Todo esto impresiona a las familias que guían a sus seres queridos al relativo silencio del lugar; a veces veo a miembros de una familia enjugándose las lágrimas aquí fuera en el porche, reconfortándose unos a otros: «¡Mira lo bonito que es, y es sólo temporal!» Y normalmente es sólo temporal. La mayoría de estas familias jamás verá los hospitales públicos de la ciudad donde la gente que no tiene recursos es enviada a batallar con sus demonios, lugares sin jardines, sin pintura nueva y a veces sin suficiente papel higiénico. Vi algunos de esos hospitales durante mis prácticas y me cuesta borrar aquellas imágenes, aunque aquí estoy, empleado en una clínica privada probablemente de forma indefinida. No sabemos exactamente cuándo nos aburguesamos o perdemos la energía para trabajar en favor del cambio, pero lo hacemos. Quizá debería haberlo intentando con más ahínco; pero, a mi manera, me siento útil.
Al salir por el otro extremo del porche, vi a Robert a cierta distancia en el césped. No estaba paseando; estaba pintando, había colocado el caballete que yo le había proporcionado de tal modo que quedaba frente a la vista que se extendía hasta el río que empezaba en los márgenes del jardín. No muy lejos un miembro del personal paseaba con un paciente que, al parecer, había insistido en seguir con la bata puesta (a fin de cuentas, si se nos diera la opción, ¿cuántos de nosotros nos vestiríamos así?) Me gustó comprobar que los empleados seguían mis órdenes de mantener a Robert Oliver vigilado de cerca, pero sin atosigarlo. Puede que no le gustara nada que lo vigilaran, pero seguro que agradecería esta porción de intimidad que le era concedida en el proceso.
Me quedé observando su silueta mientras él examinaba el paisaje; se decantaría por ese árbol alto y bastante deformado de la derecha, predije, e ignoraría el silo que asomaba sobre los árboles lejos a la izquierda, al otro lado del Sheridan. Sus hombros (cubiertos por la camisa descolorida que se ponía casi a diario, ignorando el hecho de que yo le había conseguido algunas más) estaban rectos, su cabeza un poco inclinada hacia el lienzo, aunque calculé que habría atornillado las patas del caballete a la altura máxima. Sus propias piernas estaban enfundadas en unos pantalones informales carentes de gracia alguna; cambió el peso del cuerpo, meditabundo.
Verlo pintar era extraordinario; lo había hecho con anterioridad, pero siempre entre paredes, donde él era consciente de mi presencia. Ahora podía observarlo sin que él lo supiera, aunque no podía ver el lienzo. Me pregunté qué daría Mary Bertison por gozar de este privilegio durante unos cuantos segundos; pero no… ella me había dicho que no quería volver a ver a Robert. Si yo le ayudaba a curarse y él volvía al mundo exterior, si volvía a ser profesor, artista, ex marido, un padre con una custodia compartida, un hombre que comprara verduras, y que fuese al gimnasio y pagase el alquiler de un pequeño apartamento en Washington o en el centro de Greenhill, o en Santa Fe, ¿seguiría prefiriendo mantenerse alejado de Mary? Y, lo que era más importante, ¿seguiría ella sintiendo rabia contra él? ¿Era feo por mi parte esperar que así fuera?
Caminé tranquilamente hasta él, con las manos a la espalda, y no hablé hasta que estuve a un par de metros de distancia. Él se volvió enseguida, mirándome ceñudo; un león enjaulado entre barrotes que no había que aporrear. Incliné la cabeza para indicarle que le interrumpía con buenas intenciones.
—Buenos días, Robert.
Él retomó su tarea; eso, al menos, demostraba cierta confianza o quizás estuviese demasiado absorto como para dejar siquiera que un psiquiatra lo interrumpiese. Me planté a su lado y miré abiertamente al lienzo con la esperanza de que eso pudiera hacerle reaccionar, pero él siguió mirando, verificando y dando toques con el pincel. Entonces sostuvo el pincel levantado hacia el horizonte lejano, luego descendió la mirada hacia el lienzo y se encorvó para centrarse en una piedra que había en la orilla de su lago pintado. Deduje que llevaba lo menos un par de horas trabajando en el lienzo, a no ser que fuese increíblemente rápido; éste empezaba a adquirir formas completas. Me maravillaron la luz sobre la superficie del agua (la superficie de su lienzo) y la frágil viveza de los remotos árboles.
Pero no dije nada de mi admiración, por temor a su silencio, que sofocaría incluso las palabras más cálidas que se me pudieran ocurrir. Resultaba alentador ver a Robert pintando algo que no fuera la dama de ojos oscuros y sonrisa triste, especialmente algo real. Tenía dos pinceles en la mano con la que pintaba y observé en silencio mientras él cambiaba de uno a otro; el hábito y la destreza de media vida. ¿Debería decirle que había conocido a Mary Bertison? ¿Que mientras tomábamos un buen vino y un pescado a la papillote, ella me había empezado a contar su historia y parte de la de él? ¿Que aún lo amaba bastante como para querer ayudarme a curarlo; que no quería volver a verlo jamás; que su pelo brillaba bajo cualquier luz que se reflejara en éste, iluminando sus reflejos caoba, dorados y morados; que no podía pronunciar el nombre de Robert sin temblor o renuencia en la voz; que yo sabía cómo cogía ella el tenedor, cómo se apoyaba en una pared, cómo cruzaba los brazos protegiéndose del mundo; que al igual que su ex mujer, Mary Bertison no era la modelo del retrato que salía una y otra vez de su rabioso pincel; que ella, Mary, guardaba en cierto modo sin saberlo el secreto de la identidad de aquella modelo; que yo daría con la mujer a la que él amaba más que a nadie en el mundo y descubriría por qué ésta le había robado no sólo su corazón sino también su mente?
Dejando a un lado las definiciones clínicas y considerando únicamente la vida humana, pensé, mientras lo veía cogiendo una pizca de blanco y un poco de amarillo cadmio para las copas de sus árboles, que eso era la propia esencia de la enfermedad mental. No era una enfermedad dejar que otra persona (o una creencia o un lugar) le arrebatase a uno el corazón. Pero si uno entregaba su mente a una de esas cosas, renunciando a la capacidad para tomar decisiones, al final enfermaba; eso, si el hecho de hacerlo no era ya un indicio de enfermedad. Miré alternativamente a Robert y a su paisaje, los espacios gris pálido del cielo donde es probable que pretendiera dar cuerpo a unas nubes, la mancha informe en su lago que, sin duda, acabaría convertida en los reflejos de éstas. Hacía mucho tiempo que no se me ocurría ninguna reflexión novedosa acerca de las enfermedades que día a día intentaba tratar. O acerca del amor en sí.
—Gracias, Robert —dije en voz alta, y acto seguido me alejé. Él no se giró para verme marchar o, si lo hizo, yo ya me había vuelto de espaldas.
Aquella noche Mary me telefoneó. Me sorprendió considerablemente (yo mismo había decidido llamarla, pero esperaría aún unos cuantos días) y tardé unos instantes en entender quién estaba al otro lado de la línea. Esa voz de contralto que durante la cena había acabado por gustarme todavía más, se mostró titubeante al decirme que había estado pensando en su promesa de escribirme sus recuerdos de Robert. Lo haría por fascículos. Eso también le iría bien a ella; me los mandaría por correo. Yo podía juntarlos y tener la historia completa, si quería, usarlos como tope para las puertas o reciclar el montón entero. Ya había empezado a escribir. Se rió con bastante nerviosismo.
Me sentí momentáneamente decepcionado, porque este arreglo implicaba que no la vería en persona. Aunque ¿para qué quería volver a verla? Era una mujer libre y soltera, pero también la antigua pareja de mi paciente. Entonces oí que decía que le gustaría cenar otra vez conmigo algún día (le tocaba a ella invitarme, ya que pese a sus protestas yo había insistido en pagar la cuenta de nuestra primera cena) y que quizá fuese mejor esperar a que me hubiese enviado sus memorias. No sabía cuánto podía faltar para eso, pero tenía muchas ganas de repetir la cena y que había sido divertido hablar conmigo. Esa simple palabra, «divertido», por alguna razón me llegó al alma. Le dije que me encantaría, que lo comprendía, que esperaría a sus misivas. Y, muy a mi pesar, colgué con una sonrisa.
Mary
Enamorarse de alguien inalcanzable es como un cuadro que vi en cierta ocasión. Vi este cuadro antes de adoptar la costumbre (ahora de muchos años) de anotar la información básica sobre cualquier obra que me llame la atención en un museo o galería, en un libro o en casa de alguien. En mi estudio de casa, además de todas mis postales de cuadros, guardo una caja con fichas y cada una de ellas ha sido escrita por mí: el título del cuadro, el nombre del artista, la fecha, el sitio donde lo vi, una sinopsis de cualquier historieta sobre el cuadro que haya descubierto en la cartela o en el libro, a veces hasta una descripción aproximada de la obra: el campanario de la iglesia está a la izquierda, la calle en primer plano.
Cuando me siento frustrada y creo que mi propio lienzo no va por buen camino, hojeo mis fichas y doy con una idea; añado el campanario de la iglesia, visto a la modelo de rojo o parto las olas en cinco picos afilados y separados. De vez en cuando me sorprendo a mí misma hojeando en mi fichero, física o tan sólo mentalmente, en busca de aquel importante cuadro del que no tengo ninguna ficha. Lo vi cuando tenía veinte y tantos años (ni siquiera recuerdo en qué año), probablemente en un museo, porque al terminar la facultad, allí donde iba me dedicaba a visitar todos los museos que podía.
Esta obra concreta era impresionista; es lo único que sé con seguridad. Aparecía un hombre sentado en un banco de un jardín, esos jardines agrestes y exuberantes que los impresionistas franceses propiciaban e incluso plantaban cuando necesitaban uno, una rebelión absoluta contra la formalidad de los jardines franceses y la pintura francesa. El hombre, de gran estatura, estaba ahí sentado en el banco, dentro de una especie de glorieta con emparrado verde y de lavanda, vestido como un caballero (supongo que era un caballero) con un abrigo y un chaleco de etiqueta, pantalones grises, sombrero ceniciento. Parecía satisfecho, displicente pero también ligeramente alerta, como si estuviese pendiente de algo. Si te apartabas del cuadro, veías su expresión con más nitidez. (Ésta es otra razón por la que creo que vi el cuadro colgado y no en un libro; recuerdo haber retrocedido unos pasos.)
Cerca de él, en una silla de jardín (¿en otro banco o descansando en un balancín?), estaba sentada una dama cuyo atuendo igualaba al suyo en elegancia, rayas negras sobre un fondo blanco, un pequeño sombrero inclinado hacia delante sobre el alto recogido de su pelo, una sombrilla a rayas junto a ella. Si te alejabas todavía más del cuadro, podías ver otra silueta femenina caminando al fondo entre arbustos en flor, los colores suaves de su vestido casi fundiéndose con el jardín. Tenía el pelo claro, no oscuro como el de ellos dos, y no llevaba sombrero, lo que supongo que indicaba su juventud o, en cierto modo, su insuficiente respetabilidad. El conjunto tenía un marco dorado, magnífico, ornamentado y bastante sucio.
No recuerdo haberme identificado con este cuadro en el momento en que lo vi; simplemente permaneció en mí como un sueño y mi mente lo ha evocado una y otra vez. De hecho, durante años he consultado estudios sobre el Impresionismo sin dar con él. Para empezar, no tengo ninguna prueba de que fuera francés, sólo que se parecía a los cuadros del Impresionismo francés. El caballero y sus dos mujeres podrían haber estado en un jardín de fines del siglo XIX de San Francisco o Connecticut, o Sussex o incluso la Toscana. En ocasiones me doy cuenta de que he analizado esa imagen tantas veces en mi mente que creo que me la he inventado, o que en algún momento dado la he soñado y a la mañana siguiente me he levantado recordándola.
Y, sin embargo, aquellas personas del jardín me parecen vívidas. Jamás se me ocurriría desequilibrar la composición sacando a la mujer refinada, arreglada y vestida a rayas del lado izquierdo del cuadro, pero en la imagen hay tensión: ¿Por qué da la impresión de que la joven de los matorrales en flor no tiene cabida? ¿Es la hija del hombre? No, algo te dice (me dice) que no. Deambula perpetuamente hacia la derecha del lienzo, reacia a irse. ¿Por qué el caballero elegantemente vestido no se levanta de un salto y le agarra por la manga, no hace que ella se detenga unos minutos, no le dice antes de que se aleje que él también la ama, que siempre la ha amado?
Entonces visualizo simplemente esas dos siluetas en movimiento mientras el sol ilumina sin descanso las flores y arbustos pintados con bruscas pinceladas, y la dama bien vestida permanece imperturbable en su silla, sosteniendo su sombrilla, segura del lugar que ocupa al lado del hombre. El caballero se levanta; abandona la glorieta con paso airado, como por impulso, y agarra a la chica del vestido de colores suaves por la manga, por el brazo. A su manera, ella también demuestra firmeza. Tan sólo hay flores entre ambos, que rozan la falda de ella y manchan de polen los pantalones hechos a medida de él. La mano del caballero es de piel aceitunada, un tanto gruesa, incluso con los nudillos un tanto deformados. Él la detiene atenazándola. Nunca se han hablado así con anterioridad; no, no están hablando ahora. Se funden al instante en un abrazo, sus rostros se calientan juntos bajo el sol intenso. No creo que ni siquiera se besen en un primero momento; ella está sollozando de alivio, porque la mejilla de él y el contacto de la barba contra su frente es tal como se había imaginado que sería; ¿estará él también sollozando quizás?
1879
Querida mía:
Disculpa mi debilidad al no haberte escrito, y haberme alejado de un modo tan indecoroso. Al principio sí que fue una ausencia lógica; como te comenté, me fui al sur aproximadamente una semana y descansé un poco tras una leve indisposición. Sin embargo, eso también fue una excusa; me recluí allí no únicamente para reponerme de mi resfriado, y con la idea de pintar un paisaje que no había visto en años, sino también para reponerme de una dolencia más profunda que te insinué hace algún tiempo. Tal como has podido ver en el encabezamiento de esta carta, no he hecho ningún progreso. Te he llevado constantemente conmigo, mi musa, y he pensado en ti con asombrosa viveza, no sólo en tu belleza y grata compañía sino también en tu risa, en tu más mínimo gesto, en cada una de las palabras que me has dicho desde que me empecé a encariñar de ti más de lo debido, ese afecto que siento en tu presencia y fuera de ella.
De manera que no he regresado a París menos afligido que cuando me fui, y a mi llegada he decidido intentar incluso aquí dedicarme a pintar y dejarte en paz. No te ocultaré la alegría que me produjo tu carta; pensar que tal vez, en cierto modo, habías deseado que no te dejara sola, que tú también me habías echado de menos. No, no… no hay nada por lo que ofenderse, salvo aquello en lo que yo, en mi propia insensatez, te haya ofendido a ti. No tengo más alternativa que decidir vivir cerca de ti con toda la serenidad que sea capaz de acopiar.
¡Qué tontería que un anciano se conmueva tanto!, pensarás, aun cuando seas demasiado atenta como para no decírmelo. Naturalmente, tendrás razón. Pero en ese caso, amor mío, estarás también subestimando tu propio poder, el poder de tu presencia, tus ganas de vivir y el modo en que eso me enternece. Te dejaré tranquila en la medida de lo posible, aunque ya no volveré a separarme de ti completamente, puesto que no pareces desearlo más que yo. Alabados sean por ello todos esos dioses imperiosos y deteriorados que vi en Italia.
Sin embargo, ésta es sólo una parte de mi historia. En este punto es preciso que inspire hondo y aplace unos instantes la tarea de escribirte, para reunir la fuerza extra que necesitaré. Durante todo el tiempo que he estado fuera he tenido la sensación de que no podría, aun cuando fuera tu deseo, volver junto a ti ya en persona, ya por carta, sin cumplir la promesa más difícil que te he hecho.
Como recordarás, te dije que algún día te hablaría de mi esposa. He lamentado esa afirmación a todas horas. Soy lo bastante egoísta para creer que no me puedes conocer sin conocerla a ella, e incluso que es posible (como tú supusiste) que obtenga cierto alivio hablándote de ella. Y, mientras viva, sería incapaz de romper intencionadamente cualquier promesa que te hubiera hecho. Como te imaginarás, si pudiera darte todo mi pasado y esconderme en tu futuro, lo haría; y no poder hacerlo es mi eterno pesar. Ves que mi egoísmo es desbordante… al pensar, como pienso, que quizá seas feliz conmigo cuando ya lo tienes todo para ser feliz.
Al mismo tiempo, he lamentado profundamente mi error haciéndote esta promesa, porque la de mi esposa no es una historia que con gusto querría yo que estuviese en tu pensamiento, de adorable inocencia y esperanza para el mundo. (Sé que esto te molestará y no verás la triste realidad de mi afirmación hasta que sea demasiado tarde.) En cualquier caso, te ruego que aplaces la lectura de las siguientes páginas durante una hora hasta que te sientas capaz de oír algo terrible, aunque sumamente real; y te pido que comprendas que lamentaré cada palabra. Cuando hayas leído esto, sabrás un poco más de lo que sabe mi hermano y mucho más que mi sobrino. Y más, sin duda, que el resto del mundo entero. Asimismo, sabrás que se trata de un asunto político y, en consecuencia, parte de mi seguridad recaerá en tus manos. ¿Y por qué debería hacer semejante cosa, decirte algo que únicamente puede consternarte? Bien, ésa es la naturaleza del amor; es brutal en sus demandas. El día que adviertas su brutal naturaleza por ti misma, echarás la vista atrás y me conocerás aún mejor, y me perdonarás. Probablemente ya me habré ido hará tiempo, pero esté donde esté te bendeciré por tu comprensión.
Conocí a mi mujer bastante tarde en mi vida; yo tenía ya cuarenta y tres años y ella cuarenta. Su nombre, como quizá sepas por mi hermano, era Hélène. Era una mujer de buena familia, procedente de Ruan. Nunca se había casado, no por ninguna falta de aptitudes por su parte, sino porque cuidó de su madre viuda, quien falleció tan sólo dos años antes de que nos conociéramos. Después de la muerte de su madre se fue a vivir a París con la familia de su hermana mayor, y se volvió tan indispensable para ellos como lo había sido para su madre. Era una persona digna y dulce, seria pero no carente de humor, y desde nuestro primer encuentro me atrajeron su porte y su consideración hacia los demás. Le interesaba la pintura, aunque había recibido poca educación artística y se decantaba más por los libros; leía en alemán y también un poco en latín, su padre había creído en la preparación de sus hijas. Y era devota de un modo que ponía en evidencia mis propias e insignificantes dudas. Admiraba su determinación en todo lo que hacía.
Su cuñado, un viejo amigo mío, fue mi valedor durante el noviazgo (aunque para el bien de mi reputación quizá supiese demasiado sobre mí), y estipuló que aportara una dote generosa. Nos casamos en la iglesia de Saint-Germain-l’Auxerrois, ante la presencia de unos cuantos amigos y familiares, y nos instalamos en una casa de Saint-Germain. Vivimos sin sobresaltos. Yo seguí con mis exposiciones de cuadros y ella se ocupó maravillosamente de la casa, en la que mis amigos se sentían a gusto. Llegué a quererla mucho, con un amor que tenía más aprecio que pasión. Éramos demasiado mayores para esperar descendencia, pero estábamos contentos el uno al lado del otro y, con su influencia, experimenté una acentuación de mi propia esencia y el amansamiento de parte de lo que ella consideraba, sin duda, mi descarriada vida anterior. Gracias a su firme confianza en mí, mi enfrascamiento en la pintura también se incrementó y mi habilidad aumentó.
Podríamos haber vivido felizmente así, si nuestro emperador no se hubiese considerado en el derecho de meter a Francia en esa guerra absolutamente inútil invadiendo Prusia; tú eras una niña, querida, pero las noticias de la batalla de Sedán también deben de ser espantosas en tu recuerdo. Luego vino la terrible venganza de sus ejércitos y el asedio que devastó nuestra pobre ciudad. Ahora debo decirte, y con franqueza, que yo me contaba entre aquellos a los que todo esto enfureció hasta el límite. Es cierto que no formé parte de la bárbara multitud, pero fui uno de esos moderados que creía que París y Francia habían sufrido sobradamente a manos del despotismo irreflexivo y palaciego, y que se sublevó contra éste.
Sabes que muchos de esos años los pasé en Italia, pero lo que no te he dicho es que era un exiliado, me alejé de lo que, indudablemente, habría sido un peligro, hasta que pude asegurarme de reanudar una vida tranquila en mi ciudad natal; también me alejé con dolor y cinismo. De hecho, era simpatizante de la Comuna, y en el fondo de mi corazón no me avergüenzo de ello, aunque lloro la pérdida de aquellos de mis camaradas a los que el Estado no perdonó sus convicciones. Verdaderamente, ¿por qué iba cualquier ciudadano de París a tener que soportar sin una reacción revolucionaria (o al menos la más ferviente de las quejas) lo que desde el principio no habíamos aprobado? Jamás he abandonado esa creencia, pero el precio que pagué por ello fue tan alto que, de haber sabido cuál sería el coste, quizá no habría actuado.
La Comuna se inició el 26 de marzo y mi unidad tubo pocas complicaciones reales hasta primeros de abril, cuando empezó la lucha en las calles donde estábamos apostados. Seguramente tú vivías ya en las afueras, libre de riesgos, como sé por preguntas que le he ido formulando a Yves desde mi regreso; él me cuenta que no conoció a tu familia hasta más tarde, pero que saliste indemne del desastre, al margen de las privaciones a las que nadie pudo escapar. Tal vez me dirás que oíste disparos en calles lejanas, tal vez ni siquiera eso. Allí donde hubo tiroteos me involucré pasando mensajes de una brigada a otra, dibujando la histórica escena donde podía sin poner en peligro más vidas que la mía propia.
Hélène no compartía mi alineamiento. Su fe la ligaba por completo a los derechos del recientemente caído régimen, pero era sensible a todo cuanto yo creía; me pidió que no compartiese con ella nada que pudiera comprometerme, por si nos capturaban a cualquiera de los dos. En honor a este deseo no le dije dónde estaba acampada la brigada en la que me había implicado intensamente, y no te lo diré ahora. Era una calle vieja y estrecha; la sitiamos durante la noche del 25 de mayo, conscientes de que esta defensa sería de suma importancia para la defensa de la zona si, como esperábamos, el falso gobierno enviaba milicias al día siguiente para intentar desarticularnos.
Le prometí a Hélène no llegar tarde, pero en el transcurso de la noche surgió la necesidad de transmitirles una serie de mensajes a nuestros camaradas de Montmartre, y yo me ofrecí voluntario para dar esos mensajes, puesto que la policía aún no sospechaba de mí. De hecho, me desplacé hasta esa zona sin ser descubierto y habría vuelto de igual modo, de no haber sido atrapado y detenido. Fue mi primer encuentro con la milicia. Mi interrogatorio se prolongó y en varias ocasiones amenazó con volverse violento, y no me soltaron hasta las doce del mediodía siguiente. Durante muchas horas creí que quizá me ejecutarían allí mismo. De nuevo, no te contaré los detalles de mi interrogatorio, ya que no deseo que tengas conocimiento de ellos, ni siquiera ocho años después. Fue una experiencia aterradora.
Pero sí te contaré y debo contarte lo que es infinitamente peor: Hélène, al ver que por la noche no había vuelto, se asustó y empezó a buscarme al alba, preguntando entre nuestros vecinos hasta que su temor convenció al fin a uno de ellos de que la llevase a nuestra barricada. Yo seguía encarcelado. Hélène se plantó delante de la barricada para preguntar por mí en el preciso instante en que las tropas del centro aparecieron. Abrieron fuego contra todos los presentes, comuneros y transeúntes por igual. Naturalmente, el gobierno ha negado tales incidentes. Ella cayó de un disparo en la frente. Uno de mis compañeros la reconoció, la sacó a rastras del tiroteo y protegió su cuerpo tras los escombros.
Cuando llegué, tras haber ido primero corriendo a nuestra casa y haberla encontrado vacía, su cuerpo ya estaba casi frío. Yació en mis brazos mientras la sangre que salía a borbotones de la herida se secaba en su pelo y su ropa. Su rostro manifestaba únicamente sorpresa, aunque los ojos se le habían cerrado solos. La zarandeé, la llamé, traté de despertarla. Mi único y lamentable consuelo residía en que había muerto en el acto; en eso y la convicción de que, de haber ella sabido lo que estaba a punto de pasar, en ese momento naturalmente se habría encomendado a su Dios.
La enterré, más deprisa de lo que yo quería, en el cementerio de Montparnasse. A los pocos días mi dolor se vio aumentado por la rápida derrota de nuestra causa y la ejecución de miles de camaradas, y especialmente de nuestros organizadores. Durante esta extinción final huí de Francia con la ayuda de un amigo que vivía cerca de una de las puertas de la ciudad. Viajé solo hacia Menton y la frontera, sintiendo que no podía hacer nada más por un país que había renunciado a su única esperanza de justicia, y reacio a vivir con el miedo a un futuro arresto.
A lo largo de todo este calvario mi hermano me fue leal, velando en silencio por la memoria y la tumba de Hélène y escribiéndome de vez en cuando durante mi ausencia para aconsejarme si podía o no volver. Yo era un personaje sin importancia en ese drama y, a fin de cuentas, no era de interés para un gobierno que tenía una gran reconstrucción por delante. Volví, en efecto, no movido por ningún deseo de contribuir al bienestar de Francia, sino por gratitud hacia mi hermano y el deseo de serle útil en sus achaques. Descubrí, no por él sino a través de Yves, que estaba perdiendo la vista. Cualquier ayuda que pudiera prestarle y el hábito tenaz de continuar pintando eran los únicos placeres que me quedaban hasta que te conocí. Era un desgraciado sin esposa, hijos ni país. Vivía sin el sueño del progreso social que debe ser la motivación de todo hombre pensante, y mis noches eran un horror por la muerte que había llenado mis brazos con un sacrificio inútil y cruel.
El resplandor de tu presencia, tus dones naturales, la delicadeza de tu cariño y amistad han significado para mí más de lo que puedo expresar. Creo que ahora necesitaré menos que nunca explicártelo. No te ofenderé insistiendo en que guardes el secreto; la mayor parte de mi felicidad ya está en tus manos. Y por miedo a ser incapaz o reacio a cumplir mi promesa y enviarte estas verdades sobre mí mismo, daré rápidamente la carta por concluida, firmando con toda el alma.
Tuyo
O.V.