Al decir esto le lanzó una mirada perspicaz a Humphreys, que hizo una reverencia con la cabeza. Sin embargo, éste no dijo nada, porque Jack tenía un rango muy superior al suyo y era un hombre por el que sentía devoción, y, además, porque a pesar de que nunca, por nada del mundo, habría renunciado a su puesto, se daba cuenta de cuál era su situación y pensaba que posiblemente los demás le consideraban un intruso que tenía conexiones, y algunos de ellos, incluso un miserable.
—Es más —continuó el señor Dalgleish—, este bergantín es mi medio de vida, y nadie me dará otro si es capturado.
—Y es un magnífico bergantín —dijo Jack—. Nunca he visto otro de mejores características.
La actitud de Dalgleish no le molestaba. Aunque él sentía todo su ser vibrar de emoción al pensar en la posibilidad de sostener un combate, un combate que requiriera gran astucia y terminara con extraordinaria violencia y, muy probablemente, con la captura de la
Liberty
, le parecían respetables las razones que el capitán del barco tenía para mostrarse tranquilo y seguro.
Y así se lo dijo a Stephen cuando ambos se reunieron a tomar café a media mañana.
—Nunca pensé que me sería simpático un tipo que confiesa sin rodeos que va a correr como una liebre para huir de otro… a pesar de tener una pequeña pero potente batería que puede hacer que el capitán de la goleta rece el
Yo pecador
, si sabe rezarlo.
—Amigo mío, hablas de una liebre, una huida, una goleta, y no entiendo nada —dijo Stephen.
—¿No sabías que nos persiguen?
—No.
—¿Dónde has estado toda la mañana?
—Sentado junto a Diana. Subí una vez a la cubierta, pero estaban desplegando velas y me pidieron que volviera a bajar, y al ver que estabas hablando con el señor Dalgleish, volví al lado de Diana.
—¿Cómo está?
—Postrada. Sin duda alguna, es la persona que peor soporta navegar de todas las que conozco.
—¡Pobre Diana! —exclamó Jack, moviendo la cabeza de un lado a otro, pero su compasión era puramente teórica, pues hacía treinta años que había sentido un mareo por última vez, y había sido ligero, así que un momento después continuó—: Bueno, lo que ha ocurrido es que al amanecer avistamos un barco corsario norteamericano, una goleta, a cinco millas de distancia, y luego otro, al que todavía no se le veía el casco, mucho más lejos por barlovento, y Dalgleish cambió el rumbo y ahora huimos de ambos corriendo como liebres, tal como dije antes. Creo que navegamos casi a once nudos. ¿Quieres subir a la cubierta y ver cómo están las cosas?
—Sí, por supuesto.
A simple vista parecía que las cosas no habían cambiado mucho. La
Liberty
aún estaba situada por la aleta de estribor del bergantín correo, y la goleta más lejana seguía navegando con rumbo estesureste por las aguas grisáceas y agitadas. Pero en el
Diligence
había una atmósfera completamente diferente, había una gran tensión, y en el semblante del señor Dalgleish se reflejaba una preocupación mayor. El bergantín ya tenía desplegadas las alas de arriba y de abajo y navegaba a gran velocidad mientras el susurro del agua al pasar por los costados provocaba en el casco una resonancia apenas audible. La
Liberty
había desplegado mucho más velamen y avanzaba perceptiblemente, mientras que su distante compañera, cuyo casco ya podía verse, avanzaba aún más rápido y estaba a punto de pasar por delante de un enorme iceberg con el borde dentado que se destacaba sobre el fondo gris y se asemejaba al conjunto de velas de una escuadra de barcos de línea.
Dalgleish estaba hablando con el segundo de a bordo y el señor Humphreys, el cual medía con mucho cuidado el ángulo subtendido entre los perseguidores.
—Nunca había visto al señor Henry actuar con tanta determinación —dijo Dalgleish, volviéndose hacia Jack—. Navega con gran rapidez, como si pensara que las velas y los palos son gratis o que persigue a un maldito galeón español. Por favor, señor, coja mi telescopio y dígame lo que piensa de la otra goleta.
Jack apoyó la mano en los obenques, dirigió el telescopio hacia la lejana goleta y se puso a observarla justo cuando pasaba por delante del iceberg.
—Ha largado las alas a cada lado —dijo—. Nunca había visto hacer eso con ese tipo de jarcia. Debe de tener mucha prisa.
—Lo mismo pensé yo cuando me pareció verlas —dijo Dalgleish—. Durante todo el tiempo que he estado al mando de este bergantín correo, en los numerosos viajes que he hecho, nunca he visto nada parecido, ni siquiera después que comenzó la guerra. Cualquiera diría que llevamos un cargamento de oro.
Stephen vio unos alcatraces a lo lejos, a sotavento, y se puso a observar cómo pescaban, cómo entraban en el agua verticalmente haciendo saltar la blanca espuma, y apenas prestaba atención a los marinos. Ellos hablaron de la posibilidad de que el viento amainara y rolara al noroeste, de la presión barométrica y de las sosobres, que, en opinión de Dalgleish, eran velas innecesarias, costaban un ojo de la cara y seguramente se desprenderían con un viento como aquel. Hablaron de un método que el capitán Aubrey utilizaba para sujetarlas en casos de emergencia, consistente en ponerles brandales dobles que pasaban por una polea fijada más arriba y eran controlados por un marinero muy hábil, pero que debían tensarse en el último momento, si es que llegaban a usarse. Entonces Stephen oyó a Dalgleish decir que, a diferencia de otros capitanes de barcos correo, él no pensaba que no tenía nada que aprender de los caballeros de la Armada real, que uno podía aprender algo nuevo cada día, a pesar de ser viejo, y que probaría el método del capitán Aubrey.
En ese momento Stephen dedicó toda su atención a un grupo de ballenas, ballenas buenas, que aparecieron por la amura de babor. Pidió prestado un telescopio y las observó hasta que la ruta que seguían convergió con la del bergantín, cuando estuvieron tan cerca que le fue imposible verlas con nitidez por el telescopio y podía oír cómo lanzaban los enormes chorros de agua e incluso el ruido que hacían al aspirar el aire. Notó que en un momento dado el bergantín aumentó de velocidad, como movido por un fuerte impulso, y que la música de la jarcia subió medio tono, y cuando levantó la vista vio que las sosobres estaban desplegadas, que la
Liberty
estaba mucho más lejos y que todos los marineros estaban satisfechos de sí mismos.
—Ahora podremos comer en paz —dijo Dalgleish muy complacido—. Su idea es muy buena, señor, verdaderamente buena. No obstante, creo que debería usar dos vinateras para sujetar las perchas…
Las ballenas habían desaparecido después de dar uno de esos largos saltos seguidos de una zambullida con los que hacen sus misteriosos viajes; los marinos hablaban de ganchos y guardacabos, de las ventajas y las desventajas del uso de ganchos y guardacabos y vinateras con los brandales en comparación con el uso de trincas; y Stephen volvió al lado de Diana. Estaba convencido de la eficacia del láudano, la tintura de opio, y esta vez Diana había retenido la cantidad que él le había administrado el tiempo suficiente para que hiciera efecto, de modo que, a pesar de estar exhausta y medio dormida, ya no tenía mareos.
Diana emitió un susurro cuando Stephen entró, y él le habló de las ballenas. Y aunque ella no parecía prestarle mucha atención, añadió:
—Parece que dos barcos corsarios nos persiguen, pero están muy lejos y no representan una amenaza. El señor Dalgleish está muy contento porque confía en que podremos dejarlos atrás.
Diana no respondió. Stephen la miró atentamente. Estaba tumbada en el coy con el pelo húmedo y alborotado, tenía el rostro verdoso y un gesto de dolor, seguramente a causa de una incipiente náusea, y tenía un aspecto tan descuidado que no era agradable mirarla, y menos aún si quien la miraba era su apasionado amante. Trató de encontrar el nombre adecuado de lo que sentía por ella, pero no encontró ninguna palabra o combinación de palabras satisfactorias. No era la pasión que había sentido en sus años jóvenes ni nada parecido; tampoco se parecía al afecto en que se basaba la amistad, como el que sentía por Jack Aubrey, por ejemplo. Sentía cariño, sin duda, y ternura, y tenía la sensación de que entre los dos había complicidad, de que habían iniciado una búsqueda en común desde hacía mucho tiempo, tal vez la absurda búsqueda de la felicidad. Eso le hizo evocar dolorosos recuerdos, pero, bajando la voz para que no se despertara, si estaba dormida, continuó:
—Parece que esas goletas estaban en la ruta que todos creían que íbamos a seguir. Se encontraban al sur de una isla, pero el prudente señor Dalgleish pasó por el norte. Es casi imposible que su presencia allí haya sido fruto de la casualidad.
Podía haber sido fruto de la labor de los espías norteamericanos; o podía deberse a que la lista de los agentes norteamericanos no era correcta, pues él no creía que Beck hubiera dejado ningún cabo suelto. No obstante, había que tener en cuenta al personal de Beck… Y cuando pensaba en aquel tipo que estaba borracho en el baile, Diana salió del aparente coma y dijo:
—Por supuesto que no ha sido fruto de la casualidad. Johnson haría, y gastaría, lo que fuera necesario para hacernos regresar. Es capaz de contratar barcos corsarios, cuesten lo que cuesten. Gastaría el dinero como agua y movería cielo y tierra para atraparme a mí… y a mis diamantes.
Hizo una pausa y se dio la vuelta con dificultad, revolviendo las sábanas.
—Son todo lo que tengo —murmuró por fin, y después añadió—: Nunca escaparé de ese horrible hombre. —Hizo otra pausa y luego dijo—: Pero no los tendrá nunca, no los tendrá mientras yo tenga aliento, Dios lo sabe.
Stephen observó que apretaba el estuche fuertemente contra su pecho. Sabía que los estimaba mucho, pero no que llegara a ese extremo.
—Creo sinceramente que no tienes por qué preocuparte. Estamos muy por delante de ellas, y el señor Dalgleish, que conoce estas aguas muy bien, me ha asegurado que encontraremos niebla en los bancos y que allí no podrán vernos ni seguirnos. Me alegro mucho de que sea así, porque si hay algo que detesto más que la violencia en tierra, es la violencia en la mar, porque es mucho más peligrosa y siempre va acompañada de frío y humedad.
Ella había caído en un profundo sueño inducido por el láudano, estaba ausente, pero las lágrimas seguían saliendo por entre los párpados cerrados.
Stephen pensó que era casi seguro que ella tenía razón. Johnson era poderoso, rico, influyente y, además, vengativo, y lo ocurrido le había herido en su orgullo. Diana le conocía íntimamente (¿quién podría conocerle mejor, entonces?) y no podía equivocarse al juzgar su carácter. Por otra parte, era significativo que los barcos corsarios hubieran dejado pasar la
Nova Scotia
y hubieran perseguido el
Diligence
solamente. Era probable que ella también tuviera razón respecto al collar. Realmente era un adorno magnífico. Tal era su magnificencia que la piedra central tenía nombre, tal vez Nabab o Mogol o algo parecido, y él había comprobado que incluso los hombres muy ricos tenían apego a determinados objetos que poseían. Era el apego el que daba su valor a diamantes como el Pitt, el Sancy, el Orloff… De repente se acordó del nombre del de Diana y también de que tenía forma de pera y un hermosísimo color, un color azul muy parecido al del zafiro, pero más claro, y un brillo mucho más intenso que éste. Un marinero impío lo había robado de un templo en tiempos de Aurangzeb y le había dado nombre, un nombre que había mantenido desde entonces y que a Stephen le gustaba mucho. Su color le recordaba el de la bandera de salida, la que izaban los barcos cuando estaban a punto de zarpar, la única que podía reconocer, la que, además de la inminente partida, le anunciaba el descubrimiento de nuevas regiones del mundo, nuevas criaturas, nuevas vidas o quizá nueva vida. Como el señor Dalgleish había predicho, pudieron comer en paz, pues el bergantín correo seguía avanzando, a pesar de que el viento había amainado, y los perseguidores no eran más que una remota amenaza. Y como había predicho, había niebla en el Banco del Medio. Al subir a la cubierta, Stephen la vio a lo lejos, al norte, formando un arco tan bajo que parecía una distante franja de tierra; y vio que había cuatro embarcaciones alrededor del bergantín correo, a una distancia no muy grande, navegando lentamente en la misma dirección, hacia el norte. Por un momento pensó que el señor Johnson había movilizado a la mayor parte de la Armada norteamericana y que ésta tenía rodeado el bergantín correo; sin embargo, luego se dio cuenta de que aquellas embarcaciones tenían las cubiertas desordenadas y una vela latina en el palo mesana y carecían de portas, y aunque no era un gran marino, estaba seguro de que no eran barcos de guerra. Además, nadie parecía estar preocupado, y los hombres del
Diligence
incluso estaban saludando a los del barco más cercano. Y Jack, Dalgleish y el contramaestre, encaramados en la jarcia como si fueran monos, estaban haciendo un trabajo.
—¿Qué hace el capitán Aubrey ahí arriba? —le preguntó al segundo de a bordo.
—Entre todos están cambiando las vinateras por estrobos, señor —dijo el segundo de a bordo—. Si al capitán Aubrey le dejaran hacer todo lo que quiere, tendríamos el aspecto de un barco de guerra.
—Debe cuidarse el brazo. Es una locura estar en mangas de camisa con este frío penetrante. Me dan ganas de llamarle, pero… Esos barcos tienen una jarcia extraña, ¿verdad, señor?
—Son los barcos que suelen pescar en los bancos, señor, barcos portugueses. Nosotros los llamamos
terranovas
. Verá muchos más como esos en el banco, señor, si es que puede ver algo, porque la niebla es muy espesa, como ha dicho el amo.
—
Terranovas…
He oído hablar de ellos. Y esa es Terranova, supongo.
—No exactamente, señor. Ese es el banco, mejor dicho, la niebla que cubre el banco. Como casi siempre hay niebla sobre el banco, a veces le llamamos a la niebla el banco, ya me entiende…
El segundo de a bordo dudaba que el doctor Maturin tuviera mucha inteligencia, ya que un hombre capaz de confundir las bonetas y las alas difícilmente podría distinguir lo bueno de lo malo, el bien del mal, un huevo de una castaña… Pero era un joven de buen corazón y respondió amablemente a Stephen cuando le preguntó por qué se formaba la niebla, por qué no se disipaba con aquel viento y por qué los portugueses se agrupaban allí. Le explicó lo más sencillamente que pudo que los portugueses iban adonde estaba el bacalao y que ese año había mucho más bacalao allí que en el banco Saint-Pierre e incluso el Gran Banco. Luego le preguntó si sabía cómo era el bacalao. Dijo que era un pez con una barbilla bajo la mandíbula al que gustaban casi todos los cebos, pero sobre todo el calamar y el eperlano. Los papistas estaban obligados a comerlo seco y salado los viernes y durante la cuaresma, si no, iban al infierno. Por eso los españoles y los portugueses, y también los franceses en tiempo de paz, que eran papistas en su mayoría, iban a los bancos cada año, aunque también iban allí los habitantes de Nueva Escocia y Terranova. Todos iban adonde estaba el bacalao, y el bacalao estaba en los bancos, donde el fondo del mar tenía bruscos cambios de nivel y a veces llegaba a elevarse a sólo quince brazas de la superficie… El mismo había visto muchas veces montañas de hielo encalladas allí… Pero, en general, el fondo se elevaba a cuarenta o cincuenta brazas. Los portugueses anclaban y bajaban los botes, y en cada uno iban dos marineros que pescaban con redes de cáñamo. Cuando él era pequeño, había ido a pescar con un tío suyo de Nueva Escocia, precisamente de Halifax, y en once horas había capturado setenta y nueve bacalaos, algunos con un peso de alrededor de cincuenta libras. Por lo que se refería a la niebla, se formaba porque la fría corriente del Labrador, en su descenso hacia el sur, pasaba por los bancos y se encontraba con la cálida corriente del Golfo, de la cual el doctor seguramente había oído hablar. La niebla se formaba con gran rapidez y casi continuamente, y había días en que el mar echaba vapor como una tetera. Por eso el viento no la disipaba, porque se estaba formando continuamente. No obstante, en algunas épocas del año la corriente se desviaba hacia el este y no se formaba la niebla, y durante días e incluso semanas los bancos estaban despejados. De todas formas, uno siempre sabía dónde estaban los bancos, aun sin sondar, por la presencia de los pájaros. En los bancos, con niebla o sin ella, siempre había pájaros, pájaros muy curiosos.