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Authors: Charles Brokaw

Tags: #Aventuras, #Relato

El enigma de la Atlántida (35 page)

BOOK: El enigma de la Atlántida
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—Si estás el suficiente tiempo en África, señorita Crane, oirás todo tipo de cosas. Pero si te quedas aún más, te darás cuenta de que todas esas cosas, cada una a su manera, tienen su parte de verdad.

Apareció la camarera seguida de otras dos. Todas llevaban unas enormes bandejas llenas de comida. Cuando las dejaron sobre la mesa, Diop les explicó lo que iban a comer.

Tieboudienne
, el plato típico de Senegal, pescado adobado con salsa de tomate y verduras.
Yassa
, pollo o pescado cocido con cebolla, ajo y zumo de limón, y con mostaza para realzar el sabor.
Sombi
, sopa dulce de leche de arroz; y
fonde
, albóndigas de mijo rebozadas en crema agria.

Lourds se fijó en que a Diop no le molestaba hablar y comer a la vez. El estudioso dejaba de hablar en los momentos adecuados para que le hicieran preguntas.

—Cuando se le pasó la cólera, el Creador vio lo que había hecho a sus hijos y se apenó. Así que les prometió que nunca más destruiría el mundo de esa manera.

—Parece el pacto del arcoíris —comentó Gary—. O la historia del arca perdida de Indiana Jones.

—Tal como he dicho, muchas de estas leyendas son similares. Incluso las de los animales, como la del oso que perdió el rabo, son muy parecidas en las regiones que hace tiempo tenían esos animales.

—¿Cree realmente que el oso utilizó el rabo para pescar en el hielo y se le congeló? —preguntó Gary.

Diop se echó a reír.

—No, creo que el oso era muy perezoso y engañó al canguro para que cavara en busca de agua y, en venganza, el canguro utilizó su
boomerang
para cortarle el rabo.

—Ésa no la conocía, colega —aseguró Gary.

—La cuentan los aborígenes australianos —repuso Diop, que cogió un poco de cuscús con el tenedor y se lo llevó a la boca—. La cuestión es que cada cultura cuenta historias para explicar lo que no conoce.

—Pero en esta leyenda hay algo más —intervino Lourds—. He visto la campana y las imágenes digitales del címbalo. Los dos comparten una lengua que no soy capaz de descifrar.

—¿Te parece raro?

Lourds dudó un momento.

—Aún a riesgo de parecer egotista, sí.

—Entonces no me extraña que te intriguen tanto esas cosas.

—Otra persona intrigada asesinó a mi hermana por ese címbalo —declaró Natashya con rotundidad.

—Pero sabes el nombre de uno de los que mató a tu hermana. Puedes perseguirlo —señaló Diop.

Natashya no dijo nada.

Por primera vez, Lourds cayó en la cuenta y se sorprendió de no haber reparado en ello antes.

—Por supuesto, si Gallardo y su gente están buscando los mismos cinco instrumentos que Thomas, tiene sentido seguir con él. Tarde o temprano vendrán a ti, ¿no?

Los ojos de Natashya permanecieron fríos como el hielo hasta cuando sonrió.

—Tarde o temprano, sí —dijo.

Gallardo tenía una cerveza en la mano mientras se apoyaba en la pared de la pensión Auberge Keur Beer y miraba las actividades que se desarrollaban en el jardín. Los niños jugaban al fútbol con balones hechos en casa mientras los hombres se peleaban en la arena y las mujeres molían mijo. Los vendedores ofrecían bocadillos y bebidas frías a los turistas y a los vecinos.

Cansado por el largo viaje, añoraba una cama blanda y mucho tiempo para descansar. No sabía cómo podían seguir adelante Lourds y sus compañeros.

Miró la mesa en la que Lourds hablaba con un hombre negro. Le molestaba que pudieran estar allí sentados con tanta impunidad. Todos ellos…

«¿Todos ellos?».

Se dio cuenta de que la mujer rusa había desaparecido de la mesa cubierta por una gran sombrilla. La luz de unas velas les iluminaba la cara y dejaba ver que estaban sumidos en la conversación.

«¡Mierda! La mujer había desaparecido. ¿Dónde estaba?».

Acabó la cerveza, dejó la botella en el alféizar de la ventana y volvió a las sombras.

Se llevó la mano a la parte de atrás de la cintura y la cerró sobre la empuñadura de una pistola de nueve milímetros que había comprado en el mercado negro al poco de llegar a Dakar. Empezó a peinar la zona en busca de la mujer, pero no la encontró.

—Conozco a un hombre que quizá pueda ayudaros con esa leyenda, pero os costará unos cuantos días llegar hasta él. Vive en las antiguas tierras del pueblo yoruba —comentó Diop.

—¿Dónde? —preguntó Lourds.

—En Nigeria, en Ifé. Es la ciudad yoruba más antigua que se conoce.

Leslie levantó la vista de la cerveza que estaba bebiendo.

—¿A qué distancia está? —preguntó Leslie.

—¿Quién es ese hombre? —preguntó Lourds.

—Se llama Adebayo, es el
oba
de Ifé. —Diop lo pronunció como
«orba
».

Lourds recordó por sus lecturas que aquella palabra significaba «rey». El poseedor de ese título era el líder tradicional de un pueblo yoruba. A pesar de que el título se otorgaba por tradición, seguía teniendo peso. Algunos organismos gubernamentales consultaban a los
obas
, aunque aseguraban que más por respeto y por hacer un esfuerzo para mantener la paz que por admitir el poder que pudieran tener. Pero, de hecho, era el reconocimiento de lo que realmente daba forma a la sociedad en la que vivían.

—¿Conoce la leyenda? —preguntó Lourds.

—Más que eso, Thomas. Creo que Adebayo tiene el tambor que andas buscando —contestó con una sonrisa.

—¿Qué te hace pensar eso?

—Porque lo he visto.

A Natashya no le gustaba no tener un arma. Se sentía mejor con una encima. Había abandonado las que tenía para poder coger el avión. Sin embargo, aquello podía arreglarse enseguida.

Se detuvo en las sombras cercanas a la pensión que daba al patio. El cemento que sujetaba las piedras de las paredes estaba suelto y se habían ido desmenuzando por los años, las enredaderas y la sal. Había bastante espacio entre las piedras como para meter los dedos de las manos y de los pies.

Se quitó los zapatos y los calcetines en la oscuridad. Después, con un cuchillo entre los dientes empezó a trepar por el lado del edificio en el que había visto a un hombre observando a Lourds y a los demás.

Había más. Lo sabía porque los había sentido moverse en la oscuridad.

Hacía pocos minutos se había excusado de la mesa. Prácticamente nadie se había fijado porque todos prestaban atención a la conversación con Diop. Como ninguno de los que los vigilaban la había seguido, imaginó que también los había burlado.

Notó la tensión en las piernas y los brazos debido a su peso. Una cosa era utilizar la fuerza de sus miembros para subir una pared vertical, y otra usar solamente los dedos. Respiró rítmicamente para limpiar sus pulmones de dióxido de carbono.

Pronto, aún bajo el manto de las sombras, llegó al balcón del cuarto piso y poco a poco acercó su cuerpo a la barandilla.

El hombre que había visto seguía en la oscuridad observando al grupo.

«No durarían ni una hora ellos solos», pensó. Pasó lentamente por encima de la barandilla y cruzó en silencio el suelo del balcón. Sólo dos sillas, una palmera en una maceta y el observador compartían aquel espacio. Se quitó el cuchillo de la boca y lo sujetó con fuerza.

El hombre medía casi uno ochenta. Era europeo y su palidez resaltaba en la noche. Fumaba un puro barato que apestaba tanto que Natashya podría haberlo localizado simplemente con seguir el olor.

En el último momento, el hombre se volvió, como si hubiese notado algo. Se le había activado el sexto sentido que había desarrollado por el tipo de vida poco civilizada que llevaba.

Pero era demasiado tarde.

Natashya se colocó detrás de él, le cogió la mejilla con una mano y le puso la punta del cuchillo en el cuello con la otra.

—Si te mueves te lo rebano —dijo en inglés.

El hombre se quedó quieto; aterrorizado.

Con el corazón latiéndole a toda velocidad mientras luchaba contra sus propios miedos, Natashya buscó por debajo de la camisa y le quitó la pistola de nueve milímetros que guardaba en una pistolera de cuero. Llevaba otra en la cintura, que también le arrebató.

Un auricular hizo ruido en su oído. Alguien hablaba en italiano.

—¿Qué quiere saber? —le preguntó.

—Dónde estás.

El miedo se intensificó en su interior. Apartó el cuchillo y le colocó el cañón de la pistola en la nuca.

—No dispares —suplicó con un ronco susurro—. Por favor, no dispares.

—¿Qué está diciendo?

—Se ha dado cuenta de que no estás con los demás.

—¿Es Gallardo?

El hombre asintió.

—Dame la radio.

El hombre obedeció.

Natashya apretó el botón para hablar.

—Gallardo.

Se produjo un momento de silencio y después una voz masculina dijo:

—¿Quién habla?

—Asesinaste a mi hermana en Moscú. Un día de éstos te mataré.

—No si te mato yo primero —replicó con voz dura y arrogante.

—Espero que puedas irte de la isla esta noche, porque si no lo haces, tendrás que contestar un montón de preguntas de la Policía.

—¿Por qué?

Sin mayores explicaciones, empujó al hombre por el balcón. La caída no era desde mucha altura y había un jardín hermosamente cuidado abajo. Dudó mucho de que aquello lo matara, pero lo oyó gritar mientras caía. De pronto, los gritos cesaron.

Se apartó del borde del balcón y resistió el impulso de mirar abajo. El ruido de las conversaciones le hizo saber que la caída había atraído a un montón de personas.

Entró en la habitación, vació un par de maletas y encontró dos cajas de balas. También había un paquete pequeño de lo que sospechosamente parecía ser marihuana. Aquella droga no iba a causar ningún revuelo en la isla, pero ocasionaría una larga sesión de preguntas y respuestas con la Policía de Gorée hasta que se pudiera arreglar un pago a cambio de sacarlo del apuro.

Lo dejó allí.

Metió las balas y la pistola en la maleta, la cerró y salió descalza por la puerta.

—Creo que se ha roto una pierna —dijo alguien.

—¿Qué ha pasado? —preguntó otra persona.

—Se ha caído del balcón.

—¿Está borracho?

En un extremo del grupo de turistas que se había congregado alrededor del hombre, Lourds miró a su alrededor con una intranquila sensación en la boca del estómago.

—¿Dónde está Natashya? —preguntó Leslie a su lado.

—No lo sé —contestó moviendo la cabeza.

—¿Crees que…?

—No ha sido ella. Me he fijado en cómo trabaja. Le hubiese pegado un tiro —dijo Gary.

—No si simplemente quería provocar un alboroto para que pudiéramos salir de aquí.

Lourds se dio la vuelta y vio a Natashya detrás de él, con una maleta.

—¿De dónde la has sacado?

—De su habitación —confesó indicando con la cabeza hacia el hombre acurrucado en posición fetal.

—¿Has sido tú?

Natashya mantuvo su mirada sin sentimiento de culpa.

—Pensé en dispararle, pero no creo que hubiéramos podido irnos sin contestar antes un montón de preguntas. Tal y como está, parece un turista que ha tenido un accidente.

—Supongo que no es un turista.

—No, Gallardo está aquí. Espero que arrojar a su gorila por el balcón atraerá a la suficiente Policía como para que de momento se esconda. Mientras lanío, deberíamos hacer lo mismo.

Lourds se maravilló de lo fría y calmadamente que se encargaba de todo. Ni siquiera había sudado después de enfrentarse a un hombre armado.

—Tienes suerte de no estar herida o de que no te haya matado.

—Y tú tienes suerte de que Gallardo no quiera matarte. —Hizo un gesto hacia el callejón cercano a la pensión desde la que había caído el hombre—. Necesitábamos una distracción para salir de aquí.

—Bueno, eso es lo que yo llamo una distracción —dijo Diop meneando la cabeza antes de volverse hacia Lourds—. No cabe duda de que tienes unas compañías muy interesantes, Thomas.

«No te lo puedes ni imaginar», pensó Lourds.

—Sugeriría que no pasáramos la noche en la isla. —Natashya encontró sus zapatos en el callejón y se los puso—. Tal vez la Policía quiera hablar también con nosotros. Pueden persuadir al amiguito de Gallardo para que les dé información sobre nosotros, además de sobre su jefe.

—Conozco a un hombre que tiene un barco —dijo Diop—. Puede llevarnos al continente esta noche.

—Estupendo. Cuanto antes, mejor.

Océano Atlántico

Este de Dakar, Senegal

9 de septiembre de 2009

Gallardo estaba en la popa de la lancha motora alquilada mientras iniciaba una apresurada retirada hacia Dakar. El viaje en transbordador era de veinte minutos. Aquella lancha reducía considerablemente el tiempo del viaje, pero por desgracia, también le acusaba de intruso. Cuando la Policía de Gorée empezara a hacer averiguaciones sobre el hombre que había caído al patio, como estaba seguro que harían —y como sabía que habría supuesto la mujer rusa—, seguirían la pista hasta él al cabo de poco tiempo.

Si no lo traicionaba dilectamente, sin duda tendría que confesar su relación con él cuando interrogaran a la persona que les había alquilado la motora o al traficante que le había vendido las pistolas en el mercado negro.

Maldijo su suerte y miró con desaliento las blancas olas besadas por la luna. Sonó el teléfono. Sabía quién era y dudó en contestar.

Al final se dio cuenta de que no le quedaba otro remedio.

—Sí.

—¿Lo has encontrado? —La voz de Murani sonó fría, eficiente y mucho más cercana de lo que le habría gustado.

—Sí, y si me hubieras dejado ocuparme de él como quería, ya habría acabado.

—No, todavía puede sernos útil.

Gallardo recorrió el corto espacio de la lancha.

—Hubo un problema.

—¿Qué problema?

—La mujer rusa nos descubrió y se las arregló para que fuera imposible que permaneciéramos en la isla.

Murani se quedó callado un momento.

—Síguelo. Las cosas se me están complicando a mí también. Necesito que sigas a Lourds.

—Lo sé. Lo intento. De no haber sido por la mujer, ni se habría enterado de que estábamos allí.

—El hombre con el que ha estado hablando hoy es catedrático de Historia; está especializado en estudios africanos. —Lo sabía por los informadores a los que había pagado en los bares, mientras vigilaba a Lourds.

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