Read El beso de la mujer araña Online
Authors: Manuel Puig
—No, y ya tengo sueño. Seguimos mañana, ¿está bien?
—No, Valentín, si no te gusta no te cuento más nada.
—Me gustaría saber cómo termina.
—No, si no te gusta para qué… así ya está bien. Hasta mañana.
—Mañana hablamos.
—Pero de otra cosa.
—Como quieras, Molina.
—Hasta mañana.
—Hasta mañana.
{3}
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—¿Por qué tardan en traer la cena? Me pareció que ya la trajeron hace rato a la celda de al lado.
—Sí, yo también oí. ¿Ya no estudiás más?
—No, ¿qué hora es?
—Son las ocho pasadas. Hoy yo no tengo mucho hambre, por suerte.
—Qué raro en vos, Molina. ¿Estás mal?
—No, son nervios.
—Ahí me parece que vienen.
—No, Valentín, son los de la celda última que vuelven del baño.
—No me contaste qué te dijeron en la dirección.
—Nada. Era para que firmara los papeles del abogado nuevo.
—¿Un poder?
—Sí, como cambié de abogado tuve que firmar.
—¿Cómo te trataron?
—Nada, como puto, como siempre.
—Escucha, ahí me parece que vienen.
—Sí, ahí están. Sacá las revistas de ahí, que no las vean o se las van a robar.
—Me muero de hambre.
—Por favor, Valentín, no te vayas a quejar al guardia.
—No…
—…
—…
—Tome.
—Polenta…
—Sí.
—Gracias.
—Eh, cuánta…
—Así no se quejan.
—Bueno, pero este plato… ¿por qué menos?
—Ahí está bien así. Qué gana con quejarse, hombre…
—…
—…
—No le contesté nada por vos, Molina, si no, creo que se lo tiraba a la cara, este yeso de mierda.
—De qué te sirve quejarte.
—Un plato tiene casi la mitad del otro, está loco el guardia éste, hijo de la gran puta.
—Valentín, yo me quedo con el plato chico.
—No, si vos siempre te comés la polenta, tomá el grande.
—No, te dije que no tengo hambre. Agarrate vos el grande.
—Tomá. No hagas cumplidos.
—No, te digo que no. Pero ¿por qué me voy a quedar con el plato grande?
—Porque sé que te gusta la polenta.
—No tengo hambre, Valentín.
—Empezá que te va a hacer bien.
—No.
—Mirá, hoy no está tan mal.
—No quiero, no tengo hambre.
—¿Tenés miedo de engordar?
—No…
—Comé entonces, Molina, hoy está bastante buena la polenta estilo yeso. Yo con el plato chico tengo de sobra.
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—Ah… ay…
—…
—Ay…
—¿Qué te pasa?
—Nada, esta mujer está jodida.
—¿Qué mujer?
—Yo, pavo.
—¿Por que te quejás?
—Me duele la barriga…
—¿Querés vomitar?
—No…
—Mejor saco la bolsita.
—No, dejá… Es más abajo del dolor, en las tripas.
—¿No será diarrea?
—No… Es un dolor muy fuerte, pero más arriba.
—Llamo al guardia, entonces…
—No, Valentín. Ya parece que se me pasa…
—¿Qué sentís?
—Unas puntadas… pero fuertísimas…
—¿De qué lado?
—En toda la barriga…
—¿No será apendicitis?
—No, yo ya estoy operado.
—A mí la comida no me hizo nada…
—Deben ser los nervios. Hoy estuve muy nervioso… Pero parece que está aflojando un poco…
—Tratá de relajarte. Lo más posible. Aflojá bien los brazos, y las piernas.
—Sí, parece que pasa un poquito.
—¿Hace mucho que te empezó el dolor?
—Sí, hace rato. Perdoname que te haya despertado.
—Pero no… Me hubieses despertado antes, Molina.
—No te quería joder… Ay…
—¿Duele mucho?
—Fue una puntada fuerte… pero ya me parece que afloja.
—¿Querés dormirte?, ¿te podrás dormir?
—No sé… Uy, qué feo…
—Si querés conversar a lo mejor te hace bien, no pensar en el dolor.
—No, vos dormite, no te desveles.
—No, ya me desvelé.
—Perdoname.
—No, lo mismo tantas veces me despierto solo y no me puedo dormir más.
—Parece que se pasa un poquito. Ay no, ay, qué feo…
—¿Llamo al guardia?
—No, ya pasa…
—¿Sabés una cosa?
—¿Qué?
—Me quedé intrigado por el final de la película, la nazi.
—¿No era que no te gustaba?
—Sí, pero lo mismo quiero saber cómo termina, para ver la mentalidad de los que la filmaron, la propaganda que querían hacer.
—No te imaginás lo linda que era, viéndola.
—Si te ayuda a distraerte, ¿por qué no me contás un poco más?, rápido, el final no más.
—Ay…
—¿Te vuelve fuerte?
—No, se me está pasando, pero cuando todavía me viene una puntada me viene fuerte, pero después ya no duele casi nada.
—¿Cómo termina la película?
—¿Dónde habíamos quedado?
—En que ella iba a trabajar para los maquis, pero sobreviene el contrato para ir a filmar a Alemania.
—Te quedó grabada, ¿no?
—No es una película cualquiera. Contame rápido no más, así llegás al final.
—Y bueno, ¿qué era lo que pasaba entonces? Uhmm… ay qué feo, cómo duele…
—Contame así no pensás en el dolor, te duele menos si te distraés…
—¿Tenés miedo de que me muera antes de contarte el final?
—No, yo por vos te lo digo.
—Bueno, ella se va a Alemania a filmar, y le gusta muchísimo Alemania, y la juventud que hace deporte. Y le perdona todo a él porque se entera que ese que él mandó a matar era un criminal bárbaro, que había hecho quién sabe cuántas cosas. Y le muestran la foto del otro criminal que todavía no han podido agarrar, medio cómplice del que el muchacho mandó a matar… Ay, todavía me duele un poco…
—Entonces dejá, tratá de dormirte.
—No, qué ilusión, ojalá pudiera… Me duele todavía.
—¿Te viene seguido, este tipo de dolores?
—¡Cruz diablo!, jamás había sentido estas puntadas… Ves, ahora ya se me pasa…
—Voy a tratar de retomar el sueño, entonces.
—No, esperate.
—Así vos también te dormís.
—No, no voy a poder. Te sigo la película.
—Bueno.
—¿Cómo era? Sí, ella parece que lo reconoce al criminal pero no sabe en qué lugar es que lo ha visto. Y entonces se vuelve a París, que es donde ella cree que lo ha conocido. Y ni bien llega se pone en contacto con los maquis, para ver si puede llegar al jefe mismo de la organización, que son todos del mercado negro, y los que organizan el acaparamiento de víveres. Y todo con el cebo de que les va a dar el secreto del arsenal de los alemanes, lo que le había pedido el rengo, ¿te acordás?
—Sí, pero vos sabés que los maquis eran verdaderos héroes, ¿no?
—Che, pero me creés más bruta de lo que soy.
—Si hablás en femenino es porque ya se te pasó el dolor.
—Bueno, lo que sea, pero tené bien claro que la película era divina por las partes de amor, que eran un verdadero sueño, lo de la política se lo habrán impuesto al director los del gobierno, ¿o no sabés cómo son esas cosas?
—Si el director hizo la película ya es culpable de complicidad con el régimen.
—Bueno, te la termino de una vez. Ay, me discutiste y me volvió el dolor… Uy…
—Contá, que así te distraés.
—La cuestión es que ella, para dar el secreto del arsenal, exige verse con la plana mayor de los maquis. Y un día la llevan fuera de París, a un castillo. Pero ella ha hecho que la sigan el muchacho con sus soldados, así pueden tomar por asalto a los maquis del mercado negro. Pero el chofer que la lleva, que es aquel asesino que iba siempre con el rengo, se da cuenta que los siguen y hace una maniobra y les hace perder la pista a los alemanes que vienen siguiéndolos con el muchacho a la cabeza. Bueno, entonces llegan al castillo y a Leni la hacen entrar, y cuando se quiere acordar está ya con el jefe de los maquis, ¡que es aquel mayordomo que la vigilaba tanto a ella!
—¿Cuál?
—El de la casa misma del muchacho. Entonces ella lo mira bien y se da cuenta que es el mismo tipo horrible de la barba, el de la película de aquellos criminales que le mostraron en Berlín. Y le da el secreto, porque ella está segura de que llegan enseguida el muchacho con los alemanes y la salvan. Pero como a ella le han perdido la pista pasa el tiempo y no llegan. Entonces ella se da cuenta que el chofer asqueroso le está hablando en secreto al jefe, de la sospecha que tiene de que los han seguido. Pero claro que ella se acuerda de que el mayordomo siempre la espiaba en la casa para verla desnuda, etc. y se juega la última carta, que es seducirlo. A todo esto, el muchacho y la patrulla que va con él tratan de seguir las huellas del auto en la lluvia. Y después de mucho buscar no me acuerdo bien cómo hacen, para encontrar el camino. Y ella está sola con el asesino éste, el mayordomo que es el jefe de todos en realidad, un personaje mundial del crimen, y ya cuando él se le echa encima, ahí en esa salita donde ha hecho preparar una cena íntima, ella agarra el tenedor de trinchar y lo mata. Y ya están llegando el muchacho y los otros, y ella abre una ventana para escaparse y ahí mismo está de guardia el chofer asesino, al pie de la ventana, y el muchacho lo ve a tiempo y le tira un tiro, pero el rengo, no perdón, el chofer, porque el rengo ya murió en el museo, entonces el chofer, moribundo, alcanza a tirarle a la chica. Ella se agarra de los cortinados y consigue no caerse, para que el muchacho la encuentre todavía en pie, pero cuando él llega y la toma en los brazos, ella pierde las pocas fuerzas que le quedan y dice que lo quiere, y que pronto estarán en Berlín juntos otra vez. Y él recién se da cuenta que está herida porque las manos se le están manchando de la sangre de ella, del tiro en la espalda, o en el pecho, no me acuerdo. Y la besa, y cuando le retira los labios de la boca ella ya está muerta. Y la última escena es en un panteón de héroes en Berlín, y es un monumento hermosísimo, como un templo griego, con estatuas grandes de cada héroe. Y ahí está ella, una estatua enorme, o de tamaño natural más bien dicho, hermosísima con una túnica griega, que yo creo que era ella misma haciendo de estatua, con polvo blanco en la cara, y él le coloca las flores en los brazos de ella, que están extendidos, como para abrazarlo. Y él se va retirando, y hay una luz que parece venir del cielo, y él se va con los ojos llenos de lágrimas y queda la estatua de ella con los brazos extendidos. Pero sólita, y hay una inscripción en el templo, que dice algo así como que la patria no los olvidará nunca. Y él camina solo, pero por un camino lleno de sol. Fin.
—Tendrías que haber almorzado algo.
—Es que no tenía nada de ganas.
—¿Por qué no pedís ir a la enfermería? Pueda que algo te den, y te mejores.
—Ya me voy a mejorar.
—Pero no me mires así, Molina, como si yo tuviera la culpa.
—¿Cómo decís que te miro?
—Me mirás fijo.
—Vos sos loco, porque te miro no te echo la culpa de nada. ¿Culpa de qué?, ¿estás loco vos?
—Bueño, si peleás es que ya estás mejor.
—No, mejor no estoy, porque me quedó un decaimiento bárbaro.
—Te debe haber bajado la presión. Bueno, yo voy a estudiar un poco.
—Charlame un poquito, Valentín, dale.
—No, ésta es la hora de estudio. Y tengo que cumplir el plan de lectura, vos sabés.
—Por un día, qué te hace…
—No, si dejo un día me voy a enviciar.
—La pereza por ser amiga empieza, me decía siempre mi mamá.
—Hasta luego, Molina.
—Qué ganas de ver a mamá, hoy sí no sé qué daría por verla un rato.
—Vamos, calíate un poco, que tengo mucho que leer.
—Sos jodido vos.
—¿No tenés una revista a mano?
—No, y me hace mal leer, de mirar las figuras no más me mareo, no estoy bien, che.
—Perdoname, pero si no estás bien tendrías que ir a la enfermería.
—Está bien, Valentín. Estudiá, tenés razón.
—No seas injusto, no me hables en ese tono.
—Perdoname. Estudiá tranquilo.
—Esta noche charlamos, Molina.
—Me contás vos una película.
—No sé ninguna, me la contás vos.
—Cómo me gustaría que me contaras vos una, ahora. Una que yo no haya visto.
{4}
—Empezando porque no me acuerdo de ninguna, y siguiendo porque tengo que estudiar.
—Ya te va a llegar el turno a vos, y vas a ver… No, lo digo en broma, ¿sabés qué voy a hacer?
—¿Qué?
—Voy a pensar yo en alguna película, alguna que a vos no te guste, una bien romántica. Y así me voy a entretener.
—Claro, ésa es buena idea.
—Y esta noche vos me contás algo, de lo que leíste.
—Fenómeno.
—Porque yo estoy medio abombado, y no sé si me voy a acordar de los detalles de una película, para contártela.
—Pensá en algo lindo.
—Y vos estudiá, no macanees más… porque acordate, la pereza por ser amiga empieza.
—De acuerdo.
—un bosque, casitas hermosas, de piedras, ¿y techos de paja? De tejas, neblina en invierno, si no hay nieve es otoño, sólo neblina, la llegada de los invitados en cómodos automóviles cuyos faroles iluminan el camino de pedregullo. La elegante tranquera, si están abiertas las ventanas es verano, uno de los más coquetos chalets de la zona, aire embalsamado en perfume de pinos. La sala de estar iluminada con candelabros, no se haya prendida—dada la noche estival— la chimenea alrededor de la cual se despliega el moblaje de estilo inglés. En lugar de mirar al fuego los sillones están virados, dan el frente al piano de cola en madera, ¿de pino?, ¿de caoba?, ¡de sándalo! El pianista ciego, rodeado por sus invitados, los ojos casi sin pupila no ven lo que tienen delante, es decir las apariencias; ven otras cosas, las que realmente cuentan. La primicia del concierto que el ciego acaba de componer, a ejecutarse para sus amigos esa noche: lindos vestidos largos las mujeres, no de gran lujo, apropiados para cena campestre. O tal vez muebles rústicos, estilo provenzal, y el ambiente iluminado por lámparas de petróleo. Parejas muy felices, jóvenes, regulares, y algunos viejos, mirando en dirección al ciego ya listo para ejecutar su música. Silencio, una explicación del ciego referente al hecho verídico en que se inspira su composición, una historia de amor sucedida en ese mismo bosque. El relato, anterior al concierto para permitir a los invitados una mayor compenetración en la música, «todo comenzó una mañana de otoño en que yo caminaba por el bosque», un bastón y el perro guía, muchas las hojas caídas de los árboles formando una alfombra, lindo el ruido de los pasos, crac- crac las hojas al partirse como riendo, ¿la risa del bosque?, en las inmediaciones de un viejo chalet, al pasar el ciego junto a la tranquera al tanteo de su bastón la certidumbre de hallarse ante un raro fenómeno, una casa envuelta en algo extraño, ¿envuelta en qué?, en nada visible, dada su ceguera. Una casa envuelta en algo extraño, de sus paredes no se desprende música tampoco, las piedras, las vigas, el burdo revoque, la hiedra adherida a las piedras que laten, están vivas, permanece el ciego un momento inmóvil, los latidos cesan, desde el bosque el lento aproximarse de pasos tímidos en dirección a esa misma casa. Una muchacha, «no sé si usted señor y su perro sean los dueños del chalet, ¿o es que los dos se han perdido?», y es tan dulce la voz de esta muchacha, qué finos modales, seguramente es bella como una alborada, y aunque no acierte a mirarla en los ojos bastará que me quite el sombrero para saludarla. Pobrecito el ciego, no sabe que soy una pobre sirvienta y se quita el sombrero, el único ser que no disimula su asombro al verme tan fea, «¿Usted señor vive en esta casita?», «No, pasaba y debí hacer una pausa», «¿No será que usted se ha perdido?, yo puedo indicarle el camino, nací en la comarca», ¿o se dice aldea? comarca y aldea son las de la antigüedad, y pueblitos son los de la Argentina, no sé cuál será el nombre de estas poblaciones en bosques elegantes de Estados Unidos: mi madre como yo era una sirvienta y de pequeña me llevó a Boston, y ahora que ella está muerta quedé completamente sola en el mundo y me volví al bosque, y estoy buscando una casa de una mujer sola, que me dijeron que busca sirvienta. Rechinar de una puerta en sus goznes, luego la voz amarga de la solterona, «¿Se les ofrece algo a ustedes?», da la impresión de que la han molestado. Despedida del ciego, entrada de la chica, fea, a la casita. Carta de recomendación para la solterona, trato para quedarse allí de sirvienta, explicación de la solterona, anuncio de la inminente llegada de los inquilinos, «parece mentira pero en el mundo hay gente feliz aunque cueste creerlo, vas a ver cuando lleguen qué hermosa pareja de novios. ¿Para qué quiero yo esta casa tan grande?, me puedo conformar con una linda pie- cita en la planta baja, y vos al fondo tu cuarto de criada». Hermosa sala de estar estilo rústico, madera barnizada y piedra, leños chisporroteantes en el hogar, ventanal invadido de hiedras. Vidrios grandes no, paneles pequeños formando un cuadriculado, todo un poco chueco, rústico, y la escalera de madera oscura y lustrosa hacia el dormitorio para el matrimonio, y el estudio para el muchacho, ¿arquitecto? Cuántos apurones para dejar todo listo esa tarde, supervisión de la limpieza a cargo de la solterona, gesto de mujer muy mala, el arrepentimiento después de cada reto debido a la técnica imperfecta de limpieza de la sirvientita, «perdoname, es que soy muy nerviosa y no me controlo». Pero con una voz de mala que mejor que no le hubiese pedido perdón para nada. Y me falta nada más que lavar este florero de la solterona y ponerle flores, ¡se acerca un auto! La pareja que baja del auto, una chica rubia vestida divina, tapado de piel, ¿visón?, mirada de la sirvientadesde la ventana, el muchacho de espaldas cerrando el coche, el apuro de la sirvientita por acomodar las flores, el chiquero en el piso del agua del florero al caerse pero le di un buen manotón con mis manos toscas y lo salvé de que se rompiera, la curiosidad de ver a los novios que entran, la sirvienta agachada secando el piso, las palabras de la solterona mostrando la casa, la voz del muchacho de una alegría que no se contiene, la voz de la novia no del todo feliz con la casa o mejor dicho con el aislamiento de zona de bosques, ¿me animo a levantar la cabeza y mirarlos?, ¿le corresponde a una sirvienta saludar o no? La voz de la novia bastante antipática, exigente, mirada rápida de la sirvienta adonde está el muchacho, más buen mozo no podría ser, y él que ni la saluda. Quejas de la novia por la soledad de la casa en el bosque y por la tristeza que la invadiría al caer la noche. Imposibilidad de desilusionarlo a él, acuerdo final para tomar la casa, palabra empeñada, promesa de escribir y mandar contrato por carta, con cheque, llegarla más o menos fijada para pocos días después de la boda. Orden del muchacho a la sirvienta de que se vaya de ahí de esa sala, la sirvienta empezando a colocar las flores en el florero, deseo del muchacho de quedar a solas con la novia. «Déjeme nada más que un minuto que termino de arreglar las flores», «ya está bien así, váyase, le digo». Deseo de sentarse con su novia junto a la ventana y mirar hacia el bosque tomándole esas manos suaves, de uñas largas pintadas, manos de mujer alejada del quehacer doméstico. Antigua inscripción en uno de los vidrios gruesos biselados de la ventanita, tallada burdamente: el nombre de una pareja y abajo una fecha, 1914. Pedido del muchacho de que ella se saque el anillo de compromiso y se lo entregue, una gruesa piedra cortada en rombo, deseo de también tallar con el anillo los nombres de ambos en un vidrio de esos. Pero se cae la piedra al empezar a inscribir el nombre de la novia, de su engarce la piedra se cayó al suelo. Silencio de ambos, temor inconfesado a un mal presentimiento, música agorera, sombra de la solterona que se proyecta sobre el jardín sin hojas. Partida de ambos poco después, despedida hasta muy pronto, miedo creciente a malos presagios, difíciles de olvidar. ¡Qué triste el otoño a veces!, tardes soleadas pero cortas, largos crepúsculos, relato de la solterona a la sirvientita, «yo también una vez estuve apunto de casarme». Estallido de la guerra en 1914, muerte del novio en elfrente, todo preparado: la casita de piedra en el bosque, un ajuar hermoso, manteles y sábanas y cortinas bordadas por ella, «cada puntada que yo le había dado a esas telas tan finas eran como una declaración de amor». Casi treinta años atrás, un amor intacto, la inscripción de los nombres en el ventanal el día de la despedida. «Y lo sigo queriendo como si fuera entonces, y peor aún, lo sigo extrañando como esa tarde en que se fue y me quedé acá sola.» Y qué triste, más que nunca esta tarde de otoño, el aciago anuncio por radio, la entrada tiel país en otra guerra, la segunda e inútil guerra mundial. Ayer es hoy, llanto desconsolado de la solterona en su dormitorio, la sirvienta tirita de frío, pocas brasas mortecinas en la chimenea, no cabe echar leños al Juego para tan sólo ella ahí abandonada del mundo en la sala de estar, con una pala quita cuidadosa las cenizas de la última hoguera. Pocos días después la llegada de una carta, del muchacho antes interesado en la casa o mejor dicho ya prácticamente inquilino, anuncio de su enrolamiento en la fuerza aérea y por lo tanto postergactun de la boda, disculpas por tener que romper el contrato, ¿la historia se repite? Innecesaria presencia de la sirvienta ahora en la casa, falta de quehaceres sin los inquilinos, todo el día mirando la lluvia desde la ventana, sin nada que hacer, habla sola…