—¿Qué pasaría si te diera la Atlántida?
Wynn-Jones resopló.
—Por si no te has enterado, la han encontrado en España, en Cádiz.
—¿Y si se han equivocado?
—La Iglesia católica romana financia esas excavaciones. —A pesar de que Wynn-Jones mantenía una actitud negativa, notó cierto interés en su tono de voz—. No suelen equivocarse con ese tipo de cosas.
—Se equivocan siempre. Piensa en la actitud sexual de sus sacerdotes. —Antes de que pudiera replicarle nada, Leslie continuó—: La campana y el címbalo tenían una escritura grabada que Lourds no había visto nunca. Ha seguido la pista del címbalo hasta el pueblo yoruba, que vive en África Occidental, por eso tenemos que ir allí. Hay indicios que demuestran que esos objetos son restos de la civilización de la Atlántida.
—¿Provenían de España?
—No, al parecer la Atlántida estaba frente a la costa de África Occidental o formaba parte de ella. —Leslie creía que así era como lo había explicado Lourds.
—Están bastante seguros de lo de Cádiz.
Leslie sabía que le había hecho pensar. Ambos solían atraer la atención sobre ellos mismos siempre que podían.
—¿Y si se han equivocado? ¿Y si con el tiempo podemos aportar la verdadera ubicación de la Atlántida?
—Eso es mucho decir.
—Piénsalo, Philip. Los medios internacionales de comunicación han estado flirteando con esta historia desde que se supo de ella. ¡La Atlántida finalmente descubierta! ¿Te acuerdas de todos esos titulares de los que nos reíamos?
Lo habían hecho, pero también habían admitido a regañadientes que les habría gustado dar la noticia.
—Han despertado el apetito del público. Si Lourds nos lleva a algo que tenga relación con ella, será un éxito. Pero si se la robamos…
No acabó la frase. Conocía a Wynn-Jones. Su mente estaría dándole vueltas a las posibilidades.
—Muy bien. Te concedo África Occidental, pero más te vale que haya alguna maldita historia allí.
Leslie sabía que sí la había. No estaba segura de si sería la Atlántida, pero sí de que había suficiente material como para aplacar a la empresa cuando llegara el momento. Si no lo había, se quedaría sin trabajo. Ése era el riesgo. Jugar sobre seguro no la iba a llevar a ninguna parte. Y tenía planeado llegar muy lejos, quería triunfar.
Tras darle las gracias, colgó y empezó a marcar el número de Lourds para comunicarle que tenían vía libre para ir a África, pero seguía algo eufórica por el vino y aún tenía que ocuparse de la calentura que sentía.
Decidió darle la noticia en persona. Abrió el bolso y sacó una copia de la llave de la habitación de Lourds. Éste no había parecido extrañarse de que le entregaran una solamente.
Sonriente y esperanzada, salió por la puerta.
Natashya salió del ascensor a tiempo de ver a Leslie en el pasillo. Recelosa y aún preocupada por la facilidad con que Patrizio Gallardo y sus hombres los habían encontrado en Odessa, la siguió.
Después de la cena había cogido un taxi para ir a un club cercano y llamar a Ivan Chernovsky. No quería que supiera en qué hotel se hospedaban. No estaba en casa. Su mujer le había dicho que estaba investigando un asesinato.
La noticia hizo que se sintiera culpable. Chernovsky estaba en la calle, seguramente corría peligro, y ella no estaba allí para cubrirle la espalda. Su esposa, Anna, le había comentado que estaba preocupado por ella. Evidentemente su marido le contaba todo. Le aseguró que estaba bien y que le dijera a Ivan que lo llamaría pronto.
Ralentizó el paso, pero si Leslie se hubiese vuelto, la habría visto. Por suerte, su habitación quedaba en esa dirección. Tenía una excusa.
No obstante, Leslie no se desvió de su camino, iba directa hacia la puerta de Lourds. Se paró y levantó la mano para llamar. Después buscó en el bolso y sacó una tarjeta.
La pasó por el dispositivo y vio que se encendía la luz verde. Entró.
Natashya no perdía nunca la calma, pero aquello la alteró. Lo que más le molestó era que no sabía muy bien por qué le afectaba. Desde el principio estaba muy claro que a Leslie le gustaba el catedrático. Natashya se preguntó si Lourds sería lo suficientemente vanidoso como para creer que era algo más.
Eso podría ser un problema. Lo necesitaba animado y con la cabeza despejada si quería encontrar a los asesinos de Yuliya.
Pero también sabía que no le gustaba que estuviera con otra mujer. «Otra», se fijó en lo raro que sonaba aquella palabra y no le gustó nada.
También se le pasó por la cabeza ir a la habitación de Lourds y arruinarles la fiesta, pero luego se dio cuenta de que era demasiado inmaduro. En vez de eso, fue a la suya y pidió una botella de vodka Finlandia. Ponerla en la cuenta de la habitación y saber que tendría que pagarla Leslie le hizo sentir bien.
Leslie se entusiasmó al oír caer el agua y notar el vapor que salía del cuarto de baño. Estaba en la ducha. No era exactamente lo que había imaginado, pero sería divertido. Se le dibujó una sonrisa en la cara.
El televisor estaba encendido y emitía un programa de la CNN. El ordenador estaba abierto encima de la mesa y pensó que Lourds habría estado trabajando.
Dudó. «Vale, ¿lo vas a hacer o no?», se dijo a sí misma. Inspiró, dejó el bolso y se quitó los zapatos y la ropa.
Entró en el cuarto de baño completamente desnuda.
Lourds estaba en la bañera con la cabeza reclinada y los ojos cerrados. Al principio pensó que estaba dormido, pero cuando se acercó y le hizo sombra en la cara, abrió los ojos.
Cuando la vio no intentó taparse ni se mostró pudoroso. Permaneció tal como estaba y la miró. Después sonrió.
—Imagino que no has entrado en la habitación equivocada sin darte cuenta.
Leslie soltó una risita. Eso no se lo esperaba, pero una de las cosas que había acabado por apreciar en los diecinueve días que llevaban juntos era su sentido del humor.
—No.
Tampoco la invitó a que se acercase.
—¿Te importa? —preguntó indicando hacia la bañera.
—En absoluto, aunque va a ser algo incómodo.
Leslie entró en el agua y se sentó sobre los muslos de Lourds. Por un momento no estuvo muy segura de si estaba interesado en lo que ella tenía
in mente
. «Si no estuviera intrigado, te habría echado», pensó. Entonces su interés se manifestó, duro e insistente, se deslizó entre sus muslos y le presionó el bajo vientre.
—Bueno, ¿a qué debo este placer?
—No es placer. De momento. Pero creo que lo será. —Se inclinó hacia él y lo besó apasionadamente. El calor del cuerpo de Lourds encendió el suyo. La mente le dio vueltas y sus pensamientos explotaron en un calidoscopio de sobredosis sensorial.
Olía a jabón y a almizcle. Sus labios sabían a vino. Leslie sólo consiguió oír su corazón latiéndole en la cabeza cuando las manos de Lourds empezaron a recorrer su cuerpo. La cogió por la cadera para apretarla contra él con más fuerza, pero no intentó penetrarla. Su proximidad era enloquecedora, estaba justamente donde debía estar.
Leslie movió las caderas e intentó capturarlo para que entrara, pero Lourds flexionó los muslos y evitó su íntimo abrazo.
—Todavía no —le susurró en el cuello.
—Pensaba que estabas listo.
—Yo sí, pero tú no.
Empezó a protestar y a decirle que sí que lo estaba. Si alguien lo sabía, era ella. Estaba más que lista.
Deslizó sus manos cuando se besaron y le mordió el labio mientras la acariciaba. Dudó de que encontrara lo que buscaba. Aquel maldito punto —el que le hacía sentir tan bien— nunca estaba en el mismo sitio. Al menos, eso es lo que parecía.
Pero lo encontró. La punta de sus dedos lo rozaron con la suficiente presión como para que se quedara sin aliento. Arqueó la espalda y se apartó para que pudiera presionarle el clítoris. Empezó a balancearse acompasadamente y se asombró de que hubiera encontrado lo que ella buscaba con tanta frustración en otras ocasiones.
Lourds se inclinó hacia ella y le besó la cara y el cuello, pero Leslie estaba tan bloqueada por la vibrante necesidad que la recorría que no pudo corresponderle. En un instante, una cálida sensación inundó sus entrañas al tiempo que sus caderas daban sacudidas hacia él. Se estremeció y se balanceó mientras cabalgaba sobre su mano. El mundo se detuvo silenciosa y dulcemente. Respiró entrecortadamente.
—¡Guau! —susurró mientras se inclinaba hacia él una vez que hubo retirado la mano. Su pecho le pareció cálido y firme al entrar en contacto con él.
—¡Y tanto!
—¿Ya estoy lista?
—Creo que sí. —Se levantó y salió de la bañera demostrando una sorprendente fuerza. Leslie se aferraba a su cuerpo con las piernas.
La dejó en el suelo y la secó enérgicamente. Aquello consiguió que sus sentidos se encendieran. Pero incluso fue peor cuando se inclinó para besarla.
—Me estás martirizando.
—No creo.
Leslie también lo secó, pero fue más directa en sus atenciones. Se puso de rodillas y utilizó la boca. Aquello lo pilló por sorpresa y resistió ante sus intentos de llevarlo al límite. Era frustrante, pero Leslie esperaba con ansia doblegar esa resistencia.
—Vale —pidió con voz espesa—. Basta.
—De momento.
Lourds se inclinó, la cogió en los brazos y la acunó como a una niña. Disfrutó de la sensación de ser más pequeña y sentirse indefensa en su abrazo, aunque sabía que no lo estaba. El fuego de su vientre se avivó cuando la llevó a la cama.
La depositó con suavidad y se puso a su lado. Leslie lo miró a los ojos cuando notó que su mano volvía a apartarle los muslos para acariciarla. Estaba segura de que no conseguiría que aquello acabara bien otra vez, aunque, por sorprendente que pudiera parecer, quería más.
Se deslizó hasta colocarse encima de él, pasando las piernas por encima de su cadera. Lo provocó un momento rozando su resbaladiza entrepierna contra su miembro erecto, pero imaginó que era capaz de soportar todas sus provocaciones.
Se rio.
—¿Qué te hace gracia?
—Tú. No pensaba que pudieras controlarte tanto.
—No es control. Considéralo un cumplido. Quiero que disfrutes.
—Lo estoy haciendo. —Le acercó la entrepierna una última vez y lo introdujo en ella reclamando su carne como propia—. Pero me gusta más cuando soy yo la que controla. —Se acomodó, encontró el ritmo adecuado y empezó a pulverizarlo.
Campamento base
Excavaciones de la Atlántida, Cádiz, España
4 de septiembre de 2009
E
l padre Emil Sebastian se despertó al oír que lo llamaban. Cuando levantó la vista desde el catre en el que dormía vio lo que parecía una figura encapuchada que se inclinaba hacia él. Momentáneamente le dominó el pánico, porque aquello le recordó las pesadillas que había tenido durante las últimas semanas, desde que se había internado bajo tierra.
Después, la figura ajustó la llama dentro de la linterna que llevaba.
«Los demonios no necesitan linternas», pensó. Su miedo se disipó y se reprendió por haber pensado algo así.
Si no hubiera estado viendo imágenes perturbadoras en sus sueños anteriormente, le habría echado la culpa a la película de miedo que los trabajadores de la excavación habían visto la noche anterior en un DVD. Él no quería verla, pero aquellos miedos formaban parte de una infancia de la que no podía desprenderse, a pesar de tener cincuenta y seis años.
—¿Está despierto, padre? —preguntó amablemente el hombre.
La luz de la linterna le permitió ver sus facciones. Eran angelicales, no demoniacas. Su voz era casi demasiado suave como para oírse por encima de la constante vibración de los generadores que proporcionaban electricidad al campamento base.
—Lo estoy, Matteo. —Sebastian buscó por el suelo de la tienda, al lado de la cama, encontró las gafas y miró la hora. Eran las 3.42.
—¿Ha pasado algo?
—Nada malo, padre. Lo que ha sucedido es bueno, venga a verlo —le apuró Matteo.
—Ayúdame a encontrar los zapatos. —De noche y con su mala vista tenía problemas para encontrar las cosas. Y lo que era peor, no se acordaba dónde los había dejado.
Matteo movió la linterna a su alrededor y después señaló hacia los pies de Sebastian.
—Todavía los lleva puestos, padre.
—¡Ah!
—Tiene que dejar de hacerlo, cogerá hongos.
Lo sabía por las continuas advertencias que les habían hecho antes de la llegada al circuito de cuevas que había aparecido durante el temblor submarino que había desenterrado veinte metros de nueva línea de costa. Aquella red de cuevas, al haber estado sumergida tanto tiempo, seguía siendo un entorno húmedo en el que las bacterias y los hongos se multiplicaban con facilidad.
Durante los primeros meses de la excavación tuvieron que levantar muros de contención contra el mar y bombear el agua de las cuevas. Habían hecho lo mismo en todas las que habían encontrado. Cuando el padre Sebastian se había ido a la cama, o al catre, el equipo de bombas había seguido drenando la que habían encontrado dos días antes.
Sebastian se puso de pie y golpeó con los pies contra el suelo para comprobar la circulación de la sangre. A veces, cuando dormía con los zapatos puestos, los pies se le entumecían.
—Al menos debería cambiarse de calcetines.
Muy a su pesar, supo que el joven tenía razón. Se sentó, cogió un par de calcetines limpios de la bolsa que había al lado de la cama y se los puso después de quitarse los sucios.
—¿Por qué has venido a buscarme, Matteo? —preguntó poniéndose de pie otra vez.
—Sabíamos que había otra cueva. —De hecho esperaban que hubiera varias. Fuera lo que fuese lo que había fracturado la línea de costa original, había hecho estragos en las catacumbas que minaban la antigua ciudad.
Al estar rodeada por el mar desde hacía nueve o diez mil años, los constructores se habían preocupado por compartimentar las catacumbas. Si una zona se anegaba, podían cerrar la siguiente.
—Sí, pero no como ésta.
Le dio una palmadita en la espalda.
—Entonces vamos a ver qué es lo que han descubierto.
Pasó por debajo de la puerta de la tienda, pero se detuvo a coger la linterna que había dejado en el cargador. No le agradaba la idea de perderse en el oscuro y serpenteante laberinto de cuevas.
En el exterior de la cueva había tres miembros de la Guardia Suiza destinados en la excavación. Vestían ropa informal, adecuada para el frío de las cuevas, y llevaban pistolas.