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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (13 page)

BOOK: El hombre del rey
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—No me gustas —dijo, y frunció el entrecejo. Tenía un marcado acento del sur, y era evidente que estaba muy borracho—. No me gustas lo más mínimo, ni tampoco tu amigo, ni ninguno de vuestra ralea —continuó—. Músicos,
trouvères
o como sea que os llaméis…, no sois más que vagabundos que vendéis cancioncillas vulgares, maricas melindrosos que laméis el culo a cualquier señor que quiera escuchar vuestra maldita basura.

El tabernero lo llamó desde el estante de las jarras, donde estaba dando brillo a un tanque metálico:

—Compórtate, Tom. Deja en paz al caballero músico. No queremos jaleos aquí.

El hombre grueso, que se llamaba Tom, al parecer, lo ignoró.

—No me gustas… —empezó otra vez. Yo tenía ya más que suficiente.

—¿Sabes una cosa? No creo que me importe una mierda lo que pueda o no gustarte —dije, mirándolo a los ojos—. De modo que, ¿por qué no te apartas de mi vista y te buscas un cerdo para que te folle…, uno que no sea muy remilgado sobre a quién se lleva a la cama?

Tom se inclinó más sobre mí, y su enorme bulto casi oscureció la escasa luz de aquel antro cochambroso.

—Escúchame, mariquita…

Y yo pensé: «Sí, esto servirá. Esto es lo que he querido toda la noche».

Mi espada estaba con el resto de mis pertenencias, en Westminster Hall, pero conservaba la misericordia oculta en la bota. De hecho, tampoco la necesité. Me limité a impulsarme hacia arriba, utilizando toda la potencia de mis piernas jóvenes, y disparado con la fuerza de un ariete mi cráneo fue a golpear su barbilla con una fuerza demoledora. Tom se tambaleó hacia atrás y yo, ya erguido, pivoté sobre las puntas de los pies y proyecté la cabeza hacia delante en un arco breve y preciso para aplastar su nariz con un segundo testarazo decisivo. Mi frente impactó en su cara como una piedra aplasta una rebanada de pan reciente. Perdió el equilibrio y cayó, escupiendo sangre y dientes, con una mirada de incomprensión aturdida en su fea carota, y yo solté un puntapié con mi bota derecha que fue a darle de pleno en la ingle. Se dobló sobre sí mismo, con un gemido de agonía. Di un paso atrás, levanté el taburete en el que había estado sentado y partí el pesado disco de madera en su cabeza. Se venció hacia delante como un árbol cortado, y se estrelló contra el suelo, en el que quedó tendido como un bulto inerme en medio de la suciedad, sangrando en silencio pero copiosamente por una brecha abierta en el cuero cabelludo.

Al levantar la vista, me di cuenta de que el tabernero me miraba boquiabierto. Intenté controlar el temblor de mis manos por mi repentino acceso de ira, busqué en la bolsa que colgaba de mi cinto y puse un puñado de monedas sobre el mostrador.

—Esto es por el vino y por el taburete —dije volviéndome hacia la puerta—. Y será mejor que le dé a ese buey un buen trago de cerveza cuando se despierte.

♦ ♦ ♦

Pensé que una noche de borrachera y jarana me harían sentir mejor acerca de Goody, pero no fue así. Al día siguiente, desperté con jaqueca y un profundo sentimiento de culpa. Esperé no haber matado al tal Tom en la pelea de la noche anterior. No merecía morir sólo por ser un patoso borracho.

Mencioné el asunto del bote con Goody a Marian aquel día, con la esperanza de que, como mujer que era, pudiera arreglar las cosas con mi joven amiga.

—Yo de ti no me preocuparía demasiado —dijo la condesa de Locksley, mientras compartíamos una cena fría en sus aposentos. Me había llamado para que cantara para ella, mientras Robin seguía reunido con la reina discutiendo la suerte del rey Ricardo. Marian tuvo que darse cuenta de que mi corazón estaba lejos de la música porque, después de haber ejecutado algunas de las
cansós
favoritas de mi repertorio, me invitó a dejar a un lado mi viola y a sentarme a su lado para cenar.

—Las muchachas de su edad pasan por una época difícil, entre la infancia y el florecimiento pleno como mujeres —me dijo—. Ya debería estar casada a estas alturas, la verdad, y tener niños que atender, pero como no posee ni tierras ni dinero, le resulta difícil atraer a pretendientes de valía.

—Pero es hermosa de verdad, tiene una cara preciosa… Seguro que hay muchos hombres interesados en ella —dije yo.

Marian me miró de reojo.

—Podrías componer una canción para ella —dijo—; al menos, si quieres que te perdone. Estoy segura de que le gustará, y sería una bonita manera de expresarle cuánto sientes lo ocurrido.

Pensé en ello, y me pareció una buena idea.

—Lo haré —dije—, pero…

Y en ese momento, la puerta de la estancia se abrió y un torbellino de pura energía sostenido por dos piernas rechonchas irrumpió a la carrera y se precipitó en línea recta sobre Marian con gritos alegres de «
Maman!
», perseguido por una nodriza de cara colorada.

—Siento tanto molestarla, señora —dijo ésta sin aliento—, pero se ha escapado mientras yo buscaba en el baúl de la ropa.

—No hay problema, Ysmay —dijo Marian, y aupó al pequeño Hugh a sus brazos, le acarició los cabellos negros y plantó un beso en su mejilla suave y pálida. Yo me levanté de mi escabel, y estaba a punto de excusarme y salir cuando la condesa me detuvo:

—Alan, ¿te parece…, cuando el tiempo mejore…, podrías arreglar las cosas para que Hugh y yo misma diéramos un paseo en barca por el río, contigo? No mucha gente, sólo unos pocos de nosotros. Tal vez tu amigo Perkin sería el más indicado…

Le dije que sería un placer organizarlo, hice una profunda reverencia y salí de la habitación.

♦ ♦ ♦

Tuve algo de suerte, y el día que elegí para la excursión en barca con Marian amaneció claro y soleado, y sorprendentemente cálido, casi primaveral a pesar de que estábamos aún a mediados de febrero. Nuestro grupo estaba formado por la condesa, el pequeño Hugh y su nodriza Ysmay, yo mismo, Perkin, y Tuck en su condición de capellán personal de Marian. Tuck se empeñó en cargar con una cruz de madera tan alta como él mismo. La cruz, además de símbolo sagrado y emblema de su oficio, le servía a mi corpulento amigo de bastón en el que apoyarse, ahora que estaba ya bien entrado en la edad mediana…, aunque no le gustaba que los jóvenes se lo recordáramos.

Yo hablé con el obispo de Londres, un hombre amable llamado Richard FitzNeal, que había acudido a Westminster con la intención de ofrecer consejo a la reina en aquella época de crisis, y le pedí en nombre de la condesa permiso para visitar su mansión de Fulham, pocos kilómetros río arriba. Se decía que los jardines eran de una belleza extraordinaria, y yo pensé que Marian disfrutaría viéndolos. El obispo Richard era un hombre espléndido, de más de sesenta años de edad pero aún vigoroso, y muy culto (su libro sobre la administración del reino era muy elogiado), y se sintió feliz al ofrecernos su mansión.

—Por supuesto, querido muchacho, por supuesto —dijo—. Avisaré con tiempo para asegurarme de que todo esté preparado a vuestra llegada. ¿No le gustaría a la condesa quedarse allí unos días? Yo estoy ocupado aquí con la reina, pero si a ella le apetece apartarse por un tiempo de la vida de la corte, en Fulham será bienvenida, durante semanas si ése es su deseo; hay montones de habitaciones, y nadie para ocuparlas salvo los criados…

Insistí al buen obispo en que sólo iríamos a pasar el día, el martes próximo, pero su generosidad me conmovió. Lo dejé dando órdenes a sus secretarios para que su gente en Fulham preparara a nuestra llegada un almuerzo suculento y los mejores vinos. Marian era muy popular en Westminster; su belleza, su encanto y, añadirían los cínicos, su amistad íntima con la reina Leonor, la habían convertido en el objeto de la adoración de toda la corte. Y al parecer, ni siquiera los obispos ancianos eran inmunes a sus gracias.

El bote estaba lleno hasta los topes cuando Perkin se apartó del pequeño embarcadero y él y yo ocupamos nuestros lugares a los remos. Era una tarea dura; mover todo el peso del bote cargado contra la corriente exigía una buena dosis de músculo y sudor por parte de mi amigo el chato y de mí mismo, pero yo era joven y fuerte entonces, y no me importó tener que remar río arriba. Eso haría más placentero el viaje de vuelta al atardecer, repletos de las viandas y el buen vino del obispo, cuando sólo tendríamos que dejarnos llevar por la corriente hasta Westminster, con el mínimo esfuerzo.

De modo que manejaba el largo remo de madera de pino vuelto hacia atrás, procurando sincronizar mi palada con la de Perkin, sentado a mi izquierda, cuando Perkin me alertó de la presencia de un pequeño barco negro. Mientras remábamos despacio por el río, en dirección sur en ese punto, Perkin se volvió hacia mí, me señaló con un ademán una forma oscura y baja situada detrás de nosotros y a un lado, en la misma parte este del río pero más cerca de la orilla, y me dijo en voz baja:

—Ese mamón se mueve de una forma muy rara. Va demasiado despacio para un barco de ese tamaño. Tiene que tener por lo menos diez remeros, pero no nos adelanta.

Tenía razón; aquel barco pequeño, bajo, con las bordas forradas de planchas metálicas y los costados ennegrecidos con brea, de un solo palo pero sin izar trapo de ninguna clase, iba propulsado por cinco remeros a cada lado, y sin embargo avanzaba a la misma velocidad que nosotros. De hecho, se diría que nos estaba acechando.

Al principio sentí sólo mera curiosidad, pero cuando hubo pasado media hora empecé a alarmarme. El río había girado hacia el oeste, y ahora nos encontrábamos muy cerca de la orilla norte, pero el barco negro seguía detrás de nosotros. Y la coincidencia era más evidente aún por la razón de que aquel día soleado y en aquella parte del río había muy poco tráfico acuático.

Estaba seguro ahora de que aquel barco nos seguía, y tan pronto como llegué a esa conclusión, el barco empezó a adquirir más velocidad y se acercó a nosotros por el lado más próximo a la orilla. Maldije mi decisión de no alquilar un bote más grande para nuestra excursión, porque en el pequeño esquife de Perkin no había sitio para una escolta mayor, y los únicos hombres a bordo en disposición de luchar éramos Tuck y yo mismo, aunque supuse que Perkin sabría desenvolverse en una situación crítica, pues llevaba una daga larga de aspecto impresionante colgada al cinto.

Volví la vista hacia Perkin, y me pareció que los dos habíamos tenido la misma idea al mismo tiempo. El joven barquero murmuró:

—Piratas de río. ¡Dios maldiga sus almas negras!

Yo estaba demasiado ocupado en remar con todas mis fuerzas y no pude responderle. Pero a pesar de nuestros esfuerzos, estábamos perdiendo la carrera.

El barco negro estaba ahora casi a nuestra altura, y se había colocado entre nuestro esquife y la orilla norte del Támesis, a un centenar de pasos del lugar donde se extendía a lo largo de la ribera la pequeña aldea de Chelsea desde la que el viento traía hacia nosotros el humo que salía de las chimeneas de docenas de cocinas. En la proa del barco negro pude ver agachados a más de media docena de hombres de aspecto fiero armados con espadas, bastones y lanzas, vestidos de cuero grasiento y con armaduras también de cuero, pero sin emblemas que anunciaran a quién servían. Nos miraban relamiéndose. Perkin y yo afianzamos los pies en las costillas de madera del suelo del bote y redoblamos el trabajo de los músculos de nuestras espaldas y nuestros brazos. El río giró de nuevo hacia el sur en ese punto, e intentamos cruzar hacia el otro lado, a un área pantanosa en la que se alzaba un pueblo llamado Battersea, en una pequeña isla.

El río tenía unos seiscientos metros de anchura en ese punto, y con la ayuda de Dios, si remábamos con todas nuestras fuerzas, esperaba poder llegar a las marismas salvajes de la orilla sur, y una vez allí intentar despistar a nuestros perseguidores o encontrar un escondite. Lo habríamos conseguido, además, de no ser por un factor: el viento. Soplaba directamente del norte y, cuando nosotros, en nuestro pequeño bote de remos, pusimos la proa hacia el sur, el barco negro izó una mugrienta vela blanca y sus remeros aumentaron el ritmo y viraron hacia el sur para seguirnos.

El barco se lanzó hacia nosotros con rapidez, cortando el agua como un gran pez oscuro. A pesar de que Perkin y yo forzamos al máximo nuestros músculos, no hubo manera de escapar. La charla alegre del bote había cesado, y todas las miradas estaban ahora fijas en nuestros perseguidores.

—¿Quiénes son esos hombres? —preguntó Marian con un hilo de voz, pero tranquila. Abrazaba al pequeño Hugh contra su seno.

—No lo sé, mi señora, pero al parecer vienen a por nosotros.

El barco negro estaba ya a menos de treinta metros de distancia y se acercaba cada vez más: los remos moviéndose al unísono, la vela henchida. La orilla sur distaba aún sus buenos ciento cincuenta metros; de hecho, estábamos plantados en medio del río. No había forma de dejar atrás al barco negro, de modo que dejé mi remo a Perkin, me puse en pie, me dirigí tambaleante hasta la popa del bote y desenvainé mi espada. Oí a Tuck venir detrás de mí, y pronto noté su mole tranquilizadora a mi lado. Perkin sujetaba su remo con las dos manos, jadeante, y el bote empezó a deslizarse con suavidad a favor de la corriente del río. Al acercarse el barco negro, observé a la media docena de rufianes apiñados en la proa: todos aquellos bastardos grandes y feos me sonreían. Uno de ellos incluso se estaba relamiendo.

Tuck levantó su pesada cruz de madera en la mano derecha extendida hacia el barco negro, como para detener el mal.

—¿Quiénes sois? —tronó a través del agua—. ¿Por qué molestáis a buenos cristianos que van pacíficamente a sus asuntos?

—Traemos una invitación para lady Marian y su hijo —dijo un bruto gordo de barba gris, armado con una espada herrumbrosa: era el que se relamía—. Está invitada a una corta estancia en la mansión de un noble amigo nuestro. Pasádnosla a ella y a su hijo y os dejaremos ir en paz. Os lo prometo.

—Ponle tan sólo un dedo encima y te haré picadillo el hígado para alimentar con él a los peces —le dije con toda la calma que me fue posible, aunque mi corazón se había disparado—. Eso es lo que te prometo yo.

Era muy consciente del hecho de que no llevaba armadura, sino sólo una delgada túnica de lana y el manto, ceñido con el cinto de la espada. Pero tenía un arma en cada mano, la espada en la derecha y la misericordia en la izquierda, y estaba decidido a enviar a alguno de aquellos bastardos al infierno antes de que se acercaran siquiera un palmo más a mi señora.

A mi espalda, oí decir a Marian:

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