A la derecha, el océano Atlántico golpeaba contra un muro de contención de dos metros y medio que se había construido para evitar el agua de la marea alta. No era una construcción permanente, aunque estaba hecha con buenos materiales. La Iglesia católica no había escatimado gastos para asegurar que su gente estuviera a salvo.
Pensar que tenía que descender a las cuevas seguía revolviéndole el estómago. Incluso los túneles del metro de Moscú la hacían sentir así. No le gustaba la idea de quedar atrapada bajo tierra. La posibilidad de ahogarse mientras estuviera allí todavía la horrorizaba más.
Enfocó los binoculares hacia los dos camiones que atravesaban la puerta. Eran las 2.38. No creía que fuera ningún reparto, aunque cabía la posibilidad.
—¿Y bien? —preguntó Gary a su lado.
No contestó, su compañero estaba demostrando no tener paciencia.
—¿Son ellos? —insistió.
—No lo sé. No había una lista de pasajeros impresa en el lateral.
Gary soltó un juramento.
—¿Y si te has equivocado?
—Entonces el que estaba equivocado era Lourds. Él fue el que hizo la traducción y estaba seguro de que los instrumentos conducían hasta aquí.
—Podía estar en un error. Incluso si era cierto que las inscripciones hablaban de la Atlántida, ésta podía no ser a la que se referían.
—Ya lo sé.
—Tal vez los hemos perdido.
—Ya lo sé.
Sólo seguía manteniendo esa conversación porque hasta cierto punto lo relajaba.
Gary volvió a maldecir.
—Quizá la Iglesia católica no está en lo cierto y esto no es la Atlántida. Si leyeras la documentación que se ha escrito sobre el tema, sabrías que podría estar ubicada en cualquier parte del mundo.
—No me importa. Lourds dijo que vendrían aquí.
—Pero si estaba equivocado, los hemos perdido.
—Intenta no pensar así, creo que tenía razón. —Observó que los camiones se detenían en la entrada del sistema de cuevas y que descendían sus pasajeros.
—¿Qué otra cosa podría…?
—Tenía razón, ahí están —dijo al ver a Lourds, que tropezó al bajar del vehículo.
—Lo sabía, es un tipo muy inteligente.
—Sin duda. —A pesar del peligro, no pudo dejar de sonreír. En parte por el ridículo cambio de postura de Gary, y en parte porque Lourds y Leslie seguían en el mundo de los vivos, pero sobre todo porque su venganza por la muerte de Yuliya estaba próxima.
Casi no podía esperar para llevarla a cabo.
El grupo fue hacia la cueva y desapareció en su iluminado interior.
Había llegado el momento más difícil.
—Tenemos más problemas —dijo Natashya.
—¿Cuáles?
—Los hombres de Gallardo han entrado fácilmente.
—¿Y?
—Eso significa que hay gente de su parte. Se han infiltrado en la seguridad.
—¿Y?
—Están al mando, van armados y nos superan cien a uno —le explicó como si fuera un niño pequeño.
—Eso no te ha detenido nunca.
Murani bajó a las cuevas con Sbordoni a un lado y Gallardo al otro. Resultaba extraño pensar que si se hubieran conocido en otras circunstancias no se habrían caído bien. Sin embargo, podía utilizarlos para sus propósitos.
Gallardo observó nervioso que el grupo de guardias suizos encargado de la seguridad se unía a su equipo. No había pensado que la incursión en el sistema de cuevas fuera tan fácil.
—¿Creías que íbamos a tener que abrirnos paso a tiros? —preguntó Murani.
—¿Yo? No, pensaba más en la estrategia de colarse por la puerta de atrás —dijo Gallardo, que parecía tenso—. Otra cosa que he aprendido con los años: entrar en un sitio no significa que luego se pueda salir.
—Nosotros podremos —lo tranquilizó Murani. Todos los guardias suizos que había en la excavación habían jurado lealtad a la Sociedad de Quirino y creían en el mantenimiento de los secretos de la Iglesia. Los que no sabían que Murani tenía planeado utilizar el objeto que el padre Sebastian estaba a punto de descubrir se darían cuenta de ello demasiado tarde.
—Para que lo sepas —comentó Gallardo—: si algo sale mal, no me quedaré por aquí.
—No saldrá mal —dijo Murani observando las cuevas y el campamento base.
Había pocos trabajadores despiertos, la mayoría dormía en el interior de las tiendas. Los que no lo hacían, miraron con cierta curiosidad a Murani y a su gente. Todos sabían que la Guardia Suiza iba armada y que había habido amenazas contra la excavación. Murani estaba seguro de que la presencia de guardias en el campamento base solamente les haría pensar que se había aumentado la seguridad.
—¿A qué distancia se encuentra la cueva en la que está el padre Sebastian? —preguntó Gallardo.
—A unos tres kilómetros.
Gallardo miró con inquietud la entrada de la cueva.
—Eso es un largo camino bajo tierra.
—Personalmente, sabía que habría un largo camino hasta donde quería llegar. Estoy deseando estar allí —dijo Murani, que esperaba que el padre Sebastian no hubiese encontrado el libro todavía.
Siguiendo las órdenes de un guardia suizo, Lourds subió a un remolque que transportaba provisiones y trabajadores. Unas largas tablas de madera hacían las veces de asientos.
Leslie iba a su lado.
—No me gustan las cuevas —dijo ésta.
—Algunas son fascinantes —la tranquilizó. Había visto algunas cuando estudiaba pinturas rupestres en busca de alguna señal de lenguaje rudimentario. La idea de que la humanidad hubiera vivido en ellas le fascinó durante un tiempo.
—Te gustan cosas muy raras.
—Supongo que sí —dijo Lourds sonriendo.
—Es parte de lo que te hace ser interesante.
—Si tú lo dices —aceptó Lourds, que intentaba seguir el hilo de pensamiento de Leslie. No sabía si en un principio lo había encontrado encantador o desagradable. Se sorprendió al descubrir que le importaba lo que pensara de él.
En vez de seguir preocupándose por ella, dirigió su atención hacia el campamento base. Se había organizado de forma muy parecida a los que se instalan cuando se asciende una montaña. Había comida, botiquín y entretenimientos, como televisión y juegos de vídeo, alimentados por ruidosos generadores que llenaban las cuevas de ostensibles vibraciones.
El camión puso en marcha el remolque con una sacudida. Lourds chocó contra Leslie. Miró a los guardias que había frente a ellos y no pudo dejar de pensar que si hubiera sido una película de James Bond, 007 entraría en acción en ese momento y vencería a sus captores. Después salvaría al mundo.
«Al menos James Bond sabría de qué estaba salvando al mundo», pensó con amargura. Él sólo tenía una ligera idea de lo que iban a encontrar.
Pero la certeza de que saltar sobre uno de los guardias y arrebatarle la pistola era una locura le quedó muy clara antes de actuar y se sintió agradecido. Se imaginó acribillado a balazos y a Murani torturando su moribundo cuerpo con unas tenazas calientes o algo parecido para que le tradujera la inscripción.
El camión fue cogiendo velocidad conforme descendía hacia las entrañas de la tierra. Se fijó en que el equipo de la excavación había seguido unos túneles que ya existían, pero se habían visto obligados a agrandar algunos. Los faros hendían la oscuridad y las bombillas colgadas en la roca desnuda de los túneles indicaban el camino hacia su destino.
Notó que Leslie temblaba y pensó en rodearla con el brazo. Podría hacerlo incluso con las esposas, pero no supo si se lo permitiría. Así que continuó sentado en silencio temiendo lo que iba a encontrar al final de aquel viaje a la Atlántida.
—Éstas eran las catacumbas que había debajo de la ciudad —explicó el padre Sebastian mientras iba mostrando los grandes relieves tallados en la piedra que mostraban gran parte de lo que había descrito en el Génesis. Se detuvo frente a uno en el que se veía el nacimiento del universo y la separación de la oscuridad y la luz. Dios, una presencia reluciente, tenía los brazos en alto y abiertos mientras la luz del sol lo rodeaba—. Seguramente las excavaron a medida que iban construyendo la ciudad.
—No hemos encontrado nada encima —comentó Brancati.
—¿No habrán sido los terremotos y las olas los responsables de la desaparición de la ciudad? —preguntó Sebastian pasando los dedos por un relieve que mostraba la construcción de un zigurat en el centro de una fantástica ciudad mucho más adelantada que cualquier construcción que hubiera podido existir en el mundo en el momento en el que se creía que la Atlántida había quedado sumergida.
—Sí, he visto terremotos que no han dejado gran cosa en zonas rurales, pero eso no sucede en las ciudades actuales. Hay demasiadas conexiones de servicios públicos y sistemas subterráneos, como para que desaparezcan todos.
—Pero ¿y hace miles de años?
—Las murallas circulares permanecen. Hay quien duda de que esto sea la Atlántida.
Sebastian asintió indicando hacia el relieve que tenía delante.
—Los estudiosos de la Biblia y los historiadores se equivocaron acerca de la Torre de Babel. No se construyó en Babilonia, sino aquí, en la Atlántida.
—¿De verdad lo cree? No esperaba algo así.
Al reconocer la voz, pero sin saber qué podría estar haciendo allí la persona que había pronunciado esas palabras, Sebastian se dio la vuelta y vio al cardenal Murani al frente de un pequeño ejército de guardias suizos.
—¿Qué hace aquí Stefano? —preguntó.
Murani se detuvo frente al relieve y lo observó un momento, antes de girarse hacia el sacerdote.
—Estoy aquí para realizar la verdadera obra de Dios. He venido para devolver el conocimiento de Su palabra y Su verdad al mundo. No voy a encubrirla y continuar ayudando a debilitar su poder.
—No debería estar aquí —le reprendió Sebastian.
—No, pero el hombre que manda sobre mí es un inútil. El nuevo papa es tan débil como los que hubo antes que él. Insiste en que todo lo que se encuentre aquí debe enterrarse. Está equivocado y no voy a permitir que lo haga.
El terror invadió a Sebastian al contemplar al cardenal. Era evidente que algo se había descontrolado en su interior. Sus ojos estaban tan enloquecidos como segura sonaba su voz. Miró a los dos guardias suizos que habían actuado como su escolta.
Ambos se alejaron de él.
—No sé qué demonios… —empezó a decir Brancati dando un paso adelante.
Un hombre de aspecto brutal le golpeó con la culata de un fusil en la frente y lo derribó. Brancati cayó de bruces al suelo y le empezó a sangrar el corte que se había hecho en la ceja izquierda.
Los trabajadores corrieron a defender a su jefe, pero las armas que blandían los guardias suizos los frenaron. Los guardias dieron órdenes y los trabajadores se pusieron de rodillas con las manos detrás de la cabeza.
Rápidamente se las ataron con esposas de plástico. Una vez prisioneros, los condujeron a la cueva exterior. Ninguno se resistió. Murani sonrió. Se acercó para que sólo Sebastian pudiera oírle.
—No puedes detenerme, viejo. Lo único que puedes hacer es resistirte y morir. Si quieres morir por Dios, hazlo. Estoy deseando que hagas ese sacrificio. De hecho, lo apruebo.
Sebastian se obligó a mantenerse firme a pesar del miedo.
—El libro no está aquí.
Murani miró a su alrededor.
—Yo creo que sí.
—Destruyó la Atlántida.
—Porque los reyes sacerdote de aquellos tiempos querían ser iguales a Dios. Yo sólo quiero devolverlo a este mundo. Quiero que todo el mundo vuelva a temerlo, incluido el inútil chapucero que está en la Ciudad del Vaticano. Sobre todo él. Tengo planes…
Sebastian empezó a temblar, pero no dijo nada. No podía creer lo que estaba sucediendo. La Guardia Suiza debía obediencia al Papa, a nadie más. Y sin embargo, habían seguido a Murani como si él fuera el Papa.
—¿Dónde está el libro? —preguntó.
Sebastian negó con la cabeza.
—No lo sé, y si lo supiera, no te lo diría.
Un temblor nervioso se hizo patente bajo el ojo derecho de Murani.
—Ten cuidado, no voy a aguantar ninguna insurrección. Si es necesario, te enterraré aquí.
—Así que vas a añadir el asesinato a tu lista de atrocidades.
—Demasiado tarde, ya lo añadí hace mucho tiempo —replicó Murani fríamente—. En este momento lo único que puedo hacer es ahondar en lo que ya he hecho. Acabar con una vida persiguiendo el propósito de Dios no es un asesinato.
—Ésa no es la obra de Dios.
—Tú no la reconoces como obra de Dios, yo sí.
—No te ayudaré.
Murani sonrió.
—No necesito tu ayuda —gruñó antes de levantar la voz—. ¡Profesor Lourds!
Lourds fue dando traspiés cuando un guardia suizo lo empujó. Entonces se dio cuenta de lo desgastado que estaba el suelo de piedra entre los murales tallados. Hacía miles de años, la gente había pasado mucho tiempo paseando ante aquellas imágenes.
—¡Ven aquí! —ordenó Murani.
Se acercó al cardenal de mala gana. Había presenciado la conversación entre él y el padre Sebastian, pero no había conseguido oírla debido al ruido de los generadores que había en la cueva contigua. Con todo, por la expresión de sus caras, se dio cuenta de que ninguno de los dos estaba contento con nada de lo que hubieran dicho.
Murani hizo un gesto hacia la imagen tallada que tenía delante.
—¿Sabes qué es eso?
Miró la piedra y pensó que quizás estaba intentando engañarle. La imagen era clara, no cabía duda de lo que era.
—La Atlántida —aseguró haciendo un gesto hacia el zigurat con las dos manos, ya que las llevaba esposadas—. Ésa es la Torre de Babel. Se construyó para llegar al Cielo y alcanzar a Dios.
—Sí —dijo Murani, que indicó hacia las secciones de la piedra en las que había talladas inscripciones en la misma lengua que aparecía en los instrumentos. Sin embargo, la imagen que aparecía era diferente. En ella se veía a dos hombres y una mujer en la selva, rodeados de animales—. ¿Puedes leerlo?
Estudió un momento la escritura y notó la intensa mirada del padre Sebastian.
—No le ayudes a hacerlo —le pidió con suavidad el sacerdote—. No tienes idea de lo que pretende…
Rápido como el ataque de una serpiente, Murani golpeó al padre en la cara con la palma de la mano. Sebastian soltó un grito, se tambaleó y cayó sobre una de sus rodillas. Sangraba por la nariz y por los labios.
Algunos guardias suizos empezaron a acercarse. Sólo unas órdenes dadas por sus superiores los detuvieron. Era evidente que el acuerdo que hubiera entre el grupo implicaba cosas distintas para algunos de ellos. No todos pensaban igual.