Creía que había aprendido muchas de estas cosas yo sola o a través de mis profesores, pero ahora entiendo que siempre formaron parte del plan global de Muzzy. De igual modo que cada noche en la bañera nos frotaba entre los dedos de pies y manos cuando apenas andábamos, llegando a las tiernas zonas palmeadas con un dedo firmemente envuelto en un paño, también se aseguró de que sus niñas supieran tensarse las tiras de los sujetadores antes de ponérselos cada vez, lavar a mano blusas de seda únicamente en agua fría y pedir ensalada cuando salíamos a comer. (En honor a la verdad, Muzzy también quería que supiésemos los nombres y siglos de los reyes y reinas ingleses más importantes, y conociésemos la geografía de Pensilvania y el funcionamiento del mercado de valores.) Acudía a nuestras reuniones de padres y profesores con una pequeña libreta en la mano, nos llevaba cada Navidad a comprar un vestido nuevo para las fiestas, zurcía ella misma nuestros tejanos pero nos llevaba a cortar el pelo a una peluquería concreta del centro de la ciudad.
En la actualidad, Martha es sofisticada y yo del montón, aunque pasé por una larga fase en la que únicamente me ponía ropa vieja y estropeada. A Muzzy le han hecho una traqueotomía, pero cuando vamos a verla (sigue viviendo en casa, con una asistenta en el segundo piso y una profesora de párvulos en el apartamento del ático, que ha alquilado), dice entrecortadamente: «¡Oh, chicas, al final habéis salido maravillosas! ¡Estoy tan agradecida!» Martha y yo sabemos que su gratitud va principalmente dirigida hacia sí misma, pero aun así nos sentimos de maravilla en el pequeño salón repleto de antigüedades, nos sentimos extraordinarias y gráciles y exitosas, invencibles, como unas amazonas.
Pero ¿para qué sirvió tanto vestido, refinamiento, tantos modales, tanto tensar las tiras de los sujetadores? La pregunta me devuelve al tema de los hombres: Muzzy no hablaba de hombres ni de sexo, no teníamos en casa a un padre que amenazase a nuestros novios o siquiera que preguntara por ellos, y los intentos de Muzzy por protegernos de los chicos fueron demasiado discretos como para influirnos en exceso.
—Cuando un chico paga una cita entera es que quiere algo —nos decía.
—Muzzy —Martha ponía los ojos en blanco como de costumbre—, estamos en la década de 1980. Ya no estamos en 1955. Despierta.
—Despierta tú también. Ya sé en qué año estamos —decía Muzzy suavemente, y se iba al teléfono a pedir tartas de calabaza para la cena de Acción de Gracias o a llamar a su tía enferma de Bryn Mawr, o se acercaba hasta la tienda de lámparas para ver si también arreglaban candelabros antiguos. Siempre decía que no habría tenido inconveniente en buscarse un empleo, pero que mientras pudiese costear nuestra educación ella misma («ella misma» se refería al aceite y la avena del banco), consideraba que sería más útil estando en casa para nosotras.
En lo que respecta a mí, yo pensaba que, además, se quedaba en casa principalmente para controlarnos; pero como nunca preguntaba por nuestros novios, nosotras no le contábamos gran cosa a menos que el chico fuese nuestra pareja en el baile de fin de curso, en cuyo caso éste entraba en casa exactamente una vez, con su esmoquin, para darle la mano y llamarla «señora Bertison». («¡Qué chico tan simpático, Mary! –diría después–. ¿Hace mucho que lo conoces? ¿No es su madre la que organiza la campaña de hortalizas orgánicas en el colegio, o me confundo de persona?») Baile tras baile, este pequeño ritual hizo que en cierto modo me sintiera menos culpable, que en cierto modo sintiera que contaba con su aprobación, cuando luego el chico deslizaba una mano hasta la parte inferior de la espalda de mi vestido, por ejemplo. A medida que fui creciendo, cada vez le conté menos cosas a Muzzy y para cuando Robert Oliver apareció en mi vida, yo ya había pasado la adolescencia sumergida en un mundo que compartía conmigo misma, alguna amiga o novio ocasionales, y mis diarios. Durante el tiempo que vivimos juntos, Robert me dijo que él también se había sentido solo desde pequeño y creo que ésa fue una de las cosas que más me cautivaron de él.
Mary
Para infinita consternación de Muzzy, antes de empezar en la universidad me tomé dos años libres para trabajar en una librería del centro de la ciudad, aunque luego entré en la universidad obedientemente y con mis propios ahorros. El Barnett College era un buen sitio para mí. Debería poder decir que la universidad me produjo mucha angustia, que me preocupaban mi futuro y el sentido de mi vida: la niña rica, mimada y protegida, se tiene que enfrentar con los grandes libros del mundo occidental y se ve arrollada por su propia banalidad. O quizá la niña rica, mimada y protegida, descubre que Barnett es más de lo mismo, se vende sus posesiones, sale a recorrer mundo para ver cómo es la vida real y duerme en la calle con un perro durante diez años.
Tal vez no me mimaran tanto; Muzzy nos dejó claro que la avena cuáquera no nos pagaría escapadas para ir a esquiar ni zapatos italianos de lujo, y teníamos una austera asignación mensual para ropa. Y tal vez tampoco me protegieran tanto; los proyectos sociales de los Amigos, las viviendas del barrio del norte de Filadelfia, los refugios para mujeres maltratadas, los vómitos con sangre del Chestnut Hill Hospital… todo eso me aportó datos de un mundo lleno de dolor. El plan de estudios de Barnett no fue nada del otro mundo, y trabajé en la biblioteca para ayudar a Muzzy a comprarme los libros de texto y los billetes de tren para ir a casa. De hecho, únicamente experimenté las típicas crisis universitarias provocadas por el otro sexo y los exámenes trimestrales. Sin embargo, fue allí donde descubrí algo que nadie podrá arrebatarme jamás y, en cierto modo, ésa fue una crisis propiamente dicha, una crisis de felicidad.
En el colegio de los Amigos siempre me gustó la clase de arte; me gustaba nuestra menuda y enérgica profesora de bachillerato y sus batas con manchas moradas, y a ella le gustaron mis figuras de arcilla pintadas, descendientes directos de los hipopótamos de cuarto curso que estaban en el armario donde Muzzy guardaba sus objetos más preciados. Nunca estuve entre los alumnos más aventajados de la clase de arte, el grupo de individuos solitarios que ganaban premios estatales y presentaban solicitudes en la Escuela de Diseño de Rhode Island o en el Savannah College of Art and Design mientras los demás nos preguntábamos si podríamos entrar en la Ivy League. Pero en Barnett descubrí el arte que llevo dentro.
Curiosamente, todo empezó con una decepción, casi con un error. Yo tenía pensado estudiar Inglés como asignatura principal, pero era obligatorio elegir alguna opcional de arte. No logro recordar qué rama era, Expresión creativa, tal vez, y al empezar el segundo semestre me matriculé en una clase de Poesía creativa, porque el chico de tercero con el que creía que pronto saldría era poeta y no quería sentirme una completa ignorante a su lado.
Resultó que esta clase ya estaba llena y me pasaron a otra opcional llamada Comprensión visual. Mucho más tarde me enteré de que Robert Oliver, un veleidoso pintor y profesor invitado, cuyo castigo era impartir la asignatura durante aquel trimestre, en privado la llamaba «Incomprensión visual». La universidad se enorgullecía de que los alumnos que no iban a especializarse en arte pudiesen tener de profesor a un artista consolidado, y la asignatura de Comprensión visual era la única carga que tendría que soportar Robert Oliver durante su estancia en Barnett, una clase que englobaba temas de pintura y de historia del arte y a la que asistían alumnos reacios de todo el espectro curricular. Una mañana de enero me encontré sentada entre ellos frente a una larga mesa del estudio de pintura.
El profesor Oliver se retrasó y me quedé ahí sentada intentando no establecer contacto visual con mis compañeros de clase, a ninguno de los cuales conocía. Siempre me mostraba tímida al comienzo de cualquier asignatura; para evitar mirar a nadie a los ojos, dirigí la vista hacia las altas y sucias ventanas. A través de éstas pude ver los prados blancos, el montón de nieve en el alféizar de la ventana. Los rayos del sol caían sobre los numerosos caballetes y taburetes distribuidos sin orden, sobre la deteriorada mesa y el suelo mellado y manchado de pintura; sobre el bodegón de sombreros, las manzanas arrugadas y las estatuillas africanas dispuestas encima de una peana que había delante; sobre los tornos de colores y los carteles publicitarios de museos. Reconocí la silla amarilla de Van Gogh y uno de Degas descolorido, pero no la serie de cuadrados concéntricos, de color intenso, que más tarde nos diría Robert que eran reproducciones de la obra de Josef Albers. Mis compañeros de clase hablaban entre sí mientras hacían explotar sus globos de chicle, garabateaban en sus libretas y se rascaban el estómago. La chica que estaba junto a mí tenía el pelo morado; me había fijado en ella aquella mañana en el comedor.
Entonces la puerta del estudio se abrió y entró Robert. Sólo tenía treinta y cuatro años, aunque yo eso lo ignoraba. Pensaba, como piensan los universitarios, que tanto él como el resto de mis profesores superaban la cincuentena; en otras palabras, que eran unos viejos. Robert era una mole, y su estatura y su energía resultaban imponentes. Tenía las manos largas y una cara bastante demacrada, aunque no su cuerpo; debajo de la ropa era macizo y fuerte (si bien probablemente anciano). Iba vestido con unos gruesos pantalones de pana manchados de un intenso marrón dorado, con cercos desgastados en rodillas y muslos. Encima de estos llevaba una camisa amarilla, las mangas enrolladas hasta los codos y un raído chaleco de punto color aceituna que parecía tejido a mano. Así era; su madre lo había tejido para su padre durante los últimos años de vida de éste.
En realidad, más adelante llegué a saber tantas cosas de Robert que me cuesta aislar del resto la primera impresión que me produjo. Tenía el entrecejo muy fruncido, la frente arrugada. En aquel primer momento pensé que, de no parecer tan cascarrabias e ir tan desaliñado, habría resultado atractivo. Tenía la boca ancha, relajada, los labios gruesos, la piel ligeramente aceitunada, la nariz sumamente larga, el pelo oscuro pero también rojizo y rizado, mal cortado; fue en parte esta desusada abundancia de pelo la que me hizo pensar que era mayor de lo que en realidad era.
Al parecer, reparó entonces en que estábamos sentados alrededor de la mesa, se quedó quieto unos segundos y sonrió. Cuando sonrió comprendí que seguramente me había equivocado tachándolo de desaliñado y malhumorado. Saltaba a la vista que se alegraba de vernos. Era una persona cálida, una persona de piel y mirada cálidas vestida con prendas viejas de colores suaves. Cuando lo veías sonreír, podías perdonarle su aspecto pasado de moda y su desaliño.
Robert llevaba dos libros debajo del brazo; cerró la puerta a sus espaldas, se fue hasta la cabecera de la mesa y dejó los libros encima. Todos lo miramos expectantes. Reparé en que sus manos estaban un poco deformadas, como si fueran incluso más viejas que él; eran unas manos atípicas, muy grandes y gruesas pero gráciles. Llevaba un ancho anillo de boda de oro mate.
—Buenos días —dijo. Su voz era sonora y áspera a la vez—. Ésta es la clase de pintura para los que no se especializan en arte, también conocida como Comprensión visual. Espero que estéis todos tan encantados como yo de estar aquí —una irónica mentira, pero en aquel momento resultó convincente— y que ésta sea vuestra clase, y no os hayáis equivocado.
Desdobló una hoja de papel y leyó en voz alta nuestros nombres, lenta y cuidadosamente, haciendo pausas para corregir la pronunciación de los mismos y saludando a cada cual con un movimiento de cabeza cuando confirmábamos nuestra presencia. Se rascó los antebrazos; seguía de pie delante de nosotros. Tenía un vello oscuro en el dorso de las manos y pintura coagulada alrededor de las uñas, como si nunca acabaran de quedar del todo limpias.
—Estos son todos los nombres que tengo. ¿Me falta alguien?
Una chica alzó la mano; al igual que yo, no había podido matricularse en otra clase, pero a diferencia de mí no estaba en su lista y quería saber si se podía quedar. Robert parecía pensativo. Se rascó la cabeza a través de los oscuros mechones que allí brotaban. Tenía nueve alumnos, dijo, que era menos de lo que le habían asegurado. Sí, podía quedarse, si quería. Tendría que pedirle constancia escrita al catedrático del departamento, pero no habría ningún problema. ¿Alguna pregunta más? ¿Dudas? Bien. ¿Cuántos de nosotros habíamos pintado con anterioridad?
Una cuantas manos se levantaron, pero titubeantes. La mía se quedó firmemente apoyada en la mesa. Sólo después supe lo mucho que le costaban a Robert los primeros días de clase de cualquier asignatura. Los dos éramos tímidos, cada uno a su manera, aunque él en clase lo disimulaba bastante bien.
—Como sabéis, no se necesita experiencia previa para esta asignatura. Es asimismo importante recordar que, en realidad, un pintor nunca deja de ser un principiante. —Esta frase fue un error, como bien podría haberle dicho yo; los universitarios detestan especialmente el trato condescendiente, y a los elementos feministas de la clase sin duda les habría ofendido ese «pintor» masculino en representación de todos los artistas (yo me incluía entre esos elementos, aunque en clase no era dada a abuchear en voz alta, como hacían algunas de las chicas que conocía). Era muy probable que Robert las pasara canutas en esta clase. Me dediqué a observarlo con creciente interés.
Pero ahora parecía haber cambiado de táctica. Tamborileó con los dedos sobre los libros que tenía delante y se sentó. Entrelazó sus manos manchadas de pintura como si se dispusiera a rezar. Suspiró.
—Siempre es difícil hablar del origen de la pintura. Si tomamos como referencia las pinturas rupestres europeas, la pintura es casi tan antigua como el ser humano. Vivimos en un universo de formas y colores, y naturalmente queremos reproducirlo… aunque los colores de nuestro mundo moderno son mucho más intensos desde que se inventó el color sintético. Tu camiseta, por ejemplo —asintió mirando a un chico que estaba enfrente de mí—. O, si me permites que use este ejemplo, tu pelo. —Sonrió hacia la chica de los mechones violetas, gesticulando ampliamente hacia ella con su mano grande, la mano del anillo. Todo el mundo se echó a reír, la chica sonrió orgullosa de oreja a oreja.
De pronto me sentí cómoda allí, me gustó la sensación de aquel comienzo de semestre, el olor a pintura, la luz del sol invernal entrando a raudales en el estudio, las hileras de caballetes esperando a recibir nuestros cuadros carentes de habilidad, y este hombre desaliñado pero, en cierto modo, elegante que se ofrecía a iniciarnos en todos los misterios del color, la luz y la forma. Sentada en su clase evoqué por un momento el placer que había experimentado en las clases de arte de bachillerato, que en el marco de las materias restantes que aquí estudiaba no venía a cuento, pero era un recuerdo importante ahora que las había retomado.