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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (34 page)

BOOK: El rapto del cisne
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—Señora, me asusta usted —dije medio en broma—. Y está en lo cierto. —No vi que hubiera razón alguna para comentarle que me había enterado de estas cosas también a través de Kate.

Mary se rió en voz alta.

—Ahora que le he hablado de mi Robert, hábleme usted del suyo.

Así pues, le hablé de él, honesta y exhaustivamente, y con una sensación más tangible de estar quebrantando la confidencialidad médico-paciente, cosa que sin duda estaba haciendo. Naturalmente, no le conté nada de lo que Kate me había dicho, pero le describí gran parte del comportamiento de Robert desde que había caído en mis manos. El medio (contarle todo eso) tendría que justificar el fin; tenía muchas más cosas que preguntarle y pedirle, y con lo perspicaz y vehemente que era ella, debería pagar por anticipado tal privilegio. Terminé asegurándole que en Goldengrove vigilábamos muy de cerca a Robert, que creía que ahora mismo no corría ningún peligro, y que no parecía inclinado a hacerse daño a sí mismo ni a nadie más, aun cuando hubiese ingresado allí por intentar apuñalar un cuadro.

Ella me escuchó con atención y sin interrumpirme para hacerme preguntas. Sus ojos eran grandes y claros, cándidos, de un color extraño parecido al del agua, tal como recordaba del museo, con un cerco más oscuro alrededor que bien podía ser maquillaje hábilmente puesto. También Mary podría hacerle hablar a una piedra, y así se lo dije.

—Gracias, es un honor —dijo—. A decir verdad, hubo una época en que pensé en convertirme en terapeuta, pero eso fue hace mucho tiempo.

—Y, en cambio, es usted artista y profesora —aventuré. Ella se me quedó mirando—. ¡Oh, no ha sido tan difícil averiguarlo! La vi analizando la superficie de Leda en un ángulo oblicuo, muy de cerca; normalmente eso sólo lo hace un pintor, o tal vez un historiador del arte. No me la imagino desempeñando un cargo puramente académico, eso la aburriría, por lo que debe de dar clases de pintura o desempeñar alguna otra actividad plástica para ganarse la vida, y habla con la seguridad de un profesor nato. ¿Estoy siendo impertinente ya?

—Sí —contestó ella, entrelazando las manos alrededor de su rodilla enfundada en los tejanos—. Y usted es artista, también; se crió en Connecticut, y ese cuadro que hay ahí encima de la repisa de la chimenea, el de la iglesia de su pueblo, lo pintó usted. Es un buen cuadro, se dedica en serio y tiene talento, como muy bien sabe. Su padre era pastor, pero un pastor bastante progresista, que habría estado orgulloso de usted aunque no hubiera entrado en la facultad de Medicina. Le interesan especialmente la psicología de la creatividad y los trastornos que atormentan a muchas personas creativas o incluso brillantes como Robert, que es por lo que ha pensado en convertirlo en el tema de su próximo artículo. Es usted una atípica mezcla de científico y artista, de modo que entiende a esa clase de personas, si bien tiene una gran capacidad para aferrarse a su propia cordura. El deporte ayuda; corre o hace ejercicio desde hace mucho, razón por la que parece diez años más joven de lo que es. Se rige por el orden y la lógica, así que no importa demasiado que viva solo y haga jornadas laborales tan largas.

—¡Pare! —exclamé, tapándome las orejas con las manos—. ¿Cómo sabe todo eso?

—Por Internet, naturalmente. Por su apartamento, y observándolo a usted. Y ha firmado su cuadro con sus iniciales en la esquina inferior derecha, ¿sabe? Si junta la información de todas esas fuentes, eso es lo que sale. Además, sir Arthur Conan Doyle era mi escritor favorito de pequeña.

—También era uno de los míos. —Pensé en estrechar su mano de largos dedos sin anillos.

Ella no había dejado de sonreír.

—¿Recuerda que en cierta ocasión Sherlock Holmes dedujo a la perfección el carácter y la profesión de un hombre, su pasado, a partir de un bastón que éste se había dejado en su habitación? Pues aquí yo tengo un apartamento entero a partir del cual trabajar. Holmes tampoco tenía Internet.

—Creo que usted es la persona que más puede ayudar a Robert —dije lentamente—. ¿Estaría dispuesta a contarme todo lo que vivió con él?

—¿Todo? —No me estaba mirando directamente a los ojos.

—Perdón. Me refería a todo lo que usted crea que le sería útil a alguien que está intentando entender a Robert. —No le di tiempo para negarse ni aceptar—. ¿Sabe lo del cuadro que intentó apuñalar?

—¿Lo de Leda? Sí. Bueno, un poco. En parte son conjeturas, pero me he informado.

—¿Qué hace a la hora de cenar, señorita Bertison?

Mary miró hacia un lado y se tocó la boca con las yemas de los dedos como si le sorprendiera encontrar allí una pizca de sonrisa todavía. Cuando volvió el rostro, la pintura de debajo de sus ojos cristalinos se intensificó, era azul grisácea, sombras sobre la nieve,
un effet de neige
. Tenía la piel muy clara. Se irguió en la silla, con la americana puesta, sus preciosas caderas y piernas enfundadas en unos descoloridos tejanos que contrastaban con mi sofá, sus delicados hombros levantados a la defensiva. Esta joven había sufrido durante semanas, meses incluso, y no tenía dos niños que la consolaran. De nuevo, sentí una desagradable rabia contra Robert Oliver, la súbita desaparición de mi objetividad médica.

Pero ella no estaba enfadada.

—¿A la hora de cenar? Nada, para variar. —Entrelazó las manos—. Me parece bien, siempre y cuando paguemos la cuenta a medias. Pero no me pida que le hable más de Robert por ahora. Si no le importa, preferiría escribir parte de la historia para no acabar llorando delante de un completo desconocido.

—Soy un desconocido a secas —dije—, no un completo desconocido; no olvide que fuimos juntos al museo.

Ella se me quedó mirando en la semipenumbra de mi salón; tenía razón, en mí era todo muy metódico, lógico, y dentro de un momento me levantaría para encender otra lámpara, le preguntaría si le apetecía algo más antes de irnos, me disculparía por ir al cuarto de baño, me lavaría las manos y buscaría un abrigo ligero. Durante la cena seguramente hablaríamos de Robert al menos un poco, pero también de pintura y de artistas, de nuestras infancias con Conan Doyle y nuestra forma de ganarnos la vida. Y, en cualquier caso, esperaba que habláramos de Robert Oliver, esta vez y en el futuro. Los ojos de Mary eran expresivos; no alegres, pero sí mostraban un leve interés en lo que veían por la habitación, y yo dispondría por lo menos de dos horas en el mejor restaurante de los alrededores para hacerle sonreír.

1878

Ma chère:

Te ruego disculpes mi comportamiento inexcusable. No fue premeditado, ni por falta de respeto, créeme, sino más bien por un anhelo que únicamente tú has tenido el poder de despertar en mí en los últimos años. Tal vez algún día entiendas que un hombre que se enfrenta al final de su vida es capaz de perder la cabeza por unos instantes y pensar solamente en la importancia creciente de lo que perderá. No ha sido intención mía deshonrarte, y es preciso que sepas al punto que los motivos que me llevaron a invitarte a ver el cuadro eran puros.

Es una obra extraordinaria; sé que pintarás muchas más, pero te ruego que me des permiso, a modo de expiación y disculpa, para dejar que el jurado vea lo magnífica que es la primera. No creo que se les escape su delicadeza, sutileza y elegancia, y aunque sean tan estúpidos que no acepten el cuadro, aun así lo habrá podido ver alguien, por más que sean tan sólo los miembros del jurado. Haré lo que me ordenes en cuanto a usar tu nombre o un seudónimo. Compláceme en esto para que pueda tener la sensación de haber hecho algo por tu talento y por ti.

Por lo que a mí respecta, he decidido presentar el cuadro de mi joven ahijado, en vista de tu admiración por el mismo, pero eso, naturalmente, lo haré con mi propio nombre y existen aún más posibilidades de que lo rechacen. Debemos estar preparados para ello.

Tu humilde siervo,

O.

45

Mary

Hay ciertas cosas de mi historia que pasé con Robert Oliver que nunca he podido poner en claro, ni siquiera para mi propia tranquilidad, y sigo queriendo hacerlo, si tal cosa es posible. Durante una de nuestras últimas discusiones Robert dijo que nuestra relación se había torcido desde el principio, porque yo lo había separado de otra mujer. Lo cual era terrible y obviamente falso, pero está claro que era totalmente cierto que Robert ya estaba casado cuando me enamoré de él la primera vez, y que seguía casado cuando me enamoré una segunda vez.

Esta mañana le he comentado a mi hermana, Martha, que un médico me ha pedido que le cuente todo lo que se me ocurra sobre Robert, y ella ha dicho: «Bueno, Mary, ahora tendrás la oportunidad de hablar de él durante veinticuatro horas seguidas sin agobiar a nadie». Yo le he dicho: «Si alguien no tiene que leerlo, ésa eres precisamente tú». No la culpo por haber hecho este comentario mordaz y cariñoso; en nuestro peor momento fue su hombro sobre el que vertí la mayor parte de mis lágrimas por Robert Oliver. Es una hermana magnífica, muy sacrificada. Tal vez Robert me habría hecho más daño del que me hizo, si ella no me hubiese ayudado a alejarme de él. Por otra parte, si hubiese seguido sus consejos, quizá no habría vivido muchas cosas que ahora mismo no puedo decir que lamente del todo. Aunque mi hermana es una mujer pragmática, en ocasiones se arrepiente de las cosas; yo no suelo hacerlo, pero Robert Oliver es casi la excepción que confirma la regla.

Me gustaría referir la historia con minuciosidad, de modo que empezaré por mí misma. Nací en Filadelfia, al igual que Martha. Nuestros padres se divorciaron cuando yo tenía cinco años y Martha cuatro, y después de aquello la figura de mi padre se fue desvaneciendo gradualmente: de hecho, se marchó de nuestro barrio de Chestnut Hill y se fue al centro de la ciudad con sus trajes, a un bonito apartamento sin muebles al que íbamos una vez a la semana, luego una vez cada dos, donde principalmente veíamos dibujos animados en la tele mientras él leía montañas de papeles que guardaba en lo que llamaba «camisas». Y en cierta ocasión me encontré una camisa suya, pero de algodón, enredada debajo de su cama con unas bragas de encaje beige. No estábamos seguras de qué hacer con ninguna de las prendas y no nos pareció adecuado dejarlas allí, así que cuando papá bajó a la esquina a comprar la revista Sunday Inquirer y nuestras rosquillas, para lo cual solía tardar entre tres y cuatro horas, metimos las dos prendas en una olla, la llevamos al jardín trasero de su edificio de apartamentos de obra vista, y las enterramos entre la barandilla de hierro forjado y un tronco de árbol cubierto de hiedra.

Cuando yo tenía nueve años, papá dejó Filadelfia y se fue a San Francisco, adonde íbamos a verlo una vez al año. San Francisco era más divertido; el apartamento de papá tenía vistas sobre un océano cubierto con un manto de niebla, y podíamos dar de comer a las gaviotas desde el balcón. Muzzy, nuestra madre, nos mandó solas hasta allí en avión en cuanto consideró que teníamos edad suficiente. Después, nuestras visitas a San Francisco se redujeron a una cada dos años o cada tres, luego pasaron a ser ocasionales, íbamos si nos apetecía y si Muzzy estaba dispuesta a pagar el viaje, y finalmente papá desapareció en un empleo en Tokio y nos envió una foto suya en la que rodeaba con el brazo a una japonesa.

Creo que Muzzy se alegró de que papá se fuera a San Francisco. Eso le permitía cuidar a sus anchas de Martha y de mí, y lo hizo con tanto vigor y energía que ninguna de las dos ha querido nunca tener hijos. Martha asegura que se sentiría en la obligación de hacer lo mismo que nuestra madre hizo por nosotras, o incluso más, y que no lo resistiría, pero yo creo que en nuestro fuero interno ambas sabemos que no daríamos la talla. Aprovechando la excelente y antigua cuenta bancaria cuáquera de sus padres (nunca supimos con seguridad si estaba llena de aceite, avena, acciones de ferrocarriles o dinero de verdad), Muzzy nos mandó durante doce años a un magnífico colegio de los Amigos, nombre con el que se suele denominar a los quáqueros, un lugar en el que profesores de voz dulce con el pelo gris perfectamente cortado se arrodillaban para ver si estabas bien, cuando alguien te golpeaba con una pieza de un juego de bloques de construcción. Estudiábamos los escritos de George Fox, asistíamos a las celebraciones cuáqueras y plantábamos girasoles en un barrio pobre del norte de Filadelfia.

Mi primera experiencia amorosa tuvo lugar cuando estudiaba secundaria en los Amigos. Uno de los edificios del colegio era una casa que había sido una estación del Ferrocarril Subterráneo;
[2]
en la buhardilla había una trampilla recortada en el suelo de un viejo armario. Aquel edificio albergaba las clases de séptimo y octavo curso, y cuando llegué a esos cursos me gustaba quedarme unos minutos dentro, después de que todos se hubieran ido a comer, para escuchar los espíritus de los hombres y mujeres que habían escapado hacia la libertad. En febrero de 1980 (yo tenía trece años), Edward Roan-Tillinger también se quedó dentro a la hora de comer y me besó en el rincón de lectura de séptimo curso. Yo llevaba un par de años esperando esto y no estuvo mal como primer beso, aunque el borde de su lengua me supo a trozo de carne dura, y pude ver a George Fox mirándonos fijamente desde su retrato, al otro lado del aula. A la semana siguiente, Edward había dirigido su atención hacia Paige Hennessy, que tenía el pelo rojizo y liso, y vivía en el campo. No tardé más de unas cuantas semanas en dejar de odiarla.

Es una pena que en la trayectoria de las mujeres no haya más que hombres: primero chicos, luego otros chicos, luego hombres, hombres y más hombres. Esto me recuerda nuestros libros de texto de historia del colegio, en los que todo eran guerras y elecciones, una guerra detrás de otra, con monótonos períodos de paz, cuando los había, tratados superficialmente. (Nuestros profesores desaprobaban esto y añadían temas extras de historia social y movimientos de protesta, pero el mensaje de los libros seguía siendo el mismo.) No sé por qué las mujeres tienden a contar sus vidas de esta forma, pero supongo que incluso yo he empezado a hacer lo mismo, quizá porque usted me ha pedido que le hable de mí y a la vez le describa mi relación con Robert Oliver.

Mis años de bachillerato, para seguir el relato con minuciosidad, no giraron únicamente en torno a los chicos, claro está; también giraron en torno a Emily Brontë y la Guerra de Secesión, en torno a la botánica de los parques en declive de Filadelfia, en torno a la técnica del frotagge, las labores de punto, El Paraíso Perdido, los helados y la loca de mi amiga Jenny (a quien llevé en coche a la clínica para abortar antes incluso de que yo me sacara la blusa delante de un chico). Durante aquellos años aprendí esgrima, me encantaba el atuendo blanco y el suave olor a humedad de nuestro reducido gimnasio cuáquero, y el momento en que la punta de la hoja de la espada daba un pinchazo en la chaquetilla de tu oponente; y aprendí a llevar una cuña llena de orina sin derramarla como voluntaria del Chestnut Hill Hospital, y a servir té con una sonrisa en los interminables encuentros con fines benéficos que organizaba Muzzy, por lo que sus caritativas amigas decían: «Tienes una hija adorable, Dorothy. Oye, ¿tu madre también era rubia?». Que era lo que yo quería oír. Aprendí a ponerme sombra de ojos y tampones de tal modo que no notaba que estaban ahí (me lo enseñó una amiga; Muzzy jamás habría hablado de algo semejante), y a golpear de lleno la pelota con mi stick de hockey sobre hierba, y a hacer bolas de palomitas de colores, y a hablar francés y español de forma bastante correcta, y a sentir secretamente lástima de otra chica cuando le di de lado (aunque no fuera necesario), y a retapizar sillitas con bordados en punto de cruz. Además de todo esto, descubrí la sensación de la pintura bajo mi pincel, pero me reservaré eso para un poco más tarde.

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