El beso de la mujer araña (7 page)

—El rengo.

—Y después ya se aparece el rengo que ve llegar una cupé, y el que maneja es el bizco cara de asesino. El rengo se sube al auto y le hace la seña al asesino. El auto arranca a todo lo que da. Y cuando la chica está en el medio de la callecita y se agacha para levantar la llave, los del auto pasan a todo lo que da y la atrope- llan. Y después siguen la marcha y se pierden en las calles oscuras y sin tráfico. El muchacho que ha visto todo baja desesperado. La chica está agonizando, él la toma en los brazos, ella quiere decirle algo, apenas si se le entiende, le dice a él que no tenga miedo, que el hijo va a nacer sano, y va a ser un orgullo para su padre. Y queda con los ojos abiertos, perdidos, ya muerta. ¿Te gusta la película?

—No sé todavía. Pero seguí, por favor.

—Bueno. Entonces sale que a la mañana siguiente la llaman a la Leni, a que declare todo lo que sepa a la policía alemana, porque ellos saben que era confidente de la chica muerta. Pero Leni no sabe nada, que la chica estaba enamorada de un teniente alemán, y nada más. Pero no le creen, y la detienen unas horas, pero como ella es una cantante conocida una voz por teléfono ordena que la dejen en libertad bajo custodia, para que esa noche pueda actuar como todas las noches. Leni está asustada, pero canta esa noche y al volver al camarín se encuentra de nuevo las flores de los Alpes y está buscando la tarjeta cuando una voz de hombre le dice que no la busque, que ahora él las ha traído personalmente. Ella se da vuelta sobresaltada. Es un oficial de alto rango, pero bastante joven, el hombre más buen mozo que se pueda pedir. Ella le pregunta quien es él, pero claro, ya se ha dado cuenta que es el mismo que la había aplaudido tanto la noche anterior, el del palco. Él le dice que está a cargo de los servicios alemanes de contraespionaje en París, y que viene personalmente a disculparse por las molestias de esa mañana. Ella le pregunta si esas flores son de su país, y él le dice que son del Alto Palatinado, donde él nació, junto a un lago maravilloso entre montañas de picos nevados. Pero me olvidé de decirte una cosa, él no está de uniforme, sino de smoking, y la invita a cenar después de la función, al cabaret más fabuloso y chiquito de París. Hay una orquesta de músicos negros, y no se ve casi la gente por la oscuridad, un reflector flojito cae sobre la orquesta y muestra el aire cargado de humo. Tocan un jazz de antes, bien de negros, él pregunta por qué ella tiene nombre alemán, Leni, y apellido francés, que no me acuerdo como era. Y ella le dice que viene de Alsacia, en la frontera, donde a veces ha flameado la bandera alemana. Pero le dice también que fue educada para querer a Francia, y que ella quiere el bien de su país, y que no sabe si los ocupantes extranjeros lo van a ayudar. Él le dice que no tenga la menor duda, que el deber de Alemania es el de liberar a Europa de los verdaderos enemigos del pueblo, que a veces se ocultan bajo la máscara de patriotas. Él pide una especie de aguardiente alemán, y en ese momento parece que ella lo quiere molestar, porque pide whisky escocés. Es que ella no consigue aceptarlo, se moja apenas los labios con el whisky, dice que está cansada, y él la lleva a la casa, en una limusín bárbara, manejada por chofer. Para frente a la casa de ella, un petit hotel precioso, y ella con ironía le pregunta si va a continuar el interrogatorio personal otro día. Él le dice que no hubo tal cosa, ni la habrá. Ella baja del auto, él le besa la mano enguantada. Ella hierática, fría como un témpano. Él le pregunta si vive sola, si no tiene miedo. Ella contesta que en el fondo del jardín hay una pareja de ancianos cuidadores. Pero al darse vuelta para entrar a la casa ve una sombra en la ventana del piso alto, que desaparece inmediatamente. Ella se estremece, no atina a nada más que a decirle a él, que no ha visto nada, encandilado como está por la belleza de ella, que esa noche sí tiene miedo de estar sola, que la saque de ahí. Y van al departamento de él, lujosísimo, pero muy raro, de paredes blanquísimas sin cuadros y techos muy altos, y pocos muebles, oscuros, casi como cajones así de embalaje, pero que se ve que son finísimos, y casi nada de adornos, cortinados blancos de gasa, y unas estatuas de mármol blanco, muy modernas, no estatuas griegas, con figuras de hombres como de un sueño. Él le hace preparar la habitación de huéspedes por un mayordomo que la mira raro. Pero antes le pregunta si no quiere una copa de champagne, del mejor champagne de su Francia, que es como la sangre nacional que brota de la tierra. Y suena una música maravillosa, y ella le dice que lo único que ama de la patria de él es esa música. Y entra una brisa por la ventana, un ventanal muy alto, con un cortinado de gasa blanca que flota con el viento como un fantasma, y se apagan las velas, que eran toda la iluminación. Y entra nada más que la luz de la luna, y la ilumina a ella, que parece una estatua también, alta como es con un traje blanco que la ciñe bien, parece un ánfora griega, claro que con las caderas no demasiado anchas, y un pañuelo blanco casi hasta los pies que le envuelve la cabeza, pero sin aplastarle el pelo, apenas enmarcándoselo. Y él se lo dice, que ella es un ser maravilloso, de belleza ultraterrena, y seguramente con un destino muy noble. Las palabras de él la hacen medio estremecerse, todo un presagio la envuelve, y tiene como la certeza de que en su vida sucederán cosas muy importantes, y casi seguramente con un fin trágico. Le tiembla la mano, y cae al suelo la copa, el bacará se hace mil pedazos. Es como una diosa, y al mismo tiempo una mujer fragilísima, que tiembla de miedo. Él le toma la mano, le pregunta si siente frío. Ella contesta que no. En eso la música toma más fuerza, los violines suenan sublimes,
y
ella le pregunta qué significa esa melodía. Él dice que es su favorita, esas especies de oleadas de violines son las aguas de un río alemán por donde navega un hombre-dios, que no es más que un hombre pero que su amor a la patria le quita todo miedo, ése es su secreto, el afán de luchar por su patria lo vuelve invencible, como un dios, porque desconoce el miedo. La música se vuelve tan emocionante que a él se le llenan los ojos de lágrimas. Y eso es lo más lindo de la escena, porque ella al verlo conmovido, se da cuenta que él tiene los sentimientos de un hombre, aunque parezca invencible como un dios. Él trata de esconder su emoción y va hacia el ventanal. Hay una luna llena sobre la ciudad de París, el jardín de la casa parece plateado, los árboles negros se recortan contra el cielo grisáceo, no azul, porque la película es en blanco y negro. La fuente blanca está bordeada de plantas de jazmín, con flores también blancas plateadas, y la cámara entonces muestra la cara de ella en primer plano, en unos grises divinos, de un sombreado perfecto, con una lágrima que le va cayendo. Al escapar la lágrima del ojo no le brilla mucho, pero al ir resbalándole por el pómulo altísimo le va brillando tanto como los diamantes del collar. Y la cámara vuelve a enfocar el jardín de plata, y vos estás ahí en el cine y hacete de cuenta que sos un pájaro que levanta el vuelo porque se va viendo desde arriba cada vez más chiquito el jardín, y la fuente blanca parece… como de merengue, y los ventanales también, un palacio blanco todo de merengue, como en algunos cuentos de hadas, que las casas se comen y lástima que no se ve a ellos dos, porque parecerían como dos miniaturas. ¿Te gusta la película?

—No sé todavía. ¿A vos por qué te gusta tanto? Estás transportado.

—Si me dieran a elegir una película que pudiera ver de nuevo, elegiría ésta.

—¿Y por qué? Es una inmundicia nazi, ¿o no te das cuenta?

—Mirá… mejor me callo.

—No te calles. Decí lo que ibas a decir, Molina.

—Basta, me voy a dormir.

—¿Qué te pasa?

—Por suerte no hay luz y no te tengo que ver la cara.

—¿Eso era lo que me tenías que decir?

—No, que la inmundicia serás vos y no la película. Y no me hables más.

—Disculpame.

—…

—De veras, disculpame. No creí que te iba a ofender tanto.

—Me ofendés porque te… te creés que no… no me doy cuenta que es de propaganda na… nazi, pero si a mí me gusta es porque está bien hecha, aparte de eso es una obra de arte, vos no sabés po… porque no la viste.

—Pero ¿estás loco, llorar por eso?

—Voy… voy a… llorar… todo lo que se me dé la gana.

—Como quieras. Lo siento mucho.

—Y no creas que sos vos el que me hace llorar. Es que me acordé de… de él, de lo que sería estar con él, y hablarle a él de todas estas co… cosas que a mí me gustan tanto, en vez de a vos. Hoy estuve todo el día pensando en él. Hoy hace tres años que lo conocí. Por… por eso lloro…

—Te lo vuelvo a decir, no fue mi intención molestarte. ¿Por qué no me contás un poco de tu amigo?, te va a hacer bien desahogarte un poco.

—¿Para qué?, ¿para que me digas que es una inmundicia también él?

—Vamos, contame, ¿en qué trabaja?

—Es mozo, de un restaurant…

—¿Es buena persona?

—Sí, pero tiene su carácter, no te vayas a creer.

—¿Por qué lo querés tanto?

—Por muchas cosas.

—Por ejemplo…

—Te voy a ser sincero. Ante todo porque es lindo. Y después porque me parece que es muy inteligente, pero en la vida no tuvo oportunidades para nada, y está ahí haciendo un trabajo de mierda, cuando se merece mucho más. Y me dan ganas de ayudarlo.

—¿Y él quiere que lo ayudes?

—¿Qué querés decir?

—Si él se deja ayudar o no.

—Vos sos brujo, ¿por qué hacés esa pregunta?

—No sé.

—Pusiste el dedo en la llaga.

—Él no quiere que lo ayudes.

—Él no quería, antes. Ahora no sé, vaya a saber en qué anda…

—¿No es él el amigo que te vino a visitar, que me contaste?

—No, el que vino es una amiga, es tan hombre como yo. Porque el otro, el mozo, tiene que trabajar a la hora en que acá entran visitas.

—¿Nunca te vino a ver?

—No.

—El pobre tiene que trabajar.

—Escuchame, Valentín, ¿vos te creés que no podría cambiar turno con algún compañero?

—No se lo permitirán.

—Son buenos ustedes para defenderse, entre ustedes.

—¿Quiénes son ustedes?

—Los hombres, buena raza de…

—¿De qué?

—De hijos de puta, con el perdón de tu mamá, que no tiene la culpa.

—Mirá, vos sos hombre como yo, no embromes… No establezcas distancias.

—¿Querés que te me acerque?

—Ni que te distancies ni que te acerques.

—Escuchame, Valentín, yo me acuerdo muy bien que una vez él cambió turno con un compañero para llevarla a la mujer al teatro.

—¿Es casado?

—Sí, él es un hombre normal. Fui yo quien empezó todo, él no tuvo la culpa de nada. Yo me le metí en la vida, pero lo que quería era ayudarlo.

—¿Cómo fue que empezó?

—Yo un día fui al restaurant, y lo vi. Y me quedé loco. Pero es muy largo, otra vez te lo cuento, o mejor no, no te cuento nada, quien sabe con qué me vas a salir.

—Un momento, Molina, estás muy equivocado, si yo te pregunto es porque tengo un… ¿cómo te puedo explicar?

—Una curiosidad, eso es lo que tendrás.

—No es verdad. Creo que para comprenderte necesito saber qué es lo que te pasa. Si estamos en esta celda juntos mejor es que nos comprendamos, y yo de gente de tus inclinaciones sé muy poco.
{2}

—Te cuento entonces cómo fue, pero rápido, para no aburrirte.

—¿Cómo se llama?

—No, el nombre no, eso es para mí no más.

—Como quieras.

—Es lo único de él que me puedo guardar, adentro mío, en la garganta lo tengo, y me lo guardo para mí. No lo suelto…

—¿Hace mucho que lo conociste?

—Hace tres años, hoy, doce de septiembre. Yo fui ese día al restaurant. Pero me da no sé qué contarte.

—No importa. Si alguna vez querés hablarme de eso, me lo contás. Y si no, no.

—Tengo como pudor.

—Bueno… con los sentimientos muy profundos, creo que pasa siempre así.

—Yo estaba con otros amigos, dos loquitas jóvenes insoportables. Pero preciosas, y muy vivas.

—¿Dos chicas?

—No, cuando yo digo loca es que quiero decir puto. Y una de estas dos estaba de lo más pesada con el mozo, que era él. Yo al principio vi que era un muchacho de muy buena presencia, pero nada más. Pero cuando la loquita se le insolentó, este hombre sin perder la calma le contestó lo que debía. Yo me quedé admirado. Porque los mozos, pobres, siempre tienen ese complejo de que son sirvientes, y les resulta difícil contestar a una grosería, sin que parezca un sirviente ofendido, ¿me entendés? Bueno, este tipo nada, le dio la explicación de por qué la comida no estaba cómo se debía, pero con una altura que la otra quedó como una tarada. Pero no te creas que estuvo sobrador tampoco, nada, distante, perfectamente dueño de la situación. Y yo enseguida me olí que ahí había algo, un hombre de veras. Y a la semana siguiente fui sola al restaurant.

—¿Sola?

—Sí, perdóname, pero cuando hablo de él yo no puedo hablar como hombre, porque no me siento hombre.

—Seguí.

—Al verlo por segunda vez me pareció más lindo todavía, con una casaca blanca de cuello Mao que le quedaba divina. Era un galán de película. Todo en él era perfecto, el modo de caminar, la voz ronquita pero por ahí con una tonadita tierna, no sé cómo decirte, ¡y el modo de servir! Mirá, eso era un poema, una vez le vi servir una ensalada, que me quedé pasmada. Primero le acomodó a la clienta, porque era para una mujer, ¡la muy sarnosa!, y él primero le acomodó al lado de la mesa una mesita, ahí puso la fuente de ensalada, le preguntó si aceite, si vinagre, si esto, si lo otro, y después agarró los cubiertos de mezclar la ensalada, y no sé como explicarte, era como caricias que le hacía a las hojas de lechuga, y a los tomates, pero no caricias suaves, eran… ¿cómo te ló puedo decir?, eran movimientos tan seguros, y tan elegantes, y tan suaves, y tan de hombre al mismo tiempo.

—¿Qué es ser hombre, para vos?

—Es muchas cosas, pero para mí… bueno, lo más lindo del hombre es eso, ser lindo, fuerte, pero sin hacer alharaca de fuerza, y que va avanzando seguro. Que camine seguro, como mi mozo, que hable sin miedo, que sepa lo que quiere, adónde va, sin miedo de nada.

—Es una idealización, un tipo así no existe.

—Sí existe, él es así.

—Bueno, dará esa impresión, pero por dentro, en esta sociedad, sin el poder nadie puede ir avanzando seguro, como vos decís.

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