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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (22 page)

BOOK: El hombre del rey
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Tenía la misericordia en la mano izquierda y la viola en la derecha cuando me atacó de nuevo; un tajo de revés en diagonal con la larga espada dirigida hacia el lado derecho de mi cabeza. Levanté la viola, y la espada se incrustó en ella, dejándome ileso pero con un amasijo de astillas y maderas que se aguantaban juntas gracias a las cinco cuerdas que colgaban de mi mano. Hurté el cuerpo al golpe siguiente, y salté sobre un tajo dirigido a mis tobillos cuando intentaba acercarme lo suficiente para utilizar la misericordia, y todo el tiempo sonaba la misma señal de alarma en mi cerebro, y cuando él se erguía después de su golpe abajo, yo salté adelante, le ataqué con la misericordia, una finta, y proyecté la viola rota hacia su cabeza. Él evitó la hoja con un gesto limpio y elegante, pero los restos del instrumento roto pivotaron en torno a su nuca y las cuerdas quedaron enredadas en su garganta. Entonces tiré. Él dejó caer la hermosa espada y se volvió; sus dos manos blancas y flacas volaron a su cuello para aflojar el cordaje que le estrangulaba. Yo solté a mi vez la misericordia y me lancé a su espalda, utilizando mi peso para derribarlo al suelo, al tiempo que mis manos retorcían la cabeza del mástil, de forma que las cuerdas de la viola se clavaran profundamente en su largo pescuezo en un hábil torniquete mortal. Luchaba por mi vida, con una mano en el mástil del instrumento y la otra en la panza rota. Él gorgoteó, sus ojos se hincharon, la lengua asomó por la boca como una maligna salchicha mientras su cuerpo pataleaba y se agitaba debajo de mí. Supe que estaba moribundo; todo lo que tenía que hacer era aguantar fuerte y apretar más y más las cuerdas de la viola…

Y entonces algo explotó en un lado de mi pecho, y oí el chasquido de los huesos mientras mi cuerpo se elevaba sobre el espadachín tendido y caía a un lado. Tendido sobre mi espalda, con el mástil sujeto aún y las cuerdas aún enredadas en el cuello del hombre, vi una forma gigantesca, redondeada como las piedras de un glaciar, apenas humana, que se erguía encima de mí. Supe que me habían pateado en las costillas como nunca antes lo habían hecho; pensé en la coz furibunda de un corcel enloquecido por el pánico. Y supe también lo que mi cerebro había intentado advertirme mientras luchaba con el espadachín: ¿Dónde está su amigo? ¿Dónde está el compañero gigantesco y musculoso al que vi junto a la fogata? Ahora ya lo sabía.

El ogro (porque no había otro modo de calificar a aquel individuo casi inhumano en esta tierra de Dios) levantó un pie enorme dispuesto a aplastar mis muñecas, todavía empeñadas en apretar las cuerdas que estrangulaban al hombre alto. Solté precipitadamente los restos de la viola, y retiré los brazos en el momento en que un tremendo pisotón aplastaba el suelo en el lugar en que habían estado un instante antes. Y juro que sentí retumbar la tierra bajo el impacto de aquella bota. Me aparté de la pareja rodando sobre mí mismo: el flaco, ahora arrodillado y tosiendo, tanteó en busca de su espada y se irguió de pronto, imposiblemente veloz, con la hoja reluciente en la mano; y el ogro se me echó encima con un brillo enloquecido en sus pequeños ojos porcinos. Parecía desarmado, pero al ver sus manos grandes como jamones apretarse y soltarse frente a él mientras avanzaba hacia mí, supe que, si dejaba que se cerraran sobre mi cuerpo, era hombre muerto. Mi misericordia había desaparecido, perdida en la pelea, y me avergüenza decir que no lo dudé un solo instante: di media vuelta y corrí tan deprisa como pude con mis costillas hundidas. Corrí como una liebre asustada hacia los árboles que se alzaban detrás de mí.

Con una espada en la mano no temo a nadie; pero desarmado contra un esgrimista de primera clase y una criatura monstruosa surgida de alguna pesadilla febril… En cualquier caso, basta ya de excusas pobres. Hui. Corrí para salvar la vida. El ogro me persiguió durante unos veinte metros, jadeando y gruñendo en mi cogote como un oso, pero el dolor y el miedo me dieron alas, y pronto lo perdí de vista en el espesor del bosque. Mientras corría, oí los gritos en alemán de una pareja de guardias en lo alto de las murallas. Y por encima de sus gritos rudos, pude distinguir las llamadas de mi rey, en buen y claro francés, pidiendo a gritos que le informaran de lo que había ocurrido debajo de la torre en la que estaba encerrado. Pero no tuvo respuesta de su leal súbdito. Yo necesitaba todo mi aliento para seguir corriendo.

♦ ♦ ♦

Mis magulladas costillas me daban un montón de problemas. Tantos, que descubrí que ni siquiera podía trepar por la cuerda con nudos, que aún colgaba del lado exterior de la tapia cuando llegué a Tuckelhausen media hora más tarde. Llamé en voz baja a Hanno, pero no hubo respuesta. Sin duda mi amigo dormía como un tronco en el blando heno. No tuve más remedio que intentar arrojar piedras por el agujero del techo, con la esperanza de que el ruido que hacían al rodar sobre las tejas y caer en el interior del establo despertaría a mi amigo. Por fortuna funcionó, y pronto vi su cabeza redonda y rapada asomar por el agujero del techo.

Hanno consiguió auparme al tejado sin demasiadas dificultades, y menos de media hora después me encontraba bebiendo de una jarra de vino y limpiándome el hollín grasiento de la cara, mientras contaba las noticias a mi amigo y él vendaba mi costado herido con largas tiras de tela bien apretadas.

Sintió una enorme alegría al saber que habíamos localizado por fin al rey Ricardo, pero lo alarmó el ataque contra mí de los dos asesinos desparejos.

—¿Quiénes son, Alan, y por qué quieren matarte? —me preguntó perplejo—. Si están al servicio del duque Leopoldo o del emperador Enrique, sin duda te arrestarán y luego te colgarán en la plaza por espía. ¿Qué significa esto?

—Son hombres del príncipe Juan —le contesté, y le expliqué que los había visto antes, delante de Kirkton, con un mensaje del príncipe Juan para sir Ralph Murdac.


Ach so
, pero ¿por qué quieren matarte? —preguntó mi amigo. Hanno era un maestro en el arte de moverse con sigilo, tanto a la luz del día como de noche; podía cazar y seguir el rastro de animales y hombres mejor que nadie que yo conociera. Pero no tenía precisamente una mollera privilegiada cuando se trataba de adivinar los motivos oscuros de los príncipes.

—El príncipe Juan no desea que se sepa en todo el mundo el paradero de Ricardo —le expliqué, procurando expresarme con la mayor sencillez posible—. Sin duda tiene espías en Westminster, y cuando le dijeron que partíamos con la misión de encontrar a Ricardo, él encargó a esa repugnante pareja de asesinos la tarea de asegurarse de que no lo encontráramos. Si en nuestro viaje desaparecíamos sin escándalo nosotros dos, y quizá también los monjes y los abades, ¿quién iba a saberlo? Podrían pasar semanas, meses incluso, antes de que se enviara otra embajada a buscar al rey. Y el retraso daría al príncipe Juan tiempo más que suficiente para llegar a un trato con Leopoldo.

—¿Volverán a atacarnos? —preguntó Hanno.

—No lo creo —contesté, aunque estaba muy lejos de estar seguro—. Pero debemos mantenernos alerta, y llevar cuanto antes a los abades a Ochsenfurt para que vean al rey y consten como una embajada oficial inglesa.

♦ ♦ ♦

De modo que, a la mañana siguiente, más o menos una hora antes del mediodía, me encontraba una vez más delante de la puerta de la barbacana, en el ángulo noroeste de la ciudad de Ochsenfurt, mientras Hanno chapurreaba con los centinelas y ofrecía una traducción pormenorizada de nuestros nombres y rango, y el motivo de nuestra visita. Me sentía muy distinto a la última vez que había estado delante de aquel portalón, unas horas antes. Los abades y yo íbamos vestidos con nuestras mejores galas; hábitos blancos de lana, báculos rematados con cruces de oro y en el caso de los clérigos, y en mi caso, una túnica escarlata con brocado de hilo de plata, más un elegante sombrero nuevo de lana gris. Puse todo mi empeño en tener un aspecto señorial mientras Hanno gruñía que habíamos venido a presentar nuestros respetos al duque Leopoldo de Austria, y a visitar a su ilustre prisionero el rey de Inglaterra Ricardo Corazón de León.

La pesada puerta de madera forrada de hierro se abrió despacio, y entramos en Ochsenfurt escoltados por un pelotón de diez hombres de armas cubiertos de malla de acero, cada uno de ellos armado con lanza y espada, y luciendo con orgullo el emblema de un buey rojo, símbolo de la ciudad, en el pecho de sus sobrevestes de un blanco inmaculado. Nuestra escolta nos condujo a través de las estrechas calles hasta el centro de la ciudad, y nos dejó en la antecámara de una gran sala, donde se nos ofrecieron refrescos, que rechazamos cortésmente, antes de ser llevados a la gran sala y conducidos ante el duque Leopoldo, leal vasallo del emperador Enrique, gobernante de la mayor parte de los territorios del sur de Alemania, antiguo peregrino a Tierra Santa…, y enemigo mortal de nuestro buen rey Ricardo.

Leopoldo era un hombre alto, moreno, de rostro de halcón, con ojos que relucían como piedras de azabache. Escuchó con atención el discurso que pronunció en un latín elegante el obispo Boxley; el duque asentía y sonreía de vez en cuando, y nosotros esperábamos mientras un clérigo obeso enfundado en una túnica con ribete de piel traducía el discurso al alemán.

Habló un rato en su lengua nativa, al parecer dándonos la bienvenida a sus tierras, y luego oí a Hanno tragar ruidosamente saliva, a mi lado. El clérigo obeso tradujo sin dilación:

—Mis nobles señores —empezó el clérigo en un latín con fuerte acento—, el duque os da la bienvenida a su palacio y a su feudo. Si es vuestro deseo, podéis permanecer todo el tiempo que deseéis en los dominios del duque, bajo su protección, y reposar después de vuestro largo viaje. Su Gracia se complace de contar con la compañía de un grupo tan distinguido de peregrinos, y considera un honor vuestra presencia en su mansión —siguió diciendo el sacerdote—, pero… —Aquí el hombre hizo una pausa y carraspeó—. Pero Su Gracia teme que os haya traído a este lugar algún malentendido. Su Gracia no tiene ninguna noticia del rey de Inglaterra, y es seguro que el noble Ricardo Corazón de León no se encuentra en estos momentos en los confines de la ciudad de Ochsenfurt.

Aquella mentira descarada nos dejó boquiabiertos y en silencio.

Robertsbridge empezó a hablar, dirigiéndome miradas furiosas entre frase y frase:

—Vuestra Gracia, sabemos por fuentes seguras —volvió la cabeza para mirarme—, mejor dicho, hemos recibido algunas indicaciones de que el rey Ricardo podría estar prisionero dentro de estos muros, a la espera de ser rescatado por sus leales amigos.

El sacerdote tradujo, y el duque respondió por su mediación:

—Estáis en un error. El ilustre rey de Inglaterra no se encuentra en esta ciudad. Temo que hayáis sido víctimas de una broma, tal vez de la travesura de un monje con ganas de divertirse un poco. Puedo aseguraros, por mi honor, que vuestro rey no está en Ochsenfurt.

Capítulo X

L
os abades estaban indignados, furiosos incluso, y Robertsbridge llegó a acusarme de haberme inventado toda la historia, o de haberla soñado en un estupor de borracho. Les informé en un tono helado de que mis costillas rotas eran reales, que me dolían considerablemente aquella mañana y que mantenía todo lo que les había dicho sobre mis aventuras de la noche pasada. Luego pedí, por medio de Hanno, que los hombres de armas de Ochsenfurt nos llevaran a la tercera torre, en el ángulo sudeste de la ciudad. Inmediatamente.

Por increíble que pueda parecer, obedecieron mis órdenes. Mientras todo nuestro grupo trepaba por la estrecha escalera en espiral, y los cuatro monjes y los dos abades bufaban y jadeaban detrás de mí, supe con una certidumbre amarga que la habitación del piso alto estaría vacía. Y así fue.

Era una habitación circular, de techo alto, sin apenas muebles: un catre estrecho, una mesa y un taburete. Nada más. La puerta muy gruesa, lo vi al entrar, tenía el cerrojo por el lado de fuera, y no por dentro de la habitación. El suelo de madera estaba ligeramente húmedo, y no había en él rastro de polvo. Parecerá extraño, pero me alegré al verlo: la habitación había sido limpiada aquella misma mañana, y el suelo fregado a conciencia. Y a pesar de saber que no había soñado mi encuentro de la noche anterior con Ricardo, me satisfizo tener aquella prueba, si puede llamarse prueba a un suelo húmedo. Alguien, sin duda nuestro buen rey Ricardo, estuvo preso en esta habitación hasta pocas horas antes, y desde entonces alguien se había tomado la molestia de borrar las huellas de su presencia en aquel lugar.

Cuando se lo expliqué a los abades, no parecieron muy convencidos. Pero no llegaron tan lejos como para llamarme mentiroso en la cara. Bajamos todos en tropel las escaleras, y fuimos escoltados por los hombres de armas de Ochsenfurt hasta nuestros aposentos, en una gran casa municipal de madera situada frente a la iglesia de Saint Michael, en el centro de la ciudad, destinada a alojar a caballeros de alto rango.

Nos reunimos cabizbajos en torno a la larga mesa de la sala, y mientras los monjes jóvenes se ocupaban en servirnos pan, queso y vino de la bien provista despensa, yo meditaba sobre lo que haríamos a continuación.

De pronto, levanté la cabeza de mi copa de vino y pregunté:

—¿Dónde está Hanno?

Nadie lo sabía. No recordé haberle visto desde que salimos de la gran sala en la que nos había recibido el duque Leopoldo. Tradujo mi petición de que los hombres de armas de Ochsenfurt nos llevaran a la torre, pero nadie sabía qué había sido de él a partir de ese momento. No me preocupé demasiado, sin embargo, a pesar de la amenaza de los dos asesinos. Sabía que mi astuto amigo el cazador era muy capaz de cuidar de sí mismo. Probablemente, sólo había querido tomarse un rato libre para explorar Ochsenfurt, beber la cerveza local y hablar en su propia lengua durante unas horas.

No necesitábamos a Hanno para nuestras discusiones. Por otra parte, había poco que discutir; estábamos en blanco sobre cómo actuar a continuación. Robertsbridge era partidario de volver a hablar con el duque y amenazarle con la excomunión si no nos revelaba el paradero de Ricardo. Boxley, según me parece recordar, sólo quería volver a casa. En cuanto a mí, la perspectiva de presentarme ante la reina Leonor con la noticia de que había cantado alegremente a dúo con su hijo pero no me habían permitido hablar con él y me habían despedido con una mentira obvia, era impensable. Argumenté que, puesto que sus dos sicarios rondaban por las cercanías de Ochsenfurt, era fácil suponer que el príncipe Juan estaba en connivencia con el duque Leopoldo sobre la cuestión del rescate de Ricardo. La única conclusión posible era que Leopoldo tenía intención de vender a nuestro rey al príncipe Juan o al rey Felipe de Francia. Como no podíamos impedir que tal cosa sucediera, nuestra mejor opción consistía en seguir en Ochsenfurt hasta que el duque intentara sacar de allí a Ricardo, en cuyo momento podría sernos más fácil establecer contacto con él.

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