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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (25 page)

—Lo conozco —respondió sonriente—. ¿Cómo llegan las provisiones a la guarnición?

—En barcos daneses procedentes de Danzig o de más lejos. Apresamos uno hace muy poco, el día en que se enviaron los despachos, pero el único cargamento que llevaba era vino y tabaco. No necesitan municiones ni alimentos básicos porque tienen los almacenes llenos de galletas y carne salada y toda el agua que puedan desear. En caso de necesidad, con eso podrían resistir más de seis meses.

—Puede que el vino y el tabaco no sean esenciales, pero son un gran consuelo para los hombres mediterráneos —dijo Stephen—. Supongo que éste es el plano de la fortificación.

—Exactamente. Y en estos lugares están emplazadas las baterías. Ese joven lituano que acabo de mencionar nos proporcionó el mapa. Es una de las personas con más facilidad para los idiomas que he conocido. Habla todas las lenguas del Báltico, aunque dice que su estonio y su finés dejan mucho que desear; su inglés es perfecto, y, por lo que he podido apreciar, su francés también. Tiene empuje y es muy simpático, y estoy seguro de que le será útil, en caso de que usted acceda a ir allí a pesar del desafortunado principio de la operación. Verdaderamente, la tarea no es tan sencilla como suponía.

—Naturalmente que voy a ir —dijo Stephen—. No hay duda de eso. Incluso me tomé la libertad de decirle a mi amigo Aubrey que cabía esa posibilidad. Por eso me retrasé, porque fui a su casa para decírselo. Preferiría navegar con él, preferiría tener su apoyo en vez del de un extraño. Tiene mucha experiencia, lo cual, como usted muy acertadamente ha señalado, es fundamental para llevar a cabo una operación de este tipo; sea lo que sea en tierra, es un Ulises en la mar. Además, puede y quiere acompañarme.

—Le estamos muy agradecidos, estimado Maturin —dijo sir Joseph estrechándole la mano—. Muy agradecidos. Y en cuanto a Aubrey, será el compañero ideal, si no surgen dificultades por la cuestión del rango. Ya sabe usted que los oficiales navales se aferran a sus prerrogativas, y el barco que pensamos enviar es una simple corbeta… Pero ese es un pequeño detalle, y estoy seguro de que podremos obviarlo.

—Dígame, ¿Ponsich puso algunas condiciones cuando accedió a ir a Grimsholm? —preguntó Stephen después de una pausa.

—Sí.

—Quizá sean las mismas que las mías. Quiero que todos sepan que, en caso de que tenga éxito en las negociaciones, los soldados catalanes no deberán ser considerados prisioneros de guerra sino ser tratados con gran respeto y enviados a España como hombres libres, con sus armas y su equipaje. Es necesario que pueda prometer eso, y desearía que no se negaran a darme autoridad para hacerlo. Es más, insisto en que me den la seguridad de que así será.

—Le comprendo perfectamente. Por supuesto, yo no puedo darle esa seguridad, porque la confirmación viene de arriba, pero no hay duda de que se la darán, ya que a Ponsich le hicieron una promesa casi idéntica.

—Bien. Muy bien. ¿Tiene más documentos que yo debería ver?

—Planos y más planos y observaciones sobre la distribución de las tropas: nada de verdadero interés para usted ni para mí. Quizá deberíamos estudiarlos mañana, para que el joven de quien le hablé nos aclare las notas, porque tiene muchas habilidades, pero entre ellas no está escribir con letra clara. Ahora bebamos un café. Estoy deseoso de saber lo que ha ocurrido en París y la acogida que le dispensaron.

Cuando sir Joseph salió de la habitación, Stephen miró a su alrededor. La habitación había cambiado un poco, y después de unos momentos se dio cuenta de que las esculturas de bronce y los cuadros eróticos habían desaparecido y que había jarrones con flores por todos lados. Abajo, en la calle, el sereno gritó: «¡Las tres de la madrugada, hace una noche horrible y parece que habrá tormenta!». Y en ese momento, Blaine regresó.

Tomaron el café, casi una botella de coñac y hablaron de París. Stephen le transmitió los saludos de sus amigos y le entregó sus regalos. Sir Joseph preguntó cortésmente por la marcha de los asuntos legales del capitán Aubrey y se alegró mucho al saber que su recomendación había servido de algo. Y en el momento en que Stephen iba a ponerse de pie, inquirió:

—¿Podría pedirle su opinión como médico?

Stephen asintió con la cabeza, volvió a acomodarse en la butaca y dijo que se la daría con mucho gusto.

—Desde hace algún tiempo… desde hace algún tiempo estoy pensando en contraer matrimonio —dijo sir Joseph con la mirada fija en la cafetera.

—¿Matrimonio? —preguntó Stephen con indiferencia, pues le parecía que su paciente no podía seguir adelante y suponía que eso era suficiente para describir su dolencia.

—Sí, matrimonio —dijo Blaine por fin—. Es bueno tener amoríos, y a veces son muy placenteros, pero son relaciones, por decirlo así, estériles. Además, la dama en cuestión es virtuosa. Pero tal vez haya esperado demasiado tiempo. En los últimos meses he notado con gran pena cierta… ¿cómo le diría…?, cierta falta de vigor, cierta debilidad, y me ha parecido que también yo debería cantar
vixi puellis nuper idoneus
. ¿Puede hacer algo la medicina en un caso como éste, o es inevitable que esto ocurra a mi edad? He pasado lo que Horacio llama
lustra decem
; sin embargo, he oído hablar de elixires y gotas…

—No es inevitable —respondió Stephen—. Piense en ese hombre tan viejo, el viejo Parr. Se casó otra vez a los ciento veintidós años y su unión, según creo, fue fructífera, y, si no me equivoco, incluso fue procesado por violación posteriormente. Mi colega Beauprin, a quien tuve el gusto de conocer en Francia, tenía apenas ochenta años cuando volvió a casarse, y su mujer tuvo dieciséis hijos. Pero antes de hablarle como médico, quiero preguntarle como amigo si ha pensando con detenimiento en la conveniencia de reavivar ese fuego. Cuando un hombre mira a su alrededor, por lo general encuentra más dolor que placer. Incluso Horacio rogaba a Venus que le dejara libre…
parce, precor, precor
. ¿No es la paz el bien más preciado? ¿No es mejor la calma que la tormenta? Una vez navegué con un joven que sabía chino y recuerdo que citó un pasaje del
Analectus
de Confucio en el que el sabio se congratulaba de haber llegado a la edad de las orejas obedientes, a la edad en que podía seguir el dictado de su corazón sin faltar a la moral. Y Orígenes, como usted recordará, se cortó el miembro pecador y volvió a sus meditaciones más sereno, y a partir de entonces se mantuvo imperturbable.

—Entiendo su razonamiento, y me parece muy lógico, pero olvida usted que no estoy hablando de una relación amorosa ocasional sino que es en el matrimonio en lo que estoy pensando. Pero, a pesar de que no fuera así, también le pediría ayuda. No me considero un hombre fogoso, no soy particularmente propenso a sentir apetito sexual y, a decir verdad, cuando me quito los zapatos y las medias, las piernas que veo no son las de un sátiro, pero cuando noté esa debilidad, me di cuenta de que siempre me había fijado en las más hermosas representantes del otro sexo, había valorado sus cualidades y las había mirado con una mezcla de lascivia y esperanza. Pero ahora que ya no tengo esa mirada, me parece que se ha secado la fuente de la vida. No sabía que eso tuviera tanta importancia. Usted es más joven que yo, Maturin, y seguramente no sabe por experiencia que la ausencia de tormento puede ser un tormento aún mayor. Cualquier hombre podría desear deshacerse de un cilicio, pero probablemente ninguno se daría cuenta de que el cilicio es lo único que mantiene su cuerpo caliente.

«Tal vez la túnica de Neso sea más apropiada», se dijo Stephen.

—Además —prosiguió—, debo recordarle que el acto irreflexivo de Orígenes fue condenado por el segundo concilio de Constantinopla, junto con muchas de sus perniciosas doctrinas, y que a pesar de que san Agustín rogó que se le concediera el don de la castidad, añadió: «¡Pero todavía no, Dios mío!», seguramente porque pensaba que donde no hay tentación no hay virtud. La paz de la que usted me habla se parece mucho a la muerte. En la tumba todos somos estoicos.

—Haré lo que desea —dijo Stephen—. Pero antes de que empiece la consulta propiamente dicha, le ruego que me permita decirle una cosa: si el filósofo a que me he referido viera que un hombre que ha atravesado a nado el Maelstrom,
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que ha logrado cruzar sus turbulentas aguas y llegar a la orilla, se tira otra vez voluntariamente a esa vorágine, se sorprendería mucho.

—Aun suponiendo que ese filósofo conociera el Maelstrom, lo que es improbable, no podemos ser tan ingenuos como para pensar que conoció a alguien como la señorita Blenkinsop, pues de lo contrario nunca habríamos oído hablar tanto de esas orejas.

 

Jack y Stephen no se reunieron a la hora del desayuno. A esa hora todavía el doctor Maturin no había dado señales de vida, y Jack, después de asomarse dos veces a la puerta y oír cada vez la respiración acompasada de un hombre que duerme plácidamente, se puso su mejor uniforme y se fue al Almirantazgo para ver si era posible adelantar la hora de su cita. Era posible; sin embargo, fue un civil quien le recibió, y al igual que la mayoría de ellos, trataba a los oficiales navales no exactamente como a enemigos, pero sí como a personas que siempre pedían más de lo que merecían (más empleo, más ascensos, más subsidios, más compensaciones y dinero como recompensa por los barcos, los cañones y los hombres capturados), personas con las que había que guardar las distancias. A menudo sus peticiones se enviaban al ministerio de la Marina, la Junta de Transportes o al Comité de ayuda a los enfermos y heridos, solicitando comentarios y aclaraciones respecto a ellas, de modo que un hombre sin conexiones probablemente tendría que esperar muchísimo tiempo antes de obtener una respuesta satisfactoria o al menos una entrevista, y eso era lo que le ocurría a la mayoría de los tenientes y capitanes. No obstante, un capitán de navío con bastante antigüedad estaba acostumbrado a que le trataran con deferencia y que la expresaran con muchos signos externos, por eso el señor Solmes no sólo se puso de pie para saludar a Jack Aubrey sino que le acercó una silla.

Después de un cortés preámbulo, cogió una carpeta, la abrió, y dijo:

—Tengo que hablarle de su combate con el
Waakzaamheid
. En primer lugar, quisiera saber cómo puede estar seguro de su identidad.

—Bueno, el capitán Fielding, al mando de la
Nymph
, me informó que lo había visto frente al cabo Branco, así que al encontrarme casi inmediatamente después con un navío de línea con bandera holandesa, di por sentado que era el mismo.

—Pero, puesto que no hay prisioneros ni documentos de ningún tipo que lo prueben, no tenemos la absoluta certeza de que el navío en cuestión sea el
Waakzaamheid
, como usted le llama.

Jack empezó a sentir rabia y tardó varios segundos en responder.

—El
Leopard
, estando bajo mi mando, hundió un navío holandés de setenta y cuatro cañones en latitud 42° sur —dijo por fin—. Las condiciones en aquella zona, donde soplan vientos de gran intensidad y hay fuerte marejada, son tan bien conocidas que no es necesario explicar por qué no hay prisioneros ni documentos. Viró a barlovento en cuanto el palo trinquete cayó por la borda e inmediatamente después desapareció, señor. En aguas como esas no se puede estar a la capa ni se pueden capturar prisioneros ni documentos porque un barco tiene que navegar rápido o naufragar.

—Estoy convencido de ello, señor —dijo el señor Solmes, para quien no había pasado desapercibido el tono amargo del capitán Aubrey ni el hecho de que se había crecido—. Y comprenderá usted que cuando intento recabar más información sobre el asunto, actúo siguiendo indicaciones; hay que respetar las reglas del departamento. Por otra parte, éste es un caso excepcional.

—No veo por qué es una excepción —dijo Jack—. Han sido destruidos muchos barcos enemigos de cuya presencia en los mares no se tiene ni una mínima prueba material. Podría citar docenas de ellos. Siempre se han aceptado el rol y los testimonios de los oficiales. Esa es una antigua costumbre de la Armada.

—Es cierto —dijo Solmes—, pero tiene que perdonarme, capitán Aubrey…, en este caso el testimonio de los oficiales no es unánime y eso es lo que lo convierte en excepcional. Hemos recibido un escrito de su antiguo primer oficial en el cual, entre otras cosas, nos dice que el barco era un carguero, una
flûte.

—¿Un carguero? —inquirió Jack—. Ese hombre está loco. Puede que yo no haya visto el nombre de
Waakzaamheid
en la popa, pero juro por Dios que vi sus cañones, y los probé también. ¡Que un capitán de navío con una hoja de servicios como la mía y con mi antigüedad no reconozca un navío de línea! ¡Que no reconozca un navío de setenta y cuatro cañones cuando combate con él! ¡Eso es una monstruosidad, señor! ¡Ese hombre está loco!

—Sin duda, señor, sin duda. Pero hasta que los médicos certifiquen que ha perdido la razón, las reglas nos obligan a tener en cuenta lo que dice. Le sugiero que consiga una declaración jurada de los suboficiales y oficiales supervivientes. Veo que estaban con usted el teniente Babbington, el teniente Byron y el cirujano Maturin… Pase.

Un mensajero entró y dijo que el almirante Dommet se había enterado de que el capitán Aubrey estaba con el señor Solmes y que deseaba verle cuando estuviera libre.

—¡Aubrey, qué contento estoy de verle! —exclamó el almirante—. Estábamos a punto de mandarle a buscar cuando nos enteramos de que ya estaba aquí, precisamente aquí, en Whitehall. Eso es lo que yo llamo casualidad. Uno piensa en una persona y la ve un minuto después, y eso casi le hace creer en la magia. Bueno, el asunto es el siguiente: hay que llevar a cabo una misión urgente y para hacerlo se requiere un hombre ecuánime y con experiencia. Alguien comentó que tal vez a usted no le gustaría que le ofrecieran una corbeta, pero yo dije: «¡Bah! Aubrey no da mucha importancia al rango, Aubrey no se cree el Gran Mogol, Aubrey aceptará incluso una batea para enfrentarse con el enemigo, con tal de que tenga al menos un cañón». ¿No es cierto, Aubrey?

—Es cierto, señor —respondió Jack—. Y le agradezco que tenga tan buena opinión de mí.

Sabía muy bien que el almirante pretendía manipularle, pero, dadas las circunstancias, no le importaba en absoluto.

—¿Puedo preguntarle qué corbeta es, señor?

—La
Ariel
—dijo el almirante—. Está anclada en Nore. Puede ir hasta allí en una silla de posta y hacerse a la mar por la mañana cuando cambie la marea. Quiera Dios que sople el viento del suroeste.

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