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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (17 page)

BOOK: El hombre del rey
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De nuevo Murdac señaló con el dedo a mi señor.

—Proseguid —dijo el maestre. Se había producido un murmullo de interés en la iglesia ante las palabras acusatorias de Murdac. El obispo de Londres, al que podía ver directamente desde mi asiento, frunció la frente y pareció seriamente preocupado.

—El pasado mes de septiembre, en la víspera del día de la fiesta de los santos Cornelio y Cipriano, cuando yo me encontraba acampado pacíficamente en el exterior del castillo de Kirkton, parlamentando con la deshonesta condesa de Locksley para conseguir la devolución de mi hijo, el cual obra en su poder —miré de reojo a Robin, pero su expresión serena apenas se había modificado, aunque una ligera sonrisa aleteaba en torno a su boca; y, cosa extraña, esa sonrisa me produjo mayor temor que todas las amenazas que se estaban voceando—, fui atacado por un ejército de espíritus infernales. Primero hicieron caer del cielo una lluvia de fuego que abrasó a mis hombres hasta los huesos, y luego la caballería del diablo, encabezada por el heresiarca, el maligno Robert de Locksley, apareció como por arte de magia. Los corceles de Satán, hombres gigantescos con cabeza de garañones que respiraban fuego, arrasaron mi campamento y pasaron a cuchillo a mis hombres. Sólo debido a la bondad de Dios, y sin duda a la intercesión de los santos Cornelio y Cipriano, pudimos algunos de nosotros escapar con vida.

—¿Y juráis ante Dios que visteis todas esas cosas con vuestros propios ojos? —preguntó el maestre.

—Por mi honor —dijo Murdac—, y ante Dios Todopoderoso, lo juro.

Oí a Tuck dar un resoplido incrédulo entre dientes cuando Murdac volvía a su asiento, evidentemente satisfecho de su declaración.

—Bien hablado, sí señor, bien hablado —se oyó graznar al príncipe en el cuadrante norte de la iglesia.

El maestre susurró algo a uno de sus asistentes, que hizo una anotación en un pedazo de pergamino.

—Traed al acusado —entonó el maestre. Y cuando Robin hubo sido llevado de nuevo al centro del círculo, le preguntó—: ¿Qué tenéis que decir sobre ese asunto de los caballos demonios?

Robin hizo una aspiración profunda y se encogió de hombros, despacio.

—Es verdad… —dijo, e hizo una pausa, y a su alrededor todo el mundo tragó saliva—. Es verdad que Ralph Murdac estaba delante de mi castillo de Kirkton con muchos cientos de hombres armados. En contra de las leyes de la Iglesia y del edicto de su santidad el papa, estaba atacando mis propiedades mientras yo regresaba de Tierra Santa después de luchar en nombre de la cristiandad, para recuperar la tierra donde nació Nuestro Señor.

Un murmullo de aprobación recorrió la iglesia. Muchos de los hombres presentes habían combatido con ferocidad en Tierra Santa, muchos habían perdido allí a sus camaradas; de hecho, uno de los principales objetivos de los caballeros templarios era la defensa de Ultramar. Y la Iglesia
había
prometido protección a los caballeros y a sus propiedades mientras ellos estuvieran en la Gran Peregrinación. Robin se había anotado un punto, y en la iglesia todos lo sabían. Vi que el obispo de Londres empezaba a relajarse un poco; sonrió en nuestra dirección, e hizo gestos de asentimiento con su cabeza plateada.

—Cuando regresé de la Tierra Santa donde Nuestro Salvador Jesucristo predicó, muy maltrecho por las duras batallas contra los sarracenos —continuó Robin, explotando sin miramientos la ventaja conseguida—, me encontré con que Ralph Murdac había puesto sitio a mi castillo. Eran tantos los hombres buenos míos que habían caído en Oriente en defensa de las enseñanzas de Cristo, que me encontraba con tan sólo cincuenta almas cristianas capaces de presentar batalla a mis enemigos. Como no quería rendir mi familia y mis tierras a un perro bastardo que desprecia las leyes de la Iglesia, me vi forzado a recurrir a un subterfugio, a una treta.

»Las historias que ha contado este hombre sobre gigantes de cabeza de caballo que escupían fuego son bobadas, excusas de un cobarde —dijo Robin, que señaló al mismo tiempo a Murdac con un gesto del meñique de su mano izquierda, sin dignarse mirarlo—. Es verdad que hice rodar carros en llamas contra su campamento; y es verdad también que mis hombres llevaban máscaras de piel de cordero pintadas para que parecieran cabezas de caballo, para asustar a sus temblorosos soldados; pero no hubo en ello ninguna herejía, y es extremadamente ridículo imaginar que se convocara a los demonios. Rezamos a Dios Todopoderoso y a su único Hijo Jesucristo para que nos libraran de nuestros enemigos, y con Su ayuda y la fuerza y el valor de mis hombres, el enemigo, superior en número, fue derrotado.

Aquí calló Robin, y el maestre lo miró durante algunos segundos, a la espera de oír algo más.

—¿Podéis probar lo que decís? —dijo finalmente el superior de los templarios.

Robin me señaló.

—Llamo a mi leal vasallo Alan de Westbury como testigo de la verdad de lo que he dicho. Alan tomó parte en aquella acción, y es un buen cristiano que jamás consentiría implicarse en ningún acto contrario a las enseñanzas de la Iglesia. Ponte en pie, Alan. Adelántate y habla.

Caminé tan tranquilo como pude hasta el centro de la iglesia; sentía flojas las piernas y un hormigueo en las tripas, y era consciente de las miradas de más de treinta pares de ojos nobles. Pero mantuve alzada la barbilla, miré directamente al maestre, y declaré:

—Lo que ha dicho el conde de Locksley es tan verdad como el Evangelio para mí. No se convocó a caballos demonios, fue sólo una
ruse de guerre
, una treta para atemorizar al enemigo.

Se produjo un revuelo en toda la iglesia, y murmullos de aprobación. Sentí que la opinión de los allí reunidos se volvía en favor nuestro como una gran marea. Los hombres que se encontraban en aquel lugar eran en primer lugar y sobre todo guerreros, y muchos de ellos habían empleado en alguna ocasión estratagemas astutas para conseguir una victoria.

—Muy bien, podéis los dos regresar a vuestros asientos —dijo el maestre.

Cuando volvimos a ocupar nuestro sitio en el cuadrante sudoeste de la iglesia, Tuck resplandecía. Empezó a susurrarnos palabras de felicitación, pero Robin le interrumpió:

—Esto no se ha acabado, Tuck —dijo en voz baja mi señor—, ni mucho menos. Sólo ha sido el primer cruce de espadas.

—Solicito de sir Aymeric de Saint Maur que presente a este tribunal nuevas pruebas —tronó el maestre, y al mirar hacia mi derecha me di cuenta de que, como de costumbre, Robin tenía razón.

El caballero templario estaba puesto en pie junto a una criatura lisiada: un hombre medio desnudo y tendido sobre un costado, con las manos atadas a la espalda, que había sido golpeado y maltratado hasta un punto horrible. Tenía quemadas algunas zonas de la piel, en carne viva y supurando después de la aplicación de hierros al rojo…, y recordé con un estremecimiento las torturas que yo mismo había sufrido a manos de sir Ralph Murdac. Pero había algo en él que me sobresaltó más aún: tatuado en el pecho de aquel pobre hombre, y muy visible debido a sus brazos atados, vi un símbolo con la forma de la letra «Y». Yo conocía aquel signo, y sabía lo que significaba.

Mi mente retrocedió a una siniestra noche en el bosque de Sherwood, hacía ya cerca de cuatro años, y a un desgraciado no menos aterrorizado que el hombre que ahora se encontraba delante de mí: un hombre atado a una piedra antigua y muerto en una ceremonia demoníaca como sacrificio a un dios pagano. En la ceremonia se adoraba a Cernunnos, una deidad de los bosques, una figura que la Iglesia consideraba un demonio malvado. Robin había representado un papel importante en aquella ceremonia, y la adoración del demonio Cernunnos sin duda había de ser considerada como una herejía de la peor especie.

♦ ♦ ♦

Sir Aymeric de Saint Maur arrastró del pelo al desgraciado hasta el centro de la iglesia. Y el hombre se quedó allí llorando, ya fuera de dolor o de miedo, postrado en el suelo delante del maestre. Todos los presentes en el templo se inclinaron a la vez hacia delante para ver mejor.

—Este villano se llama John —empezó Aymeric, que hablaba, como lo habíamos hecho todos hasta ese momento, en francés—. En tiempos perteneció a la mansión de Alfreton, pero mató a un hombre y huyó de la justicia hace cinco años, para llevar una vida salvaje en el bosque de Sherwood. Se convirtió en un mendigo y un vagabundo…, y también en un adorador del demonio, como lo indica la señal que lleva en el pecho.

Aymeric señaló el tatuaje en forma de «Y». A mi lado, Robin se sentó un poco más erguido e inclinó la cabeza a un lado, dirigiendo al villano una mirada especulativa, aunque todavía asombrosamente despreocupada.

—Hemos tenido que hacer muchos esfuerzos para convencerle —siguió Aymeric, y dio al prisionero una patada salvaje que hizo que el hombre se retorciera en el suelo y ensuciara las losas de piedra con su sangre y el icor de sus quemaduras—, pero ha acabado por confesar sus fechorías. Y nos ha contado una historia muy interesante sobre el conde de Locksley.

Hubo un silencio absoluto en la iglesia; ni una tos, ni un roce de pies al moverse.

Sir Aymeric continuó, y su voz arrancó ecos del silencio:

—Este hombre asegura haber participado en una ceremonia diabólica en la Pascua de hace cuatro años, en la que un prisionero de guerra, un hombre de armas llamado Piers, al servicio de sir Ralph Murdac, que era entonces alguacil del Nottinghamshire, fue sacrificado a un demonio llamado Cernunnos por una conocida bruja de la localidad. Durante la ceremonia, Robert Odo, que se hacía llamar por aquel entonces Robin Hood, participó plenamente en el ritual sangriento y herético. Es más, este hombre asegura que fue poseído por el propio demonio Cernunnos.

Hubo carraspeos en toda la iglesia, y las miradas se fijaron ahora en Robin y nuestro pequeño grupo. Vi que el obispo de Londres sacudía su cabeza plateada y se mordía una uña. Parecía a punto de echarse a llorar.

—¿Es eso cierto? —preguntó el maestre, dirigiéndose en inglés al desgraciado postrado en el suelo—. ¡Tú, villano, ¿es cierto lo que dice sir Aymeric?! ¿Participaste en una ceremonia herética sangrienta en adoración a un falso dios en la que el conde de Locksley tuvo un papel protagonista?

El hombre tatuado exhaló un gemido de temor y balbuceó:

—Oh sí…, señor, por favor no me peguéis. Es cierto, palabra por palabra. Lo juro delante de Dios Todopoderoso, y de Jesús, José y María, y de todos los santos, por favor…

—¡Es suficiente!

Aymeric se agachó y golpeó con violencia al hombre en la cabeza, y el pobre infeliz se derrumbó en el suelo y volvió a sollozar en silencio.

—Lleváoslo —ordenó el maestre, volviendo a la lengua francesa: y el pobre hombre fue arrastrado y conducido a empujones por las escaleras de la cripta por dos forzudos sargentos templarios.

—¿Qué respondéis a esa acusación? —preguntó el maestre a Robin.

Mi señor se puso en pie.

—Está muy claro que ese hombre ha sido torturado hasta perder la cordura, y que diría cualquier cosa para mitigar sus penas. Por decreto de la Iglesia, por decreto del mismo Santo Padre, su testimonio no tiene validez en una inquisición —espetó, indignado—. Según la ley de la Iglesia, el testimonio de un hombre torturado no es aceptable. ¿No estoy en lo cierto, maestre?

El maestre consultó con sus dos asistentes. Hubo mucho revuelo de pergaminos y rollos consultados, y por fin uno de los asistentes susurró largo rato al oído del maestre. Por fin, después de muchos encogimientos de hombros y fruncimientos de frente, el maestre declaró en tono áspero:

—Al parecer, nos vemos obligados a rechazar el testimonio de ese villano. Hay claros indicios de que podría haber sido torturado, y en consecuencia su testimonio no es válido. Pero creo que vamos a oír más testimonios sobre la misma cuestión, a su debido tiempo. ¡Sir Aymeric, proceded!

Robin se encogió de hombros. Giró sobre sus talones y caminó hasta donde le esperábamos Tuck y yo, se sentó de nuevo, cruzó las piernas y empezó a mirarse las uñas de los dedos de la mano. Todavía parecía despreocupado acerca de aquel proceso.

Me maravilló su actitud, y estaba haciendo esfuerzos por imitarlo cuando oí decir al maestre:

—Llamen al siguiente testigo.

Durante la siguiente media hora, sir Aymeric de Saint Maur llamó al centro de la iglesia a una serie de hombres y mujeres pobres. Cada uno de ellos juró decir sólo la verdad, y después se les hicieron a cada uno de ellos dos preguntas sencillas en inglés: «¿Has visto alguna vez participar a Robert de Locksley en actos heréticos contrarios a las enseñanzas de la Santa Madre Iglesia?» Y, «¿has visto alguna vez participar a Robert de Locksley en un ritual que podría ser considerado una adoración de demonios?».

En cada ocasión, el testigo se adelantaba hasta el centro de la iglesia y balbuceaba su historia. Algunas eran simples fantasías de lunáticos, cuentos sobre que el conde de Locksley escupía y pisoteaba y orinaba sobre crucifijos en ceremonias secretas en las tinieblas de la noche, o que copulaba frenéticamente con un cabrón negro mientras los dos volaban por el aire; otras no eran más que relatos inocentes de cómo Robin había tomado el nombre de Dios en vano después de golpearse el pie con un guijarro del camino. Todas, hasta donde yo podía saberlo, eran falsas. Pronto quedó claro que los testigos habían recibido un buen pago. Un hombre llegó a dar las gracias a sir Aymeric delante del tribunal por la plata que había recibido.

Mientras se desarrollaba todo aquello, las mentiras, las fantasías y las acusaciones lunáticas, Robin mantenía una actitud impasible. En ocasiones se inclinaba un poco hacia delante para oír mejor el testimonio de un hombre o una mujer en particular, pero lo hacía a la manera de un anciano sacerdote benévolo que escucha la confesión absurda de uno de sus parroquianos. Alguna vez bostezó y se estiró, como si el espectáculo le aburriera.

Y Robin no era el único en el interior de aquella iglesia en parecer cansado de tanta pantomima. Vi que algunos de los caballeros sentados en torno a la nave redonda también bostezaban o charlaban en voz baja con sus vecinos. No parecían demasiado impresionados por las pruebas que los templarios habían acumulado contra mi señor. Cuanto más extraña y ridícula era la historia, más descendía la credibilidad del proceso para el auditorio. Me di cuenta con regocijo de que sir Aymeric de Saint Maur había pecado por exceso de celo en la preparación de la acusación. Estábamos ganando; contábamos con el apoyo tácito de los caballeros laicos, por lo menos, y muchos templarios valorarían por encima de todo los servicios prestados por Robin en Tierra Santa. El obispo de Londres nos sonrió amistoso desde el otro lado de la iglesia.

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