Tan sólo recuerdo un par de detalles de cuando Robert se fue al estado de Nueva York a primeros de enero. Estuvo abrazando a Ingrid un buen rato, y me di cuenta de que había crecido tanto que con las piernas abarcaba la mitad de la cintura de su padre; la niña tenía el cuerpo largo, y el pelo oscuro y encrespado de Robert. Lo otro que recuerdo es cuando volví a entrar en casa después de que su coche desapareciera por el camino en el bosque; tuvo que ser después, a menos que me hubiese negado a quedarme en el aire frío del porche siquiera un segundo más de la cuenta para verlo marchar. Recuerdo que entré para terminar de recoger nuestro desayuno y me pregunté con palabras claras y precisas, aunque sin pronunciarlas: «¿Es esto una separación?» Pero no encontré la respuesta ni en mi mente ni en la calidez de la cocina, con su olor a puré de manzana y tostadas. Todo parecía normal, aunque triste. Se respiraba incluso alivio en la casa. Me las había apañado bien hasta entonces, y seguiría haciéndolo.
Los mensajes de Robert solían venir garabateados en una postal e iban dirigidos tanto a Ingrid como a mí, y la frecuencia de sus llamadas de teléfono también era irregular, aunque suficiente. El invierno, en la parte norte del estado de Nueva York, era crudo, pero la nieve era maravillosa, impresionista. En cierta ocasión, Robert pintó al aire libre y por poco se congeló. El rector de la universidad le había dado la bienvenida. Su habitación estaba en las dependencias para profesores invitados y tenía buenas vistas sobre el bosque y el patio cuadrangular.
La mayor parte de sus alumnos carecía de talento, aunque ponían gran interés. El estudio era demasiado pequeño, pero podía pintar. La noche antes se había acostado a las cuatro de la mañana.
Luego una pequeña pausa, un breve silencio, y las postales volvían a llegar. Me gustaban más sus postales que sus llamadas, que estaban cargadas de tensos silencios, un abismo incluso más difícil de salvar, por cuanto no podíamos mirarnos a la cara. Procuré no telefonearle más a menudo de lo que él me telefoneaba. En cierta ocasión, envió un bosquejo para Ingrid, como si supiese que ella podía entender mejor este lenguaje. Lo colgué con celo de la pared de su habitación. Era de unos edificios góticos, montones de nieve y árboles desnudos. Si Ingrid lloraba por las noches, me la llevaba a la cama conmigo y a la mañana siguiente nos despertábamos la una sobre la otra. A últimos de febrero, Robert vino a casa en avión para pasar sus vacaciones de invierno y el cumpleaños de Ingrid. Durmió un montón e hicimos el amor, pero no tocamos ningún tema delicado. A principios de abril tendría también unos días de descanso, me dijo, pero había decidido pasarlos en el norte pintando. No protesté. Si en verano volvía con más obras concluidas, quizá sería más fácil vivir con él.
Cuando Robert se marchó de nuevo, mi madre vino a pasar una temporada y me mandó a nadar cada día a la piscina del campus. Durante ese año había perdido gran parte de los kilos engordados en el embarazo, y el resto me los quité nadando enérgicamente en el agua, recordando la sensación de juventud y optimismo que tan poco tiempo atrás había experimentado. En aquella visita, reparé por vez primera en el temblor de las manos de mi madre, las venitas dilatadas en sus mejillas y la ligera hinchazón de sus tobillos. Seguía ayudándome igual que siempre: cuando llegaba a casa, los platos siempre estaban limpios y secándose en el escurreplatos; el sinfín de vestidos de algodón de Ingrid, lavados y doblados, y le contaba a la niña todos los cuentos habidos y por haber.
Pero mi madre ya no era tan dueña de su cuerpo como antes, y tras regresar a Michigan empezó a decirme que le daba miedo andar por la calle cuando había helado. Salía de casa para irse al colmado o al dentista, o para trabajar de voluntaria en la biblioteca, y al ver el hielo volvía a entrar y acababa llamándome. Un día me contó que llevaba prácticamente una semana sin salir de casa. No quise esperar, sola, con la pregunta que me rondaba y no me dejaba dormir de noche, de modo que se lo consulté a Robert y éste no dudó en decir que sí, que mamá debería venirse a vivir con nosotros.
No tendría que haberme sorprendido, pero me sorprendió. Creo que había olvidado su pronta generosidad, su empleo del sí en lugar del no, su costumbre de regalarles chaquetas a los amigos o incluso a los desconocidos. Eso hizo que mi amor por él se avivara durante mi espera en casa, lejos de ese frío campus del estado de Nueva York. Se lo agradecí de todo corazón, le comenté que las azaleas empezaban a florecer, que había hojas verdes por doquier. Me dijo que pronto estaría en casa y me dio la impresión de que ambos sonreíamos por teléfono.
Cuando llamé a mi madre, no protestó como yo había supuesto; por el contrario, me dijo que se lo pensaría, pero que si venía, le gustaría ayudarnos a comprar una casa más grande. Yo nunca pensé que tenía tanto dinero, pero así era, y además el año anterior alguien le había ofrecido comprar su casa de Ann Arbor. Lo pensaría. Tal vez no fuese tan mala idea. ¿Qué tal estaba Ingrid del resfriado?
1878
En mayo, Yves insiste en que su tío los acompañe a Normandía, primero a Trouville y luego a un pueblo cerca de Étretat, un lugar tranquilo que ya han visitado varias veces y que les encanta. Es papá quien tiene la idea de volver a ir allí con su hermano, pero el propio Yves le apoya. Béatrice pone reparos: ¿por qué no van ellos tres, como siempre, y punto? Ella sola puede perfectamente cuidar de papá, y la casa que Yves suele alquilar sólo tiene un cuarto de invitados pequeño, sin un salón para tío Olivier si papá se queda en sus dependencias habituales. Si cambian de habitación a papá, éste no será capaz de encontrar nada o quizá se caiga de noche por las escaleras. Para papá ya es bastante duro tener que viajar, aunque es la paciencia personificada y se deleita sintiendo el sol y la brisa del canal de la Mancha en el rostro. Le suplica a Yves que se lo piense con calma.
Pero Yves se muestra inflexible. Puede que tenga que irse por trabajo en plenas vacaciones, así que ella por lo menos tendrá la ayuda de Olivier. Curioso: Olivier es aún mayor que papá, pero por su salud y agilidad parece que tenga quince años menos. El pelo de Olivier no era blanco antes de la muerte de su esposa, le contó Yves en cierta ocasión, pero eso sucedió un par de años antes de que ella, Béatrice, entrara en la familia. Olivier es robusto, vigoroso para su edad; puede ser útil. La insistencia de Yves en que Olivier los acompañe es lo más parecido a una queja que haya exteriorizado jamás por tener que cargar con el peso del cuidado de papá.
Ella vuelve a protestar (esta vez débilmente) y tres semanas después se hallan en un tren que sale despacio de la Gare Saint-Lazare, mientras Yves le cubre con una manta de viaje las piernas a papá y Olivier lee en voz alta las noticias de arte del periódico. Da la impresión de que esquiva la mirada de Béatrice, quien lo agradece, ya que su presencia llena el pequeño espacio hasta que le dan ganas de sentarse en otro vagón. Olivier parece haber rejuvenecido durante los meses que han pasado desde que empezara su correspondencia; su rostro parece bronceado antes incluso de que lleguen a la costa. Su poblada barba canosa está cuidadosamente recortada. Les dice que ha estado pintando en el bosque de Fontainebleau, y Béatrice se pregunta si ha pensado en ella mientras recorría aquellos senderos con su caballete o se detenía en claros que probablemente ella nunca vería. Por un momento, envidia los árboles agrupados alrededor de Olivier, la hierba que probablemente yacía bajo su largo contorno cuando descansaba, y al punto desvía la mente hacia otros pensamientos. ¿Estará sencillamente celosa de que él pueda viajar y pintar a su antojo, de su constante libertad?
Al otro lado de la ventanilla del tren, la ceniza pasa volando entre ella y los prados recién reverdecidos, los destellos del agua serpenteante. Yves deja la ventanilla cerrada para que el humo del carbón y el polvo no entren, aunque en el compartimento acaba haciendo demasiado calor. Ella ve vacas debajo de una arboleda, amapolas rojas y margaritas blancas y amarillas salpicando un prado. Como están solos, en familia, y están echadas las cortinas que los separan del pasillo, se ha quitado los guantes, el sombrero y la chaqueta a juego con éste. Cuando se reclina y cierra los ojos, percibe la mirada de Olivier y espera que su marido no lo note. Pero ¿qué hay que notar? Nada de nada, nada, y es así como ha de seguir; Yves no ha notado que hubiera nada entre ella y este hombre de pelo blanco al que Yves conoce desde que nació y que ahora también es pariente de ella.
Suena más adelante el silbato del tren, un sonido tan hueco como hueca se siente ella misma. La vida será larga, al menos para ella. ¿Acaso no es bueno? ¿Acaso ella no ha experimentado siempre la maravillosa sensación de que tiene todo el tiempo por delante? ¿Y si…? Abre los ojos y los clava resuelta en un pueblo distante, una mancha pálida, un campanario lejano en los prados. ¿Y si en toda esa extensión de tiempo no aparecen ni hijos ni Olivier? ¿Y si no aparecen más cartas de Olivier ni la mano de éste en su pelo? Ahora lo mira directamente mientras Yves abre un segundo periódico, y le complace ver que Olivier da un respingo, vuelve su hermosa cabeza hacia la ventanilla, coge su libro. ¡Le queda tan poco tiempo! Él morirá décadas antes que ella. ¿Y si eso bastase para vencer la resistencia que ella opone?
Kate
Lo cierto es que mamá tardó varios años en decidirse, y luego en vender la casa y pasar por los consabidos trámites legales. Durante ese tiempo, Robert y yo seguimos en la casita del campus. En cierta ocasión, me fui a Michigan para ayudarla a deshacerse de la mayoría de las pertenencias de mi padre, y las dos lloramos. Dejé a Ingrid con Robert, y me dio la impresión de que cuidaba bien de ella, aunque a mí me preocupaba que pudiera olvidar dónde estaba o que la dejara pasear por fuera sola.
En otoño Robert se fue diez días a Francia: ahora le tocaba a él marcharse. Quería volver a ver sus fantásticos museos, dijo; no había vuelto a ir desde que era estudiante en la universidad. Regresó tan renovado y entusiasmado que pensé que el dinero invertido había valido la pena. Además, tenía una exposición muy importante en Chicago el próximo enero, a invitación de uno de sus antiguos profesores; todos fuimos hasta allí en avión, por unos precios exorbitantes, y durante uno o dos días vi como Robert acariciaba la fama.
En abril las flores que a Robert y a mí nos gustaban brotaron de nuevo en el campus. Me adentré en el bosque en busca de flores silvestres, y paseamos por los jardines de la universidad para que Ingrid pudiese ver los arriates en flor. A fin de mes me compré un test de embarazo en el supermercado y observé que aparecía una línea rosa en la ventana blanca ovalada. Me daba miedo decírselo a Robert, aunque habíamos acordado intentar tener otro hijo. Solía estar cansado o deprimido, pero mi noticia pareció alegrarle y sentí que la vida de Ingrid estaría completa. ¿Qué sentido tenía traer un solo hijo al mundo? Esta vez nos dijeron que era un niño, y le compré a Ingrid un muñeco para que lo cogiese en brazos y le cambiara los pañales. En diciembre volvimos a ir en coche a la maternidad. Alumbré al bebé con una especie de concentración intensa y eficaz, y nos llevamos a Oscar a casa. Tenía el pelo rubio y se parecía a mi madre, aunque Robert insistió en que se parecía más a la suya. Ambas madres vinieron a ayudar durante varias semanas (la mía estaba aún en Michigan), se alojaron en las habitaciones que a nuestros vecinos les sobraban y disfrutaron hablando de parecidos. De nuevo volvía a empujar el cochecito, y tenía los brazos y el regazo constantemente ocupados.
Tengo una imagen imborrable de Robert de la época en que nuestros hijos eran pequeños y vivíamos en la universidad. No sé con certeza por qué recuerdo tan bien ese período, salvo porque aquella época fue una especie de cima perfecta en nuestras vidas, aunque creo que fue también la época en que Robert empezó realmente a perder el control. Incluso alguien con quien has compartido habitación, a quien has visto desnudo a diario y sentado en el váter con la puerta entreabierta, con el tiempo puede desdibujarse y convertirse en un contorno.
Pero durante toda aquella época en que los niños eran pequeños y antes de que mamá viniese a vivir con nosotros, el contorno de Robert estuvo completamente lleno de color y textura. Tenía un grueso jersey marrón que llevaba casi a diario cuando hacía frío, y recuerdo sus hebras negras y castañas, vistas de cerca, y el resto de cosas que quedaban atrapadas en él: pelusa y serrín, ramitas, toda clase de trocitos procedentes de su estudio de la facultad, de sus paseos y excursiones para pintar al aire libre. Le compré ese jersey de segunda mano a poco de conocernos; estaba impecable, procedía de Irlanda, lo habían tejido unas manos fuertes y le duró muchísimos años; de hecho, duró más que nuestro matrimonio. El jersey llenaba mis brazos cuando él volvía a casa. Le rozaba las mangas al acariciarle los codos a Robert. Debajo del jersey llevaba una vieja camiseta de manga larga o un suéter holgado de cuello alto, siempre de un color que contrastara con el jersey: escarlata claro o verde oscuro, no necesariamente a juego, pero en cierto modo llamativo. Llevaba el pelo largo o corto; los rizos le llegaban más abajo del cuello del jersey o iba rapado, con los pelos tiesos en la nuca, pero el jersey era siempre el mismo.
En aquella época mi vida era principalmente táctil; me imagino que en la suya predominaban el color y la línea, de modo que el uno no podía percibir muy bien el mundo del otro, o él no acababa de sentir mi presencia. Me pasaba el día entero tocando los platos y cuencos limpios cuando los guardaba, las cabezas de los niños, viscosas por el champú en la bañera, la suavidad de sus caras y los granitos de sus traseros irritados por las cacas, los fideos calientes, el peso de la ropa húmeda cuando la metía en la secadora y los peldaños de ladrillo de la entrada cuando me sentaba a leer durante ocho minutos mientras justo a un paso de mí los niños jugaban en el césped recién salido, que aún pinchaba, y luego, cuando uno de los niños se caía, tocaba el césped y el barro y la rodilla rasguñada, y las pegajosas tiritas, y la mejilla húmeda, y mis tejanos, y el cordón suelto del zapato.
Cuando Robert volvía a casa después de sus clases, yo tocaba su jersey marrón y los desordenados mechones rizados de su pelo, su mentón con barba de tres días, sus bolsillos traseros y sus manos callosas. Lo observaba al coger a los niños en brazos y sólo con verlo sentía cómo su áspera piel rozaba las pieles delicadas de nuestros hijos, y lo mucho que eso les gustaba. En aquellos momentos me parecía que Robert estaba totalmente presente entre nosotros, y sus caricias eran buena prueba de ello. Si yo no estaba agotada tras la jornada, él me acariciaba para mantenerme despierta un rato más, y entonces yo alargaba la mano en busca de sus costados tersos y sin vello, del suave y tupido vello entre sus piernas y de sus pezones chatos, perfectos. Entonces parecía que él dejaba de mirarme y que, finalmente, entraba en mi mundo táctil, en ese espacio libre que había entre nosotros, hasta que estrechábamos la distancia con una familiaridad feroz, con una rutina liberadora. En aquella época siempre me sentía cubierta de secreciones: gotas de leche, el chorro de pipí en mi cuello cuando le cambiaba los pañales a Oscar demasiado pronto, la espuma entre mis muslos, la saliva en mi mejilla.