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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (37 page)

BOOK: El hombre del rey
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Pero sin duda hizo lo que pudo para no demostrarlo. Se apresuró a abrirse la capa y desatar una serie de bultos de ropa que llevaba atados a la cintura. Me echó un par de ellos, y yo los atrapé al vuelo. Al desplegarlos, vi que se trataba de pares de alforjas de tela basta sujetas con una red de cuerdas sólidas. Hanno me enseñó cómo llevarlas: llenó las dos alforjas de cuerda de peniques de plata, y luego se pasó por el cuello las pesadas bolsas, de modo que la carga tintineante colgaba de una especie de arnés debajo de sus brazos, junto al costillar. Luego tomó otro par de alforjas, y empezó de nuevo a llenarlas.

—Sólo monedas, me parece —dijo Robin—. Dejad todo lo que sea demasiado voluminoso. Y no carguéis con más de lo que os permita correr con comodidad, muchachos. ¡Deprisa, ahora!

Y nos pusimos a ello, utilizando las manos como palas para volcar los discos brillantes de plata en cascadas relucientes que iban a caer dentro de las alforjas, y colgándolas luego del cuello y los hombros, recubriendo así nuestros cuerpos con una fortuna. No pude resistirme a reír en silencio; si hubiera de morir en ese momento preciso, pensé para mí, moriría rico.

Robin me pasó un cinturón ancho de cuero del que colgaban seis grandes bolsas de piel a distancias equivalentes. Me lo abroché a la cintura, y llené una a una las bolsas de monedas de oro: bezantes gruesos, grasientos, relucientes, como no los veía desde la época que pasé en Ultramar. Miré a los otros dos hombres: sus ojos brillaban de codicia y del simple placer de ver brillar metales preciosos a la luz de una vela. Y nuestra alegría era contagiosa.

Por fin, Robin ordenó que paráramos nuestro saqueo.

—¡No más! —dijo—. No más, o no podremos ni movernos.

Yo estaba admirando una cruz de oro hermosamente esculpida, engastada con piedras preciosas.

—Alan, deja eso y vámonos de aquí —ordenó en un susurro.

Durante un instante, pensé en desobedecerle. Quería esa cruz; era tan hermosa, tan fina…, sin duda me la había merecido por haber resistido todas las presiones recientes contra mi lealtad hacia él. Es tanta la atracción oscura que ejerce un tesoro sobre el alma de un hombre que dediqué una mirada malévola a Robin y pensé en embutir la cruz en la caña de mi bota… Luego recuperé la sensatez y volví a colocar la hermosa cruz en un estante próximo. Y a regañadientes salimos de la cámara del tesoro, y Robin cerró cuidadosamente la estancia con llave detrás de nosotros.

Pasamos por encima de los dos cadáveres, con un leve tintineo a cada movimiento porque cada uno de nosotros cargaba aproximadamente con unos treinta kilos de monedas colgados de docenas de bolsas sujetas con cuerdas a nuestros cuerpos. Seguimos tambaleantes nuestro camino a lo largo del pasillo, de nuevo en la oscuridad más absoluta, yo con la mano puesta en el hombro de Hanno, que iba en cabeza, y Robin caminando pesadamente detrás de mí. Llevábamos tantas monedas como podíamos cargar, pero apenas habíamos dado un bocado al contenido del tesoro… Como mucho llevaríamos la centésima parte del oro y la plata amontonados allí. Me quedé asombrado de la cantidad de riquezas que había acumulado el príncipe Juan en los últimos meses, a pesar de los continuos asaltos de Robin a sus carros de la plata. Juan debía de ser a aquellas alturas el hombre más rico de Inglaterra, con gran diferencia. Mientras pensaba en esas cosas, tropecé, me fui de bruces contra la espalda de Hanno, y las alforjas llenas de monedas que llevaba al pecho resonaron al chocar con las que él cargaba a la espalda.

—¡No hagas ruido! —susurró Robin, furibundo. Y yo acepté en silencio su reprimenda.

Ahora temía tropezar con un piquete de soldados. En circunstancias normales, con Robin y Hanno a mi lado, podríamos medirnos con cualquier grupo de hombres armados, una docena incluso de ellos. Pero cargado como estaba con el peso muerto de todo aquel metal que colgaba de mi cuello, de los hombros, el pecho y la cintura, sería tan lento de movimientos en una pelea como el ogro Milo, y no estaba seguro de derrotar ni siquiera a un hombre de armas medianamente competente. De modo que recé para no ser descubiertos mientras avanzábamos tan silenciosos como nos era posible por más pasillos y pasadizos, siguiendo el infalible sentido de la orientación de Hanno, que era capaz de moverse en la oscuridad como un zorro.

Por fin nos detuvimos junto a una gran puerta en el muro de piedra arenisca. Hanno descorrió el cerrojo oxidado, entramos en una habitación polvorienta y cerramos en silencio la puerta a nuestras espaldas. Oí cómo Robin arañaba un pedernal con la daga, hasta ver unas chispas y enseguida una llama pequeña con la que encender la vela de la linterna. Vi que, arrimados a las paredes de la habitación, había barriles de diferentes tamaños, todos ellos cubiertos de espesas telarañas. Barricas de vino, barriles de cerveza, grandes toneles…, docenas de ellos. Golpeé uno o dos para probar, y estaban vacíos. Las telarañas tendrían que habérmelo hecho suponer; estaba claro que esta habitación no había sido utilizada desde hacía años. Para ser sincero, sufrí una decepción: me apetecía beber algo, la excitación de la noche y el peso de todo el metal que llevaba encima me habían dado sed.

Hanno me hizo seña de que me acercara a la pared de enfrente, donde una vieja cortina colgaba de una barra. Descorrió la cortina, y dejó al descubierto otra puerta, muy ancha y baja (de no más de metro y medio de altura), y como el mago de un cuento de hadas sacó una gran llave de hierro de su bolsa, y la blandió a la luz tenue de la linterna de Robin. Me quedé desconcertado, pero seguí a Hanno cuando abrió la puerta y, agachado para pasar bajo el dintel, entró en una cámara muy pequeña que había al otro lado. Cuando Robin se unió a nosotros, Hanno cerró solemnemente la puerta baja que habíamos cruzado, arrojó la llave a un rincón, y nos señaló con un floreo de la mano la estructura que ocupaba el centro de aquel recinto. Parecía tratarse de un pozo de alguna clase: un murete circular de piedra hasta la altura de nuestras rodillas, de un diámetro de metro ochenta aproximadamente, encima del cual se alzaba el brazo de una grúa pequeña, con una polea y un torno con manivela de aspecto sólido: una gruesa cuerda colgaba de la polea y descendía hasta las profundidades del pozo.

Fruncí el entrecejo: sabía que el castillo tenía un pozo muy hondo en el recinto exterior, cerca de la destilería, y grandes cisternas para almacenar el agua de lluvia en la parte superior de la gran torre, en previsión de un asedio, pero no tenía idea de que hubiera un pozo en este lugar, en lo que me pareció ser el costado sudeste del recinto superior. Sin duda estábamos a demasiada altura para que alguien se hubiera atrevido siquiera a pensar en perforar la piedra arenisca en busca de agua. Miré por el hueco del pozo, pero no pude ver nada a más de dos metros de distancia. Y tampoco se veía el reflejo aquietado de una superficie con agua en el fondo. ¿Era un pozo seco, entonces?

Robin se me acercó, sonriente y feliz.

—¿Qué te parece, Alan? Brillante, ¿no? Detrás de esa carota vulgar de bebedor de cerveza, tu amigo Hanno esconde a un auténtico genio.

Yo estaba algo espeso ese día, lo confieso. Y mi desconcierto debió de resultar muy evidente. Robin se echó a reír:

—Vamos, Alan, tú eres capaz de sumar dos más dos. ¿Qué es esa habitación del otro lado?

Me señaló la puerta baja por la que acabábamos de pasar.

—Es una vieja bodega —dije—. Pero parece que lleva mucho tiempo sin utilizarse.

Seguía sin caer en la cuenta.

—¿Y qué es lo que hay en las bodegas?

—Barriles —contesté como un niño, sintiéndome tonto—. Barriles de cerveza y de vino, y de otros brebajes.

—¿Y de dónde vienen los barriles de cerveza?

De pronto, lo entendí.

—De una… cervecera. ¡De la nueva cervecera del recinto exterior…! —dije excitado, y por fin mi cerebro empezó a funcionar a toda velocidad—. Pero antes de que la construyeran, hace tres años, solían venir de la antigua cervecera que estaba fuera de los muros del castillo, junto a la taberna de La Peregrinación a Jerusalén. De modo que esto no es… un pozo…

Hanno se unió a nosotros junto a aquel hueco ancho.

—Éste era el camino por el que llegaba la cerveza al interior del castillo en los viejos tiempos. Fabricaban la cerveza en el horno de fermentación, la metían en barriles más pequeños, y luego los subían por este pozo para el consumo de los hombres del castillo. Pero ahora nadie lo utiliza. Se han olvidado de que existe, creo. Perfecto, ¿eh, Alan? Una vía de salida perfecta.

—¿Vamos? —dijo Robin con una sonrisa, señalando la cuerda que bajaba hacia la oscuridad.

Bajar por aquella cuerda con treinta kilos de metal sujetos a mi cuerpo casi me descoyuntó los brazos. Pero el descenso fue breve…, no más de seis metros. Pronto los tres nos encontramos de pie, con los corazones latiendo con fuerza por la fatiga, en un habitáculo de techo bajo, de unos cinco metros por cinco, excavado en la piedra arenisca debajo del muro sudeste del recinto superior, y del que salía un túnel en tinieblas que descendía en dirección este.

Robin, linterna en mano, encabezó la marcha. La luz de la vela bailoteaba y temblaba al reflejarse en la piedra amarilla de los muros, creando formas y dibujos fantasma les en su superficie rugosa, con guijarros incrustados, y a mi cerebro cansado y aturdido le parecía que el túnel es taba poblado por demonios, hadas y criaturas extrañas. Era difícil creer que sólo habían pasado unas horas desde que pateé la cabeza de Milo hasta convertirla en una masa sanguinolenta. Me pareció que había entrado en algún otro mundo, un lugar mágico. El túnel cambiaba de dirección una y otra vez, y vi que había varios pasajes que partían del tronco principal hacia destinos desconocidos en las profundidades de la roca sobre la que estaba construido el castillo. Un hombre podría perderse aquí, pensé, en este laberinto subterráneo. Y tal vez, después de perderse, entraría en un reino poblado por las hadas y nunca volvería a ser visto por unos ojos mortales.

Pero por fin acabó nuestro fantasmal y enrevesado descenso por el túnel, y me encontré con Robin y Hanno en una bodega larga y de techo bajo, también llena de barriles vacíos, pero en este caso en uso de forma evidente. Y no mucho rato después, una vez hubimos pasado por varias cuevas excavadas en la piedra arenisca, salimos de la oscuridad, y, al apartar una pesada cortina de piel, nos encontramos en la sala trasera de La Peregrinación a Jerusalén.

Cuando salí, parpadeando, a la taberna, me encontré con un panorama íntimo y familiar. Little John estaba sentado a una mesa junto al fuego con dos niños. Sin darse cuenta de nuestra presencia, tiró un par de dados, y los niños (un chico y una chica, los dos muy pequeños, de cabellos oscuros y grandes ojos de ciervo) dieron gritos de alegría al ver la mala suerte de John en el juego. Vi que el hacha de doble cabeza de nuestro amigo estaba apoyada como al azar contra la mesa, a su lado. En el otro extremo del mostrador, sin embargo, vi un espectáculo muy diferente. Los padres de los niños estaban de pie junto a los estantes en los que se alineaban las frascas, las tazas y las jarras de cerveza, mirando fijamente a John, inmovilizados por el miedo. Los conocía de vista a los dos: eran la joven pareja que llevaba el negocio de La Peregrinación…, y puedo jurar que nunca en mi vida he visto a dos personas más atemorizadas. La mujer se agarraba al brazo de su marido, y cada vez que Little John se movía, para recoger los dados, por ejemplo, y volver a tirarlos, ella se estremecía como si aplicaran a sus partes pudientes los hierros al rojo de sir Aymeric.

Al lado de la puerta que daba a la sala principal de la taberna, montaban guardia dos hombres altos, de caras hoscas, encapuchados y armados con espada y arco, hombres a los que yo conocía y que me saludaron con un gesto. Y el corazón me dio un pequeño vuelco. Estaba enormemente agradecido a Robin por rescatarme, por salvarme de la tortura y de una muerte segura, pero aun así seguían sobresaltándome sus métodos despiadados. Era evidente que había amenazado con matar a los niños de aquella pareja de buenas personas para asegurarse su cooperación. Y por más que fuera un modo muy eficaz de garantizar nuestra seguridad, aquella noche, al salir cargados con el botín de nuestra aventura en el castillo de Nottingham, no pude evitar un estremecimiento en mis huesos al darme cuenta del sufrimiento que Robin había infligido a aquellas personas decentes.

Dicho esto, nadie sufrió el menor daño, y pasamos parte de la noche en La Peregrinación a Jerusalén, en una alegre confraternización, con un festín a base de pasteles de miel, jamón y bayas en conserva regadas con cerveza, todo ello proporcionado por el asustado tabernero y su esposa, mientras Little John jugaba a las adivinanzas con los niños y los paseaba sobre sus hombros como si fuera un caballo. Eran criaturas encantadoras, de unos cinco o seis años, diría yo. Y para mi capote me dije que no sufrirían el menor daño, aunque eso significara cruzar la espada con Little John y Robin.

Pocas horas antes del amanecer, pregunté a Robin cómo había sabido que yo necesitaba ser rescatado. Y le di las gracias muchas veces por salvarme, con toda sinceridad, aunque algo borracho, porque he de admitir que la cerveza se me había subido a mi cabeza cansada y magullada con facilidad supina.

—Me lo dijeron los carros —contestó mi señor, mirándome satisfecho por encima de la espuma de una jarra de buena cerveza de La Peregrinación a Jerusalén—. Los carros que capturamos a las afueras de Carlton. No había plata en ellos. Nada en absoluto de algún valor. Aquellos enormes cofres de los tres carros, tan sólidamente atados y precintados por sir Robert de la Mare, estaban llenos tan sólo de arena y grava.

—Y así supimos que estabas metido en la mierda hasta el cuello, joven Alan —le interrumpió Little John—. Estaba claro: Murdac esperaba atraparnos con el señuelo de la plata, pero no estaba dispuesto a arriesgar el precioso metal. Supimos entonces que el juego se había acabado…, que, en el momento que metieras las narices en Nottingham, te echarían una soga al cuello.

—Enviaron a dos hombres aquí para arrestar a Hanno —dijo Robin—, pero no es hombre al que se pueda llevar mansamente al cadalso.

—Los maté a los dos, ¡pffft, pffft! —Hanno se pasó dos veces el pulgar por el cuello, y emitió un extraño silbido entre sus dientes mellados—. Luego saqué a
Fantasma
de los establos y hui hacia el norte, a Sherwood, tan deprisa como pude. Tuve suerte, porque di con el rastro de Robin ese mismo día.

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