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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (37 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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—Ya veo. Así que una vez licenciado sí que eras un blanco legítimo para ella —dijo Diop con su sonrisa que le arrugó la piel alrededor de los ojos.

—Exactamente.

—¿Cuánto tiempo estuviste?

—Un mes. Cinco semanas, algo así. Lo suficiente como para darnos cuenta de que éramos compatibles. Lo pasamos bien.

—Pero no lo suficiente como para tener una relación más duradera.

—No, no soy de los que se casan. Me gusta demasiado mi trabajo —confesó Lourds moviendo la cabeza.

—Lo entiendo. Yo estuve en una situación parecida. Me casé e intenté sacarle el máximo provecho, pero a veces me debatía entre la familia y el trabajo. Al final, mi mujer me dejó por otro más predispuesto a estar en casa.

—Es una pena.

—De hecho, creo que fue mejor así. Los dos nos alegramos. Ahora tengo tres hermosas hijas y siete nietos a los que visitar cuando necesito un poco de calor familiar. Creo que me entienden más que su madre.

Los monos araña iban de árbol en árbol. Había antílopes a los lados de la carretera con las orejas levantadas, que se asustaban cuando pasaba el todoterreno. Un poco más adelante, el conductor tuvo que girar el volante para evitar el choque contra un elefante, que atravesaba una polvorienta senda que conducía a la selva.

—El hombre al que vamos a ver, el
oba
de Ifé… —empezó a decir Diop.

—Adebayo —lo interrumpió Lourds.

Diop asintió.

—Sí, buena memoria. Es un hombre muy a la antigua. Hace poco que ocupa su cargo, pero siempre ha sido el protector del tambor.

—¿El tambor no forma parte del cargo del
oba
?

—No, ha pasado de mano en mano en la familia Debary durante generaciones.

—¿Cuántas?

—Según él, desde que existe el pueblo yoruba —contestó encogiéndose de hombros.

—Entonces durante miles de años —aseguró Lourds, que cada vez estaba más entusiasmado. A pesar de que sabía que Gallardo les seguía la pista, le animaba el hecho de que no lo hubieran visto desde que salieron de Gorée, y se sentía esperanzado—. ¿Le crees?

—No tanto como cuando me dijo que era tonto después de que me enseñaras las fotografías del címbalo y la campana. A pesar de que no soy un experto, creo que las inscripciones del tambor tienen relación con las otras.

Lourds no dejaba de moverse con inquietud en el asiento. El día anterior habían viajado primero en avión y después en todoterreno. Su cita por la noche con Leslie había sido relajante, pero la curiosidad le consumía por dentro. Su impaciencia era cada vez mayor.

—¿Hablas yoruba, Thomas?

—Pasablemente. Mi profesora era yoruba y trabajamos con objetos de su tribu.

—Eso está bien. Adebayo habla un poco de inglés y bastante árabe, como mucha otra gente en esta región, para poder hacer negocios, pero el proceso es muy lento. Además, se llevará mejor impresión si hablas su lengua.

—¿Cuánto falta?

—No mucho. No vamos exactamente a Ifé. Adebayo vive en un pueblo pequeño al norte de la ciudad. Sólo baja cuando necesita que oigan lo que tiene que decir. Pero no dejes que eso te confunda, es un hombre cultivado.

—Mantén la distancia —le pidió Gallardo a DiBenedetto, que iba conduciendo el Toyota Land Cruiser que habían comprado en Lagos—. No quiero acercarme demasiado —continuó mientras miraba la pantalla de la agenda electrónica que tenía en las rodillas el hombre que iba sentado a su lado.

En ella se veía el terreno nigeriano que estaban atravesando. Un triángulo azul marcaba la posición de Lourds. Uno de los expertos en informática que Gallardo solía contratar para sus trabajos había accedido a su móvil y era capaz de rastrear su localizador GPS, siempre que lo tuviera encendido. También había accedido al servicio telefónico de Leslie, aunque seguían sin poder conseguirlo con el de la mujer rusa.

El cuadrado rojo que seguía al triángulo marcaba su avance. Un pequeño receptor sobre una barra del parachoques del Land Cruiser los conectaba a los satélites geosíncronos que orbitan la Tierra y ubicaban su posición.

DiBenedetto asintió y redujo velocidad.

Gallardo miró hacia atrás y vio los tres vehículos que trasportaban el pequeño ejército de mercenarios que había contratado en Lagos. Eran blancos, negros, orientales y árabes, una auténtica colección multiétnica. En los bares adecuados siempre había hombres como ellos. África continuaba desgarrada por las guerras y la codicia. Los perros de la guerra no estaban nunca muy lejos de los combates.

Todos iban armados hasta los dientes.

Gallardo volvió a colocarse en su asiento y sintió que el ambiente iba caldeándose. Estaba seguro de que faltaba poco. Tenía los instrumentos. La bruja pelirroja se iba a llevar su merecido.

19
Capítulo

Norte de Ifé, Nigeria

Estado de Osun

11 de septiembre de 2009

L
a aldea consistía en un grupo de chozas y casas bajas construidas con todo lo que habían encontrado sus ocupantes. Había unos cuantos tejados de cinc, pero la mayoría estaban hechos con ramas y follaje. Había cabras, gallinas y ovejas y las coladas colgaban de las ramas de los árboles en la parte de atrás de los edificios.

El conductor detuvo el todoterreno en el centro. Una niña de cuatro o cinco años se soltó de la mano una joven y corrió llamando a su padre.

—¿Ves? Esas cosas se echan de menos cuando no se tiene familia —dijo Diop en voz baja.

—Para mí todavía no es buen momento para formar una, aún no he acabado mi niñez —repuso Lourds.

—No, e imagino que nunca la dejarás. Siempre habrá una aventura detrás de otra que atraiga tu atención —dijo Diop, con un brillo en los ojos.

Pensó en la biblioteca de Alejandría. Seguía sin creer que se hubieran perdido todos aquellos libros y pergaminos. Quería encontrarlos. Quizás esa necesidad lo obsesionaría toda su vida.

Salió del coche, agarrotado y dolorido. En parte por el saco de dormir, eso lo sabía, pero en parte también por sus aventuras amorosas con Lesli. Se estaba haciendo mayor para retozar en el suelo.

Los hombres, mujeres y niños de la aldea los rodearon muy alterados. Hablaban en distintos dialectos e intentaban encontrar una forma de comunicarse con los recién llegados. Finalmente se decidieron por el inglés, pero era un idioma que sólo conocían de forma rudimentaria.

Con todo, lo hacían mucho mejor que cualquier angloparlante que intentara hablar yoruba.

Pero Lourds no era cualquiera.

Empezó a hablar con ellos cordialmente en su lengua, sin ningún problema. A pesar de que habían pasado muchos años desde la última vez que la había utilizado, las palabras acudían a él de forma natural. Siempre había sabido que se le daban bien los idiomas. No solamente los entendía rápidamente, sino que tenía una memoria casi fotográfica cuando los necesitaba, sin importar cuánto tiempo hiciera que no los hubiera utilizado.

Los aldeanos hicieron un esfuerzo mínimo por relacionarse con Natashya. No les había saludado con la cabeza ni había sonreído ante sus muchas preguntas, sino que tenía puesta su atención en la selva que les rodeaba. Llevaba el rifle de caza colgado de un hombro y las pistolas en la cadera. Se había recogido la larga cabellera en una coleta y se había puesto un sombrero vaquero que le hacía sombra en la cara. Unas gafas de sol azul claro le tapaban los ojos. Parecía más peligrosa que cualquiera de los depredadores de la jungla.

Mientras Lourds hablaba con los lugareños pensó en lo diferente que era Yuliya de su hermana. Después agradeció que lo fuera. Sin ella, todos estarían muertos. Alejó sus pensamientos de Natashya cuando la multitud se apartó para dejar pasar a un anciano vestido con pantalones cortos de color caqui, sandalias y una camisa blanca de golf. Llevaba una vara en la mano derecha. Un pelo algodonoso blanco y gris le cubría la cabeza y la cara.

El hombre se detuvo frente a ellos.

—Thomas, te presento al
oba
Adebayo —dijo Diop.

Lourds se adelantó y mantuvo la mirada del anciano.


Oba
Adebayo, éste es Thomas Lourds, de Estados Unidos.

Adebayo desvió la mirada de Diop a Lourds.

—¿Qué quieres? —preguntó en inglés con un marcado acento.

—Sólo hablar con usted —respondió en yoruba.

Las cejas del anciano se arquearon mostrando su sorpresa.

—Hablas mi lengua.

—Un poco. No tanto como me gustaría.

—Hace mucho, mucho tiempo que no había oído hablar tan bien mi lengua a un hombre blanco. ¿De qué quieres hablar?

Había meditado mucho cómo plantear el tema del tambor. Podría haberse adelantado a la conversación, pero pensó que alguien lo suficientemente inteligente como para gobernar un pueblo y representar el papel de rey en una de las ciudades más antiguas de África habría descubierto su estratagema.

En vez de eso, se quitó la mochila y la dejó en el suelo.

—Deje que le enseñe. —Se arrodilló a su lado, abrió la cremallera de uno de los bolsillos exteriores, sacó las fotografías del címbalo y la campana y se las entregó—. Mire.

Al cabo de un momento, Adebayo las cogió. Las estudió en silencio mientras el ganado se arremolinaba alrededor y los niños seguían hablando entusiasmados.

—¿Dónde están? —preguntó mirándolo.

—No lo sé —contestó Lourds volviendo a colocarse la mochila en el hombro—. Pero me gustaría saberlo.

—¿Por qué has venido aquí?

—Para escuchar la historia.

—Has perdido el tiempo. Has venido al lugar equivocado. —Adebayo le devolvió las fotografías y se dio la vuelta.

—¿Realmente he venido al lugar equivocado? —preguntó suavemente—. No he sido capaz de traducir gran cosa de lo que hay escrito en esos instrumentos, pero he notado una advertencia en ellos. Cuidado con los coleccionistas.

Adebayo continuó caminando hacia su casa. Tenía el techo de cinc y en las paredes había dibujos hechos por los niños, que supuso tendrían relación con las leyendas yoruba.

—Alguien está reuniendo esos instrumentos. Alguien despiadado. Una amiga mía resultó muerta cuando se lo quitaron. Quien esté detrás de ese robo no es buena persona.

El anciano apartó la cortina de plástico que protegía la puerta.

—Él o ella saben más de los instrumentos y su conjunto. Sé que reunir esos instrumentos es peligroso, pero no sé por qué. Necesito ayuda —continuó Lourds.

Adebayo desapareció en el interior de la casa. Lourds empezó a seguirlo. Inmediatamente media docena de jóvenes se pusieron delante para bloquearle el paso.

Perplejo, Lourds miró a Diop; el anciano historiador se limitó a ladear la cabeza.

—Si Adebayo no quiere hablar contigo, no lo hará. Quizás otro día —le dijo a Diop.

Molesto, Lourds intentó pensar en algo que pudiera decir o hacer. Volvió a mirar las fotografías de la campana y del címbalo.

—Tiene que proteger el tambor, lo sé, pero se supone que también es un hombre sabio. Por eso están escritos los mensajes en los instrumentos. Tiene que transmitir el mensaje a los que ocupen su puesto como protectores del tambor.

Los jóvenes guerreros se adelantaron y ahuyentaron a los animales y a los niños.

—Vete —dijo uno de ellos con la mano en el puñal que llevaba en la cintura.

—Vendrán otras personas —le dijo Lourds mientras se echaba hacia atrás—. Muy pronto vendrán otras personas y le quitarán el tambor. ¿Podrá evitar lo que suceda cuando se reúnan los instrumentos?

—¿Y tú? —preguntó Adebayo sacando la cabeza por la puerta.

—No lo sé —admitió. Tenía que ser sincero incluso para confesar su ignorancia. La presión del guardabarros del todoterreno en la cadera le impedía seguir reculando.

—¿Sabes lo que dicen las inscripciones de la campana y del címbalo? —preguntó Adebayo.

—No, esperaba que pudiera ayudarme —dijo Lourds sintiendo una ligera esperanza, aunque sin atreverse a confiar en ella.

La cara del anciano demostró su enfado.

—Dejadlo pasar —gruñó a los guerreros—. Hablaré con él.

Los guerreros se apartaron poco a poco.

—Ven, te diré todo lo que pueda acerca de la Tierra sumergida y del Dios que anduvo en la Tierra.

Escondido entre los matorrales a unos mil metros de la aldea, Gallardo vigilaba con los binoculares de largo alcance. Por un momento había tenido la impresión de que iban a echar a Lourds y a sus compañeros.

Si eso hubiese ocurrido no habría sabido qué hacer. Todavía no estaba seguro de qué estaba haciendo Lourds en el interior de la selva.

Se llevó el rifle de caza al hombro y quitó el protector de la mira telescópica. Miró a través de ella y la centró en la cabeza de la mujer rusa.

Matarla sería fácil.

Al poco, llevó el dedo al gatillo y empezó a presionar, pero la mujer se movió y desapareció de su campo de visión.

Maldijo en voz baja.

Entonces oyó reírse a Faruk.

Se volvió con el ceño fruncido.

—Esa mujer te está volviendo loco, ¿verdad? —comentó sin hacer ningún intento por disimular la risa.

—Sí, pero no por mucho tiempo —aseguró.

Dentro de la casa de una sola habitación había muy pocos muebles. El anciano estaba sentado en una mecedora y señaló dos sillas a Lourds y Diop, unas sillas que parecían, y eran, muy incómodas.

En las paredes había estanterías con chismes que podían comprarse en cualquier tienda de turistas, mapas y antiguas revistas norteamericanas e inglesas.

—Háblame de la campana y del címbalo —pidió Adebayo.

Lourds lo hizo, aunque se limitó a hechos escuetos y a la pista que finalmente le había conducido a Nigeria. Mientras lo hacía, una joven les ofreció zumo de mango y arroz
jollof
.

Ya había disfrutado de esa comida cuando había viajado por el país junto a su profesora. Tenía un acompañamiento de tomates, cebolla, guindillas, sal, salsa de tomate y curry, que lo coloreaba todo de rojo. Unos finos filetes de pollo asado, con judías y una ensalada de verdura y fruta llenaban los platos.

El olor de aquella comida le despertó el apetito, a pesar de que creía que no tenía hambre. Habían desayunado hacía rato.

—Has relacionado las historias de los instrumentos con el gran diluvio —dijo Adebayo.

—Sí.

—Ya sabes que hay muchos pueblos que hablan del diluvio que envió Dios para destruir el mundo y borrar la maldad que había en él —dijo al tiempo que comía.

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