—No, gracias —le dije al tipo de la puerta, pero mi voz parecía amortiguada por la edad y la vergüenza. No me había invitado a entrar, no me había dado un folleto de ninguna clase, de modo que ¿por qué le había hablado? Encajé firmemente la biografía de Newton debajo del brazo y continué caminando, luego doblé la esquina para no tener que volver a pasar por delante de él y su alegre puerta. ¿Llevaría tiempo acostumbrado al espectáculo y a los sonidos del interior del local, de modo que para él no era una lata tener que sentarse fuera, en la oscuridad, ni le suponía problema alguno perdérselo todo? ¿Acabaría su mente divagando, aburrida incluso de algo que era presuntamente excitante?
En la tranquila casa de los Hadley, yací despierto durante horas en la cama individual pegada a la otra cama vacía, sintiendo y oyendo los abetos, las cicutas, los rododendros que arañaban la ventana entreabierta, la montaña verde que estaba fuera, en la noche, el florecer de una naturaleza que no parecía incluirme. ¿Y en qué momento —le preguntó mi cuerpo inquieto a mi febril cerebro— había accedido yo a que me excluyeran?
A la mañana siguiente, al llegar al porche de Kate, no sentí vergüenza sino una especie de familiaridad, un sosiego real, como si hubiera venido a ver a una vieja amiga o como si yo mismo fuese un viejo amigo que subía los escalones para llamar al timbre. Kate abrió al instante, y de nuevo fue como acceder al decorado de una obra de teatro, salvo que ahora ya había visto la obra una vez y sabía dónde estaban todos los elementos del atrezo. Hoy el sol lucía en todo su esplendor, filtrándose en la habitación. Tan sólo había dos cambios más: en primer lugar, un gran cuenco de agua con flores flotantes de color rosa y blanco, colocado con mimo en la mesa que había junto a las ventanas; y luego, la propia Kate, quien llevaba una blusa de algodón de color azafrán encima de sus tejanos, con las mismas joyas de turmalina. Ayer me había parecido que sus ojos eran azules; ahora eran de color turquesa, grandes y claros. Kate sonrió, pero fue una sonrisa tímida y de cortesía, que delataba un problema, y ese problema era yo, mi reiterada presencia en su casa, mi necesidad de hacerle más preguntas sobre el marido que ya no vivía allí.
Cuando hubo acabado de servir café para los dos, se sentó en el sofá de enfrente.
—Creo que deberíamos tratar de terminar hoy con esto —me dijo con suavidad, como si hubiera estado pensando en cómo decirlo sin herir mis sentimientos ni revelar los suyos.
—Sí, por supuesto —repuse para demostrarle que podía captar una indirecta al vuelo—. Por supuesto. No quisiera abusar de tu hospitalidad. Además, a ser posible, debería regresar a Washington mañana por la noche.
—Entonces ¿no pasarás por la facultad de Robert? —Kate sostuvo su taza sobre su perfecta y menuda rodilla, como para enseñarme cómo se hacía. Su tono era de una cortesía sin afectación. No sabía si hoy me proporcionaría menos información, y no más.
—¿Crees que debería? ¿Qué me encontraría allí?
—No lo sé —reconoció ella—. Estoy segura de que mucha de la gente que conocía a Robert sigue estando ahí, pero me resultaría incómodo ponerte en contacto con ellos. Y dudo que en la facultad él exteriorizara mucho su estado de ánimo. Pero sus mejores obras están allí. Deberían estar en un museo de los grandes; las habría vendido bien. No soy la única que considera que son las mejores, aunque en realidad a mí no me han gustado nunca.
—¿Por qué no?
—Juzga por ti mismo.
Permanecí sentado contemplando su elegante y menuda presencia, que ocupaba la habitación entera. Sentía la necesidad de saber cómo se había manifestado por vez primera la enfermedad de Robert, y nos estábamos quedando sin tiempo. Y necesitaba, o por lo menos quería, saber quién era su musa de cabellos oscuros.
—¿Quieres retomar tu relato de ayer? —le pregunté con la mayor delicadeza que pude. Si aquello no la conducía pronto a la información sobre el origen de los problemas de Robert y su posterior tratamiento, podría guiarla sutilmente hacia esos temas de mayor envergadura a medida que ella se fuera animadno. Asentí sin hablar, aunque Kate aún no había dicho nada más. Fuera, un cardenal rojo se posó al sol; y una rama se balanceó.
Kate
Nuestras vidas en Nueva York fueron transcurriendo sin interrupciones, en un suspiro. En cinco años vivimos en tres sitios distintos: primero en mi apartamento de Brooklyn durante una temporada, y después de eso en un estudio increíblemente pequeño de la Calle 72 oeste cerca de Broadway, un cuartito con otro cuartito más pequeño con una encimera de cocina plegable, y finalmente en el ático sofocante de un edificio del Village. Todos esos sitios me encantaban, sus lavanderías y tiendas de comestibles, y hasta su gente sin techo; todo, todo lo que me acabó resultando familiar en ellos.
Y, de repente, un día me desperté y pensé: «Quiero casarme. Quiero tener un bebé». Lo cierto es que fue casi tan sencillo como eso; una noche me fui a la cama siendo joven y libre, sin preocupaciones, indiferente a las vidas convencionales de otras personas, y a las seis de la mañana del día siguiente, cuando me levanté para ducharme y vestirme y acudir a mi puesto de trabajo de redactora, me había convertido en otra persona. O quizá se me ocurriera la idea al secarme el pelo o ponerme la falda: «Quiero casarme con Robert y llevar un anillo en el dedo y tener un bebé, y el bebé tendrá el pelo rizado como Robert y los pies y las manos pequeños como yo, y la vida será mejor que nunca». Era como si aquella visión me resultase de pronto tan real que lo único que tenía que hacer era dar ese último paso y hacerla realidad, y entonces sería completamente feliz. No se me pasó por la cabeza quedarme embarazada y tener un hijo fruto del amor libre (tal como mi madre podría haber dicho en tono medio jocoso) en Manhattan. Yo asociaba los hijos con el matrimonio, el matrimonio con el futuro a largo plazo, con unos niños que se criaran montando en triciclo y en jardines con césped; al fin y al cabo, eso era lo que había vivido en mi infancia. Quería ser como mi madre, que se agachaba para ponernos los calcetines y atar nuestros zapatitos de cordones de color burdeos. Quería incluso llevar los vestidos que se ponía ella de joven, que, para sentarte, te obligaban a doblar las piernas muy juntas y hacia un lado. Quería un árbol con un columpio en el jardín trasero.
Y del mismo modo que no se me habría ocurrido tener hijos sin lucir primero un anillo de boda, jamás se me pasó por la cabeza que podría criar a un hijo en la agobiante ciudad en la que había aprendido a amar. Me cuesta hablar de estas cosas, porque yo estaba totalmente convencida de que no quería otra cosa que aquella vida de Manhattan y pintar y reunirnos en una cafetería con nuestros amigos al salir del trabajo, y hablar de pintura y observar a Robert pintando a altas horas de la madrugada con sus calzoncillos azules de tela óxford en el estudio de un amigo mientras yo dibujaba sobre mi tabla de trabajo plegable; y luego levantarme por las mañanas entre bostezos para ir a trabajar, despertándome de camino hacia el metro bajo los árboles enclenques. Ésa era mi realidad y estas criaturillas de cabellos rizados que ni siquiera existían todavía, que ni siquiera tenían derecho a hacerme soñar despierta, me dijeron que lo dejara todo. Y, años más tarde, ellos, mis hijos (haberlos traído al mundo, pese a todo el sufrimiento, el miedo, pese a haber perdido a Robert, pese a la superpoblación de este mísero planeta y mis remordimientos por haber contribuido a la misma), son lo único que no he lamentado jamás.
Robert no quería renunciar a ninguna de las cosas de aquella vida que teníamos en Nueva York. Creo que cedió porque lo seduje, lo hizo aparentemente por mí. A los hombres también les encanta tener hijos, aunque digan que no sienten lo mismo que las mujeres. Creo que se sintió atraído por mi apasionamiento con todo el asunto. Él en realidad no quería vivir en una ciudad de provincias con mucho verde o un empleo en una universidad pequeña, pero supongo que también sabía que, tarde o temprano, la vida de posgraduados que llevábamos desembocaría en algo diferente. Las cosas ya le iban bien, exponía con un profesor de su mismo departamento, había vendido un montón de cuadros en el Village. Su madre, una viuda residente en Nueva Jersey que seguía tejiéndole suéteres y chalecos, y llamándolo Bob-bí con acento francés, había decidido que, después de todo, Robert sería un magnífico artista; de hecho, había empezado a enviarle parte de la herencia de su padre a fin de que pudiera invertirla en pintar.
Me parece que Robert se creía invencible, con una gran dosis de suerte del principiante. Tenía también el talento del principiante. Todos los que veían su obra parecían advertir su don, les gustase o no su tradicionalismo. Impartía una clase de nivel básico en la facultad en la que se había licenciado, y día tras día fue haciendo esos primeros cuadros que ahora forman parte de un puñado de colecciones; son maravillosos, de verdad, ¿sabes? Sigo creyendo que lo son.
Más o menos cuando yo propuse lo de tener un hijo, Robert estaba trabajando en lo que había dado en llamar, y no precisamente en broma, su serie de Degas: chicas que hacían ejercicios de calentamiento en la barra de la School of American Ballet, gráciles y eróticas pero no eróticas de verdad, estirando sus delgados brazos y piernas. Aquel invierno se pasó horas en el Museo Metropolitano de Arte, estudiando a las pequeñas bailarinas de Degas, porque quería que las suyas fueran iguales y, al mismo tiempo, diferentes. Cada uno de los lienzos de Robert contenía una o dos anomalías: un enorme pájaro que intentaba colarse por la ventana del estudio de ballet situada detrás de las bailarinas, o un ginkgo pegado a la pared que se reflejaba en los interminables espejos. Una galería del Soho vendió dos y le pidió más. Yo también pintaba, tres veces por semana después del trabajo, lloviera o hiciese sol; recuerdo mi disciplina de aquel entonces, la sensación de que quizá no era tan buena como Robert, pero mi obra se consolidaba semana a semana. Algunos sábados por la tarde nos llevábamos nuestros caballetes a Central Park y pintábamos juntos. Estábamos enamorados; los fines de semana hacíamos el amor dos veces al día. Entonces ¿por qué no me quedaba embarazada? Estoy segura de que a Robert también le entusiasmaba mi nueva forma de hacer el amor con él, puesto que siempre le dio muchísima importancia a ese aspecto de nuestras vidas y le fasscinaba la sensación de plantar entre los dos una semilla, de la floración inminente de nuestra conexión.
Nos casamos en una iglesia de la Calle 20. Yo quise recurrir a un juez de paz, pero en lugar de eso tuvimos una modesta boda católica para complacer a la madre de Robert. Mi propia madre vino desde Michigan con mis dos mejores amigas del instituto, y ella y la madre de Robert congeniaron y las dos viudas se sentaron juntas durante la surrealista celebración. La madre de Robert, que sólo tenía un hijo, ganaba otra hija con la boda. Me hizo un jersey como regalo para la ocasión, cosa que parece bastante tremenda, pero lo guardé como oro en paño durante años; era de color crema y con un ribeteado en el cuello que parecía de diente de león. Quise a la madre de Robert desde nuestro primer encuentro. Era una mujer alta, flaca y alegre, y yo le gusté por alguna razón que no logré discernir. Mi suegra estaba convencida de que las diez o doce palabras que yo sabía decir en su francés nativo podían servirme de trampolín para dominar el idioma si le ponía ganas. El padre de Robert, un directivo de planificación del Plan Marshall, la había sacado de un París de la posguerra que ella no parecía arrepentirse de haber abandonado. No había regresado jamás, y su vida entera había girado en torno al trabajo de enfermera para el que se había formado en los Estados Unidos y en torno a su hijo prodigio.
Me dio la impresión de que Robert no se alteraba por la ceremonia ni durante la misma, es decir, durante la boda en sí; sencillamente se alegraba de estar conmigo, no le dio importancia al hecho de ir trajeado, de llevar torcida sobre la pechera de su camisa la única corbata que tenía ni de que hubiera pintura debajo de sus uñas. Se había olvidado de ir a cortarse el pelo, cosa que yo había tenido especial interés en que hiciera antes de plantarnos delante de un cura católico y de mi madre, pero por lo menos no perdió el anillo. Al observarlo mientras pronunciábamos los extraños votos matrimoniales, tuve la sensación de que era el mismo de siempre, de que le hubiera dado igual estar conmigo y nuestros amigos en nuestro bar favorito, tomándose otra cerveza y debatiendo los problemas de la perspectiva. Y me sentí decepcionada. Yo había deseado tener a mi lado a un Robert cambiado, transformado siquiera por el hecho inaugural de esa nueva etapa de nuestras vidas.
Después de la ceremonia fuimos a un restaurante del centro del Village, donde nos reunimos con nuestros amigos; tenían todos un aspecto insólitamente aseado y algunas de las mujeres llevaban tacón alto. Mi hermano y mi hermana estaban también ahí, habían venido del oeste del país. Todo el mundo actuó con una pizca de formalidad, y nuestros amigos les dieron la mano a nuestras madres o incluso las besaron. En cuanto el vino corrió un poco, los compañeros de clase de Robert empezaron a hacer brindis obscenos que me inquietaron. Pero en lugar de escandalizarse, nuestras madres, sentadas la una al lado de la otra, con las mejillas sonrojadas, se rieron como adolescentes. No había visto tan feliz a mi madre desde hacía mucho tiempo. Entonces me sentí un poco mejor.
Robert no se molestó en buscar trabajo en ningún otro sitio hasta que se lo pedí durante varios meses; ahora yo quería que encontráramos esa ciudad acogedora con casas que quizás algún día podríamos permitirnos. En realidad, no llegó a buscar trabajo. Le ofrecieron un puesto en Greenhill a través de uno de sus profesores, porque casualmente pasó por el despacho de dicho profesor sin previo aviso para proponerle salir a comer y durante la comida resultó que el profesor se acordó de un empleo del que acababan de hablarle, para el cual podía recomendar a Robert: el profesor tenía un viejo amigo, escultor y ceramista, que daba clases en Greenhill. Era un lugar magnífico para un artista, le dijo a Robert durante la comida: Carolina del Norte estaba repleto de artistas que vivían una vida real y pura, que pintaban todo lo que querían, y el Greenhill College estaba vinculada con el célebre Black Mountain College porque al cerrar éste unos cuantos alumnos de Josef Albers habían fundado un departamento de arte en Greenhill; sería perfecto y Robert podría pintar. Pensándolo bien, quizá yo también podría, y el clima era bueno, y… en fin, el profesor en cuestión mandaría una carta recomendando a Robert.