captar un poco de luz vespertina después del trabajo y, si me veía con ánimos, quizá me levantara algo más temprano para empezar también un lienzo por las mañanas.
Ya estaba pensando en los colores y el lugar donde colocaría los tomates, de modo que casi ni me acordé de girar el volante para meter el coche en el garaje, un espacio frío y húmedo bajo el edificio de mi apartamento cuyo alquiler cuesta prácticamente la mitad que el de la vivienda. De vez en cuando ansiaba tener otro empleo, en el que no tuviese que atravesar regularmente y echando chispas la periferia de Washington para poder prescindir del coche. Pero ¿cómo iba a marcharme de Goldengrove? Y la idea de pasarme la jornada entera sentado en la consulta de Dupont Circle, tratando a pacientes lo bastante sanos como para poder entrar a pedir consejo por su propio pie, no me atraía.
Mi mente estaba completamente absorta en estas cosas (mi bodegón, la luz del atardecer que rebotaba en el lento caudal de Rock Creek, el humor de los demás conductores) y mis manos ocupadas buscando las llaves. Como siempre, subí por las escaleras para hacer más ejercicio. No la vi hasta que llegué prácticamente a mi puerta. Estaba apoyada en la pared como si llevase allí un rato, relajada e impaciente a la vez, los brazos cruzados, las botas bien plantadas en el suelo. Tal como yo la recordaba, llevaba tejanos y una larga camisa blanca, esta vez con una americana negra encima, y bajo la pésima luz del pasillo su pelo era de color caoba. Me quedé tan sorprendido que «frené en seco»; supe entonces, y lo sabría ya para siempre, lo que significaba realmente esa expresión.
—¡Es usted! —exclamé, pero eso no sirvió para despejar mi confusión. Era, sin duda, la chica del museo, la que me había sonreído con complicidad frente al bodegón de Manet en la Galería Nacional, la que había observado atentamente la versión de Leda de Gilbert Thomas y me había vuelto a sonreír en la acera. Habría pensado en ella quizás una o dos veces y luego había olvidado que existía. ¿De dónde había salido? Era como si viviese en otro mundo, como un hada o un ángel, y hubiese vuelto a aparecer sin que hubiera pasado el tiempo, sin dar explicaciones propias de los humanos.
Se enderezó y me dio la mano.
—¿El doctor Marlow?
Marlow
—Sí —dije, allí de pie con las llaves colgando de mis dedos, mi otra mano indecisa en la suya. Me asombró la disimulada ferocidad de sus modales y, de nuevo, inevitablemente, su atractivo. Era tan alta como yo, tendría treinta y pico años, preciosa pero no de belleza convencional; era imponente. La luz se le reflejaba en el pelo, llevaba el flequillo demasiado recto y demasiado corto sobre su blanca frente, la larga onda restante, suave y de color rojizo púrpura, le llegaba bastante por debajo de los hombros. Me atenazó la mano con fuerza e instintivamente yo la estreché con la mía al saludarla.
Esbozó una sonrisa, como solidarizándose con mi situación.
—Lamento haberlo asustado. Soy Mary Bertison.
No podía apartar los ojos de ella.
—Pero usted estaba en el museo… En la Galería Nacional. —Y entonces me sacudió una momentánea decepción que se llevó por delante a mi perplejidad: ella no era la musa de cabellos rizados de los sueños de Robert. Nueva oleada de asombro: también la había visto recientemente en un cuadro, vestida con sus tejanos azules y una holgada blusa de seda.
Ahora arrugó la frente, claramente confusa a su vez, y me soltó la mano.
—Quiero decir —repetí— que más o menos ya nos conocíamos. Delante del cuadro de Leda y ese bodegón de Manet, ¿se acuerda?, el de las copas y la fruta. —Me sentí estúpido. ¿Por qué había pensado que me recordaría?—. Ya lo entiendo… Sí, debió de ir usted a ver el cuadro de Robert. Es decir, el cuadro de Gilbert Thomas.
—Ahora me acuerdo —dijo ella lentamente, y saltaba a la vista que no era la clase de mujer que mentiría para quedar bien. Se irguió, sin inmutarse por haber invadido mi mismísima casa, mirándome fijamente—. Usted me sonrió, y luego, fuera…
—¿Fue allí a ver el cuadro de Robert? —repetí.
—Sí, el que intentó apuñalar. —Asintió con la cabeza—. Acababa de enterarme de la historia, porque alguien me pasó el artículo con varias semanas de retraso, un amigo que dio casualmente con la noticia. Yo no suelo leer la prensa. —Entonces se echó a reír, no con amargura sino un tanto divertida por lo rara que era la situación, como si le pareciera algo lógico—. ¡Qué curioso! Si alguno de los dos hubiese sabido quién era el otro, podríamos haber hablado allí mismo en lugar de hacerlo ahora.