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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (11 page)

Bernard se permitió saborear un instante más aquel momento de tensión, y puso a prueba la paciencia de mi señor hasta un límite casi insostenible antes de decir:

—El rey Ricardo ha sido hecho prisionero. Nuestro noble rey yace cargado de cadenas. Ricardo ha sido capturado por hombres malvados cuando viajaba de regreso a Inglaterra.

Otra pausa. Me di cuenta de que Robin estaba ahora realmente inquieto.

—¿Quién ha sido? ¿Quién le ha capturado? —preguntó Robin en tono frío. Su rostro era una máscara; jugueteaba con la empuñadura de su espada, y me pareció que, si la respuesta se demoraba tan sólo tres segundos, liberaría a Bernard de la pesada carga de su propia cabeza.

—¡El duque Leopoldo de Austria! Ahora languidece cargado de cadenas a la merced de su mortal enemigo.

¡En la mazmorra más profunda y oscura de Alemania!

Era
una terrible noticia. Desastrosa. Y pude perdonar a Bernard por haber retrasado al máximo su mensaje. La paz y la prosperidad de Inglaterra dependían de que Ricardo regresara con vida. Su heredero reconocido, su sobrino Arthur, duque de Britania, era sólo un niño de cinco años, y en todo el reino era cosa sabida que el hermano de Ricardo, el príncipe Juan, acechaba el trono. Si Ricardo moría en Alemania, en Inglaterra estallaría una guerra civil entre los barones que apoyaban al heredero legítimo, a pesar de su extrema juventud, y quienes preferían la decisión práctica de seguir a Juan, que parecía algo más capaz de imponerse en el campo de batalla. Se produciría un caos sangriento: todavía vivían ancianos capaces de recordar los días sombríos de la anarquía, cuando el rey Esteban y la emperatriz Matilda pugnaban por hacerse dueños del país. Fue una época de hambruna y de terror, con bandas de soldados que merodeaban y asolaban las tierras, incendiando casas y cosechas, robando la comida de las despensas, violando a las doncellas y arrasando los territorios enemigos.

—Esto va a resultar muy, muy costoso —dijo Robin.

Yo estaba absorto en mis pensamientos sobre la carnicería que desencadenaría una guerra civil, y tardé unos momentos en captar su idea. Pero poco a poco, comprendí. Ricardo era demasiado valioso como cautivo para matarlo, por mucho que lo odiara el duque Leopoldo. Su real persona valía un rescate regio. E Inglaterra se vería obligada a pagarlo.

—La reina Leonor reclama vuestra presencia: desea que vos y lady Marian os reunáis con ella en Westminster tan pronto como os sea posible —observó Bernard en el tono mesurado de un diplomático, muy distinto de la excitación con la que había dado la fatídica noticia de la prisión del rey Ricardo.

—Sin duda desea discutir lo que debemos hacer —dijo Robin—. Muy bien, iremos a Westminster. Sí, tenemos que hacer planes. Partiremos mañana al amanecer.

♦ ♦ ♦

Al día siguiente, cuando una pálida luz azul perfilaba las colinas del este y empujaba a la noche a la retirada, nuestra compañía cruzó a caballo la gran puerta de Kirkton y tomó el camino a Sheffield, en dirección este. Mientras cabalgaba al trote a través del portal, miré atrás y vi los rosados dedos de la aurora acariciando las formas siniestras que remataban dos largos palos colocados a uno y otro lado del portón; las cabezas cortadas de dos hombres de armas, empaladas en lanzas: dos antiguos hombres de Murdac que habían intentado desertar.

Aquellos hombres robaron algunos objetos, entre ellos una pequeña bolsa con monedas, saltaron en silencio los muros y se dirigieron hacia el sur en medio de la noche, a pie, probablemente esperando convertirse en proscritos o tal vez reunirse con sir Ralph en Nottingham. Cuando el robo y su deserción fueron descubiertos a la mañana siguiente, Hanno fue enviado con media docena de arqueros montados para perseguirlos y devolverlos al castillo: debían afrontar la justicia de Robin. El bávaro de la cabeza afeitada no tardó más de medio día en capturarlos, en un bosque vecino a Chesterfield, y regresó por la noche con los dos cuerpos atravesados sobre un par de caballos de carga. Un desertor había muerto en la refriega; fue el afortunado. Al otro hombre Robin lo colgó hasta que estuvo casi muerto, luego lo azotó con látigos de tralla metálica (los restantes hombres que habían formado parte de la hueste de Murdac fueron los encargados de llevar a cabo el castigo), y finalmente, con la piel colgando de su cuerpo en tiras ensangrentadas y con la sangre formando un charco a sus pies, lo hizo decapitar frente a una multitud burlona en el centro del patio del recinto. Las cabezas de ambos desertores fueron luego ensartadas en lanzas y expuestas a ambos lados del portón principal como terrible advertencia para cualquier otra persona que pudiera tener la intención de traicionar a Robin.

Al mirar atrás y ver aquella macabra exhibición, me estremecí, y no sólo por el frío de la mañana. Sus rostros habían sido picoteados por los cuervos en los últimos días, hasta dejarlos casi irreconocibles como hombres incluso. Y sin embargo parecían maldecirnos en silencio, odiarnos, lanzar un maleficio sobre nuestra partida de Kirkton.

♦ ♦ ♦

Cuatro días después teníamos a la vista la ciudad de Londres, un borrón sucio de humo en el horizonte meridional. Me pregunté si llegaría a percibir el hedor de veinte mil individuos dedicados a sus tareas apelotonados en unos pocos kilómetros cuadrados. Pero por fortuna no teníamos intención de entrar en aquel laberinto de calles tortuosas y casas abarrotadas de gente y rezumantes de humedad, en medio de la babel ensordecedora de la muchedumbre. Por el contrario, abandonamos Watling Saintreet, la gran calzada romana que habíamos seguido desde Coventry hasta el límite noroeste de la capital, y cabalgamos hacia el sur cruzando la soñolienta aldea de Charing y una serie de verdes campos y pequeños huertos a orillas de las aguas perezosas del Támesis, hasta una rica abadía benedictina habitada por sesenta monjes y ensombrecida por los altos muros de Westminster Hall, el enorme palacio de los reyes de Inglaterra.

Éramos un grupo numeroso, más de cincuenta personas en total, bien montadas y escoltadas por una veintena de hombres de armas de Robin y una docena de arqueros a caballo. Robin, yo mismo, Hanno y Tuck íbamos en vanguardia, en tanto que Marian, Goody, el pequeño Hugh y un par de nodrizas marchaban en el centro de la columna, protegidos de los elementos en el interior de un carruaje cubierto. Además de una fuerte escolta de soldados, Robin también llevaba consigo cocineros y panaderos, herradores, doncellas, criados y todo el personal necesario para realzar su dignidad de conde mientras era huésped de la reina Leonor.

Nos había llevado cuatro días cabalgar desde Kirkton hasta Westminster, alojándonos por las noches en los castillos de amigos y aliados, porque nuestro paso era más lento debido a los carros; y me alegré de haber llegado a nuestro destino. Mi caballo, un corcel gris al que di el nombre de
Fantasma
, que me había acompañado durante todo el viaje de ida y vuelta a Ultramar, había atrapado una piedra en el casco delantero derecho al salir de Saint Alban’s, y aunque se la quité en cuanto me di cuenta, todavía cojeaba. Yo temía que el casco se hubiera agrietado, y ansiaba llegar al refugio de un bonito establo tranquilo en el que
Fantasma
pudiera descansar y yo prestar la atención necesaria a su pata lastimada.

También me apetecía un poco de hospitalidad regia, y sabía que la reina Leonor no nos defraudaría. Cuando hubimos dejado las ropas empapadas y sucias del viaje en el dormitorio de la abadía para vestirnos con algo más adecuado para ser recibidos por la reina, cruzamos el camino y entramos en la gran mansión real, en la que fuimos recibidos por la propia Leonor de Aquitania. Había dispuesto un festín para nosotros, y nos atracamos de cisne al horno, lamprea guisada y jabalí asado, con pan blanco dulce, todo ello acompañado por un delicioso vino tinto ligero de Burdeos, unas tierras que formaban parte del feudo ancestral de Leonor. Cuando concluyó el festín y nos hubimos lavado las manos sucias de grasa, Robin, Tuck y yo fuimos conducidos a una cámara privada que se abría a un lado de la gran sala, mirando al río. Nos acompañaron otros dos invitados: Walter de Coutances y Hugh de Puiset, dos de los más leales partidarios del rey Ricardo en Inglaterra.

—Te agradezco que te hayas dado tanta prisa en venir, Robert —dijo la reina en francés, al tiempo que Robin se inclinaba para besar el anillo de su mano. Tenía una hermosa voz, profunda, rica y un poco aterciopelada, que provocaba un delicioso escalofrío de placer en el hombre que la escuchaba—. Sé que en este momento tienes tus propios problemas.

—Él es mi rey, majestad, con cadenas o sin ellas —respondió Robin en tono grave, en la misma lengua—. Él hizo de mí lo que soy, y no olvido su generosidad.

Leonor me sonrió.

—Y si no recuerdo mal, tú eres Alan Dale, el antiguo discípulo del bribón de mi
trouvère
, Bernard. Coincidimos en Winchester, si no me equivoco, en circunstancias bastante dramáticas.

Y me dedicó un gesto de complicidad y un guiño de sus brillantes ojos castaños. La belleza de la reina me dejó pasmado una vez más; debía de tener cerca de setenta años, pero seguía siendo esbelta y ágil, y su piel era tersa como la de una muchacha. También su memoria seguía siendo excelente. Se refería a una ocasión, tres años atrás, en la que yo había sido acusado públicamente de proscrito bajo su techo, un cuco metido en su nido podríamos decir, y arrojado sin contemplaciones a la mazmorra más lóbrega.

Me limité a hacerle una reverencia y musitar:

—Majestad, me honra vuestro recuerdo…

Y callé, por las dudas de si era o no adecuado hacer más comentarios de la humillación que sufrí en Winchester.

Robin me sacó del atolladero.

—Mi señora, ¿tendréis la amabilidad de compartir con nosotros las informaciones más recientes que os han llegado sobre el rey Ricardo? —preguntó.

—Sí, tienes razón, Robin… Vamos al asunto. Walter, ¿qué es lo que sabemos hasta ahora? —dijo la reina, dirigiéndose al eclesiástico de edad mediana, bajo y bastante grueso, que se había colocado a su izquierda.

El aspecto de Walter de Coutances no impresionaba, y el tono de su voz al hablar era monótono y sin inflexiones, propio de un estudioso criado entre el polvo de las bibliotecas, pero se decía de él que era el hombre más inteligente de Inglaterra, y sin duda era también uno de los más poderosos. Había sido canciller segundo bajo el viejo rey Enrique, que más tarde lo nombró arzobispo de Ruán. Cuando Enrique murió, Walter invistió a Ricardo como duque de Normandía, y también le ayudó a coronarse rey de Inglaterra tres años atrás. Yo lo conocía de vista, porque había acompañado a Ricardo a la gran peregrinación, pero el rey lo envió de vuelta a Inglaterra desde Sicilia para que lo representara en su ausencia, y de hecho nunca habíamos cruzado una sola palabra.

Walter carraspeó:

—La verdad es que no sabemos gran cosa —empezó—. Tenemos por seguro que Ricardo se embarcó en Ultramar en octubre del año pasado y que, como la mayor parte de Europa estaba cerrada para él, intentó dirigirse en secreto a Sajonia, en el este de Alemania, donde estaba seguro de ser recibido cordialmente por su cuñado, el duque Enrique. Creemos que desembarcó en algún lugar al este de Venecia, cerca de Aquilea, en la costa adriática…

Mientras Walter seguía informando con su tono seco, reflexioné sobre lo inconveniente que había sido para Ricardo crearse tantos enemigos entre los poderosos de Europa mientras tomaba parte en la gran cruzada. Además de pelearse con el rey Felipe de Francia y el duque Leopoldo de Austria, se había enemistado con Enrique VI, el sacro emperador romano, señor de Leopoldo y poseedor de la mayor parte de Italia, al firmar un tratado con Tancredo de Sicilia, una isla llena de riquezas que el emperador codiciaba. Al no poder pasar por Francia ni por Italia, a Ricardo no le quedaba otra opción que seguir el largo camino del este hacia su casa. Y al parecer, esa opción resultó nefasta.

—… Quería viajar en secreto —la voz de Walter zumbaba como el vuelo de un moscardón—, de modo que tomó la decisión, que se reveló después imprudente, de despedir a casi todos sus hombres y viajar disfrazado de caballero templario desde la costa norte del Adriático hasta Sajonia. No llegó muy lejos. Al parecer fue traicionado, o descubierto de alguna manera, en un… ejem, en un burdel. Temo mucho que su majestad posee un talento más bien escaso para actuar como lo haría un simple mortal, de modo que acabó siendo apresado por hombres del duque Leopoldo. Desde ese momento perdimos su pista, y ahora no tenemos idea de dónde se encuentra. Sin embargo, nuestros espías han interceptado una copia de una carta fechada el mes pasado, y enviada por el emperador al rey Felipe de Francia, en la que alardea de haber capturado al mismísimo rey Ricardo.

Walter rebuscó entre una pila de documentos colocados sobre la mesa que tenía frente a él, y extrajo un pergamino enrollado. Lo desplegó y leyó:

—«Dado que nuestra Imperial Majestad no duda de que vuestra Real Alteza se complacerá en todas las providencias de Dios que nos exaltan a nos y a nuestro Imperio, hemos considerado adecuado informaros de lo ocurrido a Ricardo, rey de Inglaterra, enemigo de nuestro Imperio y provocador de disturbios en nuestros reinos, cuando cruzaba los mares de regreso a sus dominios…»

La carta explicaba lo mismo que Walter acababa de contarnos, y concluía así:

—«Nuestro muy amado primo Leopoldo, duque de Austria, capturó al rey en una casa de mala reputación cerca de Viena. Ahora está en nuestro poder. Sabemos que esta noticia os llenará de felicidad».

—¡Apuesto a que sí! —exclamó Hugh de Puiset, un hombre bajo, nervioso e inquieto, que parecía demasiado excitable para ser un obispo—. ¡Debe de ser el hombre más feliz de la cristiandad! Y habréis observado que no hay alusión ni mención alguna al hecho de que los alemanes están violando la Tregua de Dios que protege a todos los caballeros cristianos que han luchado o luchan en Ultramar. Debemos protestar ante su santidad el papa, de inmediato: ¡la persona de un caballero que toma parte en una peregrinación santa, o que regresa de ella, así como todas sus tierras y propiedades, son sacrosantas! ¡Esto es un ultraje! ¡El emperador y el duque Leopoldo deben ser excomulgados sin tardanza!

Recordé las amenazas del templario a Robin, y me pregunté hasta qué punto le preocuparía a un emperador una excomunión; si Robin, un simple conde, podía permitirse ignorarla, ¿afectaría una sanción así a un gran monarca de Europa?

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