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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (26 page)

BOOK: El hombre del rey
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—Pero Juan es tan… —empecé a decir.

—El príncipe Juan es el hombre que será rey —me interrumpió sir Nicholas, mirándome con intensidad a los ojos como si deseara que yo comprendiera su actitud, tal vez incluso que la perdonara, y para que enderezara mi vida siguiendo sus huellas—. Piénsalo —dijo—. Medita un poco sobre tu posición en este momento. He oído decir que traicionaste a tu señor en la inquisición de la iglesia del Temple. Que fue tu testimonio el que decidió que fuera declarado culpable. ¿Es cierto?

Enrojecí de vergüenza.

—Es cierto —murmuré. En esta ocasión fui yo quien no pudo sostener su mirada.

—No te culpo —dijo—. Me han dicho que estabas bajo juramento; un juramento ante Dios y la Virgen le obliga a uno a decir la verdad y toda la verdad, ¿no es cierto? ¿Cómo podías haber actuado de otro modo? No, no te culpo…, te comportaste como debe hacerlo un buen cristiano. Y por tanto, como he dicho,
yo
no te culpo…, pero el proscrito conde de Locksley sin duda sí que va a hacerlo.

»Y, por lo que sé de la reputación del conde —siguió diciendo—, estoy seguro de que va a intentar vengarse de ti. No es hombre que permita que uno de sus servidores le traicione, sin devolver el golpe. Querrá hacer contigo un escarmiento sonado. ¿No estoy en lo cierto?

—Lo has descrito a la perfección —dije.

—Entonces, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Volver a Westbury para supervisar a tus arrendatarios y recaudar tus rentas, y esperar a que su venganza caiga sobre ti? ¿O buscarte amigos nuevos y más poderosos? Tal como yo lo veo, no tienes opción. Debes ir a ver al príncipe Juan a Nottingham y jurarle fidelidad tan pronto como puedas.

No dije nada. Su lógica era inflexible. Sir Nicholas hizo una seña al tabernero de que trajera otra jarra de vino del Rin. Me di cuenta entonces de que la anterior estaba vacía, y que él se había bebido la mayor parte.

—Vamos, Alan… El príncipe Juan no es un monstruo. No es mal hombre, sólo un poco soberbio, y de eso debes culpar a su linaje y a su alta cuna. Es hijo de un rey, y él mismo será rey. Créeme, sabe recompensar a quien le sirve con lealtad. Nunca le has ofendido personalmente, ¿verdad?

Sacudí la cabeza. No lo había hecho. Había sido humillado por él en una ocasión, pero nunca había devuelto el golpe, en realidad porque nunca tuve la oportunidad de hacerlo. Dudaba incluso de que él recordara mi nombre.

—Ve a verle, arrodíllate ante él —me apremió sir Nicholas—. Humíllate delante del próximo rey de Inglaterra, y estarás a salvo de la ira del conde. Más aún, prosperarás y reunirás riquezas y honores en esta vida.

No pude decir nada contra sus argumentos.

—Le enviaré un mensaje antes de que vayas, y le diré que tienes mi bendición. Vamos, dime que aceptarás entrar al servicio del príncipe Juan y yo te allanaré el camino. Serás recibido por el próximo rey. Vamos, hombre… Di que le servirás. ¡Dime que lo harás!

Miré sus ojos turbios, que ahora relucían con un fervor verdoso que nunca antes le había visto.

—Lo haré —dije.

♦ ♦ ♦

Cuando salimos de la taberna, me di cuenta de que había bebido demasiado vino, pero ni mucho menos tanto como sir Nicholas. Hacía mucho que había pasado la hora del toque de queda, y las calles estaban silenciosas y desiertas. Después de dar mi conformidad a regañadientes a su propuesta de unirme al príncipe Juan, Nicholas había insistido en que siguiéramos bebiendo, y la conversación había pasado a temas más agradables. Era ya pasada la medianoche cuando salimos tambaleantes de la taberna a la calle, y mientras el soñoliento tabernero cerraba y atrancaba la puerta a nuestra espalda, quejándose de los clientes que le tenían fuera de su cama calentita, Nicholas dijo algo acerca de aliviarse y se arrimó a la esquina, donde empezó a mear como un corcel de batalla.

Yo me quedé mirando el cielo estrellado y la brillante luna llena colgada como un queso fresco encima de los tejados. Tarareé algo para mí mismo, mientras esperaba que sir Nicholas acabase su asunto; sentía la cabeza ligera, pero disfrutaba de la sensación del aire fresco en mi rostro. Una hermosa noche…

Y de pronto me di cuenta de que no estaba solo. Vi tal vez una docena de figuras que se movían amenazadoras en la penumbra del otro lado de la calle, a unos veinte metros de distancia; sombras grises contra el fondo negro, y el reflejo frío de hojas de acero desnudas a la luz de la luna.

Fue una suerte que llevara mi espada, a pesar de que no contaba con más protección para mi cuerpo que una túnica y una capa corta. Con un rápido movimiento desenvainé mi arma y me dispuse a vender mi vida tan cara como me fuera posible. En esta proporción, fue lo único que tuve tiempo de pensar: «Soy hombre muerto».

Una serpiente de hielo se deslizó por mis entrañas, y me di cuenta de que tenía miedo. La pandilla oscura avanzaba ahora con rapidez. Se acercaban sin ruido, desplegados en semicírculo para envolverme, rodearme y acuchillarme, pero yo ya me estaba moviendo hacia mi izquierda, arrimado a la pared de la taberna para forzar a los hombres que se acercaban a amontonarse y cambiar su táctica. Conté once y desistí de seguir contando, pero me di cuenta de que eran demasiados para luchar contra un hombre solo con eficiencia… Pero ¿quién necesitaba eficiencia? Aunque yo consiguiera abatir a tres o cuatro de ellos, no les faltaban hombres para cubrir las bajas.

En medio del grupo, claramente visible a la luz de la luna llena, distinguí la silueta amenazadora de Tom, el hombre con el que me había peleado en mi última visita a aquella maldita madriguera de borrachos. Estaba claro que no había olvidado ni perdonado nuestra trifulca. No cruzamos palabras, ni era necesario decir nada. Era evidente que Tom quería vengarse de la paliza que recibió… Y en esta ocasión venía armado con una espada y había invitado a todos sus amigos a la fiesta.

Di un paso adelante, y me coloqué en posición con la guardia alta: mi espada larga vertical en la mano derecha, con la empuñadura frente a mi rostro y la punta señalando el cielo tachonado de estrellas; tenía la misericordia abajo y a un lado, en la mano izquierda. Y esperé su ataque.

Fue Tom quien comenzó aquel baile mortal, con un poderoso tajo dirigido a mi cabeza; aquello fue la señal para que todos sus colegas se abalanzaran sobre mí. Yo paré el golpe de Tom con un barrido semicircular de mi espada, que apartó su arma abajo y a un lado, y habría seguido con una estocada a fondo con la misericordia, pero a mi izquierda un hombre amagó un hachazo hacia mis piernas, y me vi obligado a saltar para poner a salvo mis tobillos. A partir de ese momento, todo se redujo a una confusión sangrienta. Las espadas tajaban, cortaban y punteaban en mi dirección desde tres lados, y yo me movía tan deprisa como podía, parando, bloqueando, esquivando, rechazando, y golpeando con todas mis fuerzas para seguir con vida. Recibí un corte de un cuchillo en las costillas desprotegidas de mi costado izquierdo magullado, pero conseguí derribar a un hombre con una puntada de la daga en el vientre y, cuando se echó atrás gritando, amputé limpiamente la mano de otro hombre con un tajo de mi espada en su muñeca. Pero estaba en un grave apuro…, y lo sabía.

Una hoja surgió de ninguna parte y me hirió en la mejilla antes de que pudiera bloquearla; me pregunté cuánto tiempo más podría mantener a raya a aquella cuadrilla. Tenía ensangrentados el rostro y el costado izquierdo, y tuve la sensación de que la duración del resto de mi vida iba a medirse por el tiempo que tarda una hoja en caer del árbol al suelo. En ese momento, mientras me agachaba para esquivar el tajo de una espada, vi de reojo un rostro congestionado sobre una sobreveste oscura, y el relampagueo de una hoja plateada: sir Nicholas cargaba contra el pelotón de hombres desde mi derecha.

Mi amigo no hizo más ruido que el de los golpes blandos de su espada al tajar la carne del grupo de hombres que me rodeaba. Su primer tajo decapitó a un atacante, y luego se abrió camino hasta mi posición dejando a su paso una estela de hombres mutilados que gemían. Tajo, estocada, giro, parada, estocada. Era un espectáculo sobrecogedor, y casi deseé echarme a un lado y admirar a placer la formidable técnica del otrora caballero hospitalario mientras desbarataba a la cuadrilla con una eficiencia despiadada. Despachó a un asaltante con la gracia de un bailarín, atravesando con su espada el vientre del hombre, e inmediatamente retiró la hoja y tajó la pierna de otro con un golpe por abajo. Salí de mi ensueño justo a tiempo para bloquear otro golpe salvaje de espada del fornido Tom. Pero esta vez conseguí clavar la punta de la misericordia en la parte alta de su muslo, y seguí con un golpe lateral de la espada en dirección a su cintura que lo derribó en el suelo. Y entonces todos echaron a correr. Bueno, todos los que aún podían correr. Media docena de cuerpos alfombraban la calle sucia de barro y de sangre, incluido el de Tom, que gemía e intentaba sujetarse la pierna herida.

Sir Nicholas dejó descansar la punta de su espada en el suelo y se apoyó en ella un instante. Su respiración era profunda, sin jadeos. Yo me dirigí al lugar donde Tom intentaba incorporarse, y de un puntapié lo hice caer de espaldas boca arriba. Empujé su arma fuera de su alcance, puse mi rodilla y todo el peso de mi cuerpo sobre su pecho, y la punta de la misericordia bajo su barbilla.

—¿Quién te ha enviado? —le pregunté, mientras la sangre de mi mejilla herida goteaba desde mi barbilla sobre su sucia cara vuelta hacia mí—. ¿Quién te ordenó matarme?

—¡Dios te maldiga! —gritó, y me miró con unos ojos abiertos de par en par y doloridos, al tiempo que me escupía. Me eché atrás para limpiarme el esputo de la mandíbula, y en ese momento apareció la punta de una espada, cruzó por delante de mi pecho y lanzó un tajo al cuello de Tom, seccionando la arteria y salpicándome a mí de sangre. El hombre se agarró el cuello rojo y húmedo con las dos manos y me miró con ojos desorbitados; en los breves instantes que tardé en apartarme del borbotón de sangre y envainar mi misericordia, quedó inmóvil, silenciado para siempre.

Me volví a mirar más allá de la longitud de la espada de sir Nicholas, con una pregunta en la mirada.

—Ha sido por su insolencia —dijo mi noble amigo—. Te escupió, te maldijo… Y no he querido consentir que un patán como éste faltara al respeto a un hombre que luchó tan bien por la cristiandad.

No dije nada durante un momento, porque un sinfín de emociones contradictorias se agolparon en mi mente. Me contrariaba no haber podido sonsacar más información a Tom, y sin embargo debía la vida al hombre delgado y letal que se alzaba delante de mí. De no haberme ayudado, yo estaría tan muerto como el hombrón que ahora yacía a un lado en un charco de su precioso fluido vital. Así pues, me puse en pie dolorido, me sequé la sangre que resbalaba por mi cara con la manga, y di las gracias a sir Nicholas desde el fondo de mi corazón por haber acudido en mi ayuda.

—No ha sido nada, amigo mío —dijo—. Si no hubiera bebido tanto vino, habría sido un tanto más rápido. ¿Estás herido?

Mis heridas, por fortuna, no eran graves. El corte en mi costado izquierdo, que atravesaba directamente el gran moretón purpúreo y amarillento del lugar en donde me había pateado el ogro, era poco profundo y de sólo ocho centímetros de largo. Hanno lo suturaría por la mañana. Sir Nicholas, después de examinar mi mejilla, me dijo que no tenía que preocuparme por la profusión de sangre. Luego me dio una palmada en el hombro, y me dijo que me quedaría una bonita cicatriz como recuerdo de la pelea. Lo cierto es que Dios y los santos siempre han velado por mí en la batalla…, aunque también podría decirse que es el diablo quien me protege.

De modo que sir Nicholas y yo dejamos siete cadáveres tendidos en la calle para que la ronda de noche los encontrara y diera sepultura, o bien para que se los comieran los cerdos que rondaban por los alrededores (no me importaba si sucedía una cosa o la otra), y nos dirigimos hacia Westminster Hall, en busca de los jergones que nos esperaban.

♦ ♦ ♦

A mediodía del día siguiente, Hanno y yo partimos hacia Nottingham para visitar al príncipe Juan. Habíamos llegado tan sólo a Charing cuando vi acercarse al trote a un grupo de jinetes. El corazón me dio un vuelco, pues enseguida me di cuenta de que se trataba de Marian, acompañada por otra mujer, un clérigo y doce hombres de armas con la librea rojo y oro de la reina Leonor. La calle se estrechaba en aquel punto, de modo que Hanno y yo echamos nuestros caballos a un lado para dejar pasar al grupo. No saludé a nadie; de hecho, clavé la mirada en el morro gris de
Fantasma
con la intención de que mi mirada no se cruzara con la de la condesa de Locksley, y sólo les vi pasar con el rabillo del ojo.

No tenía de qué preocuparme. Marian, con una altivez digna de una reina, pasó en su caballo a mi lado con la cabeza erguida y los ojos mirando al frente, sin dedicarme ni una simple ojeada. La mujer que cabalgaba a su lado era Godifa, y no pude evitar darme cuenta de que estaba espectacularmente guapa. Su cabello, bajo una sencilla cofia blanca, brillaba como el oro, su cuello era largo y fino, y mantenía la barbilla en alto en una postura que realzaba la línea de su mandíbula y la elegancia de sus pómulos. Tampoco ella se dignó mirarme. Pero el clérigo, era Tuck, por supuesto, tiró de las riendas al llegar a mi altura, detuvo su montura y me dirigió un saludo alegre. Los hombres de armas que venían detrás se vieron obligados a rodear con sus caballos al monje detenido en medio del camino, para no perder el contacto con las mujeres a las que escoltaban.

—¡Alan! —aulló Tuck, aunque estábamos apenas a un par de metros el uno del otro—. ¡Bienvenido, por Dios Todopoderoso! Ya veo que estás de vuelta de tierras alemanas. Y he oído que tu misión fue un éxito. ¡Bien hecho! Has servido bien al rey. Pero… ¿qué le ha pasado a tu cara?

Levanté una mano hasta el corte recién cosido de mi mejilla, y estaba a punto de responder a mi viejo amigo cuando me interrumpió la condesa de Locksley, que había detenido su montura unos metros más allá. No se dirigió a mí, sino que se volvió sobre la grupa de su caballo para dirigirse a su confesor.

—Padre Tuck —dijo en voz alta e imperiosa—, no perdáis el tiempo con maleantes callejeros y traidores. Atendedme a mí. Venid aquí, os quiero a mi lado ahora mismo.

Tuck se encogió de hombros, me dirigió una media sonrisa de disculpa y su cara redonda se retorció en una mueca de disgusto, pero hizo lo que se le ordenaba y espoleó su caballo hasta colocarse a la altura de su señora.

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