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Authors: Patrick O'Brian

Tags: #Aventuras, Historico

El ayudante del cirujano (26 page)

BOOK: El ayudante del cirujano
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—¿No puedo ir a recoger mi equipaje y a hablar con mi esposa?

—¡Oh, no, Aubrey! —exclamó Jack—. Éste es un asunto urgente, como le he dicho. Voy a telegrafiar a Portsmouth para que le digan a su esposa que regresará el mes próximo, después de apuntarse un tanto a su favor. El tiempo y la marea no esperan a nadie, ¿sabe?

—Así es, señor —dijo Jack, y para no ser menos, añadió—: Y dicen que más vale pájaro en mano que ciento volando.

—Sí, eso dicen. Bueno, vamos, no hay ni un minuto que perder. El Primer Lord quiere verle.

Con más seriedad y con términos mucho más precisos, el Primer Lord le dijo al capitán Aubrey todo lo que le habían dicho Stephen Maturin y el almirante Dommet; le felicitó por haberse escapado de Estados Unidos, por ser testigo de la gran victoria y por tener la capacidad de dejar a un lado la formalidad y sus propios intereses por el bien de la Armada. También dijo que era obvio que dar el mando de la
Ariel
al capitán Aubrey no era ni mucho menos lo que la junta consideraba que le correspondía por sus méritos y terminó añadiendo que, a pesar de que no podía prometer nada en ese momento, era posible que a su vuelta le ofrecieran una de las potentes fragatas nuevas que ahora se estaban preparando para ir a la base de Norteamérica. Luego comentó que las órdenes del capitán Aubrey le serían enviadas tan pronto como se pusieran por escrito y que si quería ahorrarse el dinero de alquilar un coche, podía irse con el mensajero del Rey, que partiría poco después de la cena.

«Tenía que haber preguntado cuándo cenan los mensajeros del Rey», pensó Jack, caminando con rapidez por la famosa calle Strand. «¿Son de esos esnobs que cenan a las ocho o no?»

El no era un esnob, y tampoco lo era su estómago. Los largos años pasados en la mar habían habituado a su estómago a recibir la cena a la temprana hora en que usualmente la servían en la Armada (una costumbre pasada de moda) y protestaba si pasaba la hora y no se la habían dado. Ya la hora había pasado hacía algún tiempo, y en cuanto Jack entró, gritó:

—¡Señora Broad! ¡Señora Broad! ¡Sirva la cena enseguida, por favor! ¡Me desmayo, me caigo, señora! ¿Dónde está el doctor?

—Está servida en el comedor privado, capitán, esperando a que el doctor tenga a bien ir. Está arriba con un joven caballero extranjero y no para de hablar en lengua extranjera.

—Un caballero muy apuesto —dijo Lucy, que estaba tras la barra.

—Le he llamado una vez… diez veces —dijo la señora Broad—. Ninguna pierna de cerdo ni ningún pollo resiste un tratamiento así. Le llamaré otra vez.

—¡Déjame subir a mí, tía Broad! —rogó Lucy, saliendo rápidamente de detrás de la barra.

Jack entró en el comedor privado, cogió un pedazo de pan y se lo comió. Unos momentos después entró Stephen seguido del apuesto caballero, un esbelto oficial con una chaqueta malva con galones plateados. Tenía el pelo dorado, grandes y brillantes ojos azules, muy separados entre sí, y una piel que cualquier mujer hubiera envidiado. Sus modales eran delicados sin ser afeminados. Lucy le miraba fijamente con la boca abierta, preparada para apartar su silla. Entonces Stephen dijo:

—Permíteme que te presente a monsieur Jagiello, oficial del ejército sueco. El capitán Aubrey, de la Armada real.

Jagiello inclinó la cabeza, se sonrojó y dijo que era un gran honor para él conocerle, que aquél era un momento muy importante.

La cena comenzó. Jack indicó al joven que se sentara a su derecha y le habló con cortesía pero de temas intrascendentes, y Jagiello le respondía en un inglés fluido, casi perfecto, confundiendo solamente, y en contadas ocasiones, la pronunciación de dos letras, algo que hacía a cualquier inglés reconocer con satisfacción su superioridad. Stephen no habló hasta que hubo una pausa. Ahora Jagiello cortaba el pollo, y podía oírse a Lucy y a Deborah discutiendo sobre quién iba a servir el siguiente plato. Entonces Jack le dijo en voz baja que ya les habían dado orden de hacerse a la mar.

—Ya lo sé —dijo Stephen—. Monsieur Jagiello nos acompañará.

—Me alegro mucho —dijo Jack, que había simpatizado con el joven—. Es usted un buen marino, ¿verdad, señor?

Antes de que Jagiello pudiera responder, entró un mensajero del Almirantazgo, guiado por Lucy y Deborah, y entregó a Jack en sus propias manos un sobre oficial; sin embargo, el mensajero tuvo que encontrar la salida por sí mismo, porque las dos jóvenes se quedaron allí contemplando boquiabiertas a Jagiello hasta que se oyó la voz de la señora Broad pidiéndoles que se ocuparan de su trabajo. A pesar de eso, entraban constantemente con cualquier pretexto, para traer más sal, más pimienta, más salsa o preguntar si los caballeros querían más pan, y al final de la cena encontraron una excusa realmente válida, pues a Jack le gustaba agasajar a los extranjeros que visitaban su país, y su forma preferida de hacerlo era darles tanto oporto como pudieran beber sin emborracharse, así que mientras esperaban al mensajero del Rey, trajeron una a una las innumerables botellas.

Jagiello tardaba en emborracharse, pero al cabo de un rato su piel se puso más rosada, sus ojos más brillantes y le dieron ganas de cantar. Había hablado con una admiración rayana en el entusiasmo de las canciones populares inglesas, y ahora, tras hacerse de rogar, obsequió a sus acompañantes con
The lady and Death
con voz de tenor melodiosa y con perfecta entonación. Después todos se pusieron a cantar
Chevy Chase
y
All in the Downs
, y la voz grave de Jack hacía vibrar el cristal de los vasos y la voz chillona y desagradable de Stephen hacía retorcerse de risa a las dos sirvientas, que estaban del otro lado de la puerta.

En aquel nido de pájaros cantores entró un caballero delgado que llevaba una chaqueta de un color apagado con botones forrados y una camisa blanca almidonada y, su gesto de repugnancia como si hubiera cenado vinagre, apagó inmediatamente la alegría de los comensales, y todos le siguieron hasta el coche con una expresión avergonzada como si hubieran sido sorprendidos cometiendo un acto delictivo. Luego Stephen volvió a entrar para buscar un pañuelo que había olvidado y vio a Lucy pegar los labios al borde del vaso vacío del apuesto caballero.

El apuesto caballero perdió su color rosado al aire libre y permaneció pálido durante algún tiempo, e incluso parecía que los bandazos y las sacudidas del coche iban a acabar con él, pero se recuperó cuando pasaron Blackheath. Tenía ganas de hablar, pero al mirar a su alrededor no encontró nada que le animara a hacerlo, ya que el mensajero del Rey estaba acurrucado en una esquina con la espalda vuelta hacia sus compañeros y sostenía un libro de manera que la luz diera en la página que leía; el doctor Maturin estaba abstraído y con la mirada fija en la punta de los pies; y el capitán Aubrey estaba dormido y daba ronquidos fuertes y muy graves. De vez en cuando, el mensajero hacía movimientos raros con las piernas intentando despertar al capitán de manera que no pareciera que lo había hecho a propósito, pero sin éxito. Aparte de esos movimientos, no había ningún otro en el coche.

La marea subía, aumentando el caudal del Támesis, y el coche bajaba por el camino hacia su desembocadura. Pool estaba abarrotado de barcos, que se habían elevado con la subida de la marea, pero enseguida comenzó la bajamar y los mástiles empezaron un movimiento descendente casi imperceptible, y junto a ambos costados apareció el negro lodo. Pero en Nore aún faltaba casi una hora para que bajara la marea cuando el sol se ponía y Jack se dirigía a la
Ariel
en una lancha, haciendo un recorrido en zigzag entre los barcos de guerra. Y cuando distaba una milla de ella, advirtió que el capitán daba una fiesta, pues salía mucha luz por las ventanas del mirador de popa y también la música de una banda y, además, se veían damas bailando en el pequeño alcázar, un espectáculo que, indudablemente, atraía las miradas de todos los marineros, ya que nadie pidió a la lancha que se identificara hasta que ya estaba casi junto a la corbeta y la ceremonia con que le recibieron cuando subió por el costado fue un desastre. No había ordenado que la lancha se mantuviera en facha para dar tiempo a que se prepararan para dispensarle el recibimiento adecuado, en parte porque tenía mucha prisa (había perdido valiosos minutos comprando las cosas más necesarias en Chatham), y en parte porque para alguien que tenía dolor de cabeza a causa del oporto del Grapes, aquella relajación de la disciplina le parecía imperdonable.

—No le esperaba hasta mañana por la mañana —dijo con tristeza el capitán Draper—. El almirante dijo que se haría a la mar por la mañana cuando cambiara la marea.

—Lo siento, capitán Draper, pero es en el próximo cambio de marea cuando tengo la intención de hacerme a la mar —dijo Jack—. Por favor, diga a los marineros que se reúnan en la proa.

Se oyó el agudo y entrecortado sonido de los silbatos del contramaestre y luego la orden «¡Quítense los sombreros!». Jack se situó junto al palo mayor y, mientras Draper le iluminaba con un farol, leyó con expresión grave y voz potente lo siguiente:

Los comisionados encargados de que se cumplan las órdenes del Primer Lord almirante de Gran Bretaña e Irlanda… y sobre todas las posesiones de Su Majestad… Para John Aubrey, nombrado en el presente documento capitán de la Ariel, corbeta de Su Majestad. En virtud del poder y la autoridad que nos han concedido, por el presente documento le nombramos capitán de la Ariel, corbeta de Su Majestad y le requerimos para que suba a bordo y se haga cargo y asuma el mando de la misma y la gobierne en calidad de capitán, como corresponde, y ordene y mande a todos los oficiales y marineros de la citada corbeta a realizar correctamente, juntos o por separado, sus respectivas tareas y a tratar con el debido respeto y prestar obediencia a usted, su capitán, y usted también deberá respetar y obedecer las Instrucciones Generales impresas y todas las órdenes e instrucciones que recibirá de vez en cuando de nosotros o de sus oficiales superiores para servir a Su Majestad. A lo anterior ni usted ni ningún otro faltarán, de lo contrario deberán atenerse a las consecuencias. Y para que así lo haga, ésta será su garantía…

Había tomado posesión de la
Ariel
, y en el momento en que había terminado de leer, la corbeta se había convertido en un navío al mando del capitán John Aubrey, que tenía autoridad legal, y el desacato a esa autoridad se pagaba con la muerte.

—Siento mucho arrojarles por la borda a usted y a sus invitados —le dijo al pobre Draper, y luego, mucho más alto, ordenó—: ¡Todos a levar anclas!

—¡Todos los hombres a desatracar! —gritaron el contramaestre y sus ayudantes con todas sus fuerzas, aunque la orden se había oído de proa a popa e incluso en el
Indomitable
, que se encontraba a barlovento a dos cables de distancia.

—Jack Aubrey se hace a la mar —le dijo el primer oficial al oficial de derrota—. Me apuesto contigo una botella de oporto a que vemos fuegos artificiales antes de que pase el banco Mouse.

—Jack Aubrey
el Afortunado…
—dijo el oficial de derrota—. Siempre le han gustado muchísimo los cañones.

Mientras los marineros iban corriendo a sus puestos y los carpinteros aseguraban las barras del cabrestante, Jack le dijo a Draper:

—Por favor, presénteme a los oficiales.

Todos estaban muy cerca: Hyde, el primer oficial; Fenton, el segundo; Grimmond, el oficial de derrota; y los demás. Draper dijo sus nombres rápidamente porque estaba deseoso de sacar sus pertenencias de su cabina y de llevarse a sus silenciosos invitados. Jack dijo que estaba encantado de conocerles, rogó a Draper que, en su nombre, pidiera excusas a las damas, y ordenó:

—Siga usted, señor Hyde.

Entonces se colocó en su puesto, junto al timón, y permaneció allí muy atento, a pesar del jaleo que se armó cuando los invitados se prepararon para bajar.

Los tripulantes de la
Ariel
habían notado que les miraba con atención y corrían a hacer sus tareas como nunca habían corrido cuando estaban al mando del joven señor Draper. Se habían enterado de que iba a venir desde que el ayudante del almirante había llevado a bordo a un piloto experto en la navegación por el Báltico y nuevas órdenes para el capitán Draper, pues la noticia, a través del despensero del capitán, había tardado menos de dos minutos en extenderse por toda la corbeta. Aunque entre ellos había muchos grumetes y campesinos, también había numerosos marineros de barcos de guerra, que podían contarles que Jack Aubrey
el Afortunado
tenía fama de ser un capitán combativo, y tres o cuatro de esos marineros, que habían navegado con él, exageraban sus acciones, diciendo, por ejemplo, que comía fuego en el desayuno, el almuerzo, la comida y la cena, que metía a los que cometían faltas en un barril y los tiraba por la borda, para lo cual no necesitaba permiso ni encontraba ningún obstáculo porque había conseguido un botín de cien mil… doscientas mil… un millón de libras y viajaba en un coche de seis caballos. Además, decían que a los pobres desgraciados que castigaba así era a aquellos que tardaban más de cuarenta segundos en disparar un cañón o fallaban el blanco, y todos los tripulantes que temían que pudiera hacer eso miraban asustados hacia Jack mientras movían las barras del cabrestante al ritmo de las agudas notas del pífano y les parecía que su inmóvil figura, envuelta en la penumbra allí junto al nervioso señor Hyde, era de extraordinario tamaño, era irreal, una figura cuyo gesto indicaba el hábito de mandar, una figura de la que emanaba autoridad, y también una figura presa del malhumor.

La cadena del ancla entraba por el escobén mientras la guardia de popa, los infantes de marina y la mayoría de los gavieros empujaban las barras del cabrestante; los demás gavieros empezaron a pasar la cadena de babor por el escobén; en el sollado, los suboficiales y los marineros del castillo adujaban la cadena, que apestaba a lodo del Támesis; y otros marineros revisaban el aparejo de gata.

—¡Preparados arriba y abajo! —gritó el segundo oficial desde el castillo.

—¡Preparados para velar el ancla! —ordenó el señor Hyde muy nervioso, y luego, mirando a Jack, gritó—: ¡Es decir, preparados para levar el ancla!

El ancla de leva de la
Ariel
apareció en la superficie y sus tripulantes engancharon el aparejo de gata al arganeo y, con gran habilidad, la subieron hasta la serviola tirando de la beta y la colocaron sobre ella y la amarraron. Casi inmediatamente, mientras el cabrestante giraba sin parar, la corbeta viró hacia el ancla más pequeña y luego se oyó el grito: «¡Preparados arriba y abajo!».

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