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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (17 page)

BOOK: El rapto del cisne
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—¿Trabajaba mucho en casa? —Traté de no aceptar con excesivo entusiasmo.

—Bueno, en casa y en la facultad —me contestó—. Sobre todo en la facultad, por supuesto.

En el piso de arriba, el distribuidor central hacía las veces de pequeña biblioteca, con una moqueta descolorida y ventanas con vistas al extenso césped. Había más novelas, libros de relatos, enciclopedias. En un rincón había una mesa equipada con material de dibujo, lápices dentro de un bote, un cuaderno grande abierto: al parecer, alguien había bosquejado unas ventanas. ¿Vería, por fin, a Robert? Pero ella me observó.

—Es mi rincón de trabajo —dijo escuetamente.

—Debes de ser una gran lectora —aventuré.

—Sí. Robert siempre pensó que pasaba demasiado tiempo leyendo. Y muchos de estos libros pertenecieron a mis padres.

De modo que los libros eran de ella, no de él. Me fijé en que se podía acceder a varias habitaciones, algunas de las cuales tenían las puertas cerradas, mientras que otras las tenían abiertas de modo que se veían unas camas impecablemente hechas. En una de las habitaciones (al fin) vi los juguetes de los niños, felizmente esparcidos por el suelo. Kate abrió una puerta cerrada y me dejó entrar.

Aquí, el aroma de aguarrás aún flotaba en el aire, así como el olor a óleo; me desconcertaba que un ama de casa tan meticulosa como parecía ser Kate (más ordenada aún que mi madre) pudiera haber tolerado aquel olor en la planta superior de la casa. De hecho, es posible que le resultara agradable, como a mí. Entramos sin hablar; la habitación me produjo en el acto una sensación fúnebre. El artista que había trabajado aquí tan sólo por un breve tiempo no estaba muerto, pero ahora yacía lejos, en una cama, mirando fijamente al techo de un centro psiquiátrico. Kate se acercó a los ventanales, abrió unos postigos y la luz del sol entró a raudales. Probablemente Robert eligió esta habitación por la luz. El sol cayó sobre las paredes, sobre lienzos amontonados al fondo en una esquina, sobre una larga mesa y unos botes llenos de pinceles. Y cayó sobre un bonito caballete regulable que aún tenía un cuadro, prácticamente acabado, un lienzo que me electrizó los sentidos.

Además, las paredes estaban cubiertas con reproducciones de cuadros, en su mayoría postales de museos y de todas las épocas del arte occidental. Vi un montón de obras que conocía y muchas que no. No había un milímetro del espacio donde no resaltaran rostros, prados, vestidos, montañas, cisnes, montículos de heno, frutas, barcos, perros, manos, senos, ocas, floreros, casas, faisanes muertos, vírgenes, ventanas, sombreros, árboles, caballos, carreteras, santos, molinos de viento, soldados, niños… Dominaban los pintores impresionistas; pude identificar fácilmente un montón de obras de Renoir, Degas, Monet, Morisot, Sisley y Pissarro, si bien había otras reproducciones de obras claramente impresionistas que yo no conocía.

A juzgar por el aspecto de la habitación, su ocupante la había abandonado de improviso: sobre la mesa descansaban un montón de pinceles endurecidos por la pintura (pinceles buenos que se habían echado a perder) y un trapo manchado. Robert, mi paciente, ni siquiera había acabado de recoger y ahora se encontraba internado en un centro psiquiátrico. Su ex mujer estaba en medio de la habitación, el sol acariciaba sus cabellos de color duna de arena. Kate resplandecía a la luz del sol; resplandecía de belleza, con una lozanía que empezaba a menguar, y de rabia, pensé.

Sin dejar de mirarla, me acerqué al caballete. La mujer a la que Robert solía pintar miraba con fijeza desde el lienzo, la mujer de rizos oscuros, labios rojos y ojos brillantes. Llevaba una túnica que podría haber sido un vestido de noche pasado de moda o una capa, una prenda fruncida, de color azul celeste, apenas sujeta por su mano blanca. Era un retrato vívido y romántico, sumamente sensual, al que, de hecho, un erotismo abierto salvaba del sentimentalismo; la curva del seno de la mujer quedaba completamente aprisionada bajo su antebrazo, que se alzaba para arrebujarse con el manto. Para mi asombro, la mano que sujetaba la túnica sostenía también un pincel, cuya punta estaba manchada de cobalto, como si a ella la hubieran sorprendido mientras pintaba un lienzo. Daba la impresión de que el fondo era una ventana soleada, una ventana con marco de piedra y cristales en forma de rombo que a lo lejos llenaban aguas azul pizarra y nubes de mar. El resto del fondo de la habitación en la que se encontraba la mujer estaba inacabado, cada vez más abocetado hasta llegar al ángulo superior derecho, que estaba en blanco.

El rostro ya me resultaba conocido, al igual que los cabellos oscuros, maravillosamente rizados y vivos, pero dos aspectos diferenciaban este retrato de las imágenes que Robert pintaba constantemente en su habitación de Goldengrove. Uno era el estilo de la obra, el manejo del pincel, el mayor realismo; en este retrato Robert había renunciado a sus ocasionales pinceladas desiguales, su versión moderna del Impresionismo. Era sumamente realista, en algunos puntos casi fotográfico: la textura de la piel de la mujer, por ejemplo, tenía la tersura del gótico tardío, con su preocupación por las superficies lisas. De hecho, me recordó a los prerrafaelitas y sus minuciosos retratos de mujeres; tenía asimismo un aire mitológico, con la túnica suelta y la estatura y esplendor propios de una mujer ancha de espaldas. Unos cuantos rizos negros y delicados se habían escapado, rozándole mejilla y cuello. Me pregunté si realmente habría pintado el cuadro a partir de una fotografía; pero ¿era Robert la clase de pintor que emplearía fotografías?

La otra cosa que me sorprendió (no, en realidad me sobrecogió) fue la expresión de la retratada. En la mayoría de los bocetos del hospital, la mujer de Robert aparecía seria, incluso sombría, cuando menos pensativa; algunas veces, tal como he comentado, enfadada. Aquí, en un lienzo que, al parecer, permanecía la mayor parte del tiempo a oscuras con las persianas cerradas, se estaba riendo. Nunca antes la había visto reírse. A pesar de ir medio desnuda, su risa no era descarada sino un regocijo alegre e inteligente, un chispeante amor a la vida, un movimiento natural de su adorable boca, unos dientes que se vislumbraban, los ojos centelleantes. En el lienzo estaba completa e increíblemente viva; parecía que se dispusiera a moverse. Era verla y desear alargar la mano para tocar su piel viviente; sí, anhelar que se acercara y oír su risa al oído de uno. La luz del sol caía a raudales sobre toda ella. Lo confieso: la deseé. Era una obra maestra, uno de los retratos contemporáneos más prodigiosamente concebidos y ejecutados que jamás hubiera visto. Pese a estar inacabado, supe nada más verlo que le había llevado semanas o meses de trabajo. Meses.

Cuando me volví hacia Kate, percibí su indudable desdén.

—Veo que a ti también te gusta —me dijo, y percibí frialdad en su tono. Me pareció menuda y cansada, demacrada incluso, en comparación con la dama del lienzo—. ¿Crees que mi ex marido tiene talento?

—Sin lugar a dudas —contesté. Noté que yo mismo bajaba el tono de voz, como si él pudiese estar justo detrás de nosotros (recordé el menosprecio que tan a menudo había visto en su rostro cuando le hablaba de sus dibujos y cuadros). Tal vez esta pareja anteriormente casada estuviera ahora separada por su difícil historia en común, pero estaba claro que ambos sabían poner cara de amargo desdén. ¡A saber si alguna vez se habrían mirado con esa expresión! Kate clavó los ojos en la mujer llena de vida del caballete, que nos traspasaba radiante con la mirada. Tuve la súbita sensación de que la retratada buscaba a Robert Oliver, su creador, de que también ella lo veía a nuestras espaldas. Casi me di la vuelta para comprobarlo. Resultaba inquietante, por lo que no lamenté que Kate cerrara los postigos y la dama volviera a reírse en la oscuridad. Salimos y Kate cerró la puerta. ¿Cuándo tendría el valor de preguntarle por la identidad de la mujer del retrato? ¿Quién había sido la modelo? Había dejado escapar la oportunidad; me daba miedo preguntárselo y que ella enmudeciera totalmente.

—Has dejado su estudio tal cual —comenté con la mayor naturalidad posible.

—Sí —confesó ella—. Siempre pienso que tengo que hacer algo al respecto, pero supongo que no sé muy bien qué. No quiero limitarme a guardarlo o tirarlo todo. Cuando Robert se establezca en algún sitio, quizá meta estas cosas en cajas y se las envíe para que pueda montarse un estudio nuevo. Eso si algún día se establece en algún sitio. —Kate rehuyó mi mirada—. Los niños pronto tendrán que dormir en habitaciones separadas. O quizás acabe haciéndome un estudio; nunca lo he tenido. Siempre sacaba fuera el caballete, pero eso implicaba que sólo podía pintar cuando hacía buen tiempo, y luego tuvimos a los niños… —Hizo una pausa—. En ocasiones Robert me ofrecía un rincón de su estudio, o me decía que él podía pintar en la facultad y cederme el estudio, pero yo no quería un rincón ni tampoco, desde luego, que pasara en la facultad aún más tiempo.

Hubo algo en su tono que me hizo sentir que no debería preguntarle por qué no. De modo que la seguí en silencio mientras bajábamos por las escaleras. Enfundada en su blusa dorada, su espalda era pequeña y erguida, sus movimientos firmemente controlados, como si me retase a experimentar anhelo alguno o siquiera curiosidad, como si de pronto fuese a dirigir su hostilidad femenina contra mí si yo me atrevía a posar mis ojos en su cuerpo; así pues, miré hacia la ventana, hacia un haya que proyectaba sobre la escalera una luz rosácea. Kate me condujo hasta el salón y se sentó en su sofá con mirada resuelta. Entendí que quería continuar con nuestra labor, y me senté frente a ella, procurando centrarme de nuevo.

14 de diciembre

Mon cher oncle:

Anoche hicimos un poco de vida social, y lamenté que no pudiera venir a disfrutar de ella con nosotros; además de los amigos de siempre, Yves trajo a casa a Gilbert Thomas, un pintor de una familia excelente del que dicen que tiene talento (aunque el año pasado no encajó bien que lo rechazaran en el Salón). Monsieur Thomas tendrá unos diez años más que yo; quizás esté rozando los cuarenta. Es encantador e inteligente, pero en algunos momentos muestra una irascibilidad que no acaba de gustarme, especialmente cuando habla de otros pintores. Tuvo la amabilidad de pedirme ver mis obras, y creo que Yves pensó que él, como usted, podría ayudarme. Me dio la impresión de que se sorprendió de veras con mi retrato de la pequeña Marguerite, la nueva doncella de quien le hablé, de piel nívea y cabellos dorados, y confieso que sus elogios me halagaron mucho. Me dijo que, a juzgar por mi talento, me auguraba un gran futuro, y elogió el modo en que había pintado la figura. Me pareció agradable, si bien un poco engreído (no diré que pedante para que luego no me regañéis por mi esnobismo). Él y su hermano tienen la intención de abrir una gran galería de arte, y me atrevería a decir que le gustaría exponer las obras de usted. Le prometió a Yves que volvería y se traería a su hermano, en cuyo caso usted también tendría que venir.

También asistió a la fiesta un hombre encantador, un tal monsieur Dupré, otro artista, que trabaja para las gacetas ilustradas. Ha estado en Bulgaria, donde recientemente estalló una revolución. Le oí contar a Yves que conocía el trabajo de usted. Nos trajo algunos de sus grabados, que son muy minuciosos y muestran toda clase de escaramuzas y batallas, con caballería y uniformes magníficos; y a veces escenas más tranquilas con aldeanos vestidos con trajes regionales. Nos comentó que Bulgaria es un país montañoso, muy inseguro actualmente para los periodistas, pero lleno de paisajes sensacionales. Está haciendo una serie que ha titulado Les Balkans Illustrés. De hecho, se ha casado con una búlgara de nombre musical, Yanka Georgieva, y la ha traído a París para que aprenda francés; estaba indispuesta y anoche no pudo venir, pero él me anotó su nombre. Me sorprendí a mí misma deseando poder ir a semejantes lugares y verlos por mí misma. Lo cierto es que últimamente estamos bastante aburridos porque Yves trabaja mucho, y me encantó organizar una cena en casa. Espero que usted también asista la próxima vez.

Ahora debo irme, pero esperaré ansiosa toda misiva que tenga a bien escribirle a su devota

Béatrice de Clerval

22

Kate

Nuestro nuevo hogar era una gran casa de campo verde que nos proporcionó la universidad. Al empezar las clases, Robert pasaba fuera de casa más tiempo que nunca, y por la noches también pintaba en nuestra buhardilla. A mí no me gustaba subir por las emanaciones tóxicas, así que lo evitaba. Estaba pasando por una fase de constante preocupación por el bebé, quizá porque había empezado a notar que se retorcía y daba patadas; a «sentir la vida», me dijo la esposa de un profesor. Cada vez que dejaba de moverse, me convencía de que estaba enfermo o muy probablemente muerto. Ya no compraba plátanos en el supermercado al que iba en nuestro recién adquirido y destartalado coche de segunda mano, porque había leído que contenían algún producto químico horrible que podía causar defectos congénitos. En lugar de eso, de vez en cuando me iba a Greenhill con un gran cesto vacío que llenaba de fruta biológica y yogures que, en realidad, eran demasiado caros para nosotros. ¿Cómo íbamos a mandar a un hijo a la universidad, si ni siquiera podíamos pagar unas uvas saludables?

Para mí era todo una incógnita. Había vuelto a perder la esperanza de ser algo más que una madre terrible y espantosa, aburrida e impaciente y adicta al Valium. Lamenté que hubiéramos logrado concebir un hijo; lo lamenté sinceramente, pensando en el pobre bebé, al que no le quedaría más remedio que sacarnos todo el partido posible a mí y a su miserable destino de hijo de artista (¡Dios mío! Quizá su esperma hubiese mutado debido a todas las emanaciones tóxicas que inhalaba). Hasta entonces no había pensado en eso; me metí en nuestra cama con un libro y lloré. Necesitaba a Robert, y cuando cenamos juntos le hablé de todos mis temores y él me abrazó, me besó e insistió en que no había nada de qué preocuparse, pero tras la cena se fue a una reunión del Departamento de Arte, porque estaban a punto de contratar a un nuevo especialista en artesanía local. Era como si nunca me cansara de él, cosa que a él tampoco parecía importarle.

En realidad, Robert empezó a subir cada vez más a su buhardilla cuando no estaba en clase, razón por la que probablemente estuve mucho tiempo sin enterarme de que apenas dormía. Una mañana me fijé en que no había bajado a desayunar, y supe que debía de haberse pasado la noche entera pintando, como en ocasiones le gustaba hacer, para acostarse al amanecer; no era raro que en esas ocasiones yo me despertara y me encontrara su lado de la cama vacío, porque al poco de mudarnos había subido un viejo sofá a su buhardilla. Ese día concreto hizo acto de presencia alrededor de las doce del mediodía, con el pelo del lado derecho de su cabeza tieso. Comimos juntos y se fue a impartir sus clases de la tarde.

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