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Authors: Elizabeth Kostova

Tags: #Histórico, Romántico

El rapto del cisne (31 page)

BOOK: El rapto del cisne
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Béatrice se lleva las manos a la cara y los ojos se le empañan, para su vergüenza, de lágrimas.

—¿Qué pretende usted? —su propia voz le suena débil —. ¿Está jugando conmigo?

Olivier se vuelve hacia ella, súbitamente preocupado.

—No, no… No era mi intención ofenderte. Me lo llevé a casa la semana pasada, después de que nos dieras las buenas noches. Debes dejar que lo presente por ti. Yves ha dado su pleno consentimiento y únicamente ha pedido que proteja tu intimidad utilizando un seudónimo. Pero el cuadro es extraordinario: has combinado en él lo antiguo y lo moderno. Cuando me lo enseñaste, comprendí que el jurado tenía que verlo, aun cuando le resulte demasiado moderno. Sólo quiero que me des tu permiso.

—¿Sabe él que te lo llevaste? —Por alguna razón, Béatrice no quiere pronunciar el nombre de su marido aquí, en el estudio de este otro hombre.

—Sí, por supuesto. Se lo pregunté primero a él, en vez de a ti, porque sabía que él me diría que sí y tú me dirías que no.

—Y te digo que no —replica ella, mientras las lágrimas se le desbordan y le resbalan por la cara. Se siente humillada, ella, que raramente llora, ni siquiera delante de su marido. No puede explicar lo que siente al ver este cuadro tan íntimo en un contexto desconocido u oír que alguien lo elogia, sobre todo eso. Se enjuga el rostro y busca un pañuelo en el bolso de terciopelo que cuelga de su muñeca. Olivier ha avanzado hacia ella, extrayendo algo del interior de su chaqueta. Ahora es Olivier quien le enjuga la cara: le da palmaditas y le seca las lágrimas con unas manos que se han pasado años sujetando pinceles y lápices y espátulas para paleta. Con las palmas ahuecadas, él la sujeta deliberadamente por los codos, como si los estuviera pesando, y luego la atrae hacia sí.

Por primera vez Béatrice apoya su cabeza contra el cuello de Olivier, contra su mejilla, sintiendo que es lícito porque él la está consolando. Olivier le acaricia el pelo y la nuca, y con el roce una red de escalofríos se expande por ésta. Las yemas de sus dedos suben hacia la masa de trenzas que ella tiene en el cogote, tocándolas sin alterar su meticulosa colocación, y con el brazo la rodea por los hombros. Olivier la estrecha contra su pecho, de modo que ella tiene que poner una mano en la espalda de él para mantener el equilibrio. Le acaricia la mejilla, la oreja; él ya se ha acercado mucho, por lo que su boca encuentra la de ella antes de que lo haga su mano. Sus labios son cálidos y secos pero gruesos, como el cuero ablandado, y el aliento le huele a café y pan. A Béatrice la han besado muchas veces, pero únicamente Yves, así que lo primero que percibe es que esos labios nuevos le son extraños; sólo después se da cuenta de que son más hábiles que los de su marido, más insistentes.

El beso prohibido de Olivier y su propio deseo de ser besada por él le producen una oleada de ardor en la cara y cuello abajo, le hace un nudo en las entrañas, le hace sentir un deseo que nunca había experimentado. Ahora él la sujeta por la parte superior de los brazos, como con miedo a que ella se aparte. La atenaza con fuerza, y de nuevo siente Béatrice los años previos a que se conocieran, en los que él fue aumentando esa fuerza simplemente viviendo y trabajando.

—No puedo consentirlo —intenta decir ella, pero las palabras desaparecen bajo los labios de él, y Béatrice no sabe si está diciendo que no puede consentir que él envíe su cuadro al Salón o que no puede consentir que la bese. Es Olivier quien le empuja el torso con delicadeza. Está temblando, tan nervioso como ella.

—Perdóname. —Se le atragantan las palabras. Sostiene la mirada de Béatrice, pero está obnubilado. Ahora que ella puede volverlo a mirar, ve que ciertamente es mayor. Y valiente, comprende de pronto—. No pretendía ofenderte más aún. No sé en qué estaría pensando.

Béatrice le cree, pero sabe que Olivier estaba pensando sólo en ella.

—No estoy ofendida —afirma Béatrice con un hilo de voz que a duras penas ella misma puede oír, arreglándose las mangas, el bolso, sus guantes. El pañuelo de Olivier está a los pies de ambos. A Béatrice el corsé le impide agacharse a recogerlo; teme perder el equilibrio. Él se inclina para cogerlo, pero en lugar de dárselo a ella, se lo guarda lentamente en la chaqueta.

—La culpa es mía —le dice Olivier. Béatrice se sorprende a sí misma al clavar los ojos en los zapatos de él, de cuero marrón, con las puntas algo gastadas y el lateral de uno salpicado de pintura amarilla. Está viendo los zapatos que usa para pintar en el día a día.

—No —musita ella—. No debería haber venido.

—Béatrice —dice él, tómandola de la mano, serio y formal. Ella recuerda con punzante tristeza el momento en que, ya hace años, Yves le pidió que se casara con él: la misma formalidad; al fin y al cabo, son tío y sobrino, así pues ¿por qué no pueden compartir gestos y rasgos de familia?

—Debo irme —dice, intentando retirar la mano, pero él la retiene.

—Antes de que te vayas, te ruego que comprendas que te respeto y te amo. Me has deslumbrado, tu persona me ha deslumbrado. Jamás te pediré nada, salvo postrarme a tus pies. Permíteme que te lo confiese tan sólo una vez. —La intensidad de su voz y el contraste de ésta con ese rostro que le resulta tan familiar la conmueven.

—Me honra usted —responde ella con resignación, buscando con la mirada su capa y su sombrero. Recuerda que están en la otra habitación.

—También adoro tus obras, tu instinto artístico, y esa adoración es independiente de mi amor por ti. Tienes un talento indescriptible —ahora habla con voz más serena. Béatrice comprende que, a pesar de la naturaleza del momento, él es sincero. Está triste, serio; es un hombre a quien el tiempo ya dejó atrás y le queda poco por delante. Olivier permanece frente a ella unos instantes y luego desparece en la habitación contigua para ir a buscar sus cosas. Béatrice se ata el sombrero con dedos temblorosos; él la envuelve cuidadosamente con la capa mientras ella se abotona el cuello.

Cuando se vuelve, la cara de desconcierto de Olivier es tal que ella se acerca hasta él sin pararse a pensar. Le da un beso en la mejilla, se detiene y luego lo besa en la boca, fugazmente. Muy a su pesar, su textura y su sabor ya le resultan familiares.

—Debo irme, de verdad —afirma ella. Ninguno de los dos menciona el té o su cuadro. Él le abre la puerta y hace una reverencia en silencio. Béatrice baja por la escalera agarrada de la barandilla hasta que sale a la calle. Aguza el oído para oír el sonido de la puerta de Olivier al cerrarse, pero no lo oye; quizás esté aún en el umbral de la puerta abierta del último piso del edificio. Su carruaje no volverá hasta dentro de media hora, por lo menos, así que o sube andando hasta las caballerizas que están al final de la manzana o busca un cabriolé que la lleve a casa. Se apoya en la fachada del edificio de Olivier unos instantes, sintiendo la pared a través del guante, tratando de calmar su mente. Lo consigue.

Pero más tarde, cuando se sienta sola en su galería intentando simplificarlo todo, el beso vuelve a ella, llenando el aire que la rodea. Impregna los ventanales, la moqueta, los pliegues de su vestido, las páginas de su libro. «Te ruego que comprendas que te respeto y te amo.» Ella no puede borrar el beso. A la mañana siguiente ya no quiere borrarlo. No quiere herir a nadie, no le hará daño a nadie, pero quiere conservar ese momento en el recuerdo mientras pueda.

42

Marlow

Antes del amanecer, cargué el coche y fantaseé con mi trayecto en dirección norte por el estado de Virginia, por autovías cuyos márgenes se habían vuelto aún más verdes desde mi viaje al sur. Hacía un día ligeramente frío, la lluvia caía durante varios minutos y luego paraba, caía y paraba, y empecé a echar de menos mi casa. Me fui directo a Dupont Circle para visitar al único paciente que tenía a última hora. El paciente habló; la fuerza de la costumbre me empujó a hacer las preguntas pertinentes, escuché, le ajusté la medicación y dejé que se marchara, seguro de las decisiones que había tomado.

Cuando llegué a mi apartamento al anochecer, deshice rápidamente la maleta y me calenté una lata de sopa. En comparación con la lúgubre casita de los Hadley (ahora podía decirlo: yo no habría dudado en demoler la casa entera y construir algo con el doble de ventanas), mi casa estaba impecable, sus estancias eran acogedoras, los apliques estaban perfectamente ajustados sobre cada cuadro, las cortinas de lino eran suaves al tacto tras haber pasado por la tintorería hacía un mes. El lugar olía a aguarrás y óleos (algo que normalmente no percibo a menos que haya estado unos días fuera), y a los narcisos que florecían en la cocina; se habían abierto en mi ausencia, y los regué agradecido, aunque procurando no excederme con el agua. Me acerqué hasta la antigua colección de enciclopedias de mi padre, puse la mano en un tomo y me detuve: ya habría tiempo para eso. Así pues, me di una ducha caliente, apagué las luces y me acosté.

El día siguiente fue ajetreado: el personal de Goldengrove me necesitaba más que nunca tras mi ausencia; a algunos de mis pacientes no les había ido tan bien como me había imaginado y las enfermeras parecían malhumoradas; tenía la mesa cubierta de papeles. Durante las primeras horas logré pasar un momento por la habitación de Robert Oliver, quien estaba sentado en una silla plegable frente al tablón que hacía las veces de mesa y estante para material de pintura, dibujando. Tenía sus cartas junto a él, distribuidas en dos montones; me pregunté cómo las habría dividido. Cuando entré, cerró su cuaderno de dibujo y se volvió para mirarme. Lo interpreté como una buena señal; en ocasiones ignoraba por completo mi presencia, estuviese o no pintando, y era capaz de permanecer así durante largos y desconcertantes períodos de tiempo. La expresión de su cara era hosca y de cansancio, y tras reconocer mi rostro desvió la mirada hacia mi ropa.

Me pregunté, quizá por enésima vez, si su silencio estaría haciendo que subestimara hasta qué punto le afectaba en estos momentos su enfermedad; es posible que fuese mucho más grave de lo que yo podía determinar observándolo, por muy atentamente que lo hiciera. Me pregunté asimismo si él tendría algún modo de adivinar dónde había estado yo, y pensé en sentarme en el gran sillón y pedirle que limpiase su pincel, y se sentara frente a mí en la cama, que me escuchara mientras le daba noticias de su ex mujer. Podría decirle: «Sé que, cuando la besó por primera vez, la levantó en volandas». Podría decirle: «Todavía hay cardenales en su comedero para pájaros, y el laurel de montaña está empezando a florecer». Podría decirle: «Ahora tengo aún más claro que eres un genio». O podría preguntarle: «¿Qué te sugiere la palabra Étretat?».

—¿Qué tal estás, Robert? —Me quedé en la puerta.

Él retomó su dibujo.

—Estupendo. Bueno, me voy a ver a unas cuantas personas más. —¿Por qué había empleado ese término? Nunca me había gustado. Barrí la habitación con la mirada. Nada parecía diferente, peligroso o alterado. Le deseé que lo pasara bien con sus dibujos, le comenté que el día prometía ser soleado y me despedí con la sonrisa más sincera de la que fui capaz, aunque él ni siquiera me estuviese mirando.

Hice rondas de visitas sin descanso hasta el término de la jornada y me quedé hasta tarde en el despacho para adelantar trabajo. Cuando el personal de día se hubo marchado y ya estaban recogiendo la cena servida a los pacientes, eché el pestillo a la puerta de mi despacho y acto seguido me senté delante del ordenador.

Y vi lo que había empezado a recordar. Era una ciudad costera de Normandía, una zona que pintaron muchos artistas durante el siglo XIX, especialmente Eugène Boudin y su inquieto protegido, Claude Monet. Encontré las famosas imágenes: los imponentes y escarpados acantilados de Monet, el famoso arco de roca sobre la playa. Pero, al parecer, Étretat había atraído a otros pintores: a muchísimos, incluidos Olivier Vignot y hasta Gilbert Thomas, el que aparecía en el autorretrato con monedas de la Galería Nacional; ambos habían pintado esa costa. Casi todos los pintores que podían permitirse subir a una de las nuevas líneas de ferrocarril del norte habían intentado, por lo visto, llegar hasta Étretat: los grandes maestros y los pintores menores, los que pintaban los fines de semana y la asociación de acuarelistas. En la historia artística de Étretat, los acantilados de Monet destacaban sobre todos los demás; claro que fue él quien definió el Impresionismo.

Di con una fotografía reciente de la ciudad; el impresionante arco estaba igual que en la época impresionista. Aún había amplias playas con barcas arrastradas hasta la arena y volcadas sobre ésta, acantilados coronados de verde hierba, callejuelas bordeadas de casas y hoteles antiguos y elegantes, muchos de los cuales quizás estuvieran allí mientras Monet pintaba a pocos metros de distancia. Nada de esto parecía guardar relación alguna con los garabatos que había en la pared de Robert Oliver, excepto tal vez a través de su biblioteca personal de obras sobre Francia, en las que sin duda habría topado con el nombre de la ciudad y alguna que otra ilustración de su sensacional entorno. ¿Habría estado él allí para experimentar también el «júbilo» que solían sentir las artistas en ese lugar? ¿Tal vez durante el viaje a Francia que Kate había mencionado? Volví a preguntarme si Robert padecía quizá ligeras delusiones. Étretat era un callejón sin salida, precioso, el acantilado de mi pantalla dibujaba un arco sobre el canal de la Mancha que desaparecía en el agua. Monet había pintado el arco una cantidad asombrosa de veces desde distintas perspectivas, y Robert, a menos que se me hubiese escapado algo, ninguna.

Al día siguiente era sábado y salí a correr por la mañana. Sólo fui hasta el Zoo Nacional y volví, mientras pensaba en aquellas montañas que había visto al pasar por los alrededores de Greenhill. Apoyado en la verja de la puerta del zoo, estaba estirando mis tensos tendones de Aquiles, cuando pensé por primera vez que quizá nunca sería capaz de curar a Robert. ¿Y cómo sabría cuándo tenía que dejar de intentarlo?

43

Marlow

La mañana del miércoles siguiente a mi carrera hasta el zoo, una carta con remitente de Greenhill en la esquina superior del sobre me estaba esperando en Goldengrove. La letra era pulcra, femenina, ordenada: era Kate. Me fui a mi despacho sin pasar primero a ver a Robert ni a ningún otro paciente, cerré la puerta y extraje el abrecartas que me había regalado mi madre cuando me licencié en la universidad; a menudo pensaba que no debería guardar semejante tesoro en mi despacho, de fácil acceso, pero me gustaba tenerlo cerca. La carta era de una sola página y, a diferencia de la dirección del sobre, estaba escrita con el ordenador.

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