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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (15 page)

BOOK: El hombre del rey
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—Dios nos guiará en la buena dirección —dijo un abad con una sonrisa piadosa; no sabría decir si era el de Boxley o el de Robertsbridge. Me costaba distinguirlos.

No había más remedio que reclutar a un ayudante; un hombre con un conocimiento genuino del terreno, y también un dominio perfecto de la lengua local: Hanno.

Mi amigo de la cabeza rapada se sintió feliz de acompañarme en el viaje; para él era una oportunidad de volver a visitar su tierra natal, y tal vez de ver a algunos amigos y familiares. Y yo me sentí satisfecho de tenerlo con nosotros, porque era un maestro en muchos tipos de combate y, por más que no dudara de mi propia capacidad en ese terreno, me tomaba muy en serio mi papel de protector de los abades. Sí, Hanno sería valiosísimo a mi lado en una reyerta. Se reunió conmigo en los aposentos de Robin, y estábamos los tres discutiendo sobre los monasterios en los que podríamos encontrar alojamiento seguro durante el viaje, cuando la puerta se abrió de golpe y Marian entró impetuosa en la habitación. Era evidente que había llorado, y la cofia blanca sólo alcanzaba a cubrir parcialmente un moretón de feo aspecto a un lado de su cara magullada. En una mano sostenía un rollo de pergamino amarillo, sellado con cera y atado con una cinta roja: una carta. La otra mano la mantenía pegada a la espalda, fuera de nuestra vista.

—Ha llegado esto para ti —dijo Marian, y tendió el pergamino enrollado a Robin. Su voz temblaba de una emoción en la que se mezclaban la rabia, la esperanza y el miedo.

—Y con la carta ha venido… ¡esto!

Marian mostró la mano que había ocultado a su espalda: tenía en ella un zapatito azul, el zapato que yo había visto en el pie de Hugh cuando el barco negro se alejaba velozmente de nosotros, surcando las aguas pardas del Támesis.

♦ ♦ ♦

No llegué a leer aquella carta, pero su contenido quedó muy claro para mí aquella noche. A primera vista, se trataba de otra cortés invitación a Robin a presentarse en la nueva iglesia del Temple al día siguiente, el día de San Policarpo, para responder ante la Inquisición de las acusaciones presentadas por la orden del Temple de los cargos de herejía, adoración del demonio, blasfemia y otros actos malvados. No se mencionaba en absoluto al pequeño Hugh. Y sin embargo, el significado real del mensaje era muy claro. O bien Robin se sometía a la justicia de los templarios, o su hijo y heredero moriría. La carta requería a Robin que se presentara en persona, desarmado y con sólo dos asistentes, en la puerta de la iglesia del Temple al mediodía del día siguiente. El rostro de Robin carecía de toda expresión mientras leía la misiva. Luego miró a Marian y le tendió la carta para que la leyera ella. La cara de Marian, en contraste con la de Robin, se cubrió de palidez y preocupación, y empezó a mordisquearse el dedo meñique mientras lo miraba con ojos suplicantes. Robin dudó sólo un segundo, y luego sonrió. Fue una sonrisa radiante, cálida, confortante, una sonrisa amante que incluía una promesa solemne, y abrió los brazos de par en par, y ella cayó en ellos llorosa, pero esta vez de alivio. Estuvieron enlazados en un fuerte abrazo durante un largo rato, y sólo se oían los sollozos ahogados de Marian, que apretaba su rostro contra el cuello de Robin, mientras Hanno y yo intercambiábamos miradas incómodas.

—Bien —dijo por fin Robin, soltando a su condesa—. Parece que hemos subestimado a esa gente. Alan, sé tan amable de llamar a uno de los mensajeros de la reina. Creo que tendremos que redactar las condiciones para que suelten al chico, de modo que queden claras como el cristal.

Yo sabía en mi corazón lo que estaba haciendo Robin. Iba a poner voluntariamente su cuello en un dogal templario para salvar la vida de un niño pequeño, un niño que ni siquiera era su verdadero hijo. A pesar de todo lo que Robin había hecho en el pasado, a pesar de todos los pecados egoístas que había cometido, todavía estaba dispuesto a sacrificar su vida en un instante, a arder en la pira, una muerte horriblemente dolorosa y lenta, por amor a su esposa y a su hijo bastardo Hugh, la progenie de un enemigo.

No deberían haberme sorprendido los actos de Robin, porque para entonces lo conocía bien y comprendía a fondo sus puntos de vista. Me lo había explicado años atrás, poco después de que yo me uniera a su grupo de proscritos.

—Hay dos clases de personas en el mundo, Alan —me dijo—, los que forman parte de mi círculo, a los que amo y sirvo y que me aman y me sirven a mí…, y los que están fuera de ese círculo.

En su momento, me pareció tan sólo que me estaba haciendo una advertencia, pero más tarde me di cuenta de que me había explicado su doctrina personal. Robin había dicho después:

—Los que están dentro del círculo son preciosos para mí, y mientras ellos sean leales yo siempre les seré también leal y haré todo lo posible para protegerlos, incluso al precio de mi propia vida. Los que están fuera de ese círculo —se encogió de hombros— no son nada.

La manera como lo dijo me hizo sentir un escalofrío a lo largo de la espina dorsal.

Cuando pienso en los crímenes de Robin, en los actos de egoísmo y de crueldad que más me han horrorizado, procuro recordar que las víctimas de esas acciones siempre fueron personas que estaban fuera de su círculo encantado, o que le habían traicionado. Por quienes se encontraban en el interior del círculo, como Marian y el pequeño Hugh, e incluso yo mismo, daría gustoso la vida.

♦ ♦ ♦

Cabalgamos hacia el este por la Saintrondway, la carretera ancha que llevaba a Londres, en grupo: veinte soldados montados y con todas sus armas, espada, escudo y lanza, además de Robin, Tuck, yo mismo y Marian. Nuestro camino nos condujo hasta más allá de la casa del obispo de Exeter, que estaba cerrada y atrancada por encontrarse el obispo fuera de la ciudad, y cruzamos la verja del Templar Bar para desembocar en Fleet Saintreet. En la puerta del Temple, nos detuvimos en el exterior de la arcada redonda de la entrada, y un portaestandarte que llevaba la enseña personal de Robin, una cabeza de lobo negra y gris sobre fondo blanco, dio un toque de trompeta para alertar a los ocupantes de nuestra presencia, aunque no había estricta necesidad de ello porque yo ya había visto a un hombre cruzar a la carrera el patio exterior para informar a sus amos templarios de que habíamos llegado. El sol estaba en lo alto, como una pálida moneda de oro en el cielo gris de febrero, y aguardamos en silencio, con tan sólo el ruido ocasional de un casco de caballo golpeando el suelo, uno o dos relinchos y el ludir de las piezas metálicas de las bridas cuando los caballos movían la cabeza.

Mientras esperábamos, paseé la mirada hacia el este por la calle embarrada, más allá de varias chozas y viviendas dispersas, de una taberna y un horno de pan, hasta un gran edificio con las puertas abiertas, situado en el lado norte de la calle. Ardía allí un fuego poderoso bajo una gran campana metálica ennegrecida por el humo. Un hombre grande y musculoso con una cabellera de un rubio claro, y lo que parecía un parche de cuero cubriéndole un ojo, sacó una barra de metal del fuego y empezó a martillarla en un yunque colocado delante de la forja. El herrero estaba a medio tiro de flecha de distancia y de espaldas a mí, y sin embargo, al observarle arrancar tiras de acero anaranjado de la hoja de la espada a medio forjar con los poderosos golpes de su martillo, tuve la extraña sensación de que le había visto en alguna parte. Pero eso era imposible sin la menor duda, porque yo no conocía a casi nadie en Londres. En silencio esperé el momento en que se daría la vuelta para mirar en nuestra dirección, pero él siguió inclinado sobre el yunque, golpeando el metal al rojo mientras lo hacía girar con unas grandes pinzas. Eso en sí mismo tenía algo de extraño. ¿Quién no pararía de trabajar unos instantes y se volvería a ver un destacamento de caballería pesada con todas sus armas, detenido a tan sólo cien metros de distancia? Puede que estuviera totalmente enfrascado en su trabajo, me dije, o sordo por el continuo golpear de su martillo, y también medio ciego.

Muy pronto mi atención se vio apartada del industrioso herrero por la llegada a la puerta de un caballero templario, acompañado por seis forzudos sargentos vestidos con túnicas negras por encima de sus cotas de malla y armados con espadas y lanzas. Vi que el caballero era sir Aymeric de Saint Maur, el hombre al que había conocido en el castillo de Pembroke y que calificó a Robin de adorador del demonio. Y con su puño cubierto de acero sujetaba con firmeza el brazo de un niño que lloriqueaba.

Oí dar a Marian un grito agudo, y por el rabillo del ojo la vi deslizarse de la silla y correr hacia Hugh. Pero antes de que pudiera tocarlo y estrecharlo en sus brazos, sir Aymeric alzó una mano autoritaria, con la palma al frente, que la detuvo en seco. Pude ver entonces que uno de los sargentos sostenía un cuchillo junto a la garganta del pequeño Hugh.

—Rendíos y entregad las armas —dijo el caballero, por encima de la cabeza de Marian, directamente a Robin. Pero Robin ya estaba en movimiento, apeándose del caballo con una facilidad llena de gracia. Mi señor alzó los brazos por encima de su cabeza para mostrar que iba desarmado, y avanzó hacia la puerta del Temple. Yo me apeé de la grupa de
Fantasma
tan aprisa como pude, y Tuck y yo, los dos desarmados, fuimos a unirnos a Robin en la entrada al patio del Temple. Marian se abalanzó sobre el pequeño Hugh, lo besó y le murmuró mil ternezas, y apenas tuvo tiempo de dirigir a su marido una mirada de agradecimiento antes de que Robin, Tuck y yo nos viéramos rodeados por los hombres de armas de los templarios y nos adentráramos por el pasillo oscuro y estrecho que conducía al patio exterior del Temple.

Mientras nuestros pasos nos alejaban de Marian y Hugh y de los bien armados soldados de Robin, tuve la impresión de que estábamos cruzando las puertas del infierno: y todos pudimos oír el estruendo hueco de esas puertas al cerrarse a nuestras espaldas.

♦ ♦ ♦

El patio exterior del conjunto de construcciones del Nuevo Temple era un amplio espacio con suelo de tierra apisonada en el que aparecían dispersas algunas construcciones bajas de troncos y argamasa: un granero, una destilería, varios almacenes, barracones y alojamientos de criados. Del lado sur, se abría un huerto bien cuidado con manzanos y perales, que se extendía hasta un grupo de chozas y un muelle de madera sobre el río Támesis. Apenas llegamos a ver todo aquello, sin embargo, porque casi de inmediato nos hicieron girar a la izquierda y avanzar por una galería cubierta que corría en dirección este, por un costado de la mansión del gran maestre hasta la iglesia misma del Temple. Yo nunca había estado en su interior antes, y a pesar de mi angustia por Robin, me conmovió la grave belleza y la majestad de aquel edificio. Cruzamos la pesada puerta, forrada de hierro y rematada en un arco de medio punto, que se abría en el extremo oeste de la nave principal. Ésta, perfectamente circular y de unos veinte pasos de diámetro, estaba iluminada por la tenue luz del sol, de un amarillo pálido; se decía que había sido construida a imitación de la iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, el lugar donde fue enterrado Cristo y que, ay, a pesar de mi larga estancia en Tierra Santa, nunca tuve la fortuna de visitar.

Seis gruesos pilares negros formaban un anillo en el centro de aquel espacio, y soportaban un cimborrio circular. Dirigí la mirada hacia la cúpula del techo, bajo la cual seis amplios ventanales permitían filtrarse al interior la débil luz del sol de febrero. Bajo aquella cúpula, un par de docenas de hombres paseaban y hablaban en voz baja entre ellos; muchos llevaban las sobrevestes blancas con la gran cruz roja de los caballeros templarios al pecho, y otros iban vestidos con los ropajes más coloridos de nobles laicos. Algunos habían tomado ya asiento en el banco de piedra que corría a lo largo del muro exterior. En el cuadrante nordeste de la iglesia, pude ver a Richard FitzNeal, el canoso obispo de Londres, que se removía incómodo en su asiento.

Directamente frente a mí, estaba el presbiterio, una cámara rectangular de veinte metros de largo que se prolongaba más allá del espacio circular de la nave, y que albergaba el altar y un enorme crucifijo dorado con la figura de Nuestro Señor retorciéndose en su Pasión. Me santigüé y murmuré una breve plegaria, y enseguida nos condujeron a nuestros puestos en el banco de piedra, justo a la derecha de la puerta principal, junto a la pila, en el cuadrante sur. Robin tomó asiento en el centro, entre Tuck y yo mismo, y dos sargentos templarios se sentaron uno al lado de Tuck y el otro de mí. El resto de los soldados que nos habían escoltado al interior se desplegaron alrededor del perímetro de la iglesia, recostados en sus lanzas y dirigiendo de vez en cuando miradas ceñudas a nuestro pequeño grupo, con ojos estrechos de carceleros.

Yo miré a mi alrededor sobrecogido y maravillado ante aquellos muros que brillaban como gemas preciosas a la luz del sol, decorados con vívidas pinturas de Jerusalén y del templo del rey Salomón, con ricos tapices de hilo dorado, azul y escarlata, que representaban escenas de la Biblia, y con asombrosos relieves de rostros humanos tallados en el interior de las arcadas del muro interior, justo encima de los bancos de piedra. Algunos de esos rostros eran grotescos, otros amables, unos terribles, otros santos…, y todos parecían a la espera de presenciar el proceso que estaba a punto de comenzar.

Éste era el corazón vivo de la orden inglesa del Temple, un lugar de pureza y bondad y de fortaleza cristiana, y yo me sentí indigno de permanecer en el interior de un lugar así. Cerré los ojos de nuevo para rezar, y rogué a Dios que me infundiera fuerzas en el juicio inminente, y velara para proteger a mi señor de la ira justiciera de aquellos santos caballeros.

Un toque de trompetas interrumpió mis devociones, y cuando abrí los ojos los heraldos cruzaban el umbral de la puerta situada a mi izquierda, y sus trompetas se adornaban con gallardetes de los colores reales, rojo y oro. Un gesto del sargento templario nos indicó que nos pusiéramos en pie, y entró en la iglesia el mismísimo príncipe Juan, al parecer enfrascado en conversación con sir William de Newham, el maestre provincial inglés del Temple. Detrás de él venía sir Aymeric de Saint Maur, que charlaba con un compañero; el corazón me dio un vuelco, aunque no me sorprendió demasiado, al reconocer a sir Ralph Murdac en el compañero del caballero templario.

♦ ♦ ♦

El maestre, William de Newham, tomó asiento en el extremo este de la iglesia circular, en un imponente sitial de respaldo alto. Era un hombre grueso, de cara roja y aspecto irritable, con grandes ojos inyectados en sangre, y a cada lado se sentaron ahora sus dos asistentes, caballeros veteranos que actuaban como sus secretarios. Con el maestre, eran ellos los hombres que habían de juzgar ese día al conde de Locksley. Las grandes puertas de madera se cerraron de golpe, y dos soldados se quedaron tras ellas para que nadie estorbase la ceremonia, y otros apostados dentro con la espada desenvainada, para mayor seguridad de que los procesos de la inquisición no fueran interrumpidos. El príncipe Juan fue conducido a un lugar de honor, en la parte de la iglesia situada frente a Robin, Tuck y yo mismo (el lado norte), y al tomar asiento, de inmediato empezó a protestar y a pedir almohadones para aliviar la dureza del banco de piedra. Sir Ralph Murdac, después de unir su voz a la exigencia de más almohadones, con gritos a los sargentos templarios conminándoles a cuidar con más diligencia de la comodidad de su señor, por fin se sentó también y miró en nuestra dirección con una sonrisa burlona y llena de satisfacción.

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