Se apresuró para alcanzarla, aquello no pintaba nada bien.
—Dame el teléfono —le ordenó Natashya.
Leslie la miró y luego le lanzó una mirada a Lourds para pedirle ayuda. Como no la obtuvo, y Lourds no tenía ninguna intención de inmiscuirse en aquel conflicto entre las dos mujeres, volvió la vista hacia la mujer rusa.
Detrás de ella Gary, Diop y Adebayo dieron un paso atrás a la vez, para alejarse del peligro.
—El teléfono —exigió de nuevo Natashya.
—Perdona, pero en este preciso momento estoy intentando negociar…
Natashya estiró un brazo para arrebatárselo, pero Leslie consiguió bloquearlo, solamente porque había utilizado el herido y había sido más lenta de lo normal.
—¡Imbécil! ¿Cómo te atreves?
Lourds se colocó entre las dos y se dio cuenta inmediatamente de que había sido la decisión más estúpida que había tomado en toda su vida. Antes de que pudiera hacer nada Natashya le golpeó en el cuello con el borde de la mano y le barrió los pies de una patada. Cayó de forma poco elegante sobre la espalda, con la suficiente dureza como para quedarse sin aire en los pulmones.
Natashya sacó una pistola y apuntó a Leslie entre los ojos.
—¡Dame el teléfono ahora mismo!
Por increíble que pudiera parecer, Leslie se lanzó sobre ella blandiendo el teléfono en la mano como si fuera una porra. La mujer rusa paró el golpe con el arma y el móvil salió despedido, pero lo cogió antes de que llegara al suelo.
Leslie volvió a arremeter, pero Natashya se apartó y le puso la zancadilla. Leslie cayó al suelo al lado de Lourds, que todavía no había recuperado el aliento.
Natashya se agachó y cogió también el teléfono de Lourds. Después les pidió los suyos a Gary y a Diop. Ambos, con caras tensas y asombradas, se los entregaron.
—Gallardo y su gente nos han estado rastreando —les dijo mientras tiraba los aparatos al suelo—. Así es como nos han encontrado. Saben dónde estamos por las señales que envían al sistema de satélites de posicionamiento global. Seguramente gracias al tuyo, que no has dejado de utilizar —aseguró frunciendo el entrecejo en dirección a Leslie.
Ésta replicó algo totalmente impropio de una dama y nada halagador.
Natashya no le hizo caso y cogió la lata de gasolina.
—A mí no me hubiera importado tener otra oportunidad de enfrentarme a Gallardo y a su gente, pero no creo que vosotros resistáis otro ataque —dijo arrojando gasolina sobre los teléfonos.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Leslie con incredulidad.
—Asegurarme de que no pueden volver a seguirnos.
Lourds inspiró a fondo por primera vez desde que le había derribado en el momento en el que Natashya se arrodillaba y encendía el fuego con un mechero. La llama prendió rápidamente la gasolina y resplandeció en la oscuridad. Al cabo de pocos segundos, los teléfonos empezaron a derretirse.
—¿Y si necesitamos ayuda? ¿Se te ha ocurrido pensarlo? —preguntó Leslie poniéndose de pie.
—Si necesitamos ayuda nos ayudaremos nosotros mismos —replicó dirigiéndose hacia la moto—. Seguramente la necesitaremos más si Gallardo nos localiza. Volved al coche. Tenemos que alejarnos todo lo que podamos de este sitio, y lo más rápido posible.
Con cuidado y preguntándose si tendría algo roto, torcido o desgarrado, Lourds se levantó. Se quedó quieto un momento y sintió el calor que desprendía el fuego.
—Tú la trajiste —lo acusó Leslie.
Sabía que eso no era del todo verdad, pero no iba a discutirlo.
—Quizá deberíamos ponernos en marcha.
Natashya no dio ninguna muestra de querer esperarlos. Pasó una pierna por encima de la moto y apretó el encendido para poner en marcha el motor. El sordo rugido vibró en la selva y acalló los sonidos de la noche. Al cabo de un momento encendió las luces, que deshicieron la oscuridad.
Lourds recogió su polvoriento sombrero, se lo colocó, echó con los pies la suficiente tierra sobre los teléfonos como para apagarlos y se puso al volante del viejo vehículo. Diop, Gary y Adebayo subieron detrás.
Leslie permaneció un momento al lado del coche con los brazos cruzados y una actitud tan obstinada como la de un niño.
Natashya arrancó haciendo un gran estruendo.
—Hay una larga caminata, Leslie. Incluso desde aquí. Y los alrededores no te van a gustar —comentó Lourds.
Soltando un taco, Leslie abrió la puerta y entró. Se sentó con los brazos cruzados y miró hacia la motorista que se alejaba.
—No es mi jefa —dijo malhumorada.
Lourds no abrió la boca. Puso el coche en marcha y soltó el embrague. Fueron ganando velocidad conforme seguían la moto. Esperaba que Leslie se diera cuenta de que no tenía ningún interés en continuar aquella conversación. No les iba a hacer ningún bien. Dijeran lo que dijeran, los teléfonos seguirían quemados; lo que había pasado, había pasado. Ni siquiera estaba seguro de que Natashya no hubiera hecho lo correcto. Era la que mejor preparada estaba para las situaciones difíciles. No seguirla sería una estupidez.
—¿Por qué no has intervenido? —preguntó Leslie.
A pesar de sus esfuerzos para interceder, con lo que se había ganado una buena colección de magulladuras, no merecía la pena explicarle que lo había intentado.
—No puedo creer que dejaras que quemara mi teléfono.
«Va a ser un largo camino de regreso», pensó.
Cueva 41
Catacumbas de la Atlántida
Cádiz, España
—¿Está bien, padre?
El padre Sebastian miró a Dario Brancati. El capataz estaba a su lado y parecía estar tan cansado y demacrado como él.
—Estoy bien, Brancati. Cansado, eso es todo. Nada que no puedan remediar unas cuantas horas de sueño. A ti también te vendrían bien.
—Ya dormiré cuando hayamos acabado esto. Siento haberle despertado tan pronto.
Según el reloj de Sebastian eran casi las tres de la mañana. Apenas había dormido cuatro horas, a pesar de que se había prometido que se iría pronto a la cama.
—Habría esperado, pero he pensado que quizá querría ver esto.
—Sí.
Le ofreció una linterna y un casco.
—Ya tengo uno —dijo poniéndoselo.
—¿Las pilas son nuevas?
—No lo sé —contestó con un movimiento de cabeza.
—Por eso necesita un casco nuevo.
Los dos guardias suizos que lo acompañaban también llevaban cascos nuevos. Insistieron en que se pusiera un chaleco salvavidas con asas para el caso de que tuvieran que sacarlo de allí a toda prisa. Todos siguieron a Brancati y a su equipo a la cueva cuarenta y dos.
Una energía nerviosa lo inundó conforme avanzaba por el agua, que le llegaba hasta la cintura. Las bombas rugían mientras extraían agua incesantemente. El georradar había confirmado la presencia de agua al otro lado de varias paredes. Estaban caminando por una burbuja en la roca, a cuarenta y cinco metros por debajo del nivel del océano Atlántico.
El suelo estaba resbaladizo. En el agua negra como el petróleo seguían flotando, prácticamente hundidos, cuerpos y restos de cadáveres.
De repente notó que algo le rozaba la pierna: vio que una calavera subía a flote un momento antes de desaparecer de nuevo.
—La sacaremos en pocos días, padre —aseguró Brancati. Su voz se dejó oír en la cueva, aunque casi ahogada por la vibración de los motores de aspiración que seguían trabajando sin descanso.
—Estupendo —dijo Sebastian mientras lo seguía por las criptas. En ese momento muy pocas seguían ocupadas.
—Esto no lo vimos porque no estuvimos el suficiente tiempo antes de que se inundara. E incluso cuando lo encontramos, nadie podía creerlo —aseguró Brancati.
Al cabo de unos minutos, Sebastian vio el hallazgo.
Era una puerta inmensa, de casi cinco metros de ancho. Su forma oval resplandecía a la luz y tenía una estructura metálica. Unos extraños símbolos cubrían su superficie. Cuando los observó, titilaron y temblaron. A los pocos segundos fue capaz de leer lo que había escrito.
He aquí los muertos a los que honramos. Este lugar está protegido, la mano de Dios lo guarda. Estas personas vivieron en la tierra sagrada de Dios. Permite que descansen.
Volvió a mirar la inscripción. Cuando intentó concentrarse, no pudo leerla. Sólo vio los símbolos, pero estaba seguro de lo que había leído.
En el centro estaba la misma figura que había visto en el collar del muerto. Alto y bien parecido, con un libro en una mano y la otra dispuesta a ayudar a quien lo necesitara.
Debajo había un sello que reconoció gracias a una información que le había proporcionado el papa Inocencio XIV. Era una reluciente mano sobre un libro abierto del que salían llamas.
Se quedó helado; la impresión casi le paraliza el corazón.
—Es una especie de aleación. Todavía no sabemos cuál. La forma en que se construyó en la roca es muy adelantada para el tiempo en que se hizo. Hoy en día no podríamos hacerlo. No en esa forma. No le encuentro explicación.
—Es una técnica perdida —comentó uno de los obreros—. Como la forma en que los egipcios construían las pirámides. Podemos imaginarnos cómo lo hacían, pero no estar seguros.
—¡Dios mío! —susurró con voz ronca Sebastian al dar un traspiés mientras se acercaba. Si uno de los guardias suizos no lo hubiese sujetado, se habría caído.
Tocó el sello.
Todavía era nítido y los bordes no se habían desgastado. Brillaba como si lo hubiesen colocado el día anterior.
«Es verdad», pensó mientras pasaba su temblorosa mano por encima.
—Padre —dijo uno de los guardias suavemente.
—Estoy bien. Suéltame por favor.
El guardia obedeció a regañadientes, pero permaneció cerca.
Un miedo helador se apoderó de él. No podía hacer nada debido al agua que había al otro lado de las paredes de la cueva, esperando inundarlos. El terror que sentía se centró en la imagen que había en la enorme puerta que tenía delante. Se puso de rodillas y sintió que la fría agua salada por la que había avanzado le subía hasta el pecho.
Cruzó las manos delante del pecho y rezó pidiendo misericordia y salvación, no sólo por él, sino por todas las almas que se habían perdido cuando la Atlántida había desaparecido en el océano.
Dios no había sido misericordioso entonces. No podía. La pérdida de su hijo y la insolencia mostrada por los reyes sacerdotes de la Atlántida eran imperdonables.
Por eso había arrastrado aquella isla continente bajo el mar.
«Pero ¿por qué está aquí ahora? ¿Para volver a probarnos? ¿Es lo que quieres, Señor? ¿Probarnos?», pensó.
Si se trataba de una prueba, mucho se temía que volverían a fracasar. Imaginó que hasta él mismo sucumbiría ante lo que había detrás de aquella extraña puerta de metal.
Y si lo hacía, el mundo volvería a estar condenado.
Hotel del aeropuerto de Lagos Iekja
,
Lagos, Nigeria
11 de septiembre de 2009
Lourds miraba de vez en cuando las imágenes de la campana, del címbalo y del tambor en la pantalla del ordenador, pero trabajaba en un bloc de páginas amarillas rayadas que había comprado de camino al hotel. A Natashya no le había hecho gracia esa compra, pero le había explicado que lo necesitaba.
Su cerebro echaba chispas mientras comparaba las cuatro lenguas que aparecían en los tres instrumentos. Trabajaba febrilmente, intercambiando valores y palabras, ideas y suposiciones que había meditado durante el largo viaje de vuelta a Lagos.
Ni siquiera tener que salir huyendo para salvar la vida había conseguido desconectar esa parle de su cerebro que tanto amaba los rompecabezas de las lenguas y la cultura. Ésa era su verdadera pasión.
Nada más llegar al hotel, fueron a recepción y después subieron a sus habitaciones. Leslie había conseguido que estuvieran todas en la misma planta.
No obstante, no habían manifestado ningún sentimiento de camaradería. Todos ellos —excepto Diop y Adebayo, que se comportaban como amigos que no se veían hacía mucho tiempo— habían preferido ir a su habitación por separado.
No quería intervenir en el conflicto entre las mujeres y tampoco estaba muy seguro de hacia cuál de las dos sentía más lealtad. Leslie había conseguido llevarlos hasta allí y el factor relaciones íntimas estaba de su parte, pero nunca había dejado que el sexo se interpusiera en su trabajo. Sospechaba que ella pensaba igual. Por desgracia, los dos se veían impulsados por el mismo deseo de destacar en su trabajo. Algo que los colocaba en distintos lados de la barrera en lo tocante a los instrumentos.
Natashya tenía su propia prioridad en vengar la muerte de su hermana. Pensó que esa necesidad nacía no solamente de la cuestión personal en la muerte de Yuliya, sino de la motivación que la había llevado a convertirse en agente de la Policía en Moscú. Su problema era que estaba a punto de explotar pensando en qué era realmente lo que estaban buscando. Necesitaba una caja de resonancia, alguien con quien pudiera hablar de todo lo que hervía en su cabeza.
Y no le parecía justo no compartirlo con Leslie.
Pero no podía.
Miró las notas que había tomado en las últimas páginas del bloc y supo que si no contaba lo que suponía que era la verdad, se volvería loco.
Había llegado el momento de tomar decisiones.
En última instancia, lo que necesitaba era que le escuchara la persona más imparcial. Pensó que Leslie no lo era. Si le decía lo que creía que era la verdad, se cebaría en ello y lo empujaría a dar pasos cada vez mas alocados. Necesitaba una base sólida para finalizar su trabajo.
Dejó el bloc en la cama, fue al frigorífico y sacó dos cervezas. Acababa de darse una ducha y llevaba unos pantalones cortos de color caqui y una vieja camiseta de fútbol. Se detuvo un momento en la puerta y se preguntó si realmente necesitaba que lo escucharan, llegó a la conclusión de que sí.
Tener que explicar cosas, concentrarse en poner en perspectiva todo lo que le pasaba por la cabeza y componer un resumen para contarlo le permitía verlo todo y pensar con mayor claridad. Puede que se debiera al profesor que llevaba dentro, pero también a que hablar hacía que pensara de forma más lineal.
Era lo que necesitaba en ese momento.
Volvió la vista hacia el bloc que había encima de la cama. La palabra Atlántida estaba subrayada, dentro de un círculo lleno de asteriscos. Lo necesitaba realmente.