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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (30 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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—Debería recordar lo que les sucedió a aquellos hombres. ¿No puede esperar hasta…?

—Dario, voy a hablar con el Papa dentro de unos minutos. Sabemos que hay filtraciones dentro del equipo. No vamos a poder mantenerlo en secreto. No quiero decirle que todavía no sabemos lo que hemos descubierto. ¿Y tú?

Brancati guardó silencio un momento.

—Muy bien, padre. Pero tenga cuidado. Bajar y subir, y sale de allí.

—Por supuesto. —Devolvió la radio al obrero—. ¿Ha oído?

El hombre asintió, pero no parecía nada contento con la situación.

—Puede ir delante o seguirme —sugirió el padre Sebastian.

—Iré delante, padre. Pero tendrá que hacer lo que yo le diga. No quiero que ninguno de los dos corra peligro.

Asintió y se preparó para seguirlo.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

4 de septiembre de 2009

Natashya asumió el mando inmediatamente. Con Gallardo y sus hombres al otro lado de la puerta, no había tiempo que perder.

—Llama a Gary —ordenó con la esperanza de que no fuera ya cadáver—. Dile que salga de su habitación y que baje por la primera escalera. —Se quitó la camiseta y se quedó desnuda. A pesar de que Lourds y Leslie la miraron, le dio igual. No sentía ningún pudor respecto a su cuerpo—. ¡Ya!

Lourds fue el primero en reaccionar y atravesó la habitación en busca del teléfono.

—Esperemos que hayan ido primero a tu habitación. Es lo que habría hecho yo. Eso nos dará tiempo. —Mantuvo la pistola en la mano mientras buscaba unos vaqueros y se los ponía sin bragas—. Leslie, llama a recepción y pide que vengan los de seguridad. Diles que alguien está intentando entrar en tu habitación. Está al lado de la de Lourds.

Lourds estaba hablando, pero notó que la miraba mientras se ponía un ligero top de punto. Si no hubieran temido por sus vidas seguramente habría sentido cierto regocijo. Se fijó en que Leslie se daba cuenta de a quién prestaba atención el catedrático.

Por desgracia, sus celos podían provocar que los mataran a todos. Se había quedado inmóvil y no obedecía sus órdenes.

—¡Muévete! —exclamó Natashya.

Asustada, Leslie utilizó su móvil para llamar a recepción. Mientras pedía que enviaran a los encargados de seguridad, Natashya encontró las zapatillas de deporte y se las puso. Cogió una riñonera de su bolso, en la que había cargadores de repuesto comprados a un traficante del mercado negro el día que llegaron a Leipzig, y se la puso en la cintura.

—Gary se reunirá con nosotros en el vestíbulo —dijo Lourds colgando el teléfono.

—Los de seguridad vienen de camino —informó Leslie.

Natashya notó un nudo en el estómago. Habría sido mejor si hubiera habido alguien más con experiencia o si no fuera la única que tenía un arma.

—Vamos. Una vez que hayamos salido por la puerta, dirigíos hacia las escaleras que hay al fondo del pasillo. Moveos con rapidez, pero sin correr. No queremos llamar la atención. Y no utilicéis el ascensor.

—Son siete pisos —protestó Leslie.

—Si quieres ser un blanco fácil por ahorrarte siete pisos, a mí me da igual —replicó Natashya encogiéndose de hombros. Aquel plan encajaba a la perfección con el genio que mostraba en ese momento—. Ve al ascensor y atráelos. Intenta que no te maten muy rápido.

Leslie se calló, sorprendida por sus categóricas palabras.

—Nada de ascensores, iremos por la escalera —aseguró Lourds cogiéndola de la mano.

—Muy bien.

Se oyó un golpe en la puerta.

Maldiciendo y sin pensar en utilizar la mirilla, por si acaso los hombres de Gallardo preferían disparar primero y preguntar después, Natashya abrió la puerta de par en par. Aquello los cogió desprevenidos. Tenían las manos en las pistolas, por debajo de las chaquetas, pero no las habían sacado todavía.

Puso la suya en la cara del primer hombre, de forma que el de detrás pudiera verla.

—Si tocáis las armas sois hombres muertos —dijo en inglés, con la esperanza de que hablaran esa lengua—. ¡Levantad las manos!

No estaba segura de si habían entendido sus palabras o reaccionaban a la rotunda y patente amenaza de la pistola. En cualquier caso, levantaron los brazos.

—Adentro, rápido. —Natashya movió la pistola para que entraran. Les quitó los auriculares y le pidió a Lourds que los registrara y les quitara las armas. Las dos llevaban silenciadores.

—De rodillas. Cruzad los tobillos. Las manos detrás de la cabeza —ordenó mientras cogía las armas que le daba Lourds. Se metió la suya en la parte de atrás de la cintura y les apuntó con una de las requisadas. Pensó que lo justo sería matarlos con sus propias armas.

Ninguno de los dos se movió.

—Bueno, vamos a intentarlo otra vez —propuso—. Voy a dispararle al que no hable inglés.

Lourds dijo algo en italiano y los hombres se pusieron rápidamente en posición.

«Vale —pensó Natashya—, quizá no hablen inglés realmente».

Al final del pasillo se oyó que alguien derribaba una puerta. No tenían tiempo.

—Vamos. —Abrió de nuevo la puerta e hizo un gesto a Lourds y a Leslie para que salieran, sin dejar de apuntar a sus prisioneros.

—Al primero que salga por esta puerta le pegaré un tiro —advirtió con la esperanza de que entendieran su intención, aunque no sus palabras.

Después salió al pasillo y siguió a sus compañeros hacia la escalera. Mantuvo la pistola con silenciador pegada a la pierna mientras seguía vigilando su habitación. Los hombres que habían dejado dentro no tardarían en salir, lo sabía. A menos de seis pasos de su destino oyó que se abría una puerta a su espalda.

—¡Gallardo! —gritó uno de los hombres.

Natashya levantó la pistola y disparó un par de veces. Ambos disparos impactaron en la puerta a pocos centímetros de la cara del gánster.

Éste se escondió, las balas no habían conseguido atravesar la puerta, pero el daño estaba hecho.

A pesar del silenciador, Gallardo había oído los disparos.

Al otro extremo del pasillo, Gallardo y sus hombres seguían frente a la habitación de Lourds. Gallardo se volvió al oír el amortiguado sonido de la pistola y de las balas.

Lourds había llegado a la puerta. La abrió y entró.

Natashya aprovechó la protección que le brindaba aquella puerta para disparar las suficientes veces como para obligarles a agacharse.

—¡Bajad! ¡Yo los entretendré!

Lourds dudó.

—¡Bajad! —le ordenó antes de agacharse, pues algunas balas habían impactado contra la pared y la puerta.

Leslie tiró de Lourds y empezaron a bajar las escaleras.

Apoyada contra el marco, Natashya esperó un momento antes de girarse. Intentó mantenerse calmada, pero le resultaba difícil. Ni siquiera cuando patrullaba las calles con Chernovsky había tenido que enfrentarse con semejante desventaja en un tiroteo. En ocasiones habían perseguido a alguna banda de delincuentes, pero la mayoría de las veces sólo buscaban a un hombre. Nunca a más de tres. En ese momento había contado al menos cinco en el pasillo.

Vio al que estaba más cerca y disparó al centro de su cuerpo. Estaba a unos seis metros y corría a toda velocidad. Vació el cargador de la pistola con silenciador.

El hombre se tambaleó y cayó de cabeza. Tuvo espasmos y contracciones. Sus compinches se tiraron al suelo al tiempo que una descarga martilleaba la puerta.

Natashya volvió a refugiarse y tiró la pistola vacía. Sacó la otra con silenciador y le quitó el seguro. Miró la puerta y vio que ninguna de las balas había atravesado el metal. Las armas con silenciador de los hombres de Gallardo tenían menos fuerza que la suya.

Todo su cuerpo le pedía a gritos que echara a correr, pero en vez de eso estiró la mano y rompió el fluorescente con el largo silenciador. Los tubos explotaron y cayó una lluvia de cristales. El rellano de la escalera quedó en la penumbra. Había luces arriba y abajo, por lo que aquella zona no quedó completamente a oscuras.

Se puso de cuclillas en un rincón, mientras oía que Leslie y Lourds corrían escaleras abajo. El eco repetía el sonido de sus pasos, iban a buena velocidad.

La puerta de la escalera se abrió con cuidado y Natashya mantuvo firme el arma.

«Ven», pensó. No le gustaban las emboscadas, pero ahora que se trataba de su propia supervivencia y de llevar a buen puerto los objetivos de su hermana, no tenía dudas. Le debía a Yuliya acabar con Gallardo y sus hombres. No sentía ninguna compasión mientras esperaba.

Un hombre asomó la cabeza y recibió un disparo entre los ojos. Antes de que cayera al suelo, Natashya ya había empezado a correr. Con suerte, el resto se demoraría ligeramente al ver el cadáver, antes de salir tras ella.

Corrió como si su vida dependiera de ello, y seguramente ése era el caso.

Alcanzó a Lourds y a Leslie cinco pisos más abajo. Lourds iba el primero y se encargaba de que Leslie no se cayera. Aquello le sorprendió, pensaba que sería él el que tendría problemas y no Leslie. Estaba mucho más en forma de lo que creía. Leslie se había desmoronado por la tensión.

Lourds abrió la puerta del vestíbulo e hizo ademán de entrar.

—¡Espera! —gritó Natashya poniéndose a su lado. Oír que Leslie respiraba entrecortadamente la alegró y se sorprendió de poder ser tan rencorosa incluso teniendo que escapar como alma que lleva el diablo.

Escondió la pistola en la espalda y echó un vistazo al vestíbulo. No podía ver la recepción desde donde estaba, pero sí era obvio que no había nadie delante.

—Dejaremos el coche y cogeremos un taxi —dijo—. Aunque Gallardo haya conseguido entrar en la base de datos del hotel no podrá perseguirnos gracias a la matrícula.

Lourds asintió.

—¡Salid! Yo os cubro.

En una esquina, dos hombres vestidos con traje sacaron sus pistolas.

—¡Seguridad del hotel! ¡Tire el arma! —gritó uno de ellos en alemán.

Cueva 42

Catacumbas de la Atlántida

Cádiz, España

4 de septiembre de 2009

Una vez que el padre Sebastian subió la primera barrera de piedras y escombros, bajar le resultó mucho más fácil. Cuando empezó a recorrer las tumbas temblaba de entusiasmo. Si ese lugar era realmente lo que creía, tenía motivos para ser cuidadoso.

Los dos guardias suizos que iban a su lado también llevaban linternas.

Atraído por la sobrecogedora visión de aquellos muertos tendidos en sus sencillas tumbas, se arrodilló ante el primer grupo y miró el profundo agujero. Había sido excavado a mano. En vez de cavarlos simplemente, habían redondeado los bordes del nicho y estaban bien proporcionados. Eran unos receptáculos cuidadosamente preparados para los restos y objetos que contenían. Todos se habían tallado con gran cuidado y maestría.

Observó un cuerpo. A juzgar por los huesos, era un hombre. El contorno de la pelvis lo demostraba. Tocó la mortaja. Tomando el brazo como medida, desde la punta de los dedos hasta el codo, estimó que habría medido aproximadamente uno ochenta, bastante alto para el tiempo en el que se suponía lo habían enterrado. La forma y los rasgos del cráneo parecían normales. No se veían huesos vendados o alteraciones en los dientes, ni ninguna otra modificación ceremonial como las que había visto en incontables excavaciones en todo el mundo.

Alumbró los restos del sudario. Quiso rasgarlo y ver qué había debajo, pero sabía que no podía. Antes de hacer nada en la cámara funeraria tenían que registrar una grabación digital, después tomar medidas y finalmente ir catalogándolo todo conforme avanzara el estudio.

Con todo, logró ver algo a través de los agujeros de la mortaja, aquel hombre había llevado una túnica gris, negra o azul oscuro. Era difícil distinguir el color después de tantos años. Los dientes parecían estar en buenas condiciones en el momento de su muerte. Aquello era extraño, pues la mayoría de las personas que llegaban a la edad adulta en esos tiempos solían tener problemas dentales. Las tribus que comían mijo y otros cereales de grano grueso normalmente mostraban una dentadura desgastada debido a que tenían que masticar constantemente ese tipo de comida. A las tribus que molían el grano les pasaba lo mismo, ya que las piedras que utilizaban dejaban arenilla en la harina, que erosionaba el esmalte dental casi tanto como si hubieran comido los granos enteros. Aquel hombre tenía unos dientes que cualquier actor hubiera estado orgulloso de enseñar.

Algún tipo de metal brillaba en su cuello, bajo las manos cruzadas.

Inclinándose un poco más hacia la cavidad, utilizó un lápiz que llevaba en el bolsillo para levantar suavemente la mortaja y ver qué había debajo. Era un collar de oro blanco o de plata.

El colgante tenía forma de hombre, con la mano derecha levantada en señal de amistad y un libro en la mano izquierda.

—¡Dios mío! —exclamó al reconocer aquella imagen, que llevaba grabada en la mente—. Perdónanos. Perdona lo que te hicimos a ti y a tu hijo.

Era verdad. Todo. Y, si era verdad, lo que contaban los textos secretos también lo era.

Cogió el collar con la mano temblorosa. Tocó el metal y sintió una ligera descarga eléctrica, pero no supo si aquella sensación había sido real o imaginaria.

Asustado, soltó un grito y se echó hacia atrás. El dolor lo aturdió y se sentó.

Inmediatamente, el esqueleto saltó del nicho y cayó contra sus propias piernas.

Entonces se dio cuenta de que temblaba toda la caverna. El esqueleto no se movía por que tuviera vida propia. Miró una fila de tumbas justo en el momento en que otros esqueletos caían de sus lugares de descanso y se estrellaban contra el suelo de piedra. Algunos cuerpos embalsamados también se despeñaron e hicieron un ruido muy diferente al de los huesos.

Las linternas de los otros dos hombres recorrieron el interior de la caverna. El paisaje era un vertiginoso espectáculo de luces.

Entonces alguien gritó:

—¡Inundación! ¡Inundación!

«Otra vez vuelve a suceder —pensó—. El mar reclama la Atlántida y el jardín».

Los guardias suizos lo cogieron por debajo de los brazos y lo pusieron en pie cuando varios centímetros de agua empezaron a inundar el suelo de repente. Echaron a correr arrastrándolo hacia la abertura por la que habían entrado. El agua subía cada vez más, a cada paso que daban.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

BOOK: El enigma de la Atlántida
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