Pensó que haría falta una maleta más grande para meter toda la culpa que sentía. Blackfox se había resistido. Incluso le había dado un puñetazo en el ojo y había conseguido que se hinchara hasta cerrársele. Después, Natashya lo había tumbado con una llave de estrangulamiento. Nadie había acudido a interesarse por los ruidos provocados por la lucha.
Vang lloró cuando le quitaron el laúd que había protegido durante tanto tiempo. El guardián había recibido el instrumento cuando apenas era un niño. Habían asesinado a su padre y su abuelo había muerto joven. Aquello había sido lo más duro para Lourds. Además de llevarse el laúd le había roto el corazón.
—¿Quiere que le ayude? —preguntó un botones mientras esperaba en la puerta.
—No, gracias de todas formas.
El joven volvió a su puesto.
Al poco, una furgoneta aparcó al lado de la acera. El conductor se inclinó y abrió la puerta del pasajero.
—Profesor Lourds, venga conmigo.
—¿Dónde está Leslie?
—Viva de momento.
—Quiero que la suelte.
El hombre cogió la pistola que había en el asiento y le apuntó.
—Entre, si no le pegaré un tiro, y más le vale que esa maleta contenga lo que estoy buscando. Me ha estado molestando mucho y tengo muchas ganas de matarlo.
Otro hombre asomó por la parte de atrás con una pistola en la mano.
—Yo me haré cargo de los instrumentos.
Miró por encima del hombro. Sabía que Natashya estaba en algún sitio, pero ni siquiera ella podía evitar que le dispararan.
Entregó la maleta sin decir una palabra. Después creía que la furgoneta simplemente se iría dejándolo allí como un idiota.
Pero no lo hizo.
El conductor hizo un gesto con la pistola.
—Suba. Me han ordenado que me acompañe.
—¿Por qué?
—Para no tener que matarlo aquí mismo. ¿Prefiere venir de forma pacífica o morir en la calle?
Subió al vehículo de mala gana. El hombre que había en el asiento trasero cogió un trozo de cuerda y le ató las manos y el cuerpo al asiento mientras el conductor arrancaba. En cuestión de segundos quedó inmovilizado.
—¿Está viva Leslie?
—Recuéstese y disfrute del viaje, señor Lourds. Muy pronto obtendrá respuesta a su pregunta.
Miró con ojos fatigados a través del cristal manchado. Estaba tan cansado y tan lleno de adrenalina que veía palabras y símbolos en los insectos pegados a la ventana. De vez en cuando echaba un vistazo por el espejo retrovisor para ver si Natashya los seguía. No habían alquilado ningún vehículo, pero siempre parecía apañárselas, era una mujer llena de recursos.
Las luces fueron desapareciendo gradualmente conforme se alejaban de Londres, al igual que la esperanza de que los rescataran. Estaba seguro de que Gallardo había asesinado a Leslie y la había tirado en algún callejón. Aquel pensamiento le afectaba casi físicamente.
A pesar de todo, su mente volvía una y otra vez a la última inscripción de los cinco instrumentos, que todavía no había traducido completamente. La tenía prácticamente acabada.
Al poco tiempo, la furgoneta se desvió en la autopista y avanzó por una carretera llena de baches bajo unos enormes robles. En el momento en el que se detuvieron, el chirrido de los grillos inundó el vehículo.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—¡Calla! —le ordenó el hombre, que encendió un cigarrillo.
Poco después, un helicóptero descendió del negro cielo y aterrizó en un campo cercano. Los dos hombres que lo habían capturado salieron de la furgoneta, lo soltaron y lo llevaron a través de la alta hierba hacia el aparato.
Reconoció a Gallardo inmediatamente. Aquel despiadado delincuente estaba sentado en la parte de atrás. Otro hombre le puso unas esposas y lo empujó hacia un asiento.
—¿Dónde está Leslie? —preguntó.
Gallardo se echó a reír amargamente.
—Tú y tu pequeña bruja habéis tenido problemas desde el principio. Lo único bueno es que habéis encontrado los instrumentos.
El dolor le atravesó el corazón. Le gustaba la compañía de Leslie y le dolía que le hubiera sucedido algo horrible.
—Hicimos un trato —gruñó mientras el helicóptero aceleraba y se elevaba en el aire.
Gallardo habló en voz más alta.
—Te daré tu parte del trato. Sigue viva. —Se movió y le dejó ver a Leslie, tumbada en el asiento de al lado. También estaba esposada, pero desmayada. Vio que seguía teniendo pulso en el cuello.
«Gracias a Dios está viva», pensó.
—Que siga viviendo depende de tu cooperación.
El miedo volvió a atenazarle al darse cuenta de las implicaciones de aquellas palabras.
—¿Para qué necesitas mi cooperación?
—Lo sabrás dentro de nada —aseguró haciendo un gesto con la cabeza.
El hombre que había al lado de Lourds sacó una hipodérmica y se la hundió en el cuello. Durante un breve instante sintió dolor y después un calor que se desbordó por su cabeza; cayó hacia un lado, inconsciente.
Llegar a Cádiz le había costado mucho más de lo que esperaba. Cuando había visto que Lourds subía a la furgoneta desde su punto de observación en el segundo piso, no intentó seguirles. Los hombres de Gallardo eran profesionales. Sabía cuándo había que contenerse y utilizar la cabeza, en vez de precipitarse tontamente hacia el peligro.
Sabía dónde lo iban a llevar. Al menos, eso esperaba. Tampoco podía estar segura de si llegaría vivo. Siempre cabía la posibilidad de que Gallardo o su misterioso jefe obtuvieran lo que querían de él y lo mataran por el camino.
Pero confió en su instinto.
En vez de perseguir la furgoneta despertó a Gary y fueron a Heathrow a alquilar un vuelo privado. Su intención era que Gary contratara el piloto para que nadie hiciera preguntas sobre ella. Resultó que tenía un amigo piloto que estaba encantado de llevarles.
Aquel problema, al menos, se había solucionado fácilmente.
Gary se sentó en el asiento delantero con el piloto y le contó alguna de las locuras en las que se habían visto involucrados en el último mes. Por supuesto, mintió acerca de todas las mujeres con las que había estado y de su papel en las situaciones peligrosas. La típica relación masculina entre dos viejos amigos.
Ella se limitó a poner cara de póquer cuando los embellecimientos de la historia empezaron a ser demasiado estrafalarios.
Iba sentada en la reducida sección de pasajeros mientras el avión daba sacudidas en la peligrosa noche oscura. Estaba segura de que Gallardo no se arriesgaría a llevar a Lourds a España en un vuelo convencional. Si eso era cierto, llegaría a Cádiz antes que él.
No era una gran ventaja, pero sí lo único que tenía.
Se acomodó en el asiento e intentó dormir, pero se vio acosada por las pesadillas. Podía ver y oír a Yuliya, pero su hermana no podía oírla a ella, por muy alto que gritara.
Cueva 42
Catacumbas de la Atlántida
Cádiz, España
13 de septiembre de 2009
—¡Hemos acabado!
El padre Sebastian estaba sentado con una manta sobre los hombros para aliviar el implacable frío del interior de la cueva. Habían bombeado gran parte del agua, pero seguían retirando los cuerpos a los que habían privado de su descanso y los apilaban sobre palés para sacarlos de las cuevas.
La puerta metálica había sido un gran problema. Brancati no había visto nada igual antes y desconocía de qué material estaba hecha. Al final habían tenido que taladrar la cerradura, aunque ésta había desgastado hasta las brocas de diamante. Romperla había costado días.
Sebastian se puso de pie y se sintió mareado un momento, aunque aquella sensación se fue disipando gradualmente. «No has dormido lo suficiente —se reprendió—. Deberías cuidarte más».
—Creo que han forzado el mecanismo de la cerradura —dijo Brancati, que también parecía agotado—. Cuando quiera, padre.
Asintió, pero el miedo se apoderó de él cuando pensó en lo que podían estar a punto de descubrir.
Habían atado el cable de una excavadora a la puerta. Poco a poco, conforme el torno giraba y llenaba el ambiente con su mecánico ruido, el cable se fue tensando.
Después un fuerte rechinar inundó la caverna.
Todos los hombres miraban nerviosos. Ninguno de ellos sabía a ciencia cierta si las paredes aguantarían; no habían olvidado el despiadado mar que esperaba en algún lugar del exterior.
Algunas estalactitas cayeron del techo y chocaron estrepitosamente contra el suelo de piedra o provocaron salpicaduras en los charcos de agua que aún quedaban. Una de ellas golpeó el techo de la excavadora.
Sorprendido, el conductor pisó el acelerador con demasiada fuerza. La máquina tiró hacia atrás, luchó contra el peso de la puerta y finalmente encontró agarre. Entonces el cable se partió y golpeó a tres de los trabajadores, que cayeron al suelo como muñecos de trapo y sangrando abundantemente.
Pero la puerta se abrió.
Cueva 42
Catacumbas de la Atlántida, Cádiz, España
13 de septiembre de 2009
L
os gritos de los hombres heridos retumbaron en la cueva, aunque apenas lograron penetrar en la sensación de irrealidad que inundaba la mente del padre Sebastian. Dejó de prestar atención a la puerta, que había quedado varios centímetros entreabierta, envuelta en una profunda negrura, y fue a ayudar a uno de los hombres azotados por el cable.
Brancati dio órdenes a sus hombres para que echaran una mano también y después se unió a ellos cuando llegó el botiquín. Durante unos minutos se ocuparon del brutal accidente.
Por suerte, ninguno había muerto. De hecho, las heridas no parecían graves. Podría haber sido mucho peor.
«No ha muerto nadie. Ha sido obra del Señor —pensó Sebastian—. Que su misericordia descienda sobre nosotros mientras seguimos adelante».
Tras ayudar en la cura de los heridos, se limpió las manos con una gasa esterilizada lo mejor que pudo. Se había negado a esperar a que llegaran los guantes y había estado taponando heridas para contener la sangre.
—¿Cree en los malos presagios, padre? —preguntó Brancati en voz baja.
—Creo en todo lo que proviene de las manos del Señor, pero también creo en los accidentes. Los hombres están cansados y estresados por toda la tensión que han soportado. Debemos proceder con cuidado.
—Estoy de acuerdo —dijo Brancati dándole una potente linterna como las que llevaban la mayoría de los trabajadores, además de las luces de los cascos. Fue el primero en pasar a la siguiente cámara.
Sebastian iba detrás de él, flanqueado por los dos guardias suizos asignados a su protección personal.
La siguiente cueva era incluso mayor. Eran como unas fauces de piedra. Cuando las iluminaron, las estalactitas y estalagmitas dieron la impresión de ser los siniestros dientes. La cueva estaba seca, lo que indicaba que había estado herméticamente cerrada hasta que habían abierto la puerta.
—Quizá deberíamos dejar que se aireara un poco, padre —sugirió Brancati—. Por si el cambio de presión causa algún problema como en la cueva anterior.
Sebastian se obligó a asentir. No quería irse de allí, pero sabía que era más seguro.
—Padre Sebastian —lo llamó una voz.
Se volvió y vio a dos hombres que alumbraban con las linternas hacia una inscripción tallada en la pared. Atraído por la voz, se dirigió hacia ellos.
De nuevo, por un momento, le resultó imposible entender las palabras. Entrecerró los ojos, lo intentó de nuevo y consiguió leer el mensaje.
Llegad al Señor con un canto jubiloso
No pudo comprenderlo, pero sí leerlo. Lo miró un buen rato, se dio la vuelta y estudió la enorme cueva.
—¡Aquí! ¡Aquí, padre Sebastian! —gritó alguien.
Corrió hacia allí ayudado por los guardias suizos y encontró una larga pared, alisada para tallar imágenes. Entre los relieves había espacios, como si fueran las páginas de un gigantesco libro de piedra. Sin duda, muchas personas habían dedicado toda su vida para realizar aquel intrincado trabajo.
La primera imagen era la de una inmensa selva. Un hombre y una mujer, desnudos, estaban en un claro. Un gran número de animales estaban a sus pies o los observaban de cerca. Los pájaros llenaban las ramas de los árboles que había a su alrededor.
—Santa madre —susurró hipnotizado por lo que estaba viendo. Dio un paso hacia delante y pasó sus temblorosos dedos por la hermosamente tallada superficie.
—¿Qué es? —preguntó Brancati en voz baja.
—El jardín del Edén. Adán y Eva en el jardín del Edén.
Varios de los hombres se santiguaron y se quitaron los cascos, hasta que Brancati les ordenó que volvieran a ponérselos.
—¿Está intentando decirme que esto era el jardín del Edén? —preguntó Brancati.
—No, no este lugar. Esto era parte de la Atlántida, o como quiera que lo llamara la gente que conocemos como atlantes.
—¿Y por qué tallaron esas imágenes en las paredes?
—Para no olvidarlo. Para no repetir la misma locura que hicieron Adán y Eva. —Dirigió la luz de la linterna un poco más allá y descubrió otra imagen en la que se veía a Dios moldeando a Adán con un trozo de arcilla.
—Toda la historia está aquí —comentó alguien—. Estas imágenes cuentan la historia bíblica de la creación.
—¿Es Dios? —preguntó alguien con gran reverencia.
Sebastian avanzó por los recovecos de la cueva y encontró otra imagen en la que se veía a un hombre frente a Adán y Eva en la selva. Otro hombre estaba cerca de la pareja, con un grueso libro en la mano y un brillante halo alrededor de la cabeza.
—No, no es Dios —respondió Sebastian.
—Entonces, ¿quién es? —preguntó un trabajador.
—No estoy seguro, pero creo que es su hijo.
Afueras de Cádiz, España
13 de septiembre de 2009
Inclinado sobre el portátil, el cardenal Stefano Murani estudió el vídeo de las excavaciones, que quedaban a pocos kilómetros de donde se encontraba. Había establecido un piso franco por si necesitaba refugio. Era una de las casitas de la zona que a veces alquilaban a turistas. No le proporcionaba el tipo de lujo al que estaba acostumbrado, pero quedaba cerca de las excavaciones y del océano Atlántico.
Observó con creciente interés las imágenes del interior de la nueva cueva, al otro lado de la enorme puerta. Sebastian se había acercado al objetivo deseado por el Papa.