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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (36 page)

BOOK: El hombre del rey
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El rostro de sir Nicholas se había hecho más severo, y su voz era ahora un poco más dura, un poco menos amable y paternal.

—Ya has traicionado a Robin Hood, tu amigo, tu señor. ¿No lo sabías? Fui yo quien contó a los templarios dónde debían buscar para encontrar las pruebas de sus creencias heréticas; de sus sacrificios impíos a los demonios del bosque. Y toda la información, hasta el último detalle, la conseguí de ti, de tus delirios de enfermo.

»¡Ya has traicionado a tu señor, Alan Dale! Eres ya un traidor…, y un traidor de verdad esta vez. Pero ahora tienes la ocasión de salvar tu piel y vivir una vida larga y feliz. Todo lo que has de hacer es hablar conmigo. Lo llamaste monstruo. Y lo es. Mató a mi amigo, a mi buen amigo Richard…, ¡y todo por el sucio dinero del incienso! Ayúdame, Alan. Ayúdame a llevar a ese monstruo ante la justicia para que nuestro noble amigo sir Richard at Lea pueda descansar en paz en su tumba.

Bajé la mirada al suelo. Los músculos de mis mandíbulas se tensaron, mis dientes rechinaron por el esfuerzo de mantenerme callado.

El silencio se prolongó durante una eternidad y, finalmente, sir Nicholas desistió. Se puso en pie y llamó a la puerta del almacén para que la abriera el guardia.

—¿Por qué no quieres ayudarme, Alan? ¿Por qué?

Se detuvo en el umbral de la puerta abierta; no esperaba volver a verle en este mundo, de modo que, por fin, decidí hablar.

—Hice un juramento a Robin hace mucho tiempo, cuando yo era sólo un muchacho. Aunque no era aún un hombre, juré: juré que le sería leal hasta la muerte. Y tengo intención de cumplir mi juramento. Es algo que un hombre como tú, que ha roto sus votos sagrados, un hombre que vuelve la espalda a sus amigos, seguramente no puede comprender.

Sir Nicholas se encogió al oír mis palabras, tal como yo había pretendido; y dos manchas rojas aparecieron en sus mejillas. Hizo la señal de la cruz sobre su pecho, en el lugar en el que, en tiempos, había una cruz blanca bordada en su sobreveste negra de hospitalario: los hábitos sagrados que había colgado.

—Dios nos juzgará a todos cuando llegue la hora —dijo finalmente, y tomando la antorcha del blandón de la pared, se dispuso a marcharse.

—Espera, Nicholas —dije para retenerlo—. Tengo una pregunta para ti. Como voy a morir mañana por la mañana, supongo que nada te impide ya responderme a esto: ¿por qué mataste a aquel hombrón, Tom, a la puerta de la taberna del Jabalí Azul, en Westminster? Estaba herido y podía hablar, pero te diste mucha prisa en silenciarlo. ¿Por qué?

Sir Nicholas inclinó la cabeza a un lado y me miró, pero la luz de la antorcha parpadeaba a través de su rostro y sus ojos quedaban en una sombra profunda.

—Después de lo que acabas de decirme, no estoy seguro de desear complacerte. —Siguió mirándome un rato, y se encogió de hombros—. Bueno, supongo que no hago daño a nadie… —Sonrió con tristeza, como si viera aún en mí al joven Alan de Acre—. Sabía que el príncipe Juan había enviado hombres a matarte…, pero no sabía quiénes eran. Pensé que los hombres que estaban fuera de la taberna podían venir de parte del príncipe. Y si era así, y el tal Tom lo admitía bajo tu interrogatorio, sabía que nunca vendrías por tu voluntad a alistarte en el partido del príncipe Juan. Ése fue mi razonamiento. Quería que tú fueras a Juan, pues pensaba que sería un modo de poder atrapar yo a Robert de Locksley. Pensé que, si estábamos los dos en el mismo bando, podías dejar escapar algún dato que me permitiría llegar hasta él. Según parece, me equivoqué.

Nuestras miradas se encontraron durante un par de segundos. Yo no dije nada más. Luego él medio me saludó con la mano derecha, salió deprisa de aquel improvisado calabozo, y la puerta se cerró en silencio a su espalda.

Cuando sir Nicholas se hubo marchado, intenté dormir una vez más. No pude: demasiadas imágenes se agolpaban en el interior de mi cabeza para permitirme conciliar el sueño. Visiones de Robin, de Little John, y de la terrible muerte de sir Richard en los arenales manchados de sangre de Ultramar; imágenes de Goody y de Marian; de la cabeza ensangrentada de Milo, inerte bajo mis botas; de la expresión aterrorizada de Ralph Murdac. Y luego estaba la horca. Iba a morir al cabo de pocas horas. Había visto a mi propio padre ahorcado cuando yo era un niño, arrancado de su cama y colgado de un árbol por los hombres de sir Ralph Murdac, y el recuerdo seguía inquietándome. Podía ver su rostro distorsionado de una manera horrible, y sus ojos desorbitados cuando la cuerda le arrancó la vida, y vi una vez más la orina goteando de sus pies que pataleaban. ¿Iba a ser mi destino el mismo de mi padre? ¿Había nacido para morir ahorcado?

Poco después de la medianoche, tras varias horas de insomnio, la puerta se abrió de nuevo, esta vez de forma muy silenciosa, y Robert Odo, el proscrito conde de Locksley, entró en mi celda.

Capítulo XVI

P
or supuesto, no supe de inmediato que era Robin. La puerta se abrió sin ruido, y en las profundas tinieblas de los subterráneos del castillo a medianoche lo oí acercarse a mí, más que verlo. Luego habló:

—¿Eres tú, Alan?

E incluso en aquel susurro ahogado, supe que mi señor había venido y que todo iba a salir bien. Puedo recordar vívidamente la emoción que sentí en aquel momento, como una gran oleada de calor que inundó mi alma de alegría. Sabía que Robin me llevaría fuera de aquel encierro oscuro, a la luz y a la seguridad.

Sentí deseos de abrazarlo…, pero me controlé, tal como debe hacerlo un hombre. No quería que Robin pensara que estaba asustado y temía por mi vida. De modo que me limité a susurrar:

—¿Por qué has tardado tanto? Me he aburrido hasta sentirme un estúpido, esperando que aparecieras.

Una broma muy floja, lo sé, pero noté que Robin sonreía en la oscuridad.

—Soy un hombre muy ocupado —me contestó también en susurros, con una insinuación de risa en su tono—. Demasiada plata por robar, y demasiados bribones que rescatar. —Luego continuó, siempre en una voz muy baja, apenas audible—: ¿Estás bien, Alan? ¿Te han torturado? ¿Estás herido? ¿Crees que podrás descolgarte por una cuerda?

Admití que estaba prácticamente intacto.

—Entonces vámonos…, a menos que prefieras quedarte y holgazanear un rato más en tu pequeña y cómoda celda.

Nos deslizamos por la puerta abierta y, en el pasillo oscuro del otro lado, advertí una sombra y oí otra voz familiar: Hanno.

Hubo un roce de ropas, y Hanno tendió algo pesado a Robin. Mi señor volvió rápidamente a la celda-almacén. Mientras esperábamos, tomé a Hanno del brazo y le pregunté en un susurro qué demonios estaba haciendo Robin.

—Una cabeza de lobo —contestó mi amigo. E imaginé su horrible mueca en la oscuridad.

—¿¡Qué!? —susurré a mi vez.

—Deja en tu celda la cabeza de un lobo grande, Alan. Recién cortada esta mañana de un animal cogido en una trampa en Sherwood.

—Por el amor de Dios, ¿por qué?

El volumen de mi voz aumentó. Aquel comportamiento me parecía próximo a la locura. ¿Por qué estábamos de pie en aquel pasillo oscuro hablando de fieras decapitadas? Me sentí alarmado: ¿había enloquecido Robin al verse empujado de nuevo a la vida de proscrito?

Fue el propio Robin quien me respondió, al regresar en silencio de la habitación del almacén, después de correr el cerrojo con un chasquido sordo.

—Terror, Alan. Sólo para meterles miedo —susurró—. Sabes cómo me gusta hacerlo… Crear el máximo de terror con el mínimo esfuerzo.

Salimos de allí. Con Hanno a la cabeza y Robin cubriendo la retaguardia, recorrimos el pasillo a oscuras. Torcimos a la derecha, y enseguida a la izquierda; Hanno parecía saber exactamente dónde íbamos, pero yo no. Los golpes que había encajado en la cabeza debieron de arrebatarme algo de lucidez, porque sólo entonces, mientras recorríamos en silencio los pasillos subterráneos debajo de la gran torre y del recinto superior del castillo, en las horas muertas de después de la medianoche, conseguí entender lo que había hecho Robin al volver al almacén. Intentaba convencer a los hombres de armas de la guarnición de que yo me había esfumado de mi celda atrancada con cerrojo por arte de magia. Y al dejar la cabeza de lobo cortada, estaba diciendo que era él, Robin Hood, el conde proscrito que llevaba la imagen de la cabeza de lobo en su bandera, quien había realizado aquel truco demoníaco.

Si la gente creía que Robin era culpable de herejía, que se conjuraba con demonios y espíritus y todas esas cosas, sólo a él mismo debía culparse. Y a la zaga de esa idea, me vino otra: a él le agradaba que la gente pensara que tenía poderes extraordinarios y demoníacos. Recordé a un amigo tuerto, espectacularmente feo, de mis primeros tiempos de proscrito, que me dijo que Robin se había aficionado a todo ese tema de lo diabólico para impregnar de mística su figura en las leyendas del país. Pero era evidente que también le divertía. Era algo prohibido, pernicioso, impío…, y a Robin le encantaban ese tipo de cosas.

De pronto, mi mancillada mente se planteó una cuestión distinta. Toqué la manga de Robin y susurré:

—¿Cómo habéis entrado aquí? ¿Y dónde vamos ahora?

Él rio casi en silencio, y dijo:

—¡Pronto lo verás!

Y hube de contentarme con eso.

Nos detuvimos al final del pasillo siguiente, y tanto Hanno como Robin me pusieron sus brazos en el pecho para que me apretara contra el frío muro de piedra: aquellos dos tenían una extraña facilidad para hacerme sentir ridículo. Del otro lado de la esquina llegaba el sonido de pasos: las botas de un soldado solo. Un hombre y el resplandor de una luz.

Sentí el calor del rostro de Hanno junto a mi oído, y tres palabras susurradas:

—¡Observa y aprende!

El infortunado soldado dobló la esquina y Hanno saltó sobre él con la rapidez de una comadreja cazando. Su mano izquierda tapó la nariz y la boca del hombre, y el brazo derecho empujó una larga daga en el vientre desprotegido, justo debajo de la caja torácica, y enseguida volvió la trayectoria del arma hacia arriba, de modo que penetrara en el pecho. El hombre fue a chocar con la pared de enfrente, y la linterna que llevaba en la mano cayó al suelo con un ruido metálico. Había sido tomado completamente por sorpresa, y sólo pudo emitir unos gruñidos ahogados de dolor y terror antes de que la larga hoja de la daga de Hanno encontrara su corazón y lo perforara. Con un vómito de sangre caliente, el hombre de armas se derrumbó en el suelo cual marioneta desmadejada sin cuerdas, que muy pronto quedó inerte.

—¿Has visto? —Hanno me hablaba de nuevo al oído—. Así es perfecto. La daga penetra, así, y luego la empujas hacia arriba, así.

Me palpaba el abdomen con un dedo extendido, pero yo no estaba de humor para más lecciones sobre asesinatos silenciosos; miraba al hombre muerto a la luz de su linterna caída, la cómica expresión de sorpresa de su cara…, y su cinto. Porque sujeta a él, en el lado izquierdo, había un arma de larga hoja triangular con un mango sencillo de madera y una guarda robusta de acero. Era mi misericordia. Por una casualidad afortunada, aquél era uno de los guardianes que me habían prendido en la gran sala dos días atrás. Sin duda consideró que la misericordia era un botín de guerra legítimo. Bueno, pues ahora era mía otra vez. La saqué del cinturón del hombre muerto y volví a colocarla donde siempre debería haber estado: en el interior de mi bota izquierda. También me llevé su espada y el tahalí. Y de pronto todos mis temores se desvanecieron. Pasara lo que pasara esta noche, no iba a permitir que me capturaran vivo otra vez. Tenía un arma en mi bota y otra en mi cintura, y estaba dispuesto a matar al mundo entero si era necesario.

Robin se arrodilló junto a la linterna, abrió la portezuela metálica y apagó la vela que ardía en el interior. De nuevo nos sumergimos en una oscuridad completa.

Hanno nos condujo con rapidez y en silencio a través de un tramo de escaleras a oscuras, y, después de cruzar una puerta, salimos a un pasillo corto en el que de nuevo hicimos una pausa. Vi el resplandor de otra luz en el recodo más próximo. Con cautela para no hacer el menor ruido, Hanno se tendió en el suelo y atisbó desde abajo lo que había al otro lado de la esquina de la que venía la luz. Se puso de nuevo en pie y se aproximó a Robin y a mí.

—Son dos —susurró. Puso la palma de la mano en mi pecho, me empujó suavemente contra la pared y murmuró—: Quédate aquí, Alan. No te muevas.

Mi señor me hizo una seña, y se colocó la capucha de modo que le cubriera parte del rostro. Y mis dos amigos, el uno con la cabeza rapada y el otro envuelto en su capa, los dos armados y muy peligrosos, dieron la vuelta a la esquina y me dejaron solo en la oscuridad.

Oí a Hanno preguntar con su mejor acento inglés:

—Hola, amigos, tened la bondad de decirme: ¿se va por aquí a la despensa del queso?

Luego llegó hasta mí el ruido de un golpe, un gemido ahogado, el estruendo de metales al chocar con el suelo y un horrible gorgoteo húmedo. Y de pronto supe exactamente en qué lugar del castillo de Nottingham nos encontrábamos. En las puertas de la cámara del tesoro del príncipe Juan. A tan sólo unos metros del mayor montón de plata de toda la Inglaterra central.

Atisbé desde la esquina del pasillo, y vi a Robin y a Hanno, cada uno arrastrando el cuerpo de un centinela muerto y colocándolo en posición, sentados en el suelo con las piernas extendidas y la espalda apoyada en la pared de piedra del pasillo. Era evidente que procuraban que pareciera que los dos hombres se habían dormido en su puesto junto a la puerta. La treta no engañaría a nadie mucho tiempo: la sangre que formaba sendos charcos alrededor de los cuerpos revelaría la verdad.

Robin tomó un pesado manojo de llaves de uno de los cadáveres, introdujo una de ellas en el gran cerrojo de hierro y la giró. Mientras yo me acercaba por el pasillo, él abrió la puerta de par en par y sostuvo en alto la linterna que tenían los dos hombres que acababan de matar, para iluminar el interior de la cámara.

Era como la cueva del tesoro de un dragón: un botín deslumbrante. Había barriles de pequeño tamaño que rebosaban de peniques de plata, cofres forrados de hierro que contenían piedras preciosas, sacos repletos de monedas, bandejas de oro y de plata, candelabros, copas, cuchillos, cálices, platos de servir, joyas de adorno femenino. Toda la riqueza de media Inglaterra estaba en aquel lugar apilada en estantes, en cajas de madera, en barricas, e incluso en grandes montones en el suelo. La luz de la vela arrancaba reflejos, destellos y relumbres de aquella increíble acumulación de botín, y me pareció que incluso Robin se había quedado atónito al ver tanta riqueza junta en un solo lugar.

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