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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (24 page)

BOOK: El hombre del rey
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—Ay, señor abad, vuestro rey está acusado de cargos muy graves…, de haberse conjurado en secreto con ese diablo, Saladino, traicionando la Gran Peregrinación, y también de haber dado orden de matar a nuestro primo Conrado de Monferrato en Acre, el año pasado. Me temo que vuestro noble rey Ricardo deberá responder de esos cargos antes de que podamos permitirle marchar libre.

Los cargos eran burdas falsedades, ridículas incluso. El emperador sólo buscaba un pretexto legal que le permitiera mantener a nuestro soberano en su poder.

—Debo suplicaros que lo reconsideréis —dijo Robertsbridge—. La prisión del rey de Inglaterra entra en contravención directa del decreto de su santidad el papa sobre la inmunidad de quienes regresan de la Gran Peregrinación.

Enrique intentó parecer genuinamente preocupado por la dificultad de conciliar las acusaciones trufadas contra Ricardo y el decreto del papa: arrugó la frente y se rascó la cabeza. Frunció el entrecejo, se acarició la barbilla y simuló estar sumido en pensamientos profundos. Luego sonrió, radiante. De haber sido un cómico de la legua en lugar del señor de media Europa, con toda seguridad se habría muerto de hambre.

—Desearía sinceramente dejar al noble rey Ricardo en vuestras manos, sinceramente lo desearía, pero ay, temo que me es imposible hacerlo. Los graves cargos que se le imputan han de ser respondidos. Hasta el momento en que podamos investigar esos presuntos crímenes, el rey de Inglaterra permanecerá a mi lado; no como prisionero, sino como huésped honrado, alojado con todas las comodidades y con todas las garantías de seguridad. —Contento de sí mismo como un idiota de pueblo, el emperador prosiguió—: Y por mi parte siento grandes deseos de pasar el tiempo a su lado en las próximas semanas. Tengo entendido que él y yo compartimos el amor por la poesía y la música. Pues bien, tocaremos música los dos juntos mientras sea mi huésped. —En ese punto, sus ojos penetrantes me buscaron—. Tocaremos música
de día
, por supuesto —añadió, y pareció dirigirse a mí en particular—, en una sala, de forma civilizada. Y no fuera de las murallas y en la oscuridad de la noche, como ladrones comunes.

Sin embargo, Robertsbridge no había llegado a ser un obispo grande y poderoso por casualidad; sus huesos eran de hierro forjado.

—En ese caso, mi señor, en nuestra calidad de amigos y consejeros en los que él confía, nos quedaremos junto a nuestro rey, y con vuestra venia y licencia estaremos atentos a su comodidad y a su seguridad hasta que esta cuestión quede satisfactoriamente resuelta…, a menos que tengáis alguna objeción…

—Desde luego que no, mi señor abad. Vos y vuestros hombres sois bienvenidos a mi corte. Muy bienvenidos. ¡Ahora, sigamos con el banquete!

No había nada mejor que hacer que unirnos a la celebración.

♦ ♦ ♦

Pasamos la noche en vela. Después de que acabara el festín, y ya de vuelta a nuestros alojamientos, los obispos se dedicaron a dictar muchas cartas a hombres, y mujeres, importantes de Inglaterra y de Normandía, mientras Hanno y yo empaquetábamos nuestro equipaje, limpiábamos nuestras espadas y armaduras, y nos preparábamos para el largo viaje de regreso a casa con aquellas preciosas noticias.

Nos disponíamos a dejar a los abades y a sus monjes con el rey Ricardo, y a dirigir nuestros pasos hacia
El Cuervo
, que nos llevaría aguas abajo por el Meno y el Rin hasta el mar del Norte, y de allí a Inglaterra. Las cartas que llevábamos con nosotros eran de una importancia vital; en efecto, se nos confiaba con ellas la suerte de Ricardo, porque esas cartas eran su única conexión con sus partidarios en Inglaterra. Sin duda los sicarios del príncipe Juan no se detendrían ante nada en sus esfuerzos por impedir que aquellas cartas llegaran a su destino. Con todo, yo confiaba en que, con Hanno a mi lado y un metro de acero en la mano, seríamos capaces de mantenerlos a raya. En estas circunstancias, me dije a mí mismo, huir hasta llegar a la seguridad de Inglaterra no sería un acto vergonzoso.

♦ ♦ ♦

Después de despedirnos con cariño de los abades junto a la puerta de la barbacana de Ochsenfurt, Hanno y yo nos echamos al hombro nuestros sacos y nos adentramos en el sendero junto al río, en dirección al muelle de Tuckelhausen en el que habíamos dejado
El Cuervo
dos días antes. Debo admitir que me sentía agotado después de dos noches sin dormir, y de los dramáticos sucesos ocurridos desde que atracamos en el desvencijado muelle del monasterio. Pero estaba eufórico por nuestro éxito. ¡Qué historia iba a contar a Perkin! Habíamos concluido nuestra misión; habíamos encontrado al rey y conseguido que su vida estuviera un poco más segura y su persona más cómoda…, al menos por el momento. Pronto toda Europa conocería su paradero; todo saldría a la luz, y el riesgo de un acuerdo solapado y deshonroso entre sus enemigos sería mucho menor. A pesar de mi cansancio, me sentía feliz; embriagado por el resplandor de nuestro éxito, estaba deseando contar a Perkin todas mis aventuras, cómo canté con el rey y luché con los dos asesinos, seguro que aquello le impresionaría, y cómo dimos con Ricardo gracias a la habilidad de Hanno; luego me acurrucaría en el camarote de popa debajo de una manta y dormiría el sueño de los justos, mientras Adam y él tripulaban la gran barcaza negra de vela río abajo hacia el hogar.

Fue mi compañero bávaro, con sus ojos penetrantes, el primero en ver una delgada columna de humo negro que se alzaba hacia el cielo gris nuboso, apenas un hilo. Cuando le presté atención, murmuré algo sobre una fogata de algún campesino de los contornos, con mi mente dividida entre la idea de volver a casa y la necesidad, dado mi agotamiento, de concentrarme en poner un pie delante de otro. Pero al acercarnos, el hilo de humo se espesó, creció y se hizo más negro, hasta que los dos supimos que nos esperaba un desastre. Hanno y yo echamos a correr al mismo tiempo por el camino del muelle, tan deprisa como podíamos hacerlo bajo el peso de nuestros pesados sacos. La columna de humo se había vuelto negra y maligna, y se retorcía en el cielo como una serpiente gruesa, tenebrosa como un pecado y moteada por chispas anaranjadas que danzaban en una espiral ascendente.

Después de una última revuelta del sendero, nos dimos de bruces con la catástrofe.
El Cuervo
ardía de proa a popa, y su carga de troncos era el combustible perfecto para el holocausto. El calor de las llamas era feroz, y no pudimos acercarnos más que a una docena de metros del barco incendiado. Pero pude distinguir a través del humo y de las llamas el cuerpo de un hombre, acuchillado varias veces y tendido en un charco de sangre hirviente en la proa de la barcaza; sus cabellos rubios se rizaban y ennegrecían en aquel horno, y llegó hasta mí el hedor de la carne quemada. Era Adam. Su rostro estaba vuelto hacia mí, y sus ojos azules de marino no miraban ya a ninguna parte. Me santigüé y empecé a musitar el avemaría una y otra vez para mí mismo entre dientes… Porque el cadáver de Adam no era el peor espectáculo que se ofreció a nuestros ojos aquella maldita mañana: en el muelle de madera, frente al barco que ardía, había algo mucho peor.

Por entre los flecos de humo negro, vi los brazos, las piernas y el torso de un hombre joven, y a un metro de distancia más o menos su cabeza: una cabeza chata y pelirroja. No había sido cortada por una hoja; del cuello sobresalían piltrafas de tejido, ligamentos, venas, y la punta blanca y aguzada de la tráquea, en tanto que la piel del cuello estaba retorcida y colgaba flácida. La cabeza de Perkin había sido arrancada por unas manos inmensamente poderosas, como se arranca la cabeza a un pollo. Sentí la bilis agolparse en mi garganta, pero me esforcé en reprimir el vómito. La rabia me consumía; no me cabía duda de quién había perpetrado aquel crimen.

Hanno, que empezó a estudiar el suelo pisoteado más allá del velo acre del humo, confirmó muy pronto mi opinión.

—Han sido ellos —dijo, sencillamente. Y me señaló dos series de huellas, una de un pie largo y estrecho, la otra grande y ancha, como la huella de la garra de una bestia enorme.

Imaginé a los asesinos tal como los había visto por primera vez, a la luz de la fogata de Ralph Murdac, y me di cuenta de que casi estaba llorando de furia por lo que habían hecho a mis amigos. Tenía la espada en mi mano y sentí un deseo casi irresistible de matar, de tajar y machacar; de blandir mi arma contra aquellos dos monstruos en nombre de la justicia.

—No hace mucho que se han marchado —dijo Hanno. Me miraba con ojos interrogadores, furiosos—. Tenemos que atraparlos. Vamos, Alan, puedo seguir su rastro. No nos llevan tanta ventaja, ¡vamos ahora mismo tras ellos!

Y yo no quería otra cosa que hacer eso mismo. Dios allá arriba sabía lo mucho que me habría gustado soltar el saco que llevaba al hombro, arrojarlo lejos y correr detrás de aquellas criaturas malvadas y monstruosas hasta hacerlas pedazos. La resolución que tomé a continuación fue una de las más difíciles que me he visto obligado a tomar en mi vida.

—No, Hanno —balbuceé. Y me di cuenta de que respiraba con dificultad, y jadeaba—. Tenemos que asegurarnos de que estas cartas son entregadas. Si los persiguiéramos, como sinceramente ruego a Dios y a todos los santos poder hacer algún día, uno de los dos podría resultar herido y disminuir de ese modo nuestras posibilidades de llevar estas preciosas noticias a Inglaterra.

Hanno me miró, desconcertado. Luego, muy despacio, inclinó su cabeza redonda y rapada.

—Es tu deber, ¿no?

—Sí —suspiré—. Es mi deber. Pero juro ahora, delante de ti, amigo mío, que me vengaré de esos monstruos antes de irme de este mundo. Lo juro en nombre de la Virgen, e invoco a san Miguel, el santo guerrero, para que sea testigo de mi juramento. Tú me has oído, ellos me han oído, y ahora hemos de irnos de aquí tan deprisa como podamos. Necesitamos un bote. Cualquier clase de bote servirá.

Por segunda vez en pocos días, estaba huyendo de un encuentro con aquellos dos monstruosos bastardos. En nombre del deber hacia mi rey, sacrificaba mi honor personal. Pero me sentí un poco mejor después de mi juramento de vengarme; tal vez no del todo a gusto, pero más tranquilo. Nos encontraríamos algún día: estaba seguro. Y no cejaría en el empeño hasta devolverles tajo por tajo. Pero mientras tanto lo que necesitábamos, lo que yo rezaba por encontrar, era un bote…

Y pareció que Dios escuchaba mis súplicas. Poco después, mientras yo estaba arrodillado al lado de Perkin, componiendo sus miembros inertes y colocando su pobre cabeza tan próxima al cuerpo como me fue posible, con los ojos irritados por el humo y casi sin poder respirar, Hanno me informó de que a diez metros del muelle humeante y manchado de sangre había encontrado un bote oculto entre los juncos: un esquife algo maltrecho, pero lo bastante grande para transportar a dos hombres carga dos con un equipaje pesado.

—Debe de pertenecer al monje que atiende el muelle —dijo Hanno. Las palabras de mi amigo plantearon otra pregunta: ¿dónde estaba el malhumorado canónigo premonstratense?

Lo encontramos poco después, sentado detrás de la cabaña que usaba como refugio, con la boca abierta de par en par y lo que parecía una macabra sonrisa bajo la barbilla: le habían cortado la garganta de oreja a oreja. Miré el cuerpo de aquel hombre, la pechera de su hábito blanco manchada de escarlata por su sangre, y me invadió un terrible cansancio. Había presenciado tantas muertes…, demasiadas muertes. ¿Cuándo acabaría la maldad del hombre? ¿Por qué permitía Dios que sus servidores fueran asesinados por hombres que eran con toda certeza esputos del diablo? No pude encontrar respuesta. Sólo pude repetir mi juramento a san Miguel de que vengaría aquellos actos horrendos.

Hanno y yo dejamos a los muertos donde estaban, confiando en que los monjes de Tuckelhausen los enterrarían y dirían una misa por sus almas, y preparamos el esquife. Colocamos los sacos con nuestro equipaje en el centro de la embarcación, empuñamos las dos palas que encontramos en el pantoque, y partimos río abajo, remando despacio y con vigor, y dejando que la lenta corriente se encargara de la mayor parte del trabajo.

♦ ♦ ♦

Pasé el resto de aquel día sumido en el estupor, con la cabeza hundida en mi pecho mientras mis músculos hacían funcionar de forma más o menos automática la pala, a pesar de que mis magulladas costillas llenaban de un dolor punzante todo mi costado izquierdo a cada palada. Pero con la ayuda de Dios, y con el esfuerzo incansable de Hanno, llegamos a Wurzburgo la misma tarde. Y mientras yo me tambaleaba, magullado y exhausto, Hanno arregló las cosas para que pudiéramos ocupar unos jergones en el asilo de peregrinos de la catedral. Me quedé dormido en cuanto mi cabeza tocó la paja húmeda del mísero jergón.

Dormí durante dos días, despierto sólo a ratos para atender a las necesidades naturales y sorber un poco de la sopa que Hanno me traía. Estaba agotado, tocado en cuerpo y alma por aquella dramática sucesión de acontecimientos. Y mis costillas me dolían más que nunca. Pero aunque yo descansaba, Hanno no lo hacía. A la mañana del tercer día, me presentó a un bribón sonriente, con una enorme cicatriz, llamado Dolph, que por la principesca suma de cinco chelines estaba dispuesto a llevarnos en su galera mercante hasta Utrecht. Era un precio exorbitante para un viaje así, pero yo tenía el dinero preciso (después de todo, era la reina Leonor la que pagaba), y aunque aquel hombre tenía todo el aspecto de un pirata, Hanno al parecer confiaba en él. Nunca llegué a averiguar si Dolph era en realidad un pirata de río, pero sí descubrí que era un hombre de palabra. Mientras yo dormía la mayor parte del viaje y cuidaba mis costillas heridas, Dolph nos condujo en silencio y eficientemente por los ríos Meno y Rin y, siete días más tarde, con un gesto alegre y un apretón de manos, nos depositó a Hanno y a mí, con nuestros preciosos sacos, en el puerto de Utrecht.

Tres días más tarde, me encontraba con las ropas aún manchadas de sal en una cámara privada del palacio de Westminster, cara a cara con la venerable madre del rey, la reina Leonor de Aquitania.

Capítulo XI

L
a reina tenía el mismo aspecto encantador de siempre. Vestía un brial de color borgoña, y llevaba mi discreto collar de perlas. Su pelo de color caoba había sido recogido cuidadosamente en una red dorada. Pero al mirarla más de cerca, me di cuenta de que sus facciones finas estaban un poco ajadas por el pesar, y por primera vez empecé a advertir su verdadera edad en las líneas de su rostro aún hermoso. Su recibimiento fue mucho más cálido de lo que esperaba, después de la fría despedida tras el juicio de Robin; se levantó de su sitial de respaldo alto para abrazarme, ordenó a un sirviente que trajera vino y me preguntó por mi salud de la manera más considerada.

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