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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (19 page)

BOOK: El hombre del rey
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Adam era un hombre estólido, honrado y poco dado tanto a manifestar sus emociones como a las fanfarronadas, pero conocía los ríos de Europa, según dijo, tan bien como cualquier inglés vivo. Estábamos en buenas manos, me aseguró Perkin; su tío era un marino experto, un piloto de primera clase, y el barco era tan robusto como su dueño. Sin embargo,
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no era una embarcación hermosa, y tampoco cómoda. Las condiciones de nuestro viaje empeoraron sensiblemente dos días atrás, al llegar a Frankfurt, cuando el barco quedó cargado hasta la altura del puente e incluso más arriba con troncos de árboles, dejando el espacio destinado al pequeño grupo de pasajeros reducido a la nada. Era la tercera carga que transportábamos: Adam había insistido en que, si él había de llevarnos en su amado barco por los ríos alemanes, nosotros a cambio teníamos que permitirle comerciar; al fin y al cabo, el suyo era un barco mercante. A mí no me desagradó el trato, porque el comercio nos ofrecía una buena tapadera, una razón de peso para viajar tan lejos de nuestra patria; y no me convenía que se aireara nuestro verdadero objetivo. Había muchas personas poderosas en las tierras que atravesábamos que podían estar interesadas en hacer fracasar nuestra misión.

Adam procuraba sacar una bonita renta de nuestro viaje: había cargado cientos de sacos de lana empaquetada bien prieta y sin tratar en un muelle más abajo de la Torre de Londres, y los había llevado, en una travesía de dos días muy agitada y desagradable, a los Países Bajos. En Utrecht, mientras los dos abades y yo hacíamos una visita de cortesía al obispo Balduino de Holanda en su gran palacio de la ciudad, Adam permaneció en los muelles ocupado en vender la carga y volver a comprar una nueva remesa de mercancía, con la que volvió a llenar el barco hasta las portas, en esta ocasión con piezas de buen paño flamenco.

La entrevista que Boxley, Robertsbridge y yo tuvimos con el obispo Balduino fue la primera de las muchas visitas que hicimos a los grandes príncipes de la Iglesia en los reinos germánicos, y a pesar de que no sentía ninguna simpatía particular hacia los dos venerables abades que tenía a mi cargo, pude comprobar lo acertado de enviar a aquellos respetables eclesiásticos a averiguar el paradero del rey Ricardo. A medida que nuestro barco seguía su lento viaje remontando el río Rin, nos detuvimos en Colonia, Coblenza y Maguncia, además de en otras muchas ciudades más pequeñas, y en cada ocasión pedimos alojamiento al abad de la localidad, o al obispo o arzobispo, y en cada ocasión, además de disfrutar de la lujosa hospitalidad debida a unos clérigos ingleses de alto rango, nos enteramos de algunas noticias recientes sobre la región…, y a veces también sobre el rey Ricardo.

Los cuatro monjes que acompañaban como sirvientes y secretarios a los abades no sólo nos proporcionaron una fuerza muscular que podíamos necesitar, sino que demostraron una gran habilidad en sonsacar información acerca de nuestro soberano. Aunque los prelados de mayor importancia solían mostrarse reacios a confiarnos los rumores relativos al paradero de nuestro rey cautivo, los monjes no se preocupaban tanto por la discreción cuando coincidían en el refectorio, el baño o el dormitorio, e intercambiaban chismes con los clérigos de menor categoría. Así conseguimos información valiosísima.

Poco después de dejar Colonia, cuando nos dirigíamos río arriba con un fuerte viento del norte impulsando nuestra torpe barcaza con una celeridad tan inesperada como bienvenida, uno de los monjes, un joven listo llamado Damian, vino muy excitado a contarnos que había averiguado dónde estaba el rey. Dos clérigos le habían contado en el claustro de la catedral que Ricardo estaba encerrado en el castillo que el duque Leopoldo poseía en Dürnstein, en Austria. Cualquier noticia sobre el paradero de Ricardo debería habernos animado a todos, pero mi sonrisa se torció cuando Hanno dijo que Dürnstein estaba muy lejos hacia el sur, junto al gran río Danubio y cerca de Viena. Para llegar hasta allí tendríamos que dejar a Adam y a Perkin en
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en el norte de Baviera, cruzar a caballo un enorme territorio boscoso y prácticamente desierto para llegar al Danubio, y una vez allí alquilar un barco que nos llevara río abajo hasta el castillo. La idea misma era desalentadora; incluso las incomodidades de aquella barcaza inglesa resultaban preferibles a aventurarnos en aquel vasto territorio desconocido.

Además, tenía otra razón para sentirme incómodo: días antes, mientras exploraba las calles de Colonia y deambulaba por los muelles concurridos del río viendo a los mercantes descargar sus exóticas mercaderías junto a la amplia franja resplandeciente de las aguas del Rin, me asaltó la extraña sensación de que me seguían. Cuando entré a rezar brevemente en la antigua catedral, ante la capilla que guarda las reliquias de los tres reyes que fueron los primeros en adorar al Niño Jesús, tuve la certeza de que, en medio de la multitud de peregrinos, unos ojos malignos me observaban. En cierto momento, paseando solo por un callejón oscuro cerca del mercado, percibí la presencia de enemigos a mi espalda con tanta intensidad que giré en redondo y desenvainé mi espada; como era de esperar, no había nadie y me sentí ridículo. Escudriñé las caras de la gente de las calles de Colonia buscando algún rasgo familiar, y encontré muchas veces facciones que me recordaron a personas a las que había conocido en Inglaterra, o que había encontrado en mis viajes a Oriente. Aunque, cuando volvía a mirarlas más de cerca, me daba cuenta de que nunca antes había visto a esas personas. En una de esas ocasiones, sin embargo, distinguí a una pareja de hombres medio ocultos entre la multitud, uno muy alto, el otro bajo pero enormemente grueso, y algo se agitó en mi memoria. Cuando volví a mirar, habían desaparecido.

Mis entrevistas con los caballeros locales en busca de noticias del rey Ricardo no tuvieron éxito. Con todo, pude enterarme de algunas buenas nuevas de la patria. Un caballero alemán al que conocí en el palacio del arzobispo de Colonia, y que hablaba torpemente el francés, me dijo que toda Inglaterra zumbaba como un enjambre de abejas al comentar la noticia de que un noble, famoso por ser un hereje confeso y un adorador del diablo, había escapado de la custodia de los caballeros del Temple en Londres. Ese mismo caballero, un santurrón con una cicatriz rosada en la mejilla y vestido con una sobreveste negra, me dijo que seis días antes el tal Robert Otto había utilizado sus poderes diabólicos para deshacerse de sus grilletes de acero al filo de la medianoche, y que había huido en compañía de un gigante rubio feroz que blandía una enorme hacha. Después se desvaneció en el aire, algunos decían que volando a lomos de un dragón, y así escapó el tal Robert del justo castigo a su herejía a manos de los templarios.

Mi humor mejoró con la noticia, por más que me llegara de una forma tan sesgada. Pero mi placer por la fuga de Robin recibió de inmediato un jarro de agua fría. El noble fugitivo, ese tal Otto, me dijeron, había sido excomulgado por la Santa Iglesia y, a petición del príncipe Juan, los jueces del Nottinghamshire y del Yorkshire lo habían declarado proscrito fugitivo. Un vasallo del príncipe, un tal Rolf Meurtach, en la pronunciación del caballero alemán, se había dirigido de inmediato al norte con un ejército de más de mil hombres leales al príncipe. Rolf encontró abandonado el castillo del tal Otto, y lo incendió y arrasó hasta los cimientos. Ahora el tal Otto era un fugitivo que luchaba para salvar su vida, y se ocultaba en el bosque hechizado de Sherwood, un lugar poblado por brujas, demonios y hombres salvajes, y el intrépido sir Ralf Meurtach sin duda había de sacarlo de allí y conducirlo muy pronto al lugar previsto para su ejecución.

Sonreí al oírlo, y el caballero alemán me miró extrañado. Aunque Robin hubiera abandonado Kirkton ante el avance de Murdac, en Sherwood distaría mucho de encontrarse desamparado. Había allí muchos hombres que lo ocultarían, lo alimentarían y lucharían hasta la muerte por él, de ser necesario. Sherwood era, como lo había sido durante muchos años, su hogar predilecto, su santuario espiritual, su fortaleza del bosque. Allí estaría totalmente seguro.

De modo que Robin volvía a ser un proscrito, pensé para mí, libre de las ataduras establecidas por la ley, e incluso por la moralidad común. Era una noticia muy mala para sus enemigos; ahora Robin era dos veces más peligroso para cualquiera que él considerara que le había traicionado.

Pero mi señor se encontraba muy lejos en Sherwood, y yo tenía que dedicarme a la tarea que me había sido asignada. Así pues, di las gracias al caballero, me despedí de él y me concentré en la cuestión más urgente: ¿Dónde estaba nuestro rey? ¿En qué punto de aquella enorme extensión de Europa se encontraba el rey Ricardo?

♦ ♦ ♦

Habíamos esperado que Ricardo fuera trasladado de una prisión a otra con cierta regularidad por el hombre que le había capturado, Leopoldo de Austria. Por un lado, el duque tenía que atender a un enorme patrimonio, y los grandes personajes tienen la costumbre de viajar por sus dominios para repartir la carga de su mantenimiento de una forma equitativa sobre los hombros de sus numerosos vasallos; y allí donde fuera el duque, iría también Ricardo. Pero había otras razones para llevar a Ricardo de una prisión a otra con cierta regularidad. Su rescate podía valer una gran cantidad de dinero a cualquiera que lo tuviera en sus manos, y si los amigos del rey, o sus enemigos, para el caso, no sabían dónde estaba, difícilmente podrían apoderarse de él. El rescate no figuraba entre nuestros objetivos, sin embargo; habríamos necesitado para eso un ejército poderoso, y nada podrían hacer seis clérigos y dos hombres de armas. Sólo queríamos encontrarlo y dar comienzo a las negociaciones que lo condujeran sano y salvo a su patria.

Si establecíamos contacto con Ricardo, podríamos garantizar que la reina Leonor, y la propia Inglaterra, formaran parte de las negociaciones para su rescate. El peligro estaba en que sus apresadores, el duque Leopoldo o su señor Enrique VI, el emperador, vendieran a Ricardo al rey Felipe de Francia. Si Ricardo languidecía en una prisión francesa, posiblemente azotado regularmente y pasando hambre, Felipe podría conseguir que nuestro rey le cediera una parte sustancial de sus posesiones en Francia, tal vez toda la Normandía, el Anjou, el Maine e incluso la propia Aquitania. Se encontraría a merced de su enemigo mortal. Y eso no era lo peor. El rey Felipe podía muy bien llegar a un acuerdo con el príncipe Juan. Yo podía imaginar fácilmente al príncipe Juan dispuesto a desprenderse de Normandía y los demás territorios franceses a cambio de una muerte discreta de Ricardo y el apoyo de Felipe para conseguir el trono de Inglaterra.

Sólo si conseguíamos encontrar a Ricardo y empezar las negociaciones, todos esos peligros podrían contenerse, aunque no desaparecerían del todo. Tal vez pudiéramos firmar un tratado con los alemanes, y salvar así la vida de Ricardo, impidiendo que cayera en las garras de Felipe y de su hermano Juan.

Un elemento jugaba a nuestro favor: Enrique VI se llamaba a sí mismo con orgullo Sacro Emperador Romano, heredero de los césares. Le agradaba pensar en sí mismo como el noble de más alcurnia de la cristiandad, el primer caballero y un gobernante sabio y benéfico para millones de cristianos. Y sin embargo, al capturar y mantener en prisión a un peregrino de regreso de Tierra Santa, estaba quebrantando una de las leyes fundamentales que había jurado mantener. Por más que en el otro lado de la balanza hubiera demasiado dinero en perspectiva como para dejar libre a Ricardo, posiblemente preferiría comportarse de un modo justo, honorable y cristiano, y permitir que el rey volviera con su propio pueblo a cambio de una recompensa sustancial…, antes que dejar a un héroe de la Guerra Santa en manos de sus enemigos. Fuera como fuese, todo dependía de que el paradero de Ricardo fuera conocido de forma pública. Si todo el mundo sabía dónde tenían preso al famoso rey Ricardo, y si diplomáticos ingleses de alta jerarquía estaban en contacto con él y entablaban una negociación pública con los alemanes para conseguir su libertad, a Enrique le resultaría mucho más difícil llegar a un trato discreto, más lucrativo y, desde nuestro punto de vista, más desastroso, con Felipe de Francia o el príncipe Juan.

A unos cien kilómetros río arriba de Colonia, en la ciudad fortificada de Coblenza, el entusiasta Damian volvió de una visita a los baños públicos con más noticias sobre el rey. Un monje le había dicho que, a mediados de febrero, Ricardo había sido trasladado a la fortaleza de Augsburgo, en el sudoeste de Baviera. Así las cosas, en aquel momento, mediado el mes de marzo, sentimos que nos acercábamos a nuestra regio preso. También fue reconfortante saber que, mientras navegábamos en dirección sur, Ricardo había sido trasladado más al norte por sus apresadores, acercándolo a nosotros.

Por fin pude ver el acierto del plan de la reina Leonor al enviarnos a remontar el Rin. Ese río anchuroso y de aguas lentas era la principal arteria de Europa, y no sólo por el poderoso torrente de agua que se precipitaba desde sus fuentes en las montañas suizas hacia el mar del Norte: también transportaba mercancías, gentes y, lo más importante para nosotros, información.

Hanno fue el siguiente en conseguir detalles del paradero de Ricardo. Una noche, mientras yo ejecutaba música compuesta por mí para el arzobispo de Maguncia, pulsando amorosamente mi viola en un lujoso festín dado en honor de los dos abades ingleses, Hanno se dedicaba a cultivar su amor por la cerveza en una taberna de un callejón de los suburbios de la ciudad. Dio la casualidad de que uno de los parroquianos del lugar tenía un primo soldado que trabajaba al servicio del duque Leopoldo, y contó a Hanno que el rey sería trasladado en breve a Ochsenfurt. Al principio, los abades se mostraron escépticos; después de todo, Ochsenfurt era sólo una ciudad pequeña y relativamente poco importante, un rincón rústico rodeado de inhóspitos bosques. Además, ¿cómo iban a saber unos soldados incultos y borrachos el paradero del rey? En cualquier caso, yo sí lo creí, y apelé a mi autoridad como jefe de la expedición para insistir en que la fuente de Hanno no mentía. Y así, después de acallar las protestas de los clérigos, nuestra barcaza abandonó las aguas del Rin en Maguncia y empezó a remontar con lentitud las aguas pardas del Meno en dirección a Frankfurt.

Una vez en Frankfurt, un lugar lleno de bullicio, repleto de cientos de mercaderes de todo el Sacro Imperio Romano decididos a hacerse ricos, con sus tiendas, sus almacenes y miríadas de tabernas, posadas, burdeles e iglesias que servían sus necesidades, todo ello apiñado alrededor de una catedral imponente, el abad Boxley (¿o tal vez fue Robertsbridge?) pudo confirmar lo que Hanno había avanzado con tanta seguridad varios días antes. El rey Ricardo, se le escapó decir al algo lerdo cillerero del obispo de Frankfurt, estaba en efecto en Ochsenfurt, a sólo dos días de camino remontando el río. Al parecer, habían pedido al cillerero que enviara allí varios barriles de su mejor vino, porque la ciudad albergaba en esos días a un huésped muy especial. Nunca llegué a averiguar cómo Robertsbridge (o Boxley) había conseguido sonsacar aquella información al cillerero, pero nuestros ánimos crecieron al saber que estábamos en el buen camino y nos acercábamos rápidamente al rey Ricardo.

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