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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (28 page)

Era un hombre de pocos alcances, de cabellos tan rubios como los de Goody y con una barba poblada que le oscurecía el rostro, y al parecer tan orgulloso como Satanás. Y yo lo aplaudí en silencio, en lo profundo de mi corazón, por preferir luchar antes que permitir que su poderoso vecino se quedara sin más con parte de las tierras de sus antepasados.

En el recinto exterior del castillo, dentro de la larga estacada de troncos que rodeaba toda la fortificación, pero fuera de los muros de piedra de la fortaleza, se delimitó un área cuadrada de unos 18 metros de lado. La base de roca del castillo de Nottingham tenía la forma de un bebé en pañales, con un recinto superior circular (la cabeza del niño) y un recinto medio algo más grande y de forma oval (el cuerpo envuelto en pañales), conectado al anterior y orientado hacia el norte. Tanto el recinto superior como el medio estaban construidos sobre un enorme promontorio de piedra arenisca, la mayor elevación en varios kilómetros a la redonda, y contaban con muros de granito en los que se intercalaban, cada cincuenta pasos más o menos, torres de planta cuadrada más altas, que reforzaban la defensa. Entre los recintos superior y medio, y conectada con ambos, se alzaba la gran torre, una construcción cuadrada de piedra, muy alta, que era el último reducto de los defensores de Nottingham, el refugio final en caso de asedio si todo había ido mal. En los costados este y norte del castillo, se extendía una amplia explanada llamada recinto exterior, llena de puestos de mercaderes, cuadras y establos, talleres, casas de comidas y algunos pabellones para invitados. Además, junto a un pozo profundo, se había construido recientemente una destilería en la que se fabricaba cerveza para el consumo de todo el castillo. El recinto exterior estaba protegido por una empalizada de siete metros de alto hecha de troncos y tierra apisonada: la primera línea de defensa del castillo.

El área acordonada para servir de liza quedaba al noroeste de la construcción de piedra del castillo, y en torno a ella se apiñaban los habitantes del castillo y la gente que venía del animado mercado de la ciudad, que quedaba fuera de las murallas y hacia el este: mi antiguo territorio de caza en mis días de cortabolsas muerto de hambre.

La multitud se agolpaba en los cuatro lados de la liza, y había ya un hormigueo de excitación ante la inminente pelea. Los combatientes debían ir armados con espada y escudo, y yo sospeché que Wulfstan había creído que iba a luchar contra el propio príncipe Juan. De ser así, se llevó un chasco porque Juan, por supuesto, delegó el honor en un campeón para que luchara por él. Confieso que, cuando vi quién era el campeón, hube de esforzarme en disimular mi inquietud. Y cuando vi a su gigantesco compañero, busqué instintivamente la empuñadura de mi espada.

El hombre que iba a combatir con Wulfstan era el espadachín alto y flaco que me atacó delante de los muros de Ochsenfurt. Su compañero con aspecto de ogro custodiaba a Wulfstan con una mano maciza sujetándolo blandamente por la nuca, como si estuviera tomando medidas.

Hice una seña a un caballero que estaba a mi lado, y señalando a aquellos dos grotescos asesinos, le pregunté:

—¿Quiénes son esos hombres?

—¿No habéis tenido aún el placer de serles presentado? —me dijo, con una sonrisa no del todo amistosa—. El alto se llama Rix —continuó—. Es el espadachín más hábil que jamás hayáis visto. Su amigo gigantesco es Milo…, y como podéis juzgar por vos mismo, no es del todo humano.

—¿Sirven al príncipe? —pregunté, aunque ya conocía la respuesta.

—Matan gente para él —fue la escueta respuesta del caballero. Y no dijo una palabra más sobre el tema.

A una señal del príncipe Juan, Milo soltó a Wulfstan y le dio un pequeño empujón que lo envió tambaleante hasta el centro del espacio cuadrado acordonado, de tierra apisonada. El campesino se irguió, hizo girar los hombros, apretó los puños para soltar los músculos y se anudó con una tira de cuero sus largos y espesos cabellos rubios a la altura de la nuca. Era un hombre de unos treinta años, según me pareció, de estatura mediana y tórax voluminoso y fuerte por los largos días de trabajo en los campos. Wulfstan se dirigió al extremo más alejado de la liza, donde le esperaban una espada de un metro de largo con empuñadura de madera forrada de cuero y una guarda robusta de cerca de dos centímetros de grosor, y un escudo en forma de cometa. Eran las armas habituales de cualquier hombre de armas ordinario en Inglaterra; similares a las que colgaban a la espalda o de la cintura de las dos docenas de soldados que rodeaban la liza cuadrada en aquel mismo momento. Yo mismo llevaba armas muy parecidas.

Luego entró Rix en la liza, pasando sus largas piernas de cigüeña por encima del cordón. Iba vestido con una túnica casera de color pajizo, sujeta con un cinturón del que colgaba al costado izquierdo su espada larga, en la vaina. Iba sin casco, y con los cabellos castaños rapados muy cortos en la frente y afeitados en la nuca hasta más arriba de las orejas, en un estilo anticuado que habría sido más propio de un normando de la época de sus tatarabuelos, alguno de los hombres de Guillermo el Bastardo. Su cara, como su cuerpo, era larga y flaca, y parecía enteramente tranquilo, como un hombre que va a su quehacer diario, y no uno que está a punto de empeñarse en un combate mortal para decidir el Juicio de Dios.

Rix tiró del escudo que llevaba colgado a la espalda y pasó el brazo izquierdo por las asas. Luego desenvainó su espada. De nuevo atrajo mi atención lo hermosa que era la hoja: algo más delgada que la de una espada normal, elegantemente acabada en una punta fina como la de una aguja, y grabada con pequeñas letras doradas a lo largo de la acanaladura central del lomo de la hoja. Desde donde yo estaba, era imposible descifrar lo escrito. El magnífico zafiro azul, engastado en un grueso anillo de plata en el pomo, resplandecía a la luz de aquel soleado día de primavera. Era una espada digna de un rey, de un emperador incluso, y me pregunté dónde la había conseguido. Sin duda de algún noble al que había matado. Yo la quería. Codiciaba aquella espada. La deseaba tanto que me dolía el corazón al pensar en ella.

Pero no había tiempo para esos pensamientos envidiosos. El príncipe Juan, que estaba sentado en un sitial de respaldo alto en el centro del lado norte de la liza y rodeado por sus amigos más íntimos, hizo un gesto amanerado con la mano, y Rix y Wulfstan fueron a colocarse delante de él. El rubio sajón miraba a su oponente con una pizca de recelo. Hacía bien en temerlo, pensé. De pie en el costado este de la liza, veía a los dos hombres de perfil, y me di cuenta de que Rix le sacaba toda la cabeza a su adversario, aunque debido a su delgadez me pareció que Wulfstan debía de pesar un poco más. Los dos hombres declararon solemnemente que no habían comido ese día, y que no ocultaban ningún encantamiento de brujería ni amuleto mágico en sus cuerpos que les dieran una ventaja desleal en la pelea. Wulfstan declaró luego en voz alta que luchaba por conservar sus tierras, las tierras que habían pertenecido a su padre y antes al padre de su padre, y que invocaba a Dios Todopoderoso, a Jesucristo y a todos los santos para que le ayudaran en este trance y probaran de una vez para siempre que su causa era justa.

Y, de inmediato, empezó el combate.

Wulfstan no perdió el tiempo. Cargó contra Rix con un aullido salvaje y empezó a asestar al hombre más alto una lluvia de golpes, manejando con toda su fuerza su poderoso brazo derecho y dirigiendo profundas estocadas a la cabeza y los hombros de su adversario. Rix esquivó sus ataques sin apuros, bloqueándolos con su espada o apartándolos a un lado con el escudo, al tiempo que retrocedía poco a poco ante la furia de su enemigo. Wulfstan, por lo que pude ver, no era inexperto en el manejo de la espada: alguien le había enseñado los rudimentos de la esgrima, y habría sido un hombre de armas competente, aunque no especialmente dotado. Yo había entrenado a hombres peores que él para Robin, y no cabía duda de que a Wulfstan lo animaba una pasión, una rabia que prestaba una fuerza particular a los tajos y revoleos de su espada: luchaba por su honor, por las tierras de su familia, y sabía en lo más hondo de su corazón que su causa era justa.

Pero estaba claro que no era adversario para Rix.

En medio de una tempestad de golpes de Wulfstan, la espada de Rix rebasó la parte superior del escudo de su adversario y su punta penetró profundamente en el hombro izquierdo de Wulfstan. Fue como la mordedura de una víbora: rápida, precisa y letal. Brotó un chorro de sangre de la herida, y Wulfstan se echó atrás con un grito de rabia y de dolor. Su escudo descendió, al no poder soportar su peso los músculos cortados del hombro. Entonces Rix golpeó de nuevo, otra vez por el costado izquierdo de su oponente, el lado del escudo, y su espada pinchó casi con delicadeza y abrió un surco de sangre en el pómulo del granjero.

Wulfstan cargó una vez más, mientras gotas rojas volaban de su rostro al aire; fue un torbellino de rabia y de desesperación, un revoleo de la espada en todas direcciones que Rix se limitó a responder bloqueando, esquivando, agachándose, para luego dar un paso adelante y cortar con un tajo certero la carne del antebrazo derecho desprotegido de su oponente. Wulfstan gimió y se echó atrás tambaleante. Apenas podía sostener el escudo con el brazo izquierdo, y del de la espada colgaba ahora un pedazo suelto de carne sanguinolenta. No podía ya atacar a su enemigo ni defenderse de forma adecuada, y era sólo cuestión de tiempo que la pérdida de sangre le provocara un desmayo. Era hombre muerto…, y lo sabía. Todos los espectadores lo sabían también.

Un adversario más compasivo habría acabado con él en ese momento, pero Rix parecía no albergar ni una pizca de compasión en su flaca y negra alma. Los minutos siguientes fueron penosos; Rix daba vueltas alrededor de Wulfstan, y le infligía un pinchazo menor tras otro. Le hirió en las pantorrillas, de las que brotó un chorro de sangre, en un costado, en el muslo derecho, le hizo un corte en el pómulo derecho para equilibrar el anterior en el izquierdo, y en esta ocasión se llevó además el ojo. Poco a poco, estaba haciendo pedazos a su oponente. Muy poco a poco, le arrancaba la vida tajo a tajo.

La muchedumbre había aplaudido el espectáculo, con gritos y palmas, en cuanto apareció la primera sangre, pero gradualmente el alboroto se apagó y sólo se oían algunos gritos dispersos, mientras Rix jugaba con Wulfstan al gato y el ratón. El sajón ya no podía protegerse a sí mismo y vagaba por la liza, debilitado tajo a tajo, sosteniendo espada y escudo con las manos empapadas en su propia sangre, y Rix seguía bailoteando a su alrededor y pinchando, dejando en cada ocasión más débil y ensangrentado al hombre, pero evitando dar el golpe definitivo.

El espectáculo me revolvió el estómago. He visto muchos combates y muchas muertes, pero aquel lento vaciado del coraje y la fuerza vital de un hombre, aquella burla de su dolor y de su orgullo, fue demasiado para mí. Miré al príncipe Juan con la esperanza de que detuviera aquella exhibición cruel, pero vi que seguía sentado y sonriente, señalando algo y bromeando con sir Ralph Murdac, que estaba de pie a su lado.

El sajón dobló las rodillas en el centro de la liza; había soltado la espada y el escudo y estaba arrodillado, pasivo, con la cabeza gacha y la barba goteando sangre. Rix dio dos pasos y le cortó una oreja. Wulfstan dio un largo gemido de dolor y frustración, pero apenas se movió, excepto para inclinarse del lado de la oreja arrancada. Como una res en el matadero, solamente esperaba la llegada de la muerte.

No aguanté más.

Pasé por encima del cordón, y desenvainé mi espada.

—¡Eh, tú, Rix o como te llames! Está acabado. Déjalo en paz —dije, mientras me dirigía al centro del cuadro espada en mano.

Fue una idiotez, un gesto estúpido que echaba por tierra todo cuanto había planeado con tanto cuidado. Y dada su habilidad con la espada, era también muy posiblemente un suicidio. Pero no pude quedarme quieto y verle torturar de ese modo por más tiempo a un bravo guerrero. Tanto peor para mi encarnación del hombre alambicado: dócil y sumiso.

Rix se volvió hacia mí, con su hermosa espada bañada en sangre en la mano. Su sonrisa se hizo más amplia.

—Veo que esta vez tienes un arma como es debido, chico —dijo, en buen francés—. No un juguete infantil para hacer música.

Aunque había insultado a mi muy amada y más aún añorada viola, me complació ver que aún conservaba en el cuello las marcas rojas de sus cuerdas. Alcé mi espada y le saludé.

—Esta vez tengo un arma… y esa arma es la que acabará con tu vida miserable, con la vida de un desalmado carnicero que ataca amparado en la oscuridad.

—No —gritó una voz cascada—. ¡No, no voy a consentirlo! No dejaré que mis hombres se desafíen unos a otros por un asunto trivial como éste —terció el príncipe Juan en la disputa—. Vos, sir Dale, no interferiréis en mi justicia. Esta misma mañana habéis jurado ser mi fiel vasallo, ¿tan pronto estáis dispuesto a romper vuestro juramento? Os ordeno que os retiréis de la liza. Y tú, Rix: pon fin a esto. Lo has hecho bien, pero ya es bastante. Deja que Milo acabe con él.

Rix me dirigió una mirada malévola.

—Ajustaremos cuentas en otra ocasión —dijo, antes de limpiar descuidadamente su magnífica espada en el borde de su túnica amarilla, envainarla, volverme la espalda, alejarse, pasar sus largas piernas por encima del cordón de la liza y desaparecer entre la multitud.

—Tienes toda la condenada razón al decir que las ajustaremos, bastardo asesino —murmuré mientras envainaba mi propia espada. Retrocedí hacia las cuerdas, pero no pude evitar volverme a mirar al llegar junto a ellas. La mole gigantesca de Milo se inclinaba en ese momento sobre Wulfstan, arrodillado y cubierto de sangre, y con un sencillo apretón de sus enormes manos rompió sin esfuerzo el cuello del hombre y lo envió al instante al otro mundo, un mundo que espero con el mayor fervor que haya sido mejor que éste para él.

♦ ♦ ♦

Tal vez como castigo por mi insubordinación, el príncipe Juan decidió emplearme como recaudador de impuestos. Con un desprecio desvergonzado por la verdad, la decencia y el honor caballeresco que me dejó auténticamente sin respiración, el príncipe anunció que iba a asumir en persona la tarea de empezar a recaudar los impuestos acordados para pagar el rescate del rey Ricardo. Reunió a una veintena de caballeros en el patio de armas del recinto medio, y nos arengó durante una hora para que paliáramos el triste destino de su pobre hermano, encadenado en Alemania. Nos exhortó a no atender a excusas, a no dar crédito a mentiras, a buscar con diligencia cada granja y cada vivienda, y a no eximir a nadie de la aportación de fondos para el enorme rescate que sin duda muy pronto nos sería anunciado como requisito para la libertad de su querido hermano. La plata del rescate, nos informó el príncipe Juan con un rostro que expresaba un candor perfectamente sincero, sería guardada con todas las garantías de seguridad aquí, en el castillo de Nottingham, bajo su mirada atenta, hasta que llegara el momento de liberar a nuestro amado soberano. Aquello provocó una o dos risitas de los caballeros reunidos, pero su rechifla fue rápidamente acallada por los fríos ojos azules de sir Ralph Murdac, que taladraron al grupo en busca de los culpables. Se había colocado junto a su amo como un fiel mastín, a su sombra, con el hombro izquierdo ligeramente encorvado, y vigilaba al grupo de guerreros reunidos en el patio en busca de signos de deslealtad. Como era de esperar, su mirada se posó también en mí, y yo respondí con una gran sonrisa. Y un guiño lascivo.

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