—Llame a los marineros a popa, señor Hyde —ordenó Jack.
Entonces Stephen dijo:
—Ellos no distinguen entre
pediculus vestimenti
, los piojos del cuerpo, y
pediculus capitis
, los de la cabeza. Sus coletas no correrán peligro si no se ponen los sombreros de los daneses.
Los marineros fueron a la popa, y los que se negaban a usar la ropa llena de piojos tenían una expresión de disgusto y una mirada feroz mientras que los otros estaban alegres y les miraban burlonamente.
—¡Marineros! Comprendo que no les gusten los piojos, y la verdad es que a mí tampoco me gustan. Sin embargo, tenemos una tarea urgente que cumplir. No hay tiempo de preparar las calderas y hervirlo todo, y tienen que llegar a Grimsholm con la apariencia de tripulantes de un mercante, no de marineros de barcos de guerra. Lo siento, pero no puedo hacer nada. Esto es parte de su deber. Pero no tienen que temer por su pelo si no se ponen los sombreros de los daneses. Un caballero muy instruido me ha dicho que estos piojos son inofensivos y que sólo infestan su cuerpo, no su pelo. Hay dos muy distintos: el
pedículo vestimento
y el
pedículo capito
, de los vestidos y de la cabeza. Como he dicho, esto es parte de su deber, pero como puede considerarse una tarea extremadamente difícil, cada hombre recibirá una libra y cuatro peniques más que la paga del día. Además, los prisioneros han recibido ropa nueva y no se acostarán en sus coyes sino que dormirán en jergones de paja en la bodega. No pueden pedir nada mejor que eso.
Sabía que les había complacido y que el
pedículo capito
había inclinado la balanza antes de que se hablara de dinero.
—Diga a los marineros que pueden retirarse, señor Hyde —ordenó—. Y sigamos adelante.
Cuando ya estaba en la cabina de nuevo, dijo:
—He pensado encargarle a Wittgenstein que lleve la
Minnie
hasta la isla, junto con Klopstock y Haase como ayudantes. No pienso enviar a ningún oficial.
—¡Oh, señor! —exclamó Hyde en tono decepcionado—. Esperaba que…
—Lo sé —dijo Jack, que comprendía perfectamente sus sentimientos—. Pero éste es un caso especial. Los tripulantes deben parecer corrientes marineros del Báltico, y nuestros hombres podrán vestir como quieran siempre que no infrinjan las reglas de la guerra. Si les capturan, les tratarán como a prisioneros corrientes; si capturan a un oficial disfrazado, le considerarán un espía y le matarán.
—Sí, señor, pero podría ir en mangas de camisa y guardar en algún sitio la chaqueta con mi nombramiento en el bolsillo. Señor, usted sabe que es muy difícil conseguir un ascenso hoy en día: un hombre tiene que meterse por la boca de un cañón y salir por el fogón, como dicen. Y aunque lo haga, no siempre se fijan en él.
Jack vaciló. Lo que Hyde decía era totalmente cierto, y por otra parte, un capitán tenía la obligación moral de darles esa oportunidad a sus oficiales, por orden de antigüedad. Pero, además del válido argumento del rango, había otro que no se atrevía a mencionar. Hyde era un joven serio y concienzudo y desempeñaba bien una parte de su tarea, la de mantener el orden en el barco, pero no era un gran marino. Tenía la idea de que aumentar la velocidad consistía en desplegar más velamen, tanto si se hundía más el barco como si no; viraba con vacilación, provocando sacudidas; en una ocasión su defecto de confundir la derecha con la izquierda provocó que la
Ariel
perdiera los estayes. Si enviara a un oficial, Jack preferiría mandar a Fenton, que era un marino nato, pero eso sería considerado una ofensa. Sin embargo, su vacilación no duró mucho tiempo. La cuestión estaba clara: los buenos sentimientos no pondrían en peligro la misión y la vida de Stephen.
—Lo siento, Hyde, pero debe considerar esto como parte de su deber, como los piojos —dijo—. Estoy seguro de que muy pronto tendrá otra oportunidad de distinguirse.
Pero no estaba seguro y pensaba que sus palabras no habían sido convincentes ni habían servido de consuelo. Entonces, oyó con satisfacción que habían avistado cuatro barcos por el través de estribor. Estaban tan lejos que sólo se les veían las gavias, pero seguían un rumbo convergente con el de la
Ariel
. Mientras esperaba a que pudieran identificarlos, mandó bajar a la cabina a Wittgenstein y a sus ayudantes, todos hombres fuertes y de mediana edad cuyos años de servicio en la Armada eran casi cien en conjunto. Les explicó que debían llevar el
Minnie
a Grimsholm, desplegando la mayor cantidad de velamen para huir de la
Ariel
, que iría persiguiéndolo, y con la bandera de Dinamarca y la de Hamburgo izadas. Añadió que tenían que fondear en el islote del dibujo que les mostraba y llevar al doctor Maturin hasta la costa. Subrayó que el doctor Maturin sería el único que hablaría, que tenían que obedecerle al pie de la letra y que no debían hablar inglés donde pudieran oírles desde la isla. Le escuchaban con atención, y Jack estaba muy satisfecho de ver que habían entendido perfectamente que debían comportarse y maniobrar como los marineros de un mercante.
Cuando estaba a punto de repetir por tercera vez todos los puntos, Wittgenstein, un poco molesto, dijo:
—Sí, señor, lo he comprendido. No soy un marinero de agua dulce. Y con su permiso, creo que deberíamos subir todos a bordo ahora, para ver cómo se gobierna.
Jack les vio alejarse en el bote junto con los tripulantes escogidos, que llevaban puestas chaquetas llenas de piojos. Luego vio con qué rapidez abandonaban largos años de disciplina, pues deambulaban por la cubierta, hablaban, se apoyaban en la borda, mascaban tabaco y lanzaban escupitajos, se rascaban, dejaban la ropa en cualquier parte… El
Minnie
nunca había sido lo que en la Armada se consideraría un barco ordenado y ahora tenía realmente un aspecto desastroso.
Ya la
Ariel
y los cuatro barcos que habían aparecido por el noroeste se habían identificado. Como Jack suponía, aquellos eran los transportes, escoltados por el
Aeolus
. «Creo que puedo cantar victoria antes de tiempo, pero espero que eso no traiga mala suerte», pensó mirando hacia los lejanos transportes y luego hacia el sur, donde aparecería Grimsholm más tarde.
Hacía un rato que habían sonado las siete campanadas de la guardia de mañana, y en el reloj de arena de media hora ya había salido casi toda la arena de la ampolleta. A pesar de la idea de que era inminente un brusco cambio de la situación, pues todos los marineros sabían lo que iba a hacer la
Ariel
, había animación en el barco porque se acercaba el momento de la comida, aunque el hecho de saber que llevaban a bordo un cadáver, algo que daba mala suerte, había ensombrecido la alegría que habitualmente sentían a esa hora. El joven francés había muerto, y habían llamado al velero para que cerrara con una costura el coy donde estaba su cadáver con dos balas de cañón a los pies.
Los oficiales hicieron las mediciones de mediodía con especial cuidado, unas mediciones exactas que demostraron que Grimsholm estaba un poco más cerca de lo que indicaba la estima. Dieron la vuelta al reloj de arena, la campana sonó, y los marineros fueron llamados a comer la tan esperada comida. Cuando terminaran, ya la isla se dibujaría sobre el claro cielo, y poco después Stephen subiría a bordo del
Minnie
yla aparente persecución comenzaría.
—¿Sería inapropiado que comiéramos ahora? —inquirió.
—No, en absoluto —respondió Jack—. Daré la orden ahora mismo. —Entonces se inclinó sobre la claraboya y le gritó al asombrado despensero—: ¡Que la comida esté en la mesa dentro de siete minutos! ¡Caviar, pan sueco, tortillas, bistecs, jamón, las sobras del pastel de ganso, una botella de champán y dos botellas del borgoña de sello amarillo!
A los siete minutos se sentaron a la mesa, después que Jack dio orden de que le avisaran si divisaban la isla.
—Me encanta el caviar —dijo Stephen, sirviéndose otra vez—. ¿De dónde ha salido?
—El Zar se lo mandó a sir James y él nos dio un barril. Una comida extraña. Y creo que hizo cavilar al almirante.
Ese fue el único intento de bromear que hizo en toda la comida, y un poco de caviar fue casi lo único que comió. Sentía que tenía el estómago cerrado y apenas encontraba deleite en beber.
En cambio, Stephen había comido tortilla, una libra de carne y había terminado el pastel de ganso y había cortado un trozo de jamón que, comparado con lo que solía comer, le permitiría darse un festín. Pero era un festín sin fiesta. La atmósfera no era la adecuada. Usaban fórmulas de cortesía y su contacto era casi inexistente; parecía que Stephen ya se había ido, que se encontraba en otro plano.
Sólo cuando estaban tomando el oporto y Stephen dijo que le gustaría mucho que pudieran tocar un poco de música (en otros viajes que habían hecho juntos habían tocado a dúo composiciones para violonchelo y violín innumerables veces, a menudo en circunstancias difíciles) su antigua relación resurgió.
—Podríamos tocar una pieza alegre —dijo Jack con una tímida sonrisa.
En ese momento entró un guardiamarina y dijo, de parte del oficial de derrota, que habían avistado Grimsholm desde el tope.
—Ha llegado el momento —dijo Jack—. Debemos empezar la persecución mucho antes de que ellos nos vean.
Cogió la botella y llenó los vasos.
—Por el afecto que te tengo, Stephen, y… —empezó a decir, pero el vaso se le resbaló de la mano y se rompió, y entonces, en voz baja y tono apesadumbrado, exclamó—: ¡Jesús!
—No tiene importancia, no tiene importancia —dijo Stephen, secándose los calzones—. Ahora escúchame, Jack, por favor. Sólo hay tres cosas que tengo que decirte antes de subir a bordo del
Minnie
. Si tengo éxito, izaré una bandera catalana. Sabes cómo es la bandera catalana, ¿verdad?
—Me avergüenza decirlo, pero no lo sé.
—Es amarilla con cuatro franjas rojas verticales. Si la ves, cuando la veas, debes avisar a los transportes, que, naturalmente, estarán donde no puedan ser vistos desde la isla, y tú debes ir inmediatamente, con la misma bandera izada en un lugar de honor. Supongo que tendrás una.
—¡Oh, el velero hará media docena volando! Una bandera amarilla con franjas sacadas de un gallardete de reserva.
—Exactamente. Y te ruego, Jack, que hagas tantos disparos de saludo como corresponda hacer al llegar a una fortaleza como esa, o incluso más, y que recibas al oficial que ostenta el mando con la ceremonia con que debe recibirse a un noble.
—Si viene contigo, será recibido como un rey.
Stephen cruzó la franja de agua y subió a bordo del
Minnie
. La
Ariel
hizo una señal al distante
Aeolus
para que orzara, puso en facha las gavias para dejar que el
Minnie
tuviera dos millas de ventaja y por fin empezó la larga persecución.
Stephen se sentó en una vieja silla de cocina junto al palo mesana para no estorbar. Tenía sobre las piernas un paquete de papeles y miraba fijamente hacia Grimsholm, que se veía cada vez más grande por la amura de babor. Era inútil preparar cuidadosamente lo que iba a decir, porque todo dependería de los primeros momentos y de la presencia o ausencia de oficiales franceses cuando fuera recibido; y desde ese momento, todo sería una improvisación, una
cadenza
. Silbó el
Salve Regina
de Montserrat para acompañar el tema.
Desde la proa de la
Ariel
Jack le veía con claridad más allá del mar gris, podía distinguir su oscura figura incluso sin telescopio. Con demasiada claridad, porque la
Ariel
, con el viento por la aleta, se había acercado al
Minnie
con más rapidez de lo debido durante la última media hora.
—¡Largar la vela y dar una guiñada! —gritó.
Los hombres amarraron los puños de una cebadera y la dejaron caer al mar por la aleta del costado que no podía verse desde la isla, y la vela actuó como un ancla de capa. La velocidad se redujo, pero de una forma que no se notó mucho, y la corbeta continuó aproximándose al mercante, pero muy poco. Diez minutos después, Jack le dijo al condestable:
—Bien, señor Nuttall, creo que podemos abrir fuego. Usted sabe lo que hace. Tenga mucho cuidado, señor Nuttall.
—No tema, señor —dijo el condestable—. He preparado todas las cargas con la pólvora blanca que se echó a perder. No hay peligro.
Entonces disparó. La bala se desvió cincuenta yardas hacia un lado y cayó a doscientas yardas de la popa de la
Ariel
. El
Minute
respondió desplegando un ala de la juanete de proa.
—Tiene que parecer de verdad —dijo Jack.
—No tema, señor —dijo el condestable otra vez—. Ya verá cuando el cañón se caliente.
El cañón se calentó, mejor dicho, los cañones, porque la
Ariel
daba pequeñas guiñadas para disparar unas veces con un cañón de proa y otras con el otro, de manera que su potencia aumentaba pero su velocidad disminuía. Las balas, lanzadas cuidadosamente, caían tan cerca del
Minnie
que una o dos veces la espuma llegó hasta la cubierta. Era un buen ejercicio, pero no le daba a los marineros más experimentados de la
Ariel
tanta satisfacción como realizar maniobras: subir ligeramente las escotas sin parar, ejercer más presión sobre las velas que no estaban equilibradas, hacer todas las triquiñuelas que el capitán había aprendido navegando por los océanos del mundo y todas las cosas que dieran la impresión de que deseaban navegar a toda velocidad, pero sin adelantar mucho realmente. Y lo que más les gustó fue que ordenó largar la sobrejuanete mayor, una vela que era peligroso llevar desplegada con un viento como aquél incluso con palos en buenas condiciones.
—Olvida usted que el mastelerillo está resquebrajado, señor —dijo el señor Hyde.
—Lo recuerdo, señor Hyde —dijo Jack—. ¡Arriba!
El mastelerillo, la vela y la verga se desprendieron un minuto después, algo impresionante visto desde tierra. Y Grimsholm estaba cada vez más cerca, y también el extenso litoral que resguardaba, un litoral de aguas profundas y lugares perfectos para que desembarcara un ejército, además del puerto fluvial de Schweinau. Desde hacía algún tiempo ya se veían las baterías superiores y las volutas de humo de las fraguas donde preparaban las balas rojas y, en el transparente aire de la tarde, quienes tenían vista aguda podían distinguir las barras rojas de la bandera izada en el asta.