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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (28 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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Sebastian había protestado por la presencia de esas armas, pero no había sido capaz de convencer al capitán de que renunciara a ellas. Hasta ese momento no había habido ningún incidente en el que hubieran sido necesarias, pero para ellos eso no significaba que no pudiera haberlos. Estaban bien entrenados y eran educados, pero nunca bajaban la guardia.

El campamento base olía a diésel, a agua salada y a peces muertos. Cuando el mar había abandonado la costa y expuesto su secreto, y cuando se habían dragado las cuevas, muchas criaturas marinas quedaron aisladas. Habían muerto a cientos y había sido necesario retirar sus restos.

Según decían, esos despojos eran un buen fertilizante. En cualquier caso, habían desaparecido del campamento.

Cuando pasaron por la tienda de la despensa, Sebastian entró para coger dos botellas de agua y un bollo. El bollo era un capricho, pero necesitaba el agua. Nadie debía ir a ningún sitio sin ella, por si acaso se perdía. Había ocurrido en alguna ocasión, cuando varios hombres guiados por la curiosidad habían salido de exploración por su cuenta.

Seguían buscando riquezas, lo sabía. Todas esas historias sobre la Atlántida les habían llenado la cabeza de fantasías acerca de un fabuloso tesoro.

Él no sabía qué pensar. Esperaba algo, aunque hasta el momento sólo habían encontrado objetos que tenían miles de años según las pruebas de carbono, lo que los hacía interesantes por sí solos, pero no revelaban nada de la civilización que se había desarrollado.

Gran parte de la ciudad había desaparecido. Cuando las olas se tragaron la Atlántida, el mar acabó con la ciudad. Hecha pedazos por el cataclismo —ya fueran las fabulosas torres que había visto en las ilustraciones o simplemente chozas—: la ciudad quedó hecha añicos, que se desparramaron por el fondo marino.

Lo que quedó de ella estuvo enterrado bajo el cieno miles de años. Si el mar no decidía mostrarla, puede que jamás la hallaran.

Metió las botellas de agua en los bolsillos del largo abrigo que se había puesto para protegerse del frío de las cuevas. Siguió a Matteo mientras avanzaban junto a la cuerda amarilla que marcaba el camino.

Había cables con bombillas colgados de las paredes, pero cada vez que abandonaba el campamento base sabía que estaba entrando en la oscuridad que esperaba en las profundidades de la tierra.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

4 de septiembre de 2009

El estridente sonido de un móvil despertó a Lourds entre una maraña de suaves extremidades y seductoras curvas. Gracias al tenue resplandor del radio-reloj que había en la mesilla vio los destellos del pelo rubio de Leslie.

«Así que no ha sido un sueño».

Sonrió. La noche anterior se había notado tan cansado que no estaba seguro de haber soñado aquel encuentro.

Apartó un brazo de Leslie con suavidad y cogió el teléfono.

—¿Es el mío? —preguntó ella en voz baja.

—No, es el mío.

—Estupendo. —Se apartó de él y se acurrucó bajo las mantas.

Cuando apretó el botón para hablar y se lo llevó a la oreja admiró su tersa espalda y la suave curva de su desnudo trasero.

—Lourds —dijo.

—¿Thomas? —La mujer que hablaba al otro lado parecía asustada. Prestó atención inmediatamente. Conocía la voz, pero no recordaba de qué.

—Soy Donna Bergstrom, esposa de Marcus Bergstrom.

—Hola, Donna.

El catedrático Bergstrom también había enseñado en Harvard, en el Departamento de Paleontología. Su mujer enseñaba Economía. Como eran vecinos, vigilaban su casa cuando él estaba fuera. De vez en cuando hacían barbacoas a las que le invitaban.

—Ha sucedido algo horrible. Han disparado a Marcus.

Sacó las piernas de la cama y se puso en pie.

—¿Cómo está?

—Ha salido del quirófano hace unas horas. Los médicos dicen que se pondrá bien. Es fuerte y luchador.

—Sí que lo es. —Lo sabía porque también había jugado al fútbol—. ¿Qué ha pasado? ¿Lo han asaltado?

—La Policía dice que ha sido un allanamiento de morada.

—Lo siento mucho. —Notó que Leslie se movía a su espalda. Miró y la vio sentada con las piernas cruzadas sobre la cama y una sábana en las caderas—. ¿Os han hecho algo en casa?

—No ha sido en la nuestra, ha sido en la tuya. Marcus vio una furgoneta de la compañía del gas en tu puerta y fue a ver qué pasaba. —La mujer se echó a llorar—. Le han disparado, Thomas. Le han disparado sin motivo.

Intentó tranquilizarla, aun sabiendo que su amigo no había resultado herido sin razón alguna. Lo había puesto en peligro sin querer; su sentimiento de culpa era casi insoportable.

Sentado en el asiento del copiloto del helicóptero, Patrizio Gallardo observó el hotel Radisson SAS.

—¿Preparado? —le preguntó el piloto por los auriculares.

—Preparado.

Gallardo miró por encima del hombro a los ocho hombres que había en la zona del pasaje. Todos llevaban trajes negros en los que ocultaban sus pistolas con silenciador. Varias maletas contenían los cargadores de reserva.

DiBenedetto fumaba, a pesar de que el piloto le había dicho que no lo hiciera. Sus ojos azules parecían brillar por la droga que le recorría el cuerpo. Faruk estaba tranquilo y decidido, con las manos en las rodillas. Pietro y Cimino parecían un poco tensos, entrar y salir del hotel no iba a ser fácil.

El helicóptero se mantuvo a pocos centímetros de la terraza del hotel. Gallardo abrió la puerta del copiloto al tiempo que DiBenedetto y Faruk abrían las de los pasajeros. Los nueve hombres, Gallardo el primero, saltaron y fueron corriendo hacia la puerta de la terraza.

Cimino utilizó una carga explosiva hueca que no hizo más ruido que un petardo para romper el candado. Para cuando el helicóptero se alejó ya estaban dentro del edificio e iban en dirección al séptimo piso.

Lourds jamás sabría quién le había atacado.

Zona restringida de la biblioteca

Status Civitatis Vaticanae

4 de septiembre de 2009

Murani observó el libro que tenía en la mano. Representaba tanto una promesa como una condena. Era el único libro, aparte de la Biblia, que realmente poseía esa dualidad.

De gran tamaño y forrado en piel, era un manuscrito ilustrado de oscuros orígenes. Estaba en latín y creía que lo habían escrito en Roma, en el apogeo del imperio. Sin embargo, tras la caída de Roma, las tribus germánicas habían arrasado sus murallas y sus calles, y habían dejado las bibliotecas incendiadas a su paso. Muchos libros fueron llevados a los Países Bajos, donde algunos monjes irlandeses los copiaron y los mantuvieron con vida.

El cardenal Murani quería creer que el ejemplar que tenía era el original. No le gustaba la idea de que pudieran existir copias.

Una vez que un secreto se divulga, resulta difícil de contener.

Se sentó frente a una de las antiguas mesas al fondo de las estanterías y olió el aroma a polvo, papel antiguo y piel. Todavía recordaba el entusiasmo que había sentido cuando le permitieron la entrada por primera vez a aquella habitación, tras ingresar en la Sociedad de Quirino.

Las estanterías estaban repletas. Lo más triste de aquello era que nunca tendría tiempo para leerlo todo.

Al menos, no en esa vida.

Seguía teniendo esperanza en una segunda.

Lo inteligente, pues, era leer los mejores. Empezó con los que le habían recomendado los miembros de la sociedad. Había tantos secretos entre los que elegir, tantas cosas que la Iglesia se afanaba por ocultar.

La Sociedad de Quirino quería que se mantuvieran así.

Sin embargo, al final, había sentido la llamada de la Atlántida. Aquello, en su opinión, era el mayor secreto que habían guardado Dios y algunos hombres.

La primera vez que le hablaron de los textos secretos y de la historia que contenían —la del jardín del Edén y lo que realmente ocurrió allí— no lo había creído. Después, cuando se convenció, quiso asegurarse de que todo había ocurrido exactamente como le habían contado.

Miró detenidamente la página en la que aparecían los cinco instrumentos.

La campana.

El laúd.

El címbalo.

El tambor.

La flauta.

Eran los cinco instrumentos que podían desentrañar los secretos que albergaba la Atlántida. Aunque no sabía con exactitud la forma en que podían hacerlo.

Tenía dos de ellos. La Sociedad de Quirino no lo sabía.

Murani sonrió en la silenciosa oscuridad de la biblioteca. Si hubieran sabido que los tenía, se habrían asustado.

Tenía todo ese poder, el poder de rehacer el mundo, al alcance de la mano. Pasó los dedos por las imágenes.

Como parte de la colección restringida, nadie podía sacar el libro de aquella biblioteca. Así que lo había ocultado a la vista. Los conserjes insistían en que ningún libro abandonara aquella habitación, pero no eran muy quisquillosos a la hora de mantenerlos ordenados.

Si los que pedían libros no hubieran mantenido un comportamiento ejemplar a la hora de preservar aquel sistema, habrían tenido demasiado trabajo.

Así que el libro había sido su secreto durante los cuatro largos años en los que se había dedicado a buscar los instrumentos. Después, la campana apareció en Alejandría. Cuando sucedió aquello, lo interpretó como una señal. Más tarde, cuando el címbalo vio la luz en Rusia, comenzó a tener esperanzas.

—Cardenal.

No se había percatado de la presencia de nadie y levantó la vista.

El anciano bibliotecario estaba encorvado por la edad. Sus grises cabellos sobresalían de su cabeza en todas direcciones.

Caminaba ayudado por un bastón.

—Buenas tardes, Beppe —lo saludó amablemente, con la esperanza de que se fuera sin más.

—Más bien sería buenos días.

—Entonces, buenos días.

—¿Qué le ha pasado en la cara? —preguntó tocándose la suya.

No se sorprendió de que no estuviera al tanto del asalto al coche que se había cobrado la vida de Antonio Fenoglio. Los ancianos conserjes y bibliotecarios casi nunca salían de los lugares que custodiaban.

—He sufrido un accidente de coche. —Tenía la cara llena de magulladuras de color verde y morado, que empezaban a ponerse amarillas.

—Por eso nunca me subo a esas cosas. Le dejo con su lectura, tengo cosas que hacer. Hay libros que necesitan arreglos y cuidados —aseguró antes de irse arrastrando los pies.

Murani volvió a las maravillas y a las promesas del libro. Seguro que pronto le revelaría algo. Entonces podría poner en marcha la misión para la que Dios le había elegido.

Cueva 41

Excavaciones de la Atlántida

Cádiz, España

4 de septiembre de 2009

—Padre Sebastian. —Ignazio D'Azeglio, el capataz nocturno de la excavación, salió a saludar al sacerdote. Era un hombre fornido, de unos cuarenta años, al que le empezaban a aparecer canas en las sienes y en la perilla. Tenía una piel oscura, morena, mediterránea, marcas de expresión, nariz ancha y ojos honrados—. Espero que perdone que lo haya mandado llamar.

—Matteo me ha dicho que estáis a punto de entrar en otra cámara.

D'Azeglio asintió y le entregó un casco de color amarillo.

—Sí, hemos avisado también a Dario.

Darío Brancati era el capataz del equipo de excavación. Había trabajado en descubrimientos arqueológicos en Oriente Próximo y Europa.

—Todavía no ha llegado, creo que no camina con tanta facilidad como usted, padre —dijo D'Azeglio sonriendo.

—Dario trabaja mucho más que yo.

—Nadie trabaja más que usted —aseguró D'Azeglio—. Creo que es la persona que más tiempo ha llevado un casco puesto.

—Sólo porque no me guío por las mismas directrices de trabajo que tu gente.

—Venga y deje que le muestre lo que nos espera —propuso D'Azeglio, que guio la marcha hasta la pared en la que el equipo trabajaba con taladros y pequeños remolques para ir retirando los escombros.

Varios volquetes, buldóceres y retroexcavadoras estaban listos. Toda la tierra que habían extraído en las cuevas se había sacado y utilizado para construir los diques que contenían el mar.

La cueva tenía unos ciento ochenta metros de largo y cincuenta o sesenta de alto. La mayor parte estaba a oscuras. Cuanto más se adentraban en el interior, más difícil resultaba alimentar las bombillas. Hasta que pudieran mantener una ventilación adecuada, nadie quería arriesgarse a almacenar más monóxido de carbono del que había.

Las catacumbas habían demostrado tener la misma compartimentación circular sobre la que Platón había escrito cuando describió la ciudad perdida. Sebastian no sabía si se trataba de un diseño para dar a las catacumbas una distribución concreta o si se había hecho para estabilizar el subsuelo.

Tampoco sabía qué se había construido antes, si las catacumbas o la ciudad, ya que había quedado destruida hasta quedar irreconocible. Quizás encontraran testimonios allí, donde se habrían conservado mucho mejor.

D'Azeglio se acercó a una zona iluminada por focos y señaló hacia una pared.

—Creemos que hay otra gran cámara detrás.

Sebastian asintió. Ya le habían informado de ello, aunque D'Azeglio no lo sabía.

El capataz llevó a Sebastian a la furgoneta donde guardaban todo el equipo electrónico. Sabía por anteriores conversaciones que el equipo de excavación utilizaba reflexión sísmica. En un principio habían intentado utilizar un georradar, pero pronto se habían dado cuenta de que la roca era más densa de lo que podía atravesar la máquina y que las cuevas eran demasiado grandes.

La reflexión sísmica requería la utilización de dinamita o de una pistola de aire comprimido que enviaba ondas de choque para que el equipo de precisión pudiera trazar un mapa de ellas. Una vez enviadas, se rastreaban y el programa informático obtenía una imagen.

D'Azeglio le enseñó las que habían obtenido en la última prueba. A pesar de que conocía el funcionamiento, seguía teniendo problemas para ver lo que mostraban.

—La cueva que hay detrás de ésta es enorme —dijo D'Azeglio.

—Puede que sea la más grande que hemos encontrado hasta ahora —comentó otro hombre.

Sebastian se dio la vuelta y vio a Dario Brancati al lado de la furgoneta. Era un hombre alto, un par de años mayor que él. Tenía la barba completamente gris y sus hirsutas cejas casi rodeaban por completo sus hundidos ojos. Era una persona cordial y muy eficiente.

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