El beso de la mujer araña (2 page)

—¿Quién es?

—Esperá. Ella oye el chasquido del fósforo y se sobresalta, se da vuelta. Es un tipo de buena pinta, no un galán lindo, pero de facha simpática, con sombrero de ala baja y un sobretodo bolsudo, pantalones muy anchos. Se toca el ala del sombrero como saludo y se disculpa, le dice que el dibujo es bárbaro. Ella ve que es buen tipo, la cara lo vende, es un tipo muy comprensivo, tranquilo. Ella se retoca un poco el peinado con la mano, medio deshecho por el viento. Es un flequillo de rulos, y el pelo hasta los hombros que es lo que se usaba, también con rulos chicos en las puntas, como de permanente casi.

—Yo me la imagino morocha, no muy alta, redondita, y que se mueve como una gata. Lo más rico que hay.

—¿No era que no te querías alborotar?

—Seguí.

—Ella contesta que no se asustó. Pero en eso, al retocarse el pelo suelta la hoja y el viento se la lleva. El muchacho corre y la alcanza, se la devuelve a la chica y le pide disculpas. Ella le dice que no es nada y él se da cuenta que es extranjera por el acento. La chica le cuenta que es una refugiada, estudió bellas artes en Budapest, al estallar la guerra se embarcó para Nueva York. Él le pregunta si extraña su ciudad. A ella es como si le pasara una nube por los ojos, toda la expresión de la cara se le oscurece, y dice que no es de una ciudad, ella viene de las montañas, por ahí por Transilvania.

—De donde es Drácula.

—Sí, esas montañas tienen bosques oscuros, donde viven las fieras que en invierno se enloquecen de hambre y tienen que bajar a las aldeas, a matar. Y la gente se muere de miedo, y les pone ovejas y otros animales muertos en las puertas y hacen promesas, para salvarse. A todo esto el muchacho quiere volver a verla y ella le dice que a la tarde siguiente va a estar dibujando ahí otra vez, como toda esa última temporada cuando ha habido días de sol. Entonces él, que es un arquitecto, está a la tarde siguiente en su estudio con sus arquitectos compañeros y una chica colega también, y cuando suenen las tres y ya queda poco tiempo de luz quiere largar las reglas y compases para cruzarse al zoológico que está casi enfrente, ahí en el Central Park. La colega le pregunta adónde va, y por qué está tan contento. Él la trata como amiga pero se nota que en el fondo ella está enamorada de él, aunque lo disimula.

—¿Es un loro?

—No, de pelo castaño, cara simpática, nada del otro mundo pero agradable. Él sale sin darle el gusto de decirle adónde va. Ella queda triste pero no deja que nadie se dé cuenta y se enfrasca en el trabajo para no deprimirse más. Ya en el zoológico no ha empezado todavía a hacerse de noche, ha sido un día con luz de invierno muy rara, todo parece que se destaca con más nitidez que nunca, las rejas son negras, las paredes de las jaulas de mosaico blanco, el pedregullo blanco también, y grises los árboles deshojados. Y los ojos rojo sangre de las fieras. Pero la muchacha, que se llamaba Irena, no está. Pasan los días y el muchacho no la puede olvidar, hasta que un día caminando por una avenida lujosa algo le llama la atención en la vidriera de una galería de arte. Están expuestas las obras de alguien que dibuja nada más que panteras. El muchacho entra, allí está Irena, que es felicitada por otros concurrentes. Y no sé bien cómo sigue.

—Hacé memoria.

—Esperá un poco… No sé si es ahí que la saluda una que la asusta… Bueno, entonces el muchacho también la felicita y la nota distinta a Irena, como feliz, no tiene esa sombra en la mirada, como la primera vez. Y la invita a un restaurant y ella deja a todos los críticos ahí, y se van. Ella parece que pudiera caminar por la calle por primera vez, como si hubiese estado presa y ahora libre puede agarrar para cualquier parte.

—Pero él la lleva a un restaurant, dijiste vos, no para cualquier parte.

—Ay, no me exijas tanta precisión. Bueno, cuando él se para frente a un restaurant húngaro o rumano, algo así, ella se vuelve a sentir rara. Él creía darle un gusto llevándola ahí a un lugar de compatriotas de ella, pero le sale el tiro por la culata. Y se da cuenta que a ella algo le pasa, y se lo pregunta. Ella miente y dice que le trae recuerdos de la guerra, que todavía está en pleno fragor en esos momentos. Entonces él le dice que van a otra parte a almorzar. Pero ella se da cuenta que él, pobre, no tiene mucho tiempo, está en su hora libre de almuerzo y después tiene que volver al estudio. Entonces ella se sobrepone y entra al restaurant, y todo perfecto, porque el ambiente es muy tranquilo y comen bien, y ella otra vez está encantada de la vida. —¿Y él?

—Él está contento, porque ve que ella se sobrepuso a un complejo para darle el gusto a él, que él justamente al principio lo había planeado, de ir ahí, para darle un gusto a ella. Esas cosas de cuando dos se conocen y las cosas empiezan a funcionar bien. Y él está tan embalado que decide no volver al trabajo esa tarde.

Le cuenta que pasó por la galería de casualidad, lo que él estaba buscando era otro negocio, para comprar un regalo.

—Para la colega arquitecta.

—¿Cómo sabés?

—Nada, lo acerté no más.

—Vos viste la película.

—No, te lo aseguro. Seguí.

—Y la chica, la Irena, le dice que entonces pueden ir a ese negocio. Él enseguida lo que piensa es si le alcanzará la plata para comprar dos regalos iguales, uno para el cumpleaños de la colega y otro para Irena, así termina de conquistársela. Por la calle Irena le dice que esa tarde, cosa rara, no le da lástima notar que ya está anocheciendo, apenas a las tres de la tarde. Él le pregunta por qué le da tristeza que anochezca, si es porque le tiene miedo a la oscuridad. Ella lo piensa y le contesta que sí. Y él se para frente al negocio donde van, ella mira la vidriera con desconfianza, se trata de una pajarería, lindísima, en las jaulas que se pueden ver desde afuera hay pájaros de todo tipo, volando alegres de un trapecio a otro, o hamacándose, o picoteando hojitas de lechuga, o alpiste, o tomando a sorbos el agüita fresca, recién cambiada.

—Perdoná… ¿hay agua en la garrafa?

—Sí, la llené yo cuando me abrieron para ir al baño.

—Ah, está bien entonces.

—¿Querés un poco?, está linda, fresquita.

—No, así mañana no hay problema con el mate. Seguí.

—Pero no exageres. Nos alcanza para todo el día.

—Pero vos no me acostumbres mal. Yo me olvidé de traer cuando nos abrieron la puerta para la ducha, si no era por vos que te acordaste después estábamos sin agua.

—Hay de sobra, te digo. … Pero al entrar los dos a la pajarería es como si hubiese entrado quién sabe quién, el diablo. Los pájaros se enloquecen y vuelan ciegos de miedo contra las rejitas de las jaulas, y se machucan las alas. El dueño no sabe qué hacer. Los pajaritos chillan de terror, son como chillidos de buitres, no como cantos de pájaros. Ella le agarra la mano al muchacho y lo saca afuera. Los pájaros enseguida se calman. Ella le pide que la deje irse. Hacen cita y se separan hasta la noche siguiente. Él vuelve a entrar a la pajarería, los pájaros siguen cantando tranquilos, compra un pajarito para la del cumpleaños. Y después… bueno, no me acuerdo muy bien como sigue, tengo sueño.

—Seguí un poco más.

—Es que con el sueño se me olvida la película, ¿qué te parece si la seguimos mañana?

—Si no te acordás, mejor la seguimos mañana.

—Con el mate te la sigo.

—No, mejor a la noche, durante el día no quiero pensar en esas macanas. Hay cosas más importantes en que pensar.

—Si yo no estoy leyendo y me quedo callado es porque estoy pensando. Pero no me vayas a interpretar mal.

—No, está bien. No te voy a distraer la atención, perdé cuidado.

—Veo que me entendés, te lo agradezco. Hasta mañana.

—Hasta mañana. Que sueñes con Irena.

—A mí me gusta más la colega arquitecta.

—Yo ya lo sabía. Chau.

—Hasta mañana.

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—Habíamos quedado en que él entró a la pajarería y los pájaros no se asustaron de él. Que era de ella que tenían miedo.

—Yo no te dije eso, sos vos que lo pensaste.

—¿Qué pasa entonces?

—Bueno, ellos se siguen viendo y se enamoran. A él ella lo atrae bárbaramente, porque es tan rara, por un lado ella lo mima con muchas ganas, y lo mira, lo acaricia, se le acurruca en los brazos, pero cuando él la quiere abrazar fuerte y besarla ella se le escurre y apenas si le deja rozarle los labios con los labios de él. Le pide que no la bese, que la deje a ella besarlo a él, besos muy tiernos, pero como de una nena, con los labios carnosos, suave- citos, pero cerrados.

—Antes en las películas nunca había sexo.

—Esperá, y vas a ver. La cuestión es que una noche él la lleva de nuevo al restaurant aquel, que es no de lujo pero muy pintoresco, con manteles a cuadros y todo de madera, o no, de piedra, no, sí, ahora sé, adentro parece como estar en una cabafia, y con lámparas a gas y en las mesas simples velas. Y él levanta el vaso de vino, un vaso de estilo rústico, y brinda porque esa noche un hombre muy enamorado se va a comprometer en matrimonio, si su elegida lo acepta. A ella se le llenan los ojos de lágrimas, pero de felicidad. Chocan los vasos y toman sin decir más nada, se agarran las manos. De golpe ella se le retira: ha visto que alguien se acerca a la mesa. Es una mujer hermosa, al primer vistazo, pero enseguida después se le nota algo rarísimo en la cara, algo que da miedo y no se sabe qué es. Porque es una cara de mujer pero también una cara de gato. Los ojos para arriba, y raros, no sé como decirte, el blanco del ojo no lo tiene, el ojo es todo color verde, con la pupila negra en el centro y nada más. Y el cutis muy pálido, como con mucho polvo.

—Pero me decías que era linda.

—Sí, es hermosa. Y por la ropa rara se nota que es europea, un peinado de banana todo alrededor de la cabeza.

—¿Qué es banana?

—Como un…, ¿cómo te puedo explicar?, un rodete así como un tubo alrededor de la cabeza, que alza la frente y sigue todo para atrás.

—No importa, seguí.

—Pero es que a lo mejor me equivoco, me parece que tiene como una trenza alrededor de la cabeza, que es más de esa región. Y un traje largo hasta los pies, una capa corta de zorros sobre los hombros. Y llega a la mesa y la mira a Irena como con odio, o no, una forma de mirar como de quien hipnotiza, pero un mirar mal intencionado de todas formas. Y le habla en un idioma rarísimo, parada al lado de la mesa. Él, como le corresponde a un caballero, se levanta, al acercarse una dama, pero la felina ésta ni lo mira y le dice una segunda frase a Irena. Irena le contesta en el mismo idioma, muy asustada. Él no entiende ni una palabra de lo que se dicen. La mujer entonces, para que entienda también él, le dice a Irena: «Te reconocí enseguida, tú sabes por qué. Hasta pronto…». Y se va, sin haber siquiera mirado al muchacho. Irena está como petrificada, los ojos los tiene llenos de lágrimas, pero turbios, parecen lágrimas de agua sucia de un charco. Se levanta sin decir ni una palabra y se envuelve la cabeza con un velo largo, blanco, él deja un billete en la mesa, y sale con ella tomándola del brazo. No se dicen nada, él ve que ella mira con miedo para Central Park, nieva despacito, la nieve amortigua todos los ruidos y sonidos, los autos pasan por la calle como deslizándose, bien silenciosos, el farol de la calle ilumina los copos blanquísimos que caen, muy lejos parece que se oyen rugidos de fieras. Y no sería difícil que fuera cierto, porque a poca distancia de ahí es donde está el zoológico de la ciudad, en el mismo parque. Ella no sigue, le pide que la abrace. Él la estrecha en sus brazos. Ella tiembla, de frío o de miedo, aunque los rugidos parecen haberse aplacado. Ella dice, apenas en su susurro, que tiene miedo de ir a su casa y pasar la noche sola. Pasa un taxi, él le hace señas de parar, suben los dos sin decir una palabra. Van al departamento de él, en todo el trayecto no hablan. Llegan al edificio, es una de esas casas de departamentos antiguas muy cuidada, con alfombras, de techo de vigas muy alto, una escalera de madera oscura toda tallada y ahí a la entrada al pie de la escalera una planta grande de palmera aclimatada en una maceta regia. Ponele que con dibujos chinos. La planta que se refleja en un espejo alto de marco también muy trabajado, como los tallados de la escalera. Ella se mira al espejo, se estudia la cara, como buscando algo en sus facciones, no hay ascensor, en el primer piso vive él. Los pasos en la alfombra no se oyen casi, como en la nieve. Es un departamento grande, con todas cosas fin de siglo, muy sobrio, era el departamento de la madre del muchacho.

—¿Él qué hace?

—Nada, sabe que ella tiene algo adentro, que la está atormentando. Le ofrece bebidas, café, lo que quiera. Ella no toma nada, le pide que se siente, tiene algo que decirle. Él enciende la pipa y la mira con esa bondad que se le nota en todo momento. Ella no se anima a mirarlo en los ojos, coloca la cabeza sobre las rodillas de él. Entonces empieza a contar que había una leyenda terrible en su aldea de la montaña, que siempre la ha aterrorizado, desde chica. Y eso yo no me acuerdo bien cómo era, algo de la Edad Media, que una vez esas aldeas quedaron aisladas por la nieve meses y meses, y se morían de hambre, y que todos los hombres se habían ido a la guerra, algo así, y las fieras del bosque llegaban hambrientas hasta las casas, no me acuerdo bien, y el diablo se apareció y pidió que saliera una mujer si querían que él les trajese comida, y salió una mujer, la más valiente, y el diablo tenía al lado una pantera hambrienta enfurecida, y esa mujer hizo un pacto con el diablo, para no morir, y no sé qué pasó y la mujer tuvo una hija con cara de gata. Y cuando volvieron los cruzados de la Guerra Santa, el soldado que estaba casado con esa mujer entró a la casa y cuando la fue a besar ella lo despedazó vivo, como una pantera lo hubiese hecho.

—No entiendo bien, es muy confuso como lo contás.

—Es que la memoria me falla. Pero no importa. Lo que cuenta Irena que sí me acuerdo bien es que siguieron naciendo en la montaña mujeres pantera. De todos modos ya ese soldado había muerto pero otro cruzado se dio cuenta que era la mujer la que lo había matado y la empezó a seguir y por la nieve ella se escapó y primero eran pisadas de mujer las huellas que quedaban y al acercarse al bosque eran de pantera, y el cruzado la siguió y se metió al bosque que era de noche, hasta que vio en la oscuridad los ojos verdes brillantes de alguien que lo esperaba agazapado, y él hizo con la espada y el puñal una cruz y la pantera se quedó quieta y se transformó de nuevo en mujer, ahí echada medio dormida, como hipnotizada, y el cruzado retrocedió porque oyó otros rugidos que se acercaban y eran las fieras que la olieron a la mujer y se la comieron. El cruzado llegó casi desfalleciente a la aldea y lo contó. Y la leyenda es que la raza de las mujeres pantera no se acabó y están escondidas en algún lugar del mundo, y parecen mujeres normales, pero si un hombre las besa se pueden transformar en una bestia salvaje.

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