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Authors: Angus Donald

Tags: #Aventuras, #Histórico

El hombre del rey (30 page)

—¿Te ha forzado este hombre? —le pregunté, procurando mostrarme tan amable como podía en aquellas circunstancias.

Ella sacudió la cabeza.

—No señor, no era eso. Alfie y yo sólo estábamos… dándonos un revolcón, se podría decir.

Envainé mi espada y me aparté del hombre semidesnudo tendido en el suelo del establo, sintiéndome el mayor tonto de toda la cristiandad.

—Ah…, bueno, ya veo… —Sentía un calor cada vez mayor en las mejillas, y no se me ocurría ninguna forma digna de acabar aquella escena—. Bueno —repetí—, en ese caso podéis…, continuar…

Y ruborizado como una granjera de catorce años, me fui lejos del establo y de sus regocijados habitantes en busca de la seguridad de la mansión.

Mientras cabalgábamos de regreso a Nottingham al día siguiente, el humor de mis hombres había cambiado del odio al ridículo: no fue un viaje agradable para mí, tuve que oírme falsos gritos amorosos procedentes de mis hombres, y risitas ahogadas durante veinticinco largos y lentos kilómetros. Puede que hubiera sido mejor colgar a aquel soldado, después de todo. Me habría evitado un buen bochorno. Pero regresamos al castillo con las alforjas llenas de plata y de oro, después de parar en dos parroquias más en nuestro camino de vuelta. Y cuando entregué el botín al escribano encargado de guardar el tesoro del príncipe Juan en los subterráneos de la gran torre, recibí una alabanza de aquel hombre por la cantidad de plata que habíamos conseguido. El mismo príncipe Juan me hizo una seña amistosa aquella noche, en la gran sala, mientras cenábamos. Era evidente que estaba satisfecho de mi regreso con la recaudación, porque otro de sus grupos de recaudadores no lo había hecho: al parecer, al cruzar el bosque de Sherwood, un grupo de arqueros encapuchados, dirigidos por un gigante rubio que blandía un hacha de doble cabeza, les había robado todo el dinero.

Mi antiguo camarada sir Nicholas de Scras me contó la historia al día siguiente. Estaba de visita en Nottingham con mensajes para el príncipe Juan, y confieso que me complació ver una cara amistosa en aquel castillo repleto de sicarios y matones.

—La coordinación fue impecable —me aseguró sir Nicholas mientras compartíamos una jarra de cerveza y un bol de pescado guisado poco apetitoso delante de un brasero, en uno de los pabellones para invitados del recinto medio—. La banda de ladrones de Locksley esperó a que los hombres del príncipe Juan acabaran de reunir el dinero antes de asestar el golpe, y puedo asegurarte que los recaudadores habían trabajado a conciencia, sus alforjas contenían casi cinco libras de plata. Los hombres de Juan pasaban por un desfiladero estrecho cerca de Hucknall, cuando apareció una veintena de arqueros que lanzaron una lluvia de flechas contra la columna de soldados. Fue una matanza, según cuentan. Hombres y caballos traspasados como acericos. Sólo dos hombres escaparon con vida —siguió contando Scras—, y uno de ellos está moribundo. El príncipe Juan está furioso. Empezó a echar un poco de espuma por la boca cuando se enteró de la noticia, como le ocurría a su padre, y su capellán y los caballeros de su séquito tuvieron que llevárselo. No exagero, lo juro; lo vi con mis propios ojos.

Todavía sonreía con placidez al recordar la ira destemplada de su real amo cuando sir Ralph Murdac se acercó a largas zancadas a nuestra mesa.

—De modo que es eso lo que andabas espiando —me dijo el hombrecillo, con una mueca de sus labios rojos.

—Sir Ralph, qué alegría veros de nuevo —dijo sir Nicholas, que se puso de pie con agilidad para saludarlo—. ¿Os unís a nosotros? ¿Cómo sigue la buena lady Eve, vuestra deliciosa nueva esposa? Rebosante de salud, confío.

Ralph Murdac lo ignoró, tenía clavados en mí sus ojos llenos de furia.

—Sabes dónde está, ¿no es cierto?

—Perdonadme, ¿dónde está quién?

—No juegues conmigo, sucio jodido campesino. Sabes dónde está, ¿verdad? El maldito conde de Locksley… Tú pertenecías a su siniestra banda de ladrones no hace tanto tiempo, lo recuerdo muy bien, y aunque hayas sido expulsado como traidor de su jodida banda de rebanapescuezos, estoy seguro de que sabes muy bien dónde encontrarlos.

—No tengo la menor idea de dónde se encuentra el conde en este momento. Ni le he visto ni he hablado con él desde el juicio de la Inquisición en la iglesia del Temple. Es un hombre desesperado, fugitivo, un proscrito, y no puedo deciros dónde se encuentra. Sí puedo, en cambio, deciros esto: si volvéis a llamarme «sucio jodido campesino», os cortaré esa piltrafa arrugada de cartílago inservible que os cuelga entre las piernas y os lo haré comer a la fuerza. ¿Me oís, Murdac?

Me había puesto en pie de un salto, y tenía ya la espada a medio desenvainar, y la mano de Murdac buscaba la daga sujeta a su cintura cuando sir Nicholas se interpuso entre nosotros.

—Quietos los dos, amigos míos —dijo en tono apaciguador—. Haya paz. No conviene hablar a la ligera. Por supuesto que Alan no sabe dónde se encuentra Locksley, sir Ralph. No lo sabe nadie, a excepción de los proscritos que lo acompañan. Y no hay necesidad de palabras fuertes…, por parte de ninguno de los dos. Sentémonos y tomemos juntos una copa, y todo se resolverá.

Sir Ralph no dijo nada; se limitó a dar media vuelta sobre sus talones y a alejarse: el hombro izquierdo más alto que el derecho, las zancadas largas y rebosantes de una furia frustrada.

—Realmente es un patán maleducado —comentó sir Nicholas cuando el antiguo alguacil del Nottinghamshire estuvo fuera del alcance de su voz—. Muy leal al príncipe, según me han dicho. Pero en absoluto un temperamento agradable.

Me encogí de hombros y no dije nada. Pensaba en el día en que tendría libertad para matar a sir Ralph Murdac. Aunque, en lo que a mí respectaba, ese día no llegaría en ningún caso demasiado pronto.

—¿De modo que no sabes dónde está, dicho sea de pasada? —preguntó sir Nicholas con voz amable—. Nos pondría más fáciles las cosas a todos.

—Me temo que no —respondí. Y era cierto—. Cuando estuve con él, Robin tenía más de una docena de escondites repartidos por los condados de Nottingham, Derby y York. Cabe esperar que ahora disponga de unos cuantos más. Tiene muchos amigos en Sherwood. Podría estar prácticamente en cualquier lugar; incluso en la ciudad de Nottingham. No tengo ni idea.

—Y si supieras dónde está Robin —dijo sir Nicholas despacio, pero todavía en el mismo tono amable y razonable—, nos lo dirías, ¿verdad? Me refiero a que, a veces… bueno, todos sentimos el tirón de las antiguas lealtades. Aunque el pasado es el pasado, y es mejor ser honesto en estas cuestiones. Sin embargo, algunas personas creen que no te sientes del todo a gusto sirviendo al príncipe Juan…

—No sé dónde está Robin. —Miré directamente a los ojos de un verde turbio de sir Nicholas de Scras. Y dije despacio y con voz clara—: Juro por Nuestra Señora, María, madre de Jesucristo, que no sé dónde se esconde Robert de Locksley. ¿No me crees?

—Claro que te creo. Pero es mejor asegurarse. Por cierto, ¿te he hablado de la nueva esposa de Ralphie Murdac? Se llama Eve. Es hija de sir John de Grey…, y es absolutamente enorme. ¡Gorda! Grande como una casa. Debe de pesar por lo menos el doble que él. Pero su dote incluye algunas propiedades apetecibles: el feudo de Saintandlake en Oxfordshire es suyo, lo heredó de su padre. Y ahora, supongo que Murdac lo administra en nombre de ella. Aunque tendrías que verla, Alan. ¡Enorme, ya te digo!

—Dios mío —dije, y sonreí a mi amigo—, ¿te imaginas al pequeño Ralphie Murdac practicando la escalada en el cuerpo de esa doña Eve? ¡Debe de ser como un ratón de campo copulando con una vaca lechera!

Y nos reímos de buena gana, pero sin mirarnos a los ojos el uno al otro.

♦ ♦ ♦

Durante el resto de la primavera y a lo largo de todo el verano de aquel año agotador, recaudé impuestos de las buenas gentes del Nottinghamshire, de ricos y pobres, de iglesias y tabernas, de herreros y mercaderes, aparentemente con la intención de reunir fondos para el rescate del rey Ricardo… aunque pocas personas en el castillo de Nottingham mencionaron a nuestro rey cautivo durante aquellos meses calurosos. El príncipe Juan viajó mucho en esa época; visitó sus restantes castillos en Inglaterra, Tickhill, Lancaster y Marlborough, y, según susurraban algunos, hizo escapadas secretas a Francia, Normandía y los Países Bajos con el fin de reclutar a caballeros y alquilar mercenarios bajo su bandera. Sir Ralph Murdac fue nombrado alcaide del castillo de Nottingham por su real amo, y un caballero llamado William de Weneval fue designado como su lugarteniente. Yo me aparté cuanto pude del camino de Ralph Murdac; tenía miedo de perder los estribos y atacarle movido por un impulso repentino. Cuando no recorría la región recaudando plata, pasaba todo mi tiempo libre con Hanno.

Practicábamos juntos la esgrima todas las mañanas, explorábamos el castillo durante el día, y nos dedicábamos a nuestras cosas por las noches, visitando de vez en cuando La Peregrinación a Jerusalén, una taberna laberíntica excavada en la roca arenisca sobre la que se alzaba el castillo, cerca del recinto superior, por el costado sur. Era un lugar acogedor con una clientela alegre, y Hanno y yo hicimos amigos allí. En tiempos, antes de que el castillo de Nottingham fuera reconstruido y ampliado por el rey Enrique, La Peregrinación había suministrado cerveza a toda la guarnición. Pero su posición actual fuera de las murallas implicaba que, en caso de asedio, el castillo se quedaría sin el crucial suministro de cerveza. En consecuencia, se había construido una nueva, dentro del recinto exterior, donde quedaba mejor protegida, y la clientela de La Peregrinación consistía ahora en soldados y caballeros fuera de servicio que deseaban salir del castillo durante unas horas, y disfrutar de un rato de paz y silencio fuera de las murallas. La cerveza era excelente, pero las noches que fuimos allí procuramos mantenernos aparte, rehusando cortésmente unirnos a las francachelas de los hombres del príncipe Juan. En una ocasión, un caballero me pidió que cantara alguna canción para él y sus amigos, pero me negué con el argumento de que, hasta que no consiguiera reemplazar mi viola por un instrumento de una calidad similar, no podría hacer justicia a mis propias composiciones. Se ofendió por mi rechazo, y lo mismo ocurrió con sus amigos, y sumado eso a mi actitud retraída y a mi negativa a llenarme los bolsillos a expensas de los campesinos, debo confesar que yo no era precisamente el miembro más popular de la guarnición de Nottingham.

De vez en cuando, se filtraba algún rumor acerca del rey Ricardo. Después de que yo lo viera en Ochsenfurt, había sido llevado a Spira, acompañado por los abades de Boxley y Robertsbridge, y allí el emperador formó un tribunal compuesto por los clérigos y nobles de mayor jerarquía de los reinos germánicos. Al parecer, nuestro rey se defendió bien a sí mismo, y refutó con facilidad los cargos de haber traicionado la Gran Peregrinación y asesinado a Conrado de Monferrato, el rey de Jerusalén. Su elocuencia y su capacidad de seducción, su condición de caballero piadoso capturado cuando regresaba de Tierra Santa, y el hecho de que los cargos fueran burdos inventos, le atrajeron muchas simpatías entre los nobles alemanes. Lo cierto es que hizo buena amistad con algunos de ellos.

Después del juicio, pareció que se había llegado a alguna clase de acuerdo con el emperador Enrique. Ahora Ricardo estaba encerrado en el castillo de Trifels, en las montañas situadas al oeste de Spira, y los informes afirmaban que las negociaciones para su rescate y regreso a Inglaterra avanzaban con rapidez. Fracasado el recurso al juicio, Enrique había buscado un nuevo pretexto para mantener en su poder a Ricardo: por lo visto, el emperador reclamaba un pago por su intervención para «reconciliar» a los reyes de Inglaterra y Francia, y se mencionaba una cantidad de 100 000 marcos. Ricardo, desde luego, seguiría siendo su «honorable huésped» hasta que se produjera el pago de ese dinero. Pero estaba claro que el pago en cuestión no era otra cosa que el rescate con un nombre distinto.

Mientras tanto, Felipe Augusto, el rey de Francia, tan poco reconciliado con Ricardo como antes, había invadido el ducado de Normandía y se ocupaba en capturar castillos y territorios a un ritmo alarmante.

Pero todo eso ocurría muy lejos, y en Nottinghamshire teníamos bastante con nuestros problemas sin necesidad de preocuparnos por campos de batalla lejanos. Teníamos que recaudar nuestra porción de los 100 000 marcos reclamados como «rescate» (67 000 libras aproximadamente, es decir, el doble de la suma que el país en tero tributaba al rey Ricardo en un año), y todo tenía que salir del mismo sitio: de los sufridos habitantes del norte de Inglaterra.

Los ataques de los hombres de Robin a los recauda dores de impuestos habían continuado a lo largo de todo el verano, y muchos creían que utilizaba algún tipo de brujería para adivinar el futuro, ya que sus proscritos siempre parecían saber por dónde y cuándo pasarían los convoyes más ricos. Sus arqueros brotaban de la nada, unas veces enmascarados, otras sencillamente cubiertos con grandes capuchas, y abatían a los hombres de armas montados que custodiaban la reata de animales de tiro, o los ponían a la fuga. Acto seguido, los proscritos se apoderaban del dinero guardado en los cofres cargados a lomos de las mulas del príncipe Juan, y desaparecían en la espesura de Sherwood antes de que pudiera organizarse persecución alguna.

Sir Ralph Murdac, furioso por los éxitos del conde de Locksley, se había encargado de enviar más y más hombres armados para custodiar los convoyes más importantes de los recaudadores de impuestos; en ocasiones eran treinta, cuarenta y hasta cincuenta los soldados que protegían cada envío. Sin embargo, Robin evitaba asaltar los convoyes más fuertemente custodiados; elegía otros más débiles, y al interceptarlos seguía creando un caos que impedía que el flujo de plata que llegaba a los subterráneos del alcaide de Nottingham fuera el esperado.

Convencido de que la población local estaba ayudando a Robin de alguna forma, tal vez con informaciones acerca de cuándo habían de pasar los convoyes, o actuando como espías para su banda de proscritos, Murdac ordenó que se exigieran nuevos impuestos a pueblos que ya habían pagado el tributo a modo de castigo. Los aldeanos no tuvieron más remedio que abandonar sus posesiones y ocultarse en el bosque. En la seguridad de las profundidades de Sherwood, Robin los alimentaba y les daba protección; a algunos de ellos incluso les proporcionaba armas y los instruía para combatir, de modo que el número de hombres leales bajo su mando iba creciendo día a día.

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