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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (37 page)

—Gracias —repuse con valentía—. He trabajado duro; de hecho, me preguntaba si podría ir a verlo en sus horas de visita y hacerle algunas preguntas, enseñarle algunas otras cosas que he estado dibujando para prepararme de cara a la clase de dibujo de otoño.

Mientras hablaba me volví un poco más y lo miré. Su rostro anguloso era más suave de lo que me había parecido, un tanto carnoso alrededor de nariz y mentón, la piel apenas empezaba a estar fláccida; era una cara que envejecería deprisa, porque su dueño no le prestaba atención. Sentí lo tersa que estaba mi suave cara, la curva de mi barbilla y cuello, el brillo de mi pelo, cuidadosamente cepillado y con las puntas sanas cortadas en línea recta. Él era espantoso, claro que estaba viejo y ajado. Yo era joven y tenía ganas de comerme el mundo. Quizá jugase con ventaja. Robert sonrió, era una sonrisa amable, aunque no personal; una sonrisa cálida, la sonrisa de un hombre al que en realidad no le disgustaba la gente, aun cuando pudiese abstraerse completamente de la misma mientras bosquejaba una muñeca.

—Desde luego que sí —me dijo—. Pasa cuando quieras. Estoy en el despacho los lunes y los miércoles de diez a doce. ¿Sabes dónde está mi despacho?

—Sí —mentí. Lo encontraría.

Aproximadamente una semana después de que Robert Oliver me invitara a pasar por su despacho, reuní el valor suficiente para llevarle mi portafolios. Cuando llegué sujetando con fuerza mi gran carpeta de cartulina, la puerta estaba entreabierta y pude ver su enorme silueta moviéndose en el interior de una diminuta habitación. Pasé tímidamente por delante del tablón de anuncios colgado en su puerta (había postales, dibujos animados y, curiosamente, un único guante fijado con un clavo) y entré sin llamar. Caí en la cuenta de que debería haber llamado y me di la vuelta, pero desistí porque Robert ya me había visto.

—¡Ah…, hola! —me saludó.

Estaba guardando unos cuantos papeles en un archivador y reparé en que los metía en el cajón en montones aplanados, porque dentro no había carpetas con raíles, como si simplemente quisiera esconderlos o sacarlos de su mesa y no le importara no volverlos a encontrar nunca más. Su despacho era un revoltijo de libretas, dibujos, material de pintura, toda clase de bodegones (algunos de los cuales recordaba de nuestra clase), cajas de carboncillos y pasteles, cables eléctricos, botellas de agua vacías, envoltorios de sándwiches, bocetos, tazas de café, papeleo de la universidad… había papeles por doquier.

Las paredes estaban casi igual de llenas: postales de diversos lugares y pinturas pegadas con celo detrás de su mesa, notas recordatorias, citas (no pude acercarme lo bastante para leer ninguna), que tapaban parcialmente los pocos y grandes carteles que había de obras de arte. Recuerdo que uno de los carteles era de la Galería Nacional, para la exposición «Matisse en Niza» que yo misma había visto con Muzzy. Robert había forrado la bata a rayas abierta de la dama pintada por Matisse con notas escritas a mano.

También recuerdo que, por algún motivo (eso pensé), había un libro de poesía coronando el desorden de su mesa; era la nueva traducción de la Colección de Poemas de Czeslaw Milosz, y me sorprendió la idea de que un pintor leyese poesía, después de que mi novio poeta me hubiera convencido temporalmente de que sólo a los poetas les estaba permitido hacerlo. Ésa fue la primera vez que oí hablar de la poesía de Milosz, que a Robert le apasionaba y que más tarde me leyó; aún tengo ese mismo volumen, el que vi encima de su mesa aquel día. Es uno de los pocos regalos que conservo de él; Robert regalaba sus cosas con la misma naturalidad con la que se apropiaba de las ajenas, una cualidad que a primera vista parecía generosidad, hasta que te dabas cuenta de que jamás recordaba el cumpleaños de nadie ni saldaba las pequeñas deudas.

—Pasa, por favor. —Robert estaba despejando una silla de un rincón, cosa que hizo trasladando el desorden de papeles al cajón del archivador. Volvió a cerrar el cajón—. Siéntate.

Me senté obedientemente, entre una alta maceta de aloe y una especie de tambor nativo que él había utilizado en cierta ocasión para el bodegón de nuestro estudio. Conocía sus cuentas y conchas de memoria.

—Gracias por dejarme venir a verlo —dije con toda la naturalidad que pude. En la atestada y pequeña habitación, su presencia corporal era incluso más intimidatoria que en la clase; parecía que las paredes se encogieran a su alrededor, como si su cabeza rozarse el techo, empujándolo. Con su formidable envergadura, podría sin duda haber alargado los dos brazos a la vez y tocar una pared con cada uno de ellos. Eso me recordó el libro que teníamos de pequeñas mi hermana y yo sobre los mitos griegos, en los que los dioses eran descritos con un gran parecido a los seres humanos pero más grandes. Robert dio un seco tirón a las perneras de sus pantalones caqui y se sentó en la silla frente a su mesa, girando para mirarme. Tenía una cara amable, propia de profesor, interesada, aunque percibí su distracción; en realidad en aquel momento ya no me escuchaba.

—¡Faltaría más! Es un placer. ¿Qué tal te va la clase y en qué puedo ayudarte?

Jugueteé con los bordes de mi portafolios, luego procuré quedarme quieta. Había pensado muchas veces en lo que él me diría, sobre todo cuando viera lo mucho que me había esforzado en los dibujos, pero había olvidado ensayar lo que yo quería decirle; curioso, después de haber puesto especial atención en mi atuendo y de haberme cepillado una vez más antes de entrar en el edificio.

—Bueno —contesté—, la clase me gusta mucho… de hecho, me encanta. Jamás me había planteado ser artista, pero estoy en ello; me refiero a que estoy empezando a ver las cosas de otra manera. Mire donde mire. —No era esto lo que había querido decirle, pero con sus ojos entornados y clavados en mí, tuve la sensación de que le estaba dando una primicia, que me salió de sopetón. Tenía unos ojos asombrosos, especialmente en las distancias cortas, no eran grandes a menos que los abriera mucho, pero su forma era preciosa, eran de color marrón verdoso, el color de las aceitunas verdes; su pelo desgreñado y lo que entonces me parecía una piel envejecida pasaban a un segundo plano. ¿O era el contraste entre aquellos ojos perfectos y su desaliño lo que resultaba tan asombroso? Jamás llegué a descubrirlo, ni siquiera mucho después, cuando tuve permiso para escudriñarlos, a él y sus ojos, con todas las células de mi ser—. Lo que quiero decir es que estoy empezando a mirar las cosas en lugar de simplemente verlas. Salgo de la residencia de estudiantes por las mañanas y por primera vez me fijo en las ramas de los árboles. Tomo buena nota, y luego vuelvo y las dibujo.

Ahora Robert me estaba escuchando. Me miraba con atención, no concentrado en esa voz interna que a menudo parecía oír en plena clase; ya no se mostraba elegantemente indiferente, ni despreocupado. Sus enormes manos descansaban sobre sus rodillas, y me miraba. No lo hacía por cortesía; no estaba pensando en sí mismo; ni tan siquiera estaba pensando en mí ni en mi pelo perfectamente cepillado. Estaba centrado en mis palabras, como si yo le hubiese dado un misterioso apretón de manos o hubiese pronunciado una frase en una lengua que él conoció de pequeño y que no había oído en muchos años. Sus despeinadas y oscuras cejas se arquearon por la sorpresa.

—¿Esos son tus trabajos? —Señaló la carpeta de cartulina.

—Sí. —Se la entregué, agarrándola con torpeza por los bordes. El corazón me latía con fuerza. Robert la abrió sobre su regazo y analizó el primer dibujo: el jarrón de mi tío colocado junto a un cuenco con fruta robada del comedor. Lo vi boca abajo encima de su rodilla; fue terrible, una parodia. En clase, él en ocasiones ponía boca abajo nuestros trabajos, para que pensáramos en cómo disponer las formas, en crear una composición más que una lámpara o una muñeca; hacía eso para enseñarnos las formas puras, para que afloraran nuestras imprecisiones. Me pregunté por qué le había enseñado ese boceto; no debí enseñarselo a nadie y menos aún a Robert Oliver. Debería habérselo ocultado, haberlo ocultado todo—. Sé que tendré que practicar por lo menos diez años más.

Él no contestó nada, se acercó un poco más el bosquejo a los ojos, luego lo alejó lentamente. Comprendí que, bien mirado, diez años era demasiado optimista. Por fin habló:

—Verás, no está muy bien hecho —dijo.

Me dio la impresión de que mi silla se escoraba como un barco en aguas agitadas. No tuve tiempo para pensar.

—Sin embargo —me dijo—, está vivo, y eso es algo que no se puede enseñar. Es un don. —Hojeó unos cuantos bocetos más. Sabía que ahora debía de estar analizando mis ramas del árbol y al poeta descamisado de tercero; yo me había esmerado en ordenar las grandes hojas. Ahora, las manzanas de Cézanne que había copiado y luego la mano de mi compañera de habitación, que había tenido la amabilidad de mantenerla inmóvil encima de una mesa. Había probado un poco de todo y por cada bosquejo que había incluido, había descartado otros diez; por lo menos sensatez no me faltaba. Robert Oliver volvió a levantar rápidamente la vista, sin verme pero penetrándome con la mira—. ¿Estudiaste Arte en bachillerato? ¿Llevas mucho tiempo dibujando?

—Sí y no —respondí con la sensación de que había algunas preguntas a las que sí podía contestar—. Cada año teníamos una clase de Arte, pero era bastante floja. La verdad es que no aprendimos a dibujar. Aparte de eso, únicamente he asistido a esta clase, la suya, y tal como usted nos dijo, empecé a dibujar por mi cuenta hace varias semanas porque estaba pintándolo todo fatal. Usted nos dijo que no podríamos pintar de verdad hasta que aprendiésemos a dibujar.

—Exacto —musitó él. Hojeó de nuevo mis bocetos del último al primero, lentamente—. Entonces como quien dice acabas de empezar. —Tenía esta manera de clavar de repente los ojos en ti, como si te acabara de encontrar; era enervante y emocionante—. Lo cierto es que tienes bastante talento. —Volvió a pasar una página, como desconcertado, luego cerró el portafolios—. ¿Te gusta esto? —inquirió con seriedad.

—Me gusta más que todo lo que he hecho hasta ahora —contesté, dándome cuenta al decirlo de que era verdad y no simplemente la respuesta adecuada.

—Entonces dibújalo todo. Haz un centenar de dibujos al día —dijo con vehemencia—. Y recuerda que es una vida infernal.

¿Cómo podía ser infernal el cielo que se abría ante mí? No me gustaba que me mandasen hacer nada (era algo que siempre me revolvía las tripas), pero Robert Oliver me había hecho feliz.

—Gracias.

—No me lo agradecerás —repuso él, no con seriedad sino con tristeza. «¿Se habrá olvidado de ser feliz?», me pregunté. «¡Tiene que ser terrible envejecer!» Sentí mucha lástima por él, me alegré mucho por mí, por toda mi juventud y optimismo, y mi repentino descubrimiento de que mi vida iba a ser magnífica. Sacudió la cabeza, sonrió; fue una sonrisa corriente y de cansancio—. Limítate a trabajar con ahínco. ¿Por qué no te inscribes en el taller de pintura que se imparte aquí en verano? Puedo recomendarte.

«A Muzzy le encantará eso», pensé, pero dije:

—Gracias… estaba pensando en inscribirme. —Ni siquiera me había planteado quedarme a pasar el verano en el campus; todos mis amigos se iban a Nueva York a trabajar y yo estaba casi decidida a hacer lo mismo—. ¿Imparte usted el taller?

—No, no —dijo Robert. Otra vez parecía abstraído, como si tuviese cosas que requirieran de nuevo su atención; más papeles con los que embutir los cajones, quizá—. Sólo estaré aquí este semestre. Como invitado. Tengo que recuperar mi vida. —Yo no había tenido eso en cuenta. Me pregunté cómo sería su vida, aparte de los cuadros y los dibujos que era capaz de hacer en cualquier parte y, naturalmente, sus importantísimos alumnos, como yo. Llevaba un anillo en su mano izquierda, pero lo más probable era que su mujer estuviese aquí con él, aunque yo no la había visto nunca.

—¿Suele dar clases en alguna otra parte? —Comprendí demasiado tarde que probablemente ya debería saber esto sobre él, pero Robert no pareció advertir mi ignorancia.

—Sí, trabajo en la Universidad de Greenhill, en Carolina del Norte. Es un lugar pequeño y bonito con buenos estudios. Tengo que volver a casa. —Sonrió—. Mi hija me echa de menos.

Me chocó bastante. Yo había pensado que los artistas no tenían hijos, que desde luego no deberían tenerlos. Eso le daba a la vida de Robert un sentido mundano que no creí que me gustara mucho.

—¿Cuántos años tiene? —pregunté por educación.

—Catorce meses. Es una escultora en ciernes. —Su sonrisa se ensanchó; Robert estaba muy lejos, en algún lugar íntimo al que sentía que pertenecía.

—¿Por qué no han venido con usted? —Pregunté esto para castigarlo un poco por el hecho de tenerlas a ellas.

—¡Oh, es que lo tienen todo allí! La universidad tiene servicio de guardería y mi mujer acaba de empezar un trabajo de media jornada. Pronto volveré con ellas.

Parecía melancólico; vi que adoraba a su bebé, desde su misterioso mundo, y tal vez también quisiese a su diligente esposa. Era decepcionante el modo en que la gente mayor acababa teniendo vidas tan corrientes. Pensé que sería mejor no abusar del buen recibimiento ni exponerme a más decepciones.

—Bueno, será mejor que le deje seguir trabajando. Muchas gracias por echar un vistazo a mis bocetos y por… y por sus ánimos. Se lo agradezco de veras.

—Cuando quieras —me dijo—. Espero que te vaya bien. Tráeme algunos bocetos más cuando te apetezca y acuérdate de inscribirte en ese taller. Lo imparte James Ladd, y es fantástico.

«Pero no es usted», pensé.

—Gracias. —Alargué la mano, queriendo cerrar esta reunión con algún ritual. Robert se levantó, una vez más me pareció muy alto, y aceptó mi apretón. Le di la mano con firmeza, para demostrarle mi seriedad, mi agradecimiento, que quizás incluso estaba ante una futura colega. Aquella mano era maravillosa; nunca la había tocado con anterioridad. Envolvió la mía. Los nudillos eran gruesos y estaban secos, su mano me atenazaba a su vez con fuerza, si bien con automatismo… fue como un abrazo. Tragué saliva para obligarme a soltarla—. Gracias —repetí, volviéndome aturdida hacia la puerta con el portafolios bajo el brazo.

—Hasta pronto. —No vi, sino que más bien sentí que retomaba alguna clase de actividad frente a su mesa. Pero en ese último segundo también había visto algo en él que no podía nombrar; posiblemente a él también le hubiese conmovido mi roce o… no, quizá tan sólo hubiese notado que a mí me había conmovido el suyo. La idea me abrumó; no perdí el rubor de la cara hasta que recorrí la mitad del camino hacia la residencia, bajo el cielo ventoso y resplandeciente, y cruzarme con la multitud de estudiantes que se iban a comer. Entonces recordé: «Haz un centenar de dibujos al día».

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