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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (19 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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—Puedo hacerlo —aseguró Plehve.

Unos minutos más tarde, Lourds seguía a aquel hombre. Leslie y Gary iban detrás de él y Natashya cerraba la marcha.

Tras volver a la calle cruzaron hacia un callejón. Plehve tenía un Zil de fabricación rusa esperando en las sombras. Con un gesto elegante abrió la puerta para Leslie y para Lourds.

Natashya rehusó la invitación de sentarse en el asiento trasero, dio la vuelta al vehículo y se acomodó en el del copiloto. Lourds se dio cuenta entonces de que la luz interior no se había encendido. Evidentemente, Plehve era un hombre precavido.

Una vez acomodados, Plehve se puso al volante y salieron de allí. Fue el momento en el que Lourds soltó el tenso aliento que había estado conteniendo.

Nadie dijo una palabra hasta que salieron de los límites de la ciudad. El anciano mantenía una mano en el volante; con la otra, fumaba un cigarrillo detrás de otro. Al parecer Plehve no confiaba tanto en poder llevar a cabo el traslado que se le habían encargado.

En un momento dado comentó que el viaje duraría casi veinte horas si lo hacían directamente y sólo paraban para poner gasolina e ir al baño. Lourds se sorprendió al comprobar lo cansado que estaba, aunque también podía ser una reacción natural al hecho de no tener nada que hacer.

Durmió un rato.

—¿Por qué crees que mi hermana se puso en contacto con el Instituto Planck? —preguntó Natashya. Le ardían los ojos, no había conseguido dormir bien desde el asesinato de Yuliya. Miró fijamente a Lourds, que hacía pocos minutos que se había despertado.

—Yuliya creía que los cátaros llevaron el címbalo a Rusia, entonces llamada Rus.

—¿Y quiénes eran ésos? —preguntó Natashya sin dejar de prestarle atención.

—Los historiadores no se ponen de acuerdo sobre el verdadero origen de los cátaros. Hay quienes los relacionan con las tribus perdidas que se dispersaron tras la destrucción de Israel. La idea más aceptada es que eran turcos. Sé alguna cosa sobre ellos porque escribí unos monográficos sobre la lengua uigur.

Natashya no dijo nada. Sabía que Yuliya tenía en alta estima a Lourds, pero también sabía que no había estudiado lo suficiente esas cosas como para discernir si le estaba diciendo la verdad o se lo estaba inventando todo sobre la marcha. Así que prefirió observar si alguno de sus gestos confirmaba que estaba mintiendo. En eso sí que era buena.

—Eran parte de la cultura huna —continuó Lourds—. Formaban clanes y recorrían el mundo para comerciar. Incluso su nombre tiene sus raíces en ese empeño. La palabra «cátaro» tiene relación con el verbo turco
«gezer
», que literalmente quiere decir «errar». Eran simplemente unos nómadas.

—Mi hermana era arqueóloga —Natashya notó la vacilación de su voz al hablar de Yuliya en pasado— y sabía de historia. ¿Cómo sabes tú tanto?

Lourds tomó un trago de la botella de agua.

—La lingüística y la arqueología coinciden hasta cierto punto. Esa coincidencia depende de cuánto profundiza el lingüista o el arqueólogo en sus conocimientos. Yuliya y yo lo hacíamos con tenacidad. Aprendíamos constantemente. Era como ir a la escuela cada día.

Natashya estuvo de acuerdo con aquello. Hubo un tiempo en el que su hermana siempre tenía a mano un grueso libro sobre algún tema difícil.

—¿Estás seguro de que los cátaros no fabricaron la campana? —preguntó Natashya.

—Casi seguro. Yuliya opinaba lo mismo. Creía que ellos la habían conseguido de los yoruba.

—¿Y dónde vivían ésos?

—En África Occidental.

—Eso es muy grande.

—Ya, por eso vamos al Instituto Max Plank. Yuliya había pedido poder ver allí ciertos documentos.

—¿Mi hermana quería ir a Leipzig?

—Eso es lo que decían sus notas. Y si a mí me era posible quería que la acompañara para ayudarla con las traducciones.

—¿Por qué Leipzig? ¿No sería más fácil ir directamente a África Occidental?

—Los documentos que quería consultar ya no están allí. Los guardan en Leipzig. El Instituto Max Plank sigue investigando y estudiando la historia de la esclavitud y de las culturas africanas perdidas.

—¿No tienen museos en África Occidental? ¿O algún sitio en el que guardar esos polvorientos documentos?

Lourds sonrió.

—Por supuesto que sí —dijo antes de tomar otro trago de agua—. Pero no pueden almacenar información de toda su historia. Mucha de ella se ha perdido.

Por la forma en que entrecerró los ojos y se rascó la perilla, Natashya pensó que estaba reorganizando sus pensamientos. Al mirarlo detenidamente se dio cuenta de que era un hombre muy apuesto. Dudaba mucho de que a su hermana le gustara solamente su forma de pensar, por muy fascinante que fuera. Pero por supuesto, la fidelidad a su marido quedaba fuera de toda duda.

—Cuando se destruyen y subyugan las culturas en la forma en que se hizo en África, su historia se dispersa, se pierde y, a veces, se reescribe. Los museos de África Occidental en Benín, Nigeria y Senegal, y en los otros doce países de esa zona, sólo poseen una pequeña parte de lo que existió en su día.

—¿El resto quedó destruido? —preguntó Natashya.

—Destruida y perdida. Vendida y robada, pero en su mayoría perdida. Mucha de su historia se conservó oralmente. Generación tras generación iban contándose historias y transmitiéndoselas. Ésas, por desgracia, se han perdido para siempre. Pero algunos objetos los compraron los coleccionistas. Muchas piezas están en manos de coleccionistas privados y museos de todo el mundo. Nunca sabes dónde puede aparecer una pieza. Como el címbalo.

—Todavía no has dicho por qué Yuliya creía que los cátaros habían llevado el címbalo al norte de Rusia.

Lourds sacó el ordenador y lo abrió. Tecleó algo y rápidamente apareció en la pantalla una fotografía de monedas que parecían antiguas.

—¿Qué es eso? —preguntó cada vez más interesada.

—Las encontraron en el mismo lugar que el címbalo. Pertenecen a la misma excavación. Los estudios estratigráficos demuestran que fueron dejadas allí al mismo tiempo.

—¿Dejadas?

—Eso es lo que pensaba Yuliya. Según las notas del equipo de arqueólogos que descubrió los objetos, encontraron el címbalo y las monedas a la vez.

—¿Y por qué iban a dejarlas?

—Sólo puedo aventurar una suposición, pero estoy de acuerdo con lo que dedujo Yuliya. Quienquiera que dejara el címbalo y las
yarmaq
, intentaba esconderlos para que no se los llevaran.

Natashya le dio vueltas a todo el asunto. La posibilidad de que hubieran buscado al címbalo cientos de años atrás, al igual que lo buscaban en ese momento, la intrigaba. ¿Quién podía saber de la existencia de algo que había estado perdido tanto tiempo? ¿Quién podía recordarlo durante la gran cantidad de años que habían pasado desde que lo habían escondido? ¿Y quién lo quería en la actualidad?

—Esas monedas fueron lo que convenció a Yuliya de que los cátaros habían llevado el címbalo al norte de Rus —continuó Lourds—. Las monedas son
yarmaq
. Las acuñaban los cátaros. Eran tan uniformes y puras que se utilizaron en el comercio en toda Rus, Europa y China.

Natashya observó las monedas que aparecían en aquella imagen digital. En una de las caras se veía a un hombre tumbado en una litera. Yuliya también había sacado fotos del anverso, que mostraba una estructura que parecía un templo o quizás una sala de reuniones.

—¿Así que vamos a Leipzig a averiguar por qué los cátaros llevaron el címbalo a Rus? —preguntó Leslie, que sin duda se había despertado en algún momento de la conversación.

—No exactamente —contestó Lourds—. Vamos allí a buscar documentación sobre el címbalo. Puesto que la lengua que hay en él, o parte de ella, es yoruba, espero que podamos encontrar alguna pista sobre su procedencia; descubrir cómo y por qué la consiguieron los cátaros sería un regalo añadido.

11
Capítulo

Estudio del Papa Inocencio XIV

Status Civitatis Vaticanae

22 de agosto de 2009

E
l cardenal Murani sentía que la tensión le destrozaba los nervios cuando se sentó ante la puerta del estudio del Papa. A pesar de su recargada decoración, la silla en la que estaba era cómoda. De vez en cuando hojeaba un libro sobre la historia de Europa Oriental, pero no estaba leyendo, su mente estaba demasiado confusa.

Miró el reloj, eran las ocho y trece. Sólo habían pasado tres minutos desde la última vez que lo había comprobado. Al intentar pasar una página se dio cuenta de que la mano le temblaba ligeramente. Aquel temblor le llamó la atención y meditó sobre ello con verdadero interés.

«¿Es miedo o ilusión?», se preguntó. No sabía por qué lo había mandado llamar el Papa.

Cerró el puño y deseó que se mantuviera quieto. Sonrió ante el control que tenía sobre sí mismo. Al fin y al cabo, era lo único que realmente importaba.

Se abrió la puerta. Un sacerdote joven salió de la estancia y lo miró.

—¿Cardenal Murani?

En un principio pensó que el joven estaba siendo insolente por preguntar quién era. Lo conocían en todo el Vaticano.

Después se dio cuenta de que no lo había visto nunca. Entonces, podía aceptarlo. No se preocupaba por aprender los nombres de los sacerdotes, a menos que le hubieran ayudado u ofendido.

—Sí.

El joven asintió y señalo hacia el estudio.

—Su Santidad desea verle.

Volvió a colocar el libro en el estuche de piel que llevaba antes de ponerse de pie.

—Por supuesto —dijo, aunque le hubiese gustado sonar más convincente.

—Buenos días, cardenal Murani —lo saludó el papa Inocencio XIV, que le indicó una de las lujosas sillas que había frente a un enorme escritorio. Su pulida superficie reflejaba la opulencia de la habitación—. Espero no haberle hecho esperar demasiado.

—Por supuesto que no, Su Santidad. —Sabía que no estaba permitida otra respuesta. Se acercó a él.

El papa Inocencio XIV tenía buen aspecto para ser un hombre de más de setenta años. Su enjuta estructura no mostraba ni un ápice de grasa y sus ojos azules miraban con seguridad. Su cara parecía la de un halcón, alejada detrás de una gruesa y larga nariz. Años de estudio de textos arcanos le habían dejado la cabeza ligeramente hundida entre los omoplatos. Su ropa blanca parecía el plumaje de una paloma, pero Murani sabía que esa imagen era engañosa. En aquel Papa no había nada delicado.

Antes de que el Sagrado Colegio Cardenalicio lo eligiera, Wilhelm Weierstrass había sido bibliotecario en esa institución. Anteriormente, fue obispo con una carrera poco brillante.

Murani estaba seguro de que los años que durara su papado serían igual de mediocres. No cambiaría nada ni dirigiría nada y, al final, no conseguiría nada a la hora de reafirmar el papel de la Iglesia en el mundo. No había votado por él.

—Me han dicho que estás mejor —dijo el Papa.

—Lo estoy, Su Santidad. —Se arrodilló ligeramente y besó el anillo de pescador del Papa antes de sentarse. Miró a su alrededor y se percató de la presencia de dos miembros de la Guardia Suiza. Estaban en posición de firmes, uno a cada lado de Su Santidad.

El papa Julio II había creado la Guardia Suiza en 1506, pero fueron Sixto IV e Inocencio VIII quienes proporcionaron las bases para reclutar mercenarios para su protección. La Guardia Suiza era la única unidad que había sobrevivido. Su existencia había comenzado como una ramificación del ejército de mercenarios suizos que había llevado soldados a toda Europa.

A pesar de que seguían vistiendo su uniforme original rojo, azul, amarillo y naranja en las ocasiones especiales, a menudo simplemente llevaban uniformes azules con cuello blanco, cinturón marrón y boina negra, como en aquel momento. Los que estaban en las habitaciones del Papa llevaban pistolas semiautomáticas SIG P75, y los sargentos portaban una pistola ametralladora Heckler amp; Koch. Esta última se había integrado en el armamento de la guardia después de que casi asesinaran al papa Juan Pablo II.

Murani posó los codos en los brazos de la silla y puso los dedos bajo la barbilla. No se sentía cómodo en las habitaciones del Papa, pero se esforzaba por aparentar que sí lo estaba.

—Has estado unos cuantos días enfermo.

Asintió.

—Me preguntaba si crees que ha llegado el momento de que te vea un médico.

Por un momento, se quedó desconcertado. Después cayó en la cuenta de que Inocencio XIV le estaba indicando que, a pesar de su continua «enfermedad», no había ido al médico.

Había sido un descuido. Se prometió que en el futuro sería más cuidadoso.

—Creo que ha sido sólo un ataque de gripe, Su Santidad. Nada por lo que molestar a un médico. —Sus palabras sonaban poco convincentes; por un momento, volvió a sentirse como un niño.

—Aun así, esa… gripe te ha apartado varios días del trabajo.

En la habitación se produjo un pesado y opresivo silencio. Sabía que el Papa no le creía.

—Sí, Su Santidad. Por suerte tengo muchos años aún para ofrecer mi servicio a Dios.

—También me ha llamado la atención que estés tomando un desmesurado interés por el trabajo del padre Sebastian en España.

—El mundo entero parece estar tomándose un desmesurado interés por el trabajo del padre Sebastian. Las excavaciones en Cádiz parecen haber atraído la atención mundial.

—Eso, quizás es poco afortunado. Creo que al mundo le iría mucho mejor si centrara su interés en otros objetivos.

Supo que el Papa no estaba preocupado por la atención del mundo, sino por la suya.

—Seguro que no pasarán más de dos o tres días sin que algún incidente en Oriente Próximo, o algún asunto económico o la muerte de alguien famoso vuelva a acaparar su atención.

—No desearía que ocurriese ninguna de esas cosas —replicó el Papa.

Sintió que apenas podía contener la cólera. «No, si dependiera de ti no pasaría nada. Simplemente te dedicarías a ocupar este despacho y seguir reproduciendo el vacío que la Iglesia ha soportado con los últimos papas», pensó con ferocidad.

Se obligó a respirar con calma, pero la rabia que sentía era como una roca en su pecho que amenazaba con desprenderse. Inocencio XIV era simplemente otro cáncer que medraba gracias a la Iglesia y le arrebataba la fuerza.

—Sé que tienes cosas importantes que hacer, cardenal Murani —dijo el Papa, que fijó la vista en el libro de citas que había sobre la mesa—. Hace tiempo que no hemos tenido oportunidad de hablar. Creo que sería mejor que volviéramos a vernos.

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