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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (25 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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Murani no había pensado en ello.

—Parece buena idea.

Murani volvió al aparcamiento donde tenía el coche, acompañado por Gallardo. Debido a la oscuridad que reinaba, se alegró de estar con él.

—En cuanto sepas algo de Leipzig o del apartamento de Lourds, házmelo saber.

—Lo haré —dijo Gallardo frente al coche.

En el momento en que Murani iba a entrar vio una cara conocida entre las sombras que había más allá de las luces de seguridad del aparcamiento. Le invadió el terror.

El Papa había ordenado que lo espiaran.

Durante un momento no consiguió recordar quién era aquel hombre. Creía que se llamaba Antonio o Luigi, un nombre de lo más corriente.

—¿Qué pasa? —preguntó Gallardo.

—He cometido un error —contestó en voz baja—. Me han seguido o me han descubierto.

—¿Hay alguien ahí?

—Sí, al otro lado del edificio, contra la pared de atrás. —Temió que Gallardo se diera la vuelta, pero no lo hizo.

—¿Sabe alguien de la Iglesia quién soy?

—No lo sé. Pero si más tarde se enteran de lo que sucedió en Moscú, me harán un montón de preguntas difíciles.

Gallardo tomó la decisión instantáneamente y se le endurecieron las facciones de la cara.

—Vale, eso no nos conviene. Dame las llaves.

A Murani le dio un vuelco el corazón. Incluso si aquel joven iba a ver al Papa y éste no le daba demasiada importancia a aquel encuentro, la Sociedad de Quirino sí que lo haría. Protegían sus secretos con gran celo; si creían que corrían algún riesgo, le cortarían toda información. No podía permitirlo.

Dejó las llaves en la palma de la mano de Gallardo.

—Entra en el coche, en el asiento del pasajero —le ordenó mientras abría las puertas electrónicamente.

Murani rodeó el coche y entró.

Después de ponerlo en marcha, Gallardo metió una marcha y buscó la pistola que llevaba bajo la chaqueta. Cuando salió la puso debajo de su pierna.

—¿Qué vas a hacer?

—Voy a encargarme de tu problema. —Gallardo vio que el joven sacerdote se daba a la fuga y apretó el acelerador.

El sacerdote corría, sin duda para salvar la vida. Sus hábitos revoloteaban a su alrededor cuando llegó a la salida.

Gallardo pasó como una exhalación por la salida e hizo rechinar las ruedas cuando giró bruscamente a la derecha para perseguir a su presa por la acera.

El hombre que seguían estaba aterrado y corría con toda su alma.

Gallardo aceleró y giró las ruedas hacia la derecha. Adelantó al sacerdote y le cortó el paso. Los peatones se alejaron.

El sacerdote se detuvo asustado contra el coche. Su cara, con las facciones tensas por el miedo, estaba a escasos centímetros de la ventanilla de Murani. Por un momento, Murani estuvo cara a cara con su subordinado. Después, el sacerdote se separó y echó a correr por un callejón.

Gallardo dio marcha atrás, retrocedió, y volvió a meter la marcha. Las ruedas dieron una sacudida y rechinaron al ponerse en movimiento. El coche salió como una bala y derribó varios cubos de basura.

Antes de que pudiera preguntarle a Gallardo qué había planeado, éste volvió a pisar el acelerador con fuerza. El coche cogió velocidad y adelantó al sacerdote. En ese momento el parachoques le golpeó en las piernas y lo tiró al suelo.

Desapareció bajo el coche y dio la impresión de que pasaban rápidamente por encima de varios badenes, al tiempo que saltaban los airbags. El impacto dio de lleno a Murani en el pecho con gran fuerza y lo echó hacia atrás. Un humo químico y el olor a pólvora de la carga explosiva que detonaba las bolsas inundaron el vehículo.

Obsesionado por el crujiente ruido que habían hecho las ruedas al pasar por encima del sacerdote y sabiendo que no lo olvidaría jamás, Murani se dio la vuelta y miró el maltrecho cuerpo del hombre, inmóvil y en silencio sobre el suelo de granito del callejón.

Gallardo dio marcha atrás y volvió hacia el sacerdote. Paró, rajó el airbag con un cuchillo y salió pistola en mano.

Murani tuvo que deslizarse para poder salir. Cuando lo siguió le temblaban las piernas.

Milagrosamente, el sacerdote seguía vivo. Tenía un lado de la cara destrozado por el impacto contra el suelo y le faltaba un ojo. Había sangre por todas partes. Intentó levantar la cabeza y respirar, pero no pudo hacer ninguna de las dos cosas. En cuestión de segundos se desplomó.

Gallardo se arrodilló para tomarle el pulso y se limpió la sangre de los dedos en la sotana.

—Ya está. ¿Puedes hacerte cargo? —preguntó poniéndose de pie y mirando a Murani.

Por un momento no supo muy bien a qué se refería.

—Saca el móvil —le ordenó con calma mientras guardaba el arma en la pistolera—. Llama a la Policía. Diles que acaban de atracarte en el coche, que estabas dentro de él y que un hombre con una pistola te apartó y se apropió del vehículo; que peleaste con él y atropellasteis a un peatón.

Murani buscó con torpeza el teléfono.

—¿Te has enterado? —preguntó Gallardo.

—Sí, pero ¿me creerán?

Gallardo le golpeó sin avisar. Su enorme puño le dio en la mandíbula y casi le da la vuelta a la cabeza. Cuando se desplomaba hacia atrás, volvió a atizarle. Este segundo golpe casi le dio de lleno en la nariz. Empezó a echar sangre por la boca y se le doblaron las piernas. Gallardo pensó por un momento que lo había dejado inconsciente. Murani cayó hacia delante y tuvo que sujetarlo.

—Ahora ya eres más creíble —aseguró Gallardo, que sonrió antes de ponerlo contra el coche—. Haz la llamada. Que sea corta. Vas a sonar muy creíble también. Tengo que irme.

Se metió las manos en los bolsillos, como si fuera a dar un paseo dominical, y se alejó de allí. En cuestión de segundos había desaparecido en la noche.

Murani hizo la llamada y esperó en el callejón con el muerto. Sabía que aquello no era el final. Había mucho en juego. Al cabo de un momento, cuando estuvo seguro de que podía moverse, se acercó al cuerpo del joven sacerdote y empezó a administrarle la extremaunción.

14
Capítulo

Instituto Max Planck de Antropología Social

Halle del Saale, Alemania

3 de septiembre de 2009

L
ourds encontró un dibujo del címbalo el miércoles por la tarde. A pesar de que revisar el abundante material que poseía el instituto sobre el pueblo yoruba parecía una labor interminable, no había perdido la esperanza de que apareciera algo. Lo que más le preocupaba era tener que buscar algo específico. Aunque sabía algo del pueblo yoruba y del impacto de su cultura en África Occidental, y más allá, no conocía su verdadero alcance.

Normalmente, cuando llevaba a cabo alguna investigación, estudiaba todos los documentos antes de dividirlos en categorías o separar los campos de estudio. No sabía que sus ciudades estado hubieran sido tan desarrolladas. En su opinión rivalizaban con sus equivalentes europeas. A pesar de haber estado gobernados por monarquías, éstas regían según la voluntad del pueblo y los senadores podían ordenar a los reyes que abdicaran al trono.

«No eran exactamente unos salvajes», pensó. Los yorubas habían comerciado durante cientos de años antes de que los europeos empezaran a atacar las naciones africanas en busca de esclavos.

Por desgracia, los yorubas —conocidos en aquellos tiempos como Imperio oyo— cedieron ante la fácil riqueza que les procuraba la trata de esclavos. Emprendieron guerras contra otros reinos y ciudades estado para capturarlos.

Había algunos documentos de los siglos XVIII y del XIX que le hubiera encantado leer, pero no tenía tiempo. Así pues, con permiso de Fleinhardt, los descargó en el servidor que utilizaba en Harvard.

Por supuesto, aquel archivo iba aumentando alarmantemente con todo el material que quería estudiar. Algunos días se sentía frustrado al pensar en la cantidad de cosas que no llegaría a conocer por mucho que se esforzase. La vida no era lo suficientemente larga como para satisfacer su curiosidad.

Pero sí que pudo leer algo sobre el címbalo y supo, con mayor certeza, que sólo habían descubierto la punta del iceberg.

Hotel Radisson SAS

Leipzig, Alemania

3 de septiembre de 2009

A las ocho, Lourds se dispuso a cenar con sus compañeros. Leslie había insistido en que al menos comiera como era debido una vez al día, y que los pusiera al día sobre sus investigaciones.

Cenaron en el restaurante del hotel. Normalmente estaba lo suficientemente vacío como para poder escoger una mesa al fondo y hablar con relativa intimidad.

—¿Has encontrado el címbalo? —Los ojos de Leslie brillaron entusiasmados.

—Creo que sí. —Sacó el ordenador de la mochila y lo dejó sobre la mesa, alejado de su copa de vino.

Se habían acostumbrado a comer y a hablar sobre el trabajo al mismo tiempo —con imágenes en el ordenador incluidas, si era necesario—, y seguían atrayendo curiosas miradas del resto de los clientes y de los camareros.

—Es un dibujo del címbalo, no una fotografía, pero creo que es bastante parecido.

Tecleó y apareció la imagen digital que había descargado de los archivos del instituto.

En el dibujo, el címbalo parecía un disco plano con una inscripción. El hombre que lo sujetaba vestía una larga capa y llevaba corona.

—Imagino que era el rey —comentó Gary con cierta sorna.

—La verdad es que era más que un rey. Es una representación de Oduduwa.

—Para ti es fácil, colega —comentó Gary.

—Según el pueblo yoruba, fue el líder de un ejército invasor que llegó a África Occidental desde Egipto o Nubia. Algunas fuentes musulmanas sostienen que procedía de La Meca. Según parece, había huido del país por cuestiones religiosas.

—¿Qué cuestiones? —preguntó Natashya.

—Los documentos que estuve mirando no decían nada al respecto —aseguró ladeando la cabeza—. También puede ser que escapara de un ejército invasor. El caso es que huyó con el címbalo. Se supone que es un descendiente de los dioses.

—La campana apareció en Alejandría. ¿Crees que es de donde procede el címbalo? —intervino Leslie.

—¿Te refieres a si estuvo allí? Según las leyendas que he descubierto, en tiempos remotos sí que estuvo. Pero por desgracia no he descubierto aún de dónde procede.

—Porque las lenguas no se corresponden con ninguna de las de esa zona —aventuró Natashya.

—Exactamente —dijo Lourds asintiendo y sonriendo.

—¿Y si pusieron los instrumentos allí a propósito?

Aquello no se le había ocurrido y le pareció muy interesante. Lo meditó un momento.

—Espera, ¿qué te hace pensar que alguien dejara allí la campana y el címbalo? —preguntó Leslie.

—Que no encajan —dijo Lourds siguiendo con la línea de razonamiento de Natashya. Su comentario había conseguido que todo tuviera más sentido—. No provienen de esa cultura. El material utilizado, el trabajo realizado, las lenguas, todo desentona con lo que sabemos de esa zona.

—Y si querían que el címbalo desapareciera, ¿por qué atribuirlo a un dios? ¿O a alguien cercano a los dioses? O lo que fuera el Odudo ese.

—Puede que no lo hicieran. Quizás inventaran esa historia cuando Odudo salió de Egipto —comentó Gary.

—Es posible. Según la leyenda, a Oduduwa lo envió su padre, Olodumare —explicó Lourds.

—Ese nombre sale en un disco de Paul Simón —lo interrumpió Gary—. Lo publicaron a principios de la década de los noventa. Se llamaba
Ritmo de los santos
… o algo así.

—¡No fastidies! —exclamó Lourds.

—Sí, tío —replicó Gary—. Tienes conexión Wi-fi, ¿verdad?

Asintió.

—Déjame el ordenador.

Después de pasárselo, se concentró en la cena. Como era el que más hablaba durante esas reuniones informativas, normalmente acababa comiéndoselo todo frío.

Al cabo de unos minutos, Gary esbozó una sonrisa triunfal.

—¡Sanseacabó! —exclamó al tiempo que le daba la vuelta al ordenador para enseñarle las letras.

La referencia a Olodumare estaba en la octava línea.

—Olodumare sonríe en el cielo —leyó Gary.

—Estás resultando ser un verdadero pozo de sabiduría. ¿Por qué no fuiste a la universidad? —preguntó Lourds.

—Lo intenté, pero era muy aburrida. La mayoría de las veces sabía más que los profesores. Lo primero que se aprende es que no son mucho más listos que tú, y a veces ni siquiera saben tanto como tú. —Al darse cuenta de lo que había dicho, levantó la mano en actitud defensiva—. No me refería a ti, colega. Tú eres impresionante.

—Me alegro. A ver si puedo impresionarte un poco más —dijo tomando un sorbo de vino—. Los yorubas se refieren a sí mismos como
eniyan
o
eniti aayan
, cuya traducción literal sería: «Los elegidos que llevan la bendición al mundo».

—¿Crees que el címbalo era una bendición? —preguntó Leslie.

—Me lo planteé, después de todo llegó de manos de alguien cercano a Dios.

Cambrigeport

Cambridge, Massachusetts

3 de septiembre de 2009

El mejor momento para robar en una casa no es por la noche, sino de día. Por la noche se supone que no tiene que haber nadie; si hay alguien, llama la atención.

Pero durante el día la gente entra, sale y va y viene a todas horas.

Bess Thomsen era una ladrona profesional. Llevaba entrando en casas ajenas desde los once años. A los treinta y tres, tenía mucha experiencia.

Medía un metro sesenta y siete, tenía el pelo castaño, ojos marrones y una cara fácil de olvidar. En otras palabras, tenía un aspecto bastante anodino, aunque una bonita figura, en parte por el ejercicio que hacía para poder desempeñar su trabajo, en parte porque su cuerpo desviaba la atención de su cara. Con todo, aquel día había elegido taparlo con un amplio mono de color naranja.

Su compañero de robo era un veinteañero llamado Sparrow. Lo acompañaba por si tenían que cargar algo, ya que medía casi uno noventa y pesaba más de noventa kilos. Bess estaba convencida de que un noventa y nueve por ciento de su ser era pura fachada. Jamás había conocido a nadie tan arrogante como él.

Sparrow se repantingó en el asiento del pasajero y echó la ceniza del cigarrillo por la ventana. La barba de tres días hacía que sus mejillas y su mandíbula parecieran papel de lija. Llevaba el pelo rubio de surfista cortado a la altura de los hombros. Unas gafas azules a la última cubrían la parte superior de su cara y llevaba auriculares en los oídos, aunque Bess había estado tentada de metérselos por otro orificio. A pesar de que bloqueaban parte del sonido, Sparrow oía música —un tipo de rock enloquecido— lo suficientemente alta como para que Bess tuviera ganas de pegarle unos buenos gritos.

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