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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (32 page)

Mientras yo hablaba con mi verdadero señor, los hombres de Robin se atareaban alrededor del tren de carros: amontonaban armas y cotas de malla, remataban compasivamente a los caballos heridos y calmaban los nervios de los boyeros supervivientes, jurándoles que no iban a hacerles el menor daño si cooperaban con los harapientos encapuchados de uniformes verdes y castaños que ahora rodeaban el convoy en busca de botín. Algunos proscritos habían intentado abrir sin éxito uno de los cofres de la plata, pero la solidez de las cadenas les había derrotado por el momento.

Little John había tenido la previsión de apostar centinelas al norte y el sur del camino, y un jinete lanzado a un galope furioso que venía hacia nosotros por el camino desde el norte interrumpió en ese momento mi conversación con Robin.

—¡Señor, señor! —gritó el hombre, que detuvo su caballo junto a los carros y se apeó de un salto—, llegan soldados a caballo, caballería mejor dicho, unos sesenta, armados con lanzas, espadas y escudos, ¡y vienen muy deprisa!

La risa desapareció del rostro de Robin al momento.

—¿Sesenta, dices? —preguntó al centinela.

—Por lo menos, señor, a no más de tres kilómetros de aquí.

Una extraña sombra de fría sospecha pasó por el rostro de Robin. Me dirigió una mirada dura…, no fue un momento agradable.

—¿Cómo? —dije—. ¿Acaso no confías en mí?

Me dolió aquella mirada, pero sabía que Robin tenía una mente muy suspicaz. Dejé a un lado mis sentimientos ofendidos, y continué:

—Olvida eso por el momento. Si sólo cuentas con estos hombres —señalé a los alrededor de veinte proscritos harapientos que ahora bromeaban y reían entre los carros, tan distintos de los espectros malignos y amenazantes que nos habían humillado apenas un cuarto de hora antes—, tienes que escapar y abandonar los carros cargados de plata al enemigo, o bien plantar cara. Creo que, si eliges esta última opción, serás derrotado… Y entonces todos moriremos.

—¿Escapar o plantar cara? —Robin pensó unos instantes—. Voy a hacer las dos cosas. —Alzó la barbilla, y con su voz de batalla, un timbre sonoro que podía oírse con claridad sobre el tumulto de la batalla, gritó—: ¡Arqueros…, formar en la línea de árboles! ¡Ahora! ¡Moveos! John, ven aquí, necesito un momento de tu tiempo, por favor. —Y en un tono más bajo, me dijo a mí—: Y tú, Alan, quiero que desaparezcas de mi vista. Ninguno de esos jinetes debe verte conmigo.

Lo entendí, era lo más lógico en aquellas circunstancias, y aunque me repugnaba quedarme fuera de una nueva pelea, conduje a
Fantasma
al interior del bosque y lo trabé a un pequeño arbusto, a unos cincuenta metros. Luego volví sin hacer ruido hacia la carretera, y empecé a trepar al árbol más alto y de follaje más abundante que pude encontrar, a unos diez metros del camino.

♦ ♦ ♦

Al atisbar entre las hojas pocos momentos después, vi una sola línea delgada compuesta por unos sesenta jinetes, ondeantes los gallardetes y relucientes las puntas de las lanzas, con las sobrevestes rojas y azules agitadas por la brisa, que venían siguiendo la linde del campo del otro lado de la carretera, a unos trescientos metros de distancia, cabalgando a un trote suave. El frente de ataque parecía raquítico, demasiado alargado, carente de profundidad y de fuerza… Y sin embargo, era la formación perfecta para atacar a arqueros.

La reducida tropa de Robin (conté a menos de veinticinco hombres) formaba una línea irregular en el margen oeste del camino, donde se alzaban los primeros árboles. Los arqueros habían clavado tres o cuatro flechas en el suelo frente a ellos, pero la mayoría llevaba aún a la espalda aljabas repletas de flechas. Esperaban órdenes. En un extremo de la línea estaba Little John, sin arco pero empuñando su doble hacha, con los pies tan firmemente plantados en el suelo como el roble colocado a su espalda, y con una ligera sonrisa en su ancha cara curtida. En el otro extremo de la línea estaba Robin, con el arco preparado. No perdió el tiempo.

—¡Flechad! —gritó Robin con su voz estentórea de batalla. Y una veintena de hombres colocaron flechas en sus cuerdas. La caballería había visto ya a nuestros hombres, y acelerado la marcha hasta el trote. Estaban tal vez a doscientos cincuenta metros, y se acercaban deprisa.

—¡Tensad! —gritó de nuevo Robin. Con un ruido parecido al crujido de la puerta de un granero, una veintena de arcos se tensaron hasta que las plumas de ganso del empenaje cosquillearon las comisuras de los arqueros. La caballería había acelerado el paso y avanzaba al medio galope, como una gran ola irresistible de poderosos corceles y hombres fuertemente armados; las lanzas estaban horizontales, apuntando a los arqueros con la intención de desgarrar sus cuerpos desprotegidos y convertir el puñado de hombres de Robin en piltrafas ensangrentadas.

—¡Soltad! —gritó finalmente Robin. Una veintena de flechas partieron zumbando en un nubarrón gris hacia el enemigo lanzado al galope. A pesar de que se encontraban aún a unos doscientos metros, media docena de sillas de montar quedaron vacías de golpe. Pero el enemigo siguió avanzando, en una línea más tenue y con algunos huecos, pero imparable de todos modos.

De nuevo Robin dio las órdenes, ahora más deprisa, y una vez más volaron las flechas hacia los jinetes que cargaban, e impactaron en hombres y animales indiscriminadamente. Pero la caballería estaba ya a tan sólo cien metros, y el temible golpeteo de los cascos de los grandes corceles atronó mis oídos.

—¡Disparad a discreción! —aulló Robin—. ¡Soltad, soltad, soltad!

Los arqueros recogían a un ritmo desesperado las flechas que habían clavado en el suelo, y casi sin apuntar disparaban tan aprisa como podían contra los guerreros montados que se les echaban encima. No existía ya línea de caballería, sino sólo una serie de grupos separados de jinetes que cargaban con el impulso de sus monturas al galope y la furia por las bajas sufridas, y se precipitaban sobre la frágil línea de arqueros con las puntas relucientes de las lanzas buscando la carne… ¡Y ya estaban encima de los nuestros!

—¡A los árboles! ¡A los árboles! —oí vibrar la voz de Robin por encima de los gritos de batalla de los caballeros y de los gritos de hombres y animales heridos, alzándose entre el tronar de los cascos en la tierra dura a sólo cincuenta metros de distancia. Su orden llegó justo a tiempo. Los arqueros dieron media vuelta como un solo hombre, y corrieron hacia la espesura. Los vi correr debajo de mí, enarbolando aún sus arcos, y tomar nuevas posiciones en el extremo más alejado de un pequeño claro. Cuando los arqueros cruzaban el claro a la carrera, me fijé en que los hombres más altos se agachaban de una forma extraña e inclinaban las cabezas ligeramente en el mismo punto exacto del claro.

Y entonces mi rostro esbozó una sonrisa, pues comprendí qué es lo que buscaban evitar aquellos hombres al agacharse. Era una robusta cadena de eslabones de acero, recubierta de barro para ocultar el brillo del metal, y estaba tendida entre dos robles gigantes separados por una veintena de metros a uno y otro lado del claro, bien amarrada a los troncos de los árboles y en tensión. Los arqueros formaron al otro lado de aquel espacio abierto; no se escondieron, sino que permanecieron a la vista, y flecharon de nuevo sus arcos a la espera de la caballería que los perseguía… Invitándola a atacar.

Sólo tuvieron que esperar unos breves instantes.

Tres docenas de jinetes más o menos entraron casi al tiempo en la zona boscosa. Al ver a los arqueros agrupados en el extremo del claro, picaron espuelas en los flancos de sus caballos y, gritando excitados, cargaron directamente contra los hombres de a pie. La cadena, tendida aproximadamente a una altura de metro ochenta sobre el suelo, enganchó a dos de los caballos más adelantados por el cuello, y los hizo caer en un revoltijo de patas agitándose en el aire. Un tercer corcel agachó la cabeza en el último momento y pasó por debajo del obstáculo, pero su jinete fue derribado de la silla y quedó en el suelo, casi partido en dos. Tras él venía el resto de los jinetes, que fueron a estrellarse contra los caballos caídos con el terrible estruendo de unos cuerpos de media tonelada de peso al desplomarse y el crujido siniestro de los huesos de patas equinas al quebrarse. Se produjo un caos sangriento. Un barullo de caballos, escudos, lanzas y hombres que forcejeaban por liberarse. Un caballo enloquecido por el pánico pateaba y mordía todo lo que se ponía a su alcance. La mayor parte de los caballeros asaltantes, sin embargo, detuvieron a tiempo a sus monturas y, entre jadeos y juramentos, buscaron la forma de rodear aquel montón ensangrentado de carne de caballo y hombres rotos o sin sentido.

Sin embargo, mientras tenía lugar aquella carnicería, los arqueros no habían estado ociosos. Flechaban, tensaban y soltaban sin parar, y lanzaban un torrente de flechas mortíferas; no en forma de descargas cerradas como antes, sino de manera individual, apuntando con cuidado y a una distancia muy corta. Vi que una flecha, lanzada desde unos treinta metros, atravesaba de parte a parte el pecho de un hombre y se clavaba todavía más de quince centímetros en la carne del caballo que venía detrás. Otra flecha, disparada desde veinte metros, perforó el escudo de un jinete y su malla de acero, y se clavó profundamente en su pecho. Muy pronto el claro estaba alfombrado de cuerpos de hombres moribundos y de caballos que coceaban y relinchaban de dolor. Un caballero consiguió sortear el amasijo ensangrentado de bestias y hombres…, y Little John lo recibió con un poderoso tajo de su hacha de doble filo, que decapitó limpiamente su caballo con un solo golpe. El caballero murió instantes después, alcanzado en el vientre por cuatro flechas.

El enemigo ya había tenido bastante. Los jinetes supervivientes, los que habían llegado en último lugar a la refriega en el bosque y habían podido echarse atrás, hicieron dar media vuelta a sus monturas y huyeron sorteando los árboles hacia el terreno abierto de los campos de labranza. De los sesenta hombres que con tanto orgullo se habían enfrentado a los arqueros de Robin, menos de una docena consiguieron escapar.

Fue una victoria asombrosa. La reducida fuerza de campesinos y proscritos harapientos de Robin, armados con poco más que unas cuantas varas de fresno y cordeles de cáñamo, había derrotado, y casi aniquilado, a una hueste de jinetes acorazados y bien entrenados tres veces superior en número.

Y Robin sólo había perdido a un hombre. Encontramos su cuerpo junto a la linde del bosque. Era un arquero robusto y musculoso, pero que debió de responder con lentitud a la orden de Robin, porque sus heridas eran las clásicas del infante que huye perseguido por un jinete: un agujero ensangrentado en la espalda, en el lugar en que lo alcanzó la lanza del jinete cuando el arquero corría para salvar la vida.

Los hombres de Robin no tuvieron compasión de los heridos que encontraron; ignoraron sus llamamientos a la piedad y sus ofertas de rescate, y les cortaron el pescuezo, sin consideración alguna al rango de los caídos. De inmediato, se pusieron a hurgar en los cadáveres en busca de monedas.

También había muerto uno de los boyeros. Algún caballero en fuga, frustrado por la derrota o bien simplemente sediento de sangre, había lanzado un tajo por detrás a la cabeza de aquel hombre al pasar junto a los carros, y ahora el pobre carretero yacía muerto a los pies de su tiro, con los sesos de su cráneo partido desparramándose poco a poco en la hierba.

♦ ♦ ♦

—Bienvenido, joven Alan —me soltó Little John cuando me vio bajar del árbol—. ¿Te ha gustado mi pequeño truco?

Señaló con un gesto de su enorme mano el montón de jinetes y caballos muertos o moribundos en el centro del claro, en el que ahora hurgaban varios arqueros proscritos en busca de armas valiosas, corazas, bridas de plata, accesorios caros para caballos y, como siempre, comida y bebida.

—Ha sido pasmoso —le contesté. Y así lo creía realmente—. Pero ¿de dónde diablos has sacado la cadena de acero?

—La hice yo —dijo Little John con un innegable orgullo en su voz—. Por las nalgas granujientas de Dios, ¿pensabas que había caído del cielo o nos la habían regalado las hadas?

—¿Y cuándo…?

Pero Little John me interrumpió de inmediato.

—Perdóname, Alan, se me olvidaba —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. Has estado ausente durante mucho tiempo. Aprendí la profesión de herrero en Londres. Por casualidad, podría decirse. Necesitaba estar cerca de la iglesia del Temple, una idea de Robin, claro está, y había una herrería justo delante del lugar. De modo que, pagando generosamente las lecciones y sin que nadie hiciera preguntas, me convertí en un aprendiz más bien talludo durante unos días. Y aprendí un par o tres de cosas.

Recordé entonces la figura entrevista el día del juicio de Robin. Un hombre alto y rubio con un parche en el ojo que no parecía interesarse en absoluto por la nutrida columna de soldados montados que pasaba delante de la puerta de su taller.

—Entonces, ¿fuiste tú quien ayudó a escapar a Robin?

Little John se echó a reír.

—Pidieron a mi patrón de la forja cadenas y cerrojos para poner grilletes a Robin. Y yo convencí al herrero de que me hiciera el honor de encargarme el trabajo.

Me eché a reír al oírlo. La idea de Little John como un servicial aprendiz de herrero era casi demasiado cómica para creerla.

—Puse los grilletes a Robin en presencia del carcelero, pero ¿podrás creerlo?, hice una chapuza: me dejé suelta una pieza en el mecanismo de cierre. Bueno, me avergonzó tanto aquel trabajo mal hecho que me pareció que lo mejor sería llevarme a Robin de aquel lugar lo antes posible. Cuando Robin se liberó de las cadenas, sólo tuvimos que matar a un par de sargentos templarios, escalar un muro y cabalgar hacia Sherwood más rápidos que el mismo diablo. Todo se deslizó tan ligero como la cagada de una oca.

El hombrón se echó a reír, y yo lo acompañé. Me sentía feliz, de nuevo al lado de Little John: había echado de menos su buen humor rudo, su temible falta de escrúpulos y su filosofía particular de la vida, que consideraba este mundo como un lugar placentero en el que encontrarse a gusto. Mientras reíamos, Robin se acercó a nosotros.

—Es hora de que te vayas ya, Alan. De modo que me temo que tienes que elegir. ¿Dónde lo quieres?

—¿Qué? —dije yo, estúpidamente.

—Tu historia, cuando vuelvas a Nottingham, será que resultaste herido en la pelea…, un golpe te dejó sin sentido, quizá, y cuando recuperaste el conocimiento eras el único hombre que quedaba con vida. ¿Suena eso verosímil?

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