—Por supuesto, Su Santidad. —Sabía que aquello era un aviso. El Papa le vigilaba. El mensaje y la amenaza implícita eran evidentes.
—Has descuidado tus obligaciones, Stefano.
Murani miró al hombre que estaba sentado al otro lado de aquella pequeña y elegante mesa. Partió un palito de pan y se quedó callado.
El cardenal Giuseppe Rezzonico tenía poco más de sesenta años. Llevaba el pelo blanco cuidadosamente peinado y era lo suficientemente atractivo como para despertar la curiosidad de algunas mujeres sentadas en las mesas cercanas. Alto y grueso de cintura, seguía irradiando poder. Había entrado al servicio de la Iglesia ya mayor, pero había ascendido rápidamente hasta ocupar un cargo en el Sagrado Colegio Cardenalicio. Al igual que Murani, vestía un traje azul oscuro.
Murani ladeó la cabeza sin dejar de mirar a aquel hombre.
—¿Y qué obligaciones son ésas?
—Las obligaciones de tu cargo, Stefano. Llamar y cancelar las citas que tenías en nombre de la Iglesia, esas cosas son como indicios para nuestro actual Papa.
—Vuestro papa —replicó amargamente.
Rezzonico frunció el entrecejo.
—Todo el mundo sabe que no votaste por Su Santidad.
—No, no lo hice —dijo Murani dejando a un lado el palito de pan.
—Estoy seguro de que el Papa también lo sabe.
—¿Crees que se está vengando?
—No, Su Santidad no caería en eso —aseguró Rezzonico moviendo la cabeza.
—Así que para ti se trata de piedad, ¿no? —Aquello le pareció interesante. A Rezzonico no solían engañarle con facilidad—. Sólo es un hombre, a pesar del cargo y las vestiduras.
—¡Eso es un sacrilegio! —exclamó Rezzonico frunciendo más aún el entrecejo.
—Es la verdad. —No estaba dispuesto a pasarlo por alto. Había tenido que soportar que Inocencio XIV lo avergonzara aquella mañana y no iba a permitir que lo sobornara con una buena comida y unas palabras amables—. Es corto de vista, y lo sabes. Sigue manteniendo conversaciones con los judíos y los musulmanes.
—Por supuesto que lo hace —admitió Rezzonico de manera razonable—. Lo que sucede en esos lugares afecta al resto del mundo. Las economías están demasiado interrelacionadas como para que lascosas sean de otra forma.
—¿Te das cuenta de lo que dices? —preguntó frunciendo el ceño—. ¿Economías? ¿Eso es la Iglesia en la actualidad? ¿Las economías?
—Juraste lealtad al Papa.
—Juré lealtad a Dios —replicó con voz áspera. La cólera y la frustración se habían desatado en su interior y no era capaz de controlarse—. Eso sustituye cualquier juramento de lealtad que pueda hacer a cualquier otra persona.
—Estás pisando terreno peligroso.
Una joven camarera les sirvió unas ensaladas y más vino. Dejaron de hablar hasta que se fue.
—Todos pisamos terreno peligroso en estos tiempos —dijo Murani, que empezaba a calmarse.
Rezzonico arqueó las cejas.
—¿Lo dices por las excavaciones del padre Sebastian? Ni siquiera sabemos si saldrá algo de allí —dijo mientras acercaba la copa a sus labios.
—¿Y si aparece algo? ¿Y si el padre Sebastian encuentra algo? Aunque no sea el libro, ¿qué pasaría si hubiera algo que señalara los textos secretos?
—Entonces nos ocuparemos de ello.
—Ocuparse de algo cuando ya ha ocurrido es inútil —se mofó Murani.
—Stefano, por favor, escúchame. Soy tu amigo. Todo está controlado.
Murani rehusaba creerlo.
—No hay nada controlado. —Quería hablarle de la campana, del címbalo y de lo que creía que podían significar, pero no pudo. Rezzonico formaba parte de la Sociedad de Quirino y no estaba seguro de que no quisieran quitárselo todo. No podría soportarlo.
Por un momento, Rezzonico se limitó a mirarlo.
—Controlamos la Guardia Suiza. Tenemos algunos de sus miembros en la excavación. Si el padre Sebastian encuentra algo, cualquier cosa, tienen órdenes de intervenir y llevárselo.
Murani lo sabía, había colaborado en aquella negociación. Por suerte, después de tantos años de servicio, muchos de los líderes de la Guardia Suiza mantenían las mismas creencias básicas que la Sociedad de Quirino. Lo más importante para ambas organizaciones era preservar la Iglesia. Se arrebatarían vidas y se contarían mentiras para lograrlo.
El trabajo del padre Sebastian ponía en peligro a la Guardia Suiza tanto como a la Iglesia. Su líder, el comandante Karl Pul-ver, también conocía la amenaza que suponían los textos secretos, a pesar de no saber lo que contenían.
—Hemos de hacer algo más —propuso Murani.
El recelo tiñó los ojos de Rezzonico.
—¿Exactamente, qué?
—El padre Sebastian es el elegido del Papa, no es uno de los nuestros.
—Pero si eso es incluso mejor. Si Sebastian encuentra algo, no reconocerá lo que es. Sólo nosotros conocemos lo que son los textos secretos.
—El Papa cree que lo sabe.
Rezzonico hizo un gesto con la mano como para quitar importancia al comentario.
—El Papa sólo sabe lo que le contamos e incluso entonces le falta la capacidad de comprensión que tenemos nosotros.
Murani se movió inquieto.
—Eso no es suficiente. Tenemos que controlar la excavación, que no haya intrusos. Y para eso ha de estar a nuestro cargo.
—El Papa eligió al padre Sebastian. Fue una buena elección. Su campo es la arqueología. De todos nosotros…
—Es el menos fiable —aseguró Murani endureciendo la voz—. Estuvo en el mundo seglar mucho tiempo antes de entrar en la Iglesia.
—Daríamos los pasos necesarios para enmendar la situación.
—Hay otros sacerdotes y cardenales que podrían haberse encargado de esa excavación —aseguró Murani con un tono más suave.
—¿Como tú, quizá? —preguntó Rezzonico sonriendo.
No intentó fingir modestia.
—Sí, yo podría haber sido la elección perfecta.
—¿Por qué tú?
—Porque desde niño he dado mi vida por la Iglesia. Creo en el poder del papado. La Iglesia necesita ocupar el lugar que le corresponde en el mundo. La Iglesia ha ido debilitándose cada vez más. La pérdida de la misa en latín, además de las conversaciones con otras religiones y países… El papado ha desempeñado su cargo desde el Concilio Vaticano II como si se tratara de un jefe de Estado…
—Que es lo que han sido —señaló Rezzonico.
—… y han tratado a otras naciones y religiones como si fueran sus iguales. —Su voz se endureció—. Nadie es igual que la Iglesia. El propio Dios nos puso aquí para guiar al pueblo, para que nos ocupáramos de él. Se supone que debemos guiarlo y dar sentido a sus vidas. No podemos hacerlo si continuamente renunciamos al poder y al prestigio que hace de nosotros los instrumentos elegidos por Dios.
Rezzonico inspiró con fiierza y dejó salir el aire. Dudó.
—Todos tus puntos de vista son válidos…
—Por supuesto que lo son.
—Pero…
No le prestó atención.
—No hay peros que valgan. La Iglesia es intocable. Es, y debe ser, el último poder aquí, en la tierra; y cualquier poder que controle ese tipo de poder pertenece a la Iglesia. Las reliquias sagradas son nuestras por derecho y por la gracia de Dios.
—El mundo es diferente, Stefano —dijo Rezzonico suavemente—. Tenemos que movernos con más cuidado y prudencia en estos tiempos.
—Existen libros y objetos capaces de poner fin a este mundo y crear uno nuevo. Llevan enterrados mucho tiempo y están a punto de volver a aparecer.
—Sólo si hemos acertado con la excavación.
—¿Lo dudas?
—Todavía está por demostrar.
Disgustado, se recostó en la silla.
—Hay que tener fe.
Por primera vez, la mirada de Rezzonico se heló.
—No te olvides, Stefano, de que has pisoteado a sacerdotes y cardenales menores, pero que yo estoy aquí a petición de la sociedad.
Aquella declaración hizo que se contuviera. Con todo, esperaba algo así. A pesar de sus intentos de autocracia e independencia, Rezzonico a menudo era el perrito faldero de los miembros más antiguos de la Sociedad de Quirino.
Murani contó hasta diez y se armó con la paciencia que le quedaba.
—No estaríamos en esta situación si la elección del Papa hubiese sido de otra manera.
—Eso es agua pasada.
El Sagrado Colegio Cardenalicio se dividió a la hora de tomar una decisión. Cada una de las facciones había elegido a uno de sus miembros. Los dos que podrían haberse convertido en papas, hombres a los que ya se había confiado la tarea divina de proteger al mundo de los textos secretos, no obtuvieron los suficientes votos para ganar. Una tercera facción, que actuaba en nombre de sus propios intereses, sugirió el nombre de Wilhelm Weierstrass como alternativa. Al final, debido a esa división, el nuevo Papa no sabía nada de los textos secretos.
De hecho, Murani no estaba seguro de que el papa Inocencio XIV creyera en los textos secretos aún después de haber sido informado. Los había escuchado a todos, pero había guardado silencio. Al final, al elegir al padre Sebastian para que se encargase de la excavación, al menos para él, decía mucho.
—Tienes razón —dijo Murani.
Rezzonico lo estudió un momento.
—Todo está en orden, Stefano. Ya lo verás. Lo que la sociedad desearía es que intentaras no llamar la atención. La confianza que nos tiene el Papa es algo muy frágil. Sobre todo ahora. Si hubiese subido al poder en otro momento habríamos podido tener más influencia sobre él.
No estaba de acuerdo con Rezzonico, pero no lo dijo. Habían dejado a Wilhelm Weierstrass entre libros demasiado tiempo. Aquel hombre tenía una opinión sobre todo tipo de cosas y no dudaba a la hora de utilizar el poder que le confería su cargo. Ya lo había demostrado al elegir al padre Sebastian en vez de a otros candidatos que la Sociedad de Quirino había propuesto.
Y lo había vuelto a demostrar al reprenderlo aquella mañana. De hecho, fue en ese momento cuando se dio cuenta de que aquello había sido más una advertencia a toda la Sociedad de Quirino que a él solamente. Al caer en la cuenta, vio claramente que la situación era mucho más apurada de lo que había creído.
—No te preocupes, Stefano. Tienes muchos amigos en la Sociedad de Quirino. Espero que sigas contándome entre ellos. Sólo deseo lo mejor para ti. Estamos juntos en esto. Tienes que ser más paciente.
—Ya —aceptó antes de tomar un sorbo de vino—, pero es el momento en el que más cerca hemos estado de los textos secretos.
Rezzonico asintió.
—Todo el mundo lo sabe. Todo está en su sitio. No puede suceder nada que no controlemos.
Pensó que aquello podía ser verdad, pero que ninguno de ellos estaba preparado para utilizar esos textos. La Sociedad de Quirino controlaba muchos secretos. A lo largo de los años habían asesinado silenciosa y brutalmente a todo el que se había opuesto a ellos o que había intentado revelar sus secretos.
No les asustaba tener las manos manchadas de sangre. A él tampoco.
Mercado A Siete Kilómetros
Afueras de Odessa, Ucrania
23
de agosto de 2009
—¿De dónde sale esto?
Lourds sonrió ante la ingenuidad de Leslie. A pesar de ser una periodista de televisión, con cierta experiencia de la vida a sus espaldas y quizá muy viajada por su cuenta, el mundo seguía siendo para ella un lugar enorme que no había imaginado. No había visto tanto como creía.
El mercado A Siete Kilómetros era un rugiente circo del mercado negro servilmente dedicado al capitalismo. Cubría casi un kilómetro cuadrado y estaba lleno de contenedores metálicos de barco convertidos en edificios. Sus estrechas calles estaban atestadas de gente que deambulaba entre ellas.
Aquellos contenedores provenían de todo el mundo. Los había desde seis metros de largo a los monstruosos de dieciséis. Los comerciantes guardaban en ellos la mercancía y a menudo también les servían de vivienda. Eran viejos y nuevos y mostraban todos los colores del arcoíris. Muchos estaban ensamblados unos con otros.
Parecían pequeños edificios metálicos con carteles publicitarios y flanqueados por aceras, que en ocasiones se elevaban hasta dos y tres pisos. Los coches y camiones llegaban hasta la parte frontal de las tiendas para cargar y descargar. Se oían voces en todas partes y en multitud de idiomas. Algunas luces colgadas a pequeños intervalos aseguraban que la oscuridad no impidiera las ventas.
Lourds estaba cansado y tenía calambres por haber estado metido en el coche durante largo tiempo. Pero no podía dejar pasar la oportunidad de ser a la vez guía y educador. El anciano que los había llevado hasta allí había vuelto a Moscú inmediatamente.
—Bienvenidos al mercado A Siete Kilómetros —dijo haciendo un gesto hacia el complejo laberinto de contenedores—. El mercado original estaba situado dentro de los límites de la ciudad de Odessa, pero cuando el capitalismo invadió la zona tras la caída del muro de Berlín en 1989, hubo más comerciantes que abrieron su tienda.
—Es increíble —comentó Leslie.
Gary grababa.
—Ten cuidado con la cámara —lo previno Natashya.
—¿Por qué? —preguntó éste volviéndola a guardar en el estuche que llevaba colgado al hombro—. ¿No permiten que los turistas hagan fotos?
—Sí que lo permiten, pero la mayoría de los comerciantes no son legales.
—Muchos de ellos están buscados por la Policía y los servicios de inteligencia de varios países —le explicó Natashya, que estaba muy atenta a lo que sucedía a su alrededor. A pesar de haber pasado un día entero de viaje parecía descansada y lista para continuar—. Si alguno de ellos cree que te han enviado para espiarle, a lo mejor intentan cortarnos el cuello.
—¡Ah! —Evidentemente, a Gary no le agradaba aquella posibilidad.
—Cuando el mercado empezó a crecer dentro de Odessa, se ordenó que saliera de la ciudad. Se volvió muy popular y hubo que realojarlo aquí, a siete kilómetros de distancia —explicó Lourds.
—De ahí el nombre —comentó Leslie.
—Exactamente. —Lourds inició la marcha. Pasaron por delante de contenedores que ofrecían aparatos electrónicos asiáticos y objetos para turistas, además de falsificaciones de productos occidentales de lujo—. Hay más de seis mil tiendas, cuyos alquileres suman miles de dólares. Sólo el dinero que se paga por el espacio es una importante fuente de ganancias, aunque las ventas sobrepasan los veinte millones de dólares.
—¿Al año? —preguntó Leslie.