—Sigue siendo un problema. Si no fuera por este trabajo y el presupuesto que tiene asignado, no podría permitirme la mayoría de los manuales técnicos y de los libros de referencia que tengo a mano.
—Lo entiendo. Ni siquiera Internet, con todas las posibilidades de pirateo puerto a puerto, puede con ello. Mi presupuesto nunca cubre todo lo que quiero leer. Todos los años acabo gastando de mi propio bolsillo.
—Ésa es la queja de todos los investigadores que se toman en serio su trabajo —comentó Fleinhardt riéndose.
La sala en la que se encontraban los objetos y la documentación acerca de los yoruba era más pequeña de lo que esperaba Lourds. Su cara debió demostrar cierta decepción.
—No está todo aquí —le explicó Fleinhardt mientras encendía un ordenador—. A pesar de lo grande que es el instituto, no tenemos sitio para todo. Muchos de los documentos que hemos recuperado o de los que hemos hecho copias físicas se han pasado a imágenes digitales. Nuestra base de datos es bastante completa.
Lourds dejó la mochila en el suelo y se sentó donde le indicó Fleinhardt.
—Me he tomado la libertad de buscar los archivos por los que preguntó la catedrática Hapaev. ¿Es eso lo que quieren ver? —preguntó al tiempo que tecleaba.
—Para empezar, sí. No sé dónde me llevará mi búsqueda.
—Bueno, si la investigación que está haciendo sirve de ayuda para el programa de televisión, espero que no le parezca mal mencionarnos. Al instituto siempre le vienen bien los donativos.
Le aseguró que no lo olvidaría, pero su mente ya estaba al acecho de información. Avanzó mentalmente hacia los yoruba y conoció su país, su historia y su pueblo, y se quedó completamente fascinado.
Trastevere
Roma, Italia
29 de agosto de 2009
—Bienvenido, padre. Entre, por favor.
Murani hizo caso omiso al desaire, a pesar de que él era mucho más que un simple sacerdote. Sabía que su interlocutora no había intentado desmerecer su posición. Ultima-mente, esa mujer ya no recordaba muchas cosas ni las tenía claras.
—Gracias, hermana —dijo dejando que se ocupara de su abrigo. Aquel día iba vestido de negro, con un rosario colgando del cuello.
—Los demás están en la parte de atrás, padre —afirmó la mujer mientras ponía el abrigo en una percha.
Murani recorrió la espaciosa y elegante casa. No todos los miembros de la Sociedad de Quirino habían permanecido en la Iglesia. La sociedad necesitaba autonomía y no existía solamente bajo la atenta mirada del papado. Además, no todos sus miembros eran funcionarios de la Iglesia. A veces, el dinero tenía que proceder de algún otro sitio. Se habían hecho negocios con los creyentes.
Una vez hubo recorrido los estrechos pasillos llenos de pinturas y esculturas que describían gran parte de la historia de Roma y de la Iglesia, encontró a Lorenzo Occhetto recibiendo en audiencia en su amplio estudio. La puerta doble estaba abierta.
Occhetto era un hombre de tez arrugada y tenía la cabeza calva llena de manchas de la vejez. Parecía un cadáver animado, pero a sus amarillentos ojos no se les escapaba nada. En su día, había mostrado un dinamismo increíble dentro de la Iglesia y se había opuesto a todas las pérdidas de poder y prestigio que había sufrido ésta. Había expresado en voz alta su opinión en todos esos asuntos y acusado a los anteriores papas de no haberlo evitado.
Además del anfitrión había otros tres hombres en aquella sala. Todos escuchaban a Occhetto. Una amplia pantalla empotrada en la pared mostraba imágenes en tiempo real de las excavaciones de Cádiz. No había duda sobre el tema de conversación.
—Ah, cardenal Murani, encantado de verte. —Su voz era áspera, pero cargada de autoridad—. Me alegro de que hayas podido venir.
Al final no había tenido más remedio. Cuando Occhetto llamaba a alguien, ese alguien tenía que acudir.
Le estrechó la mano.
—No tenemos por qué hablar aquí. Me gustaría pasear contigo mientras pueda hacerlo —propuso levantándose lentamente.
—Hemos compartido muchos secretos a lo largo de los años —comentó Occhetto mientras entraba en el ascensor que llevaba a los sótanos y que estaba escondido detrás de una pared y un reloj de pie que se abría hacia dentro cuando se soltaban unos pestillos.
Occhetto apretó un botón y la luz se debilitó. Al cabo de un momento, la caja dio una ligera sacudida antes de iniciar el descenso.
—Pero no te hemos enseñado todos los secretos.
Aquello lo encolerizó. Cuando aceptaron su ingreso en la Sociedad de Quirino creyó que se lo contarían todo.
—¿Por qué me ocultásteis información? —Sabía que el tono de exigencia de su voz podría causarle problemas, pero formuló la pregunta antes de poder contenerse.
Occhetto no hizo caso.
—Te lo dijimos todo, Stefano, pero no te lo enseñamos todo.
«Y no lo dice», pensó Murani.
El ascensor se detuvo. Murani abrió las puertas y entraron en una espaciosa sala excavada en la piedra.
Las habitaciones del sótano de Occhetto se habían utilizado para el contrabando. Su familia era muy religiosa y aquello normalmente se le había perdonado. Por supuesto, sus ganancias ilícitas eran adecuadamente diezmadas para que sus almas siguieran protegidas.
—Lo que te voy a enseñar es la joya de mi colección —dijo Ochetto mientras cruzaba aquel cavernoso espacio y se paraba frente a una puerta. Había varias—. Sólo unos pocos miembros de la Sociedad de Quirino saben que lo poseo. —Sacó un llavero del bolsillo y metió una llave en la cerradura. El mecanismo se abrió con un sonido débil y suave que indicaba que se utilizaba a menudo.
Occhetto cogió una vela de una estantería de la pared y la encendió con una cerilla. La llama osciló un momento y después ardió con fuerza. La colocó dentro de una lámpara.
Lo primero que llamó la atención de Murani fue una Virgen en el interior de una hornacina excavada en la pared de enfrente. Tenía casi un metro de altura. María, la madre de Dios, tenía los brazos abiertos, en una postura de silenciosa súplica. Después se fijó en la larga mesa que había en el centro. La vela iluminaba lo suficiente como para poder vislumbrar unas extrañas formas de cristal.
Hipnotizado por la visión e intentando hacerse una idea de la forma de aquella presencia que todavía no conseguía ver, avanzó.
—Espera, necesitarás otra vela.
Cogió una y la encendió con la que había en la linterna que Occhetto sostenía con manos temblorosas.
—¿Ves el contenedor de cristal que hay a tu lado? —preguntó Occhetto.
Murani miró en esa dirección.
—En el interior hay una mecha. Enciéndela y échate hacia atrás.
En la mesa, Murani inclinó la vela para encender la mecha que había flotando en aceite y que rodeaba la estructura de cristal.
Mientras miraba, la vela prendió lentamente por la tubería que recorría toda la estructura. El cristal amplificaba la luz conforme iba iluminándose. Al cabo de pocos minutos, una ciudad en miniatura surgió de las sombras.
¡La Atlántida!
Fascinado por la belleza que tenía delante, Murani avanzó con cuidado. La cera derretida le caía en la mano, pero casi no se daba ni cuenta.
Unas torres almenadas de color verde pálido se alzaban entre el verde más oscuro y el ámbar de las casas y de los edificios de cristal que había en la base de la maqueta. Unas lámparas amarillas iluminaban las estrechas calles que surcaban la ciudad en círculos concéntricos. Aquélla era la prueba indiscutible de que era la Atlántida. Más allá, la continuación del cristal conformaba el mar circundante, pero éste brillaba tenuemente de color azul.
El color provenía del tinte del cristal soplado. Todas las piezas se habían fabricado y colocado con sumo cuidado.
Vacilante, Murani levantó la vela y la apagó. La suave luz de la Atlántida seguía encendida.
—Se ha hecho esta maqueta según una ilustración de la ciudad —aseguró Murani. Aquella imagen había habitado en su mente desde que se la enseñaron.
—Sí.
—¿Quién lo hizo?
—Un sacerdote que no era muy fiel a sus votos. Se llamaba Sandro D'Alema. Era el tercer hijo, así que su padre se lo ofreció a la Iglesia. Le habría ido mucho mejor como artesano, pero en su diario explica que su padre temía que pasara hambre. Se ausentaba semanas y meses y estudiaba arte.
—¿Cómo acabó haciendo esto? Si no estaba comprometido con la fe, es difícil que nadie le hablara de los textos secretos o de la Atlántida.
—Uno de los cardenales quería que se recreara el dibujo, así que llamó a D'Alema, pero no le dijo lo que era.
Murani miró la ciudad.
—La razón de que te lo enseñe es recordarte lo poderosa y hermosa que era la ciudad y, sin embargo, tan frágil. El poder que se utilizó allí…
—La fruta del árbol —murmuró Murani.
—Sí, pero no la manzana que tantos pintores han puesto en manos de Eva cuando tentó a Adán. Era un libro. La verdadera palabra de Dios, tal como fue escrita en el jardín del Edén.
—La palabra era sagrada e incognoscible —repitió como una letanía Murani, tal y como le habían enseñado cuando lo aceptaron en la Sociedad de Quirino—. Pero lo intentaron de todas formas.
—Era una tentación. Tanto poder —dijo Occhetto señalando con una mano cerrada como una garra—. Justo allí para que lo cogieran.
Murani no dijo nada, pero sus pensamientos se dirigieron hacia todo lo que podría hacer con semejante poder. Hizo un esfuerzo para apartar la vista de la ciudad que ardía en las sombras.
—Te estoy contando esto para que recuerdes que la gente que vivió en esa ciudad perdió el mundo, un mundo mucho mejor del que jamás tendremos. Y que los pocos que sobrevivieron tenían que hacer su propio camino a través de los restos de lo que había sido su civilización para volver a Dios. No todos lo hicieron. No todos lo haremos.
Mientras mantenía su mirada, Murani pensó en cuánto sabía o se imaginaba Occhetto de lo que él estaba haciendo. El resto de cofrades no sabía nada acerca de los instrumentos. Sólo él lo había descubierto. La verdad había estado delante de ellos, escrita en las páginas y dibujada en los cuadros de la Atlántida, pero nadie la había visto.
Si no hubiese estado vigilando las excavaciones arqueológicas y buscando información, él tampoco la habría visto.
Occhetto se acercó a la ciudad de cristal y se inclinó. Sopló sobre la mecha, la llama disminuyó y se apagó.
Murani se fijó en lo astutamente que se había fabricado la ciudad. Conforme se extinguían las llamas, extraían el aire de la siguiente sección y creaban un vacío que las apagaba. Al cabo de poco tiempo, la habitación volvió a quedar envuelta en sombras.
—Haz que su lección sea la tuya también. No codicies lo que no debe ser tuyo —le aconsejó Occhetto.
—Por supuesto —mintió Murani.
El problema de los otros cardenales era que tenían miedo a utilizar el poder. Él no. Era necesario utilizarlo. Cualquier cosa que consiguiera devolver el orden al mundo era justificable.
Menos de una hora después, Murani no conseguía apartar de su mente la imagen de la ciudad iluminada por las llamas. Desde que se había enterado de su existencia y de lo íntimamente relacionada que estaba con la Iglesia y con todo en lo que creía, se había sentido fascinado por ella. Saber de la existencia de los textos secretos y de la palabra sagrada que contenía aquel libro había incrementado su fascinación.
Se sentó en uno de los bancos de la basílica de San Clemente, una de sus iglesias favoritas, y rezó a Dios para que le diera fuerza para ser paciente.
El banco se movió ligeramente, como si alguien se hubiese sentado a su lado.
Murani abrió los ojos, miró a la derecha y vio a Gallardo. Era puntual.
—No quería interrumpir —se excusó—, pero no me apetecía estar de pie esperando.
—No pasa nada. —Lanzó una última mirada a la iglesia y se puso de pie—. Vamos.
—Lourds está en Alemania —le informó mientras caminaban por la Via San Giovanni, llena de compradores, turistas y vecinos.
—¿Sabes dónde? —preguntó Murani, que caminaba con las manos a la espalda. Sus hábitos de cardenal llamaban la atención, pero la gente desviaba la mirada cuando se cruzaban con sus ojos.
—En Leipzig, en el Radisson.
—No quiero que se te adelante demasiado.
—No lo hará. Mientras siga con la inglesa no podrá ir muy lejos. —Cuando pasaron al lado de una madre que empujaba un coche de niño se calló—. Mientras tanto no me parece mala idea darle algo de cuerda.
—Ese hombre es peligroso —aseguró Murani moviendo la cabeza—. Si consigue traducir los grabados…
—Me dijiste que sólo tú podías hacerlo.
Eso no había sido del todo verdad. Murani había conseguido descifrar parte de las notas sobre el instrumento, pero no mucho. Si no hubiese habido ilustraciones, no habría entendido gran cosa. Pero era la persona que más se había acercado a poder leer aquella antigua lengua.
—Lourds está muy cualificado —dijo Murani.
Continuaron en silencio un rato deambulando por una plaza de camino al aparcamiento donde estaba el coche de Murani.
—Lourds va detrás de algo —dijo Gallardo.
—¿Cómo lo sabes?
—Sé lo que hay que ver cuando se vigila a alguien. Cree que va detrás de algo. Por eso está en Leipzig. Si no, habría corrido a casa después de que lo alcanzara en Moscú.
—¿Qué hay allí que pueda interesarle?
—Todavía no lo sé. Si las cosas están tranquilas en Alemania, iré allí mañana o al día siguiente.
—Puede que ya se haya marchado para entonces.
—Si lo ha hecho, lo encontraré. Mientras tanto quiero contratar a un par de personas para que entren en su casa de Boston.
—¿Por qué?
—Para conocerlo un poco mejor. A menudo hago que roben en casa de alguno de mis clientes para comprobar alguna cosa. Normalmente para saber si tienen suficiente dinero para pagarme. Si no tienen un buen sistema de alarma, normalmente es que no. Pero no estaría mal echar un vistazo a la de Lourds para comprobar si descarga información cuando está de viaje.
—¿Descargar información?
—Claro. Un tipo que está de viaje con un ordenador seguro que guarda sus archivos en el disco duro de casa. O en otro lugar. Si envío a alguien para que registre su apartamento y copie el disco duro, nos enteraremos de lo que ha considerado tan importante como para enviarlo allí. Quizá descubramos lo que sabe.