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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (47 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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«¿Serán todos esos relieves las ilustraciones del libro?», se preguntó mientras iba pasando las imágenes. El trabajo de aquella obra era asombroso.

La respuesta, por el momento, era que no lo sabía. Necesitaba acceder al interior de la cueva.

Sonó su móvil, lo abrió y contestó.

—Sí.

—Llegaremos dentro de cinco minutos, más o menos —dijo Gallardo.

—Nos vemos entonces.

Colgó, apagó la conexión a Internet y cerró el ordenador. Fue a la puerta y atravesó el sistema de seguridad instalado por los guardias suizos que habían decidido acompañarle. Había cámaras vigilando los alrededores.

El teniente Milo Sbordoni estaba sentado en el porche. Tenía una treinta años y era apuesto, con facciones bien definidas y una espesa perilla negra. Al igual que el resto de los guardias a su mando, llevaba un chaleco de combate lleno de armas. No tenían ninguna duda de que asaltarían las excavaciones en cuanto Gallardo hubiese atrapado a Lourds.

—Cardenal —lo saludó Sbordoni poniéndose de pie. La pistola y el rifle que llevaba brillaban bien engrasados.

—Ha llegado la hora.

—Muy bien —dijo Sbordoni. Sonrió y dio órdenes para que se reunieran sus hombres.

La Guardia Suiza se preparó y se repartieron más armas mientras en la calle se oía el motor de un camión de carga.

—Necesito decirles algo —pidió Murani.

Sbordoni dio una rápida orden y los hombres formaron delante de Murani. Debido a su estatura y a los chalecos que llevaban, se sintió muypequeño ante ellos. A pesar de todo, los hombres reconocían su autoridad y mantuvieron silencio mientras los arengaba.

—Sois mis compañeros de armas. Sois lo mejor de la Guardia Suiza del Vaticano. Más que eso, también habéis reconocido lo sagrado de las palabras de Dios, algo que muchos de los que viven en el Vaticano han olvidado.

—La Iglesia se ha debilitado. Hemos de fortalecerla. —Hizo una pausa—. Algunos de vosotros conocéis la Sociedad de Quirino desde hace tiempo y sabéis que sus cardenales han trabajado con los anteriores papas para recuperar cosas perdidas durante miles de años. Unos pocos de vosotros, bendecidos por Dios, habéis tenido la oportunidad de ayudar en la localización y custodia de esos objetos.

Algunos hombres asintieron, incluido Sbordoni. Todos tenían cicatrices de aquellas batallas. La Iglesia no era la única entidad involucrada en esa búsqueda, y la Sociedad de Quirino siempre había tenido éxito a la hora de obtener lo que deseaba. En ocasiones, aquellos objetos se habían vuelto a perder o habían caído en manos enemigas.

—Lo que buscamos esta noche es el objeto más importante que Dios envió al pueblo elegido. Tiene el poder de rehacer el mundo.

Los ojos de Sbordoni se clavaron en los de Murani y el teniente de la Guardia Suiza asintió lleno de expectativas.

—Personas no creyentes y corrompidas por el ansia de poder lo utilizaron una vez. Querían ser como Dios. —Hizo otra pausa—. Es la obra más sagrada de Dios y debe ser usada por los que lo aman. Sé que lo amáis tanto como yo. Juntos situaremos este mundo en el lugar que Dios quería que estuviera.

—¡Alabemos al Señor! —exclamó Sbordoni.

Murani les pidió que inclinaran la cabeza mientras rezaba para invocar la protección de la Virgen.

Lourds estaba atado en el asiento trasero de un camión con cubierta de lona, aturdido y mareado por el efecto secundario de la droga que le habían administrado.

A su lado, Leslie también parecía agotada.

—¿Dónde estamos? —preguntó ella.

—No lo sé. —Lourds miró hacia la oscurecida costa que se veía por la abertura de la parte posterior del camión. La luz de la luna iluminaba las olas—. Cerca del mar.

—¿Cuándo te atraparon? —preguntó pasándose la lengua por los labios y comprobando la consistencia de las esposas.

—Después de secuestrarte. Me dijeron que si no iba con ellos te matarían.

—¿Y tu nueva novia no lo impidió?

Suspiró. Estar prisionero ya era suficientemente peligroso, pero estarlo con una joven con un interés personal en sus desventuras amorosas era todavía más complicado y menos agradable. La droga que le habían administrado a ella le había hecho hablar en sueños. No había sido nada amable en sus referencias a él. Sus ofensivos comentarios habían servido de diversión a los secuaces de Gallardo. Se alegró de no haberse despertado mucho antes que ella.

—No soy la única persona que te ha utilizado. Gallardo me llamó y me dijo que, si no le entregaba los instrumentos, te mataría.

—¿Y se los has dado? —chilló.

—Sí, iba en serio. Me refiero a lo de matarte.

—Imagino que eso no le habrá gustado a tu nueva novia. Sobre todo la parte en la que entregabas los instrumentos por mí.

—Natashya no es mi novia.

—No me digas que simplemente te usó y te dejó —dijo fingiendo que se compadecía de él.

—¿Por qué te preocupa mi vida privada? —preguntó levantando sus esposadas muñecas—. ¿Te has parado a pensar que estamos metidos en un buen lío?

—Puede que tengas razón —aceptó mirando las caras de los hombres que los custodiaban—. Vale, tienes razón. Al menos no nos han matado.

—Puede que eso no sea tan bueno como parece.

Cuando el camión se detuvo, uno de los hombres cogió a Lourds por la camisa y lo puso de pie. Lo empujó hasta la parte de atrás y después por la puerta con saña.

Sus captores no parecían nada preocupados por estropear la mercancía.

Tropezó y cayó con fuerza al suelo, le dolía hasta respirar. Veía puntos que giraban delante de sus ojos. Antes de que pudiera recuperarse, uno de los hombres volvió a ponerlo de pie. Sintió un profundo dolor en las muñecas y se enderezó tan rápidamente como pudo.

Un nombre vestido con ropa de cardenal se paró delante de él. A su espalda había un pequeño ejército armado hasta los dientes.

—Señor Lourds, soy el cardenal Murani —se presentó sonriendo.

La expresión de aquel sacerdote hizo que sintiera un escalofrío.

—Dadas las circunstancias no puedo decir que sea un placer conocerle —le espetó.

Leslie se apretó a su lado. Frente a tantos enemigos no parecía tan implacable respecto a sus antiguos pecados de alcoba.

—Sí, la verdad es que no es un placer, aunque puede que sea una sorpresa. Una sorpresa muy agradable para mí, aunque me temo que desagradable para usted.

No dijo nada, pero sintió que un frío e intenso miedo le roía las entrañas.

—¿Ha descifrado la adivinanza de los instrumentos?

—No.

—¡Teniente! —llamó Murani sin parpadear.

Un hombre esbelto con perilla dio un paso adelante y desenfundó una pistola.

—Cardenal.

—La mujer.

El hombre apuntó inmediatamente a Leslie. Lourds se colocó delante de ella sin dudarlo. Leslie se agarró a su camisa y se apretó contra él con fuerza. No era exactamente la reacción que esperaba, pero no podía culparla. Él también estaba asustado.

El teniente gritó una orden. Dos hombres se acercaron y agarraron a Leslie. Ésta chilló, dio patadas y gritó cuando la apartaron.

—No matarás —dijo Lourds—. Ése es uno de los diez mandamientos de Dios, ¿no es así?

Los hombres pusieron a Leslie en el suelo y el teniente le colocó la pistola a escasos centímetros de la cara.

—Ese mandamiento no cuenta cuando los soldados han de luchar en una guerra santa por Dios. Y esto es una guerra. Se ha convertido en nuestro enemigo. Dios nos perdonará los pecados que cometamos hoy en su nombre. Estamos aquí para librar al mundo del mal. Los instrumentos que ha encontrado son nuestras armas. —Miró a Leslie, que estaba en posición fetal, aunque las manos que se había llevado a la cabeza no detendrían las balas—. Nos ayudará. Estoy dispuesto a matar a la joven para demostrárselo.

—No he descifrado la adivinanza de los instrumentos —aseguró con tanta sinceridad como pudo. En lo que había traducido hasta ese momento no había ninguna—. Sigo trabajando en la inscripción. Lo he resuelto casi todo, pero no hay mención alguna a una adivinanza.

Murani lo miró.

—Se lo juro. Va a matarla sin motivo. Le ayudaré en lo que quiera, pero no la mate. Yo tampoco quiero morir. —La sangre se agolpó en sus orejas y su corazón empezó a latir con fuerza—. Lo intentaré otra vez, es todo lo que puedo hacer.

La mirada del cardenal no vaciló ni un momento. Finalmente, cuando Lourds estaba cada vez más convencido de que iba a matar a Leslie de todas formas, Murani miró al teniente Y dijo:

—Tráela.

«Gracias a Dios», pensó. Soltó aire, aunque aquello no pareció aliviar la opresión que sentía en el pecho.

—Subidlos al camión —ordenó Murani.

Unas fuertes manos volvieron a agarrarlo otra vez y apretó los dientes para soportar el dolor.

De nuevo en los incómodos límites del camión, iba sentado en el suelo metálico que había entre dos bancos llenos de soldados vestidos de negro. Creía que eran guardias suizos y, por las conversaciones que había oído, romanos.

Una cadena sujetaba las esposas al suelo. No había posibilidad de escapatoria. Dio bandazos y saltos mientras el vehículo avanzaba por un terreno accidentado.

Las solapas de la lona en la parte de atrás cubrían gran parte de la vista, pero se balancearon lo suficiente durante el viaje como para ver algo de vez en cuando. Habían seguido la costa. Tenía su atención dividida entre Leslie, Murani y encontrar referencias que facilitar a la Policía para que los localizara.

Leslie estaba a su lado. En ocasiones su cuerpo chocaba suavemente contra el suyo y le recordaba tiempos más agradables. También le hacía pensar lo vulnerable que era aquella joven.

A pesar de la determinación de esos hombres de matar por el cardenal Murani, no pensaba que fueran a violarla. Al menos, estaba a salvo de esa amenaza.

O eso esperaba. Gallardo y sus secuaces también iban entre los guardias; a veces sus calenturientas miradas se desviaban hacia Leslie. Lourds se sentía incómodo al adivinar sus intenciones.

—Thomas.

—¿Sí? —preguntó mirando a Leslie.

—Lo siento —dijo con lágrimas asomándole en los ojos.

—¿Por qué? —Sintió pena por ella. No estaba preparada para algo así. Tampoco él. La verdad era que sentía pena por los dos.

—Por ser una bruja.

—Mira, la noche con Natashya… —empezó a decir, pero se calló pues no estaba muy seguro de cómo continuar. Aquella noche había sido maravillosa, como las que había pasado con ella. Pero no creía que debiera disculparse con ninguna de las dos. Había sido sincero desde el primer momento. Le gustaban las mujeres. No estaba listo todavía para sentar cabeza. Y tampoco había perseguido a ninguna de las dos, sino que ambas se habían mostrado dispuestas.

—No has hecho nada malo —lo tranquilizó.

Se relajó. A veces, cuando las mujeres se enfrentan a sitúa dones duras o difíciles dicen cosas que suponen deberían decir, pero que realmente no sienten. Lo había aprendido a fuerza de experiencia.

—Al menos, no exactamente malo. Eres un hombre y tienes una serie de limitaciones básicas. Como especie, no sois nada fieles.

En un rincón del camión, uno de los hombres de Gallardo les prestaba atención y sonreía.

—Creo que no es el mejor momento para hablar de esas cosas.

—Puede que no tengamos otro —protestó exasperada—. No es una situación incómoda con la que vayamos a sentirnos molestos un tiempo y después volvamos a nuestra vida normal.

—Preferiría que fuera así.

Leslie puso cara de incredulidad.

—¿Estamos en un camión lleno de asesinos y quieres jugar a ser un optimista redomado?

De repente se dio cuenta de que estaba a punto de volver a enfadarse con él.

—No somos asesinos —intervino Murani.

—Ya. Pues a mí me parece que secuestrar a gente y amenazarla con pegarles un tiro es un claro indicador de maldad, ¿no cree?

—Intento salvar el mundo, no soy el malo —protestó Murani.

Lourds se encolerizó al recordar que Gallardo, o uno de los hombres a las órdenes de Murani, había asesinado a Yuliya y había disparado al equipo de Leslie en Alejandría. Fueran cuales fueran las intenciones que tuviera aquel hombre, era un delincuente.

—¿Y cómo va a hacerlo? —preguntó Leslie.

Murani suspiró.

—A través de la palabra de Dios. Ahora cállate, o haré que te amordacen.

Leslie se calló, pero se apoyó con más fuerza contra Lourds.

—De todas formas, lo siento dijo en un susurro.

Lourds asintió.

Leslie lo miró enfadada.

—¿No me vas a decir que tú también lo sientes?

Se quedó helado. ¿De qué tenía que disculparse? Hizo una tentativa.

—Siento haberte convencido para que vinieras conmigo.

Leslie gruñó y se apartó de él.

—Eres un idiota.

Gallardo y sus hombres se echaron a reír y hasta Murani pareció divertirse con aquella situación.

No podía creer que temiera por su vida y a la vez tuviera que sentirse culpable por sus relaciones con las mujeres. Si no hubiera tenido tanta curiosidad por lo que iban a encontrar en la excavación de Cádiz, se habría vuelto loco. Se concentró en la inscripción. Volvió a reconstruir la lengua en su mente para poder traducirla una vez más.

Más tarde, aunque no podía estar seguro de cuánto tiempo había transcurrido, el camión se detuvo y se oyeron voces en el exterior. Una mirada a través de la lona, antes de que uno de los guardias la cerrara, le reveló que estaban en la excavación de Cádiz. Varios vehículos de los medios de comunicación rodeaban el lugar.

Estaba desesperado. Seguramente lo único que tenía que hacer era gritar pidiendo ayuda; entonces, la gente…

—No lo haga —le advirtió Murani fríamente—. Manténgase callado o mataré a su amiga. Necesito esa genial mente suya un poco más de tiempo. Pero la compañía de la señorita Crane es una mera conveniencia para usted, algo de lo que seguirá disfrutando según su comportamiento.

Desistió. Oyó que Leslie inspiraba con fuerza a su lado. Inmediatamente uno de los guardias le puso una mano en la boca. Leslie chilló, pero el sonido quedó amortiguado.

El motor del camión se encendió y volvieron a ponerse en marcha.

Natashya se mantuvo en las sombras que rodeaban la excavación y observó los dos camiones que atravesaban la valla, que habían elevado en previsión del interés que podrían despertar y para evitar a los medios de comunicación. Sus tres metros de altura y el alambre de espino en la parte superior no detendrían a una división acorazada, pero sí mantenían a raya a periodistas, curiosos y a quienes sólo piensan en el robo. Unos proyectores de luz barrían el rocoso terreno.

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