—No me gusta quejarme, Sophie, pero me parece que podrían haber sido un poco más generosos porque, después de todo, no todos los días un hombre al mando de un desvencijado barco de cuarta clase hunde un navío como el
Waakzaamheid
. Podrás decir que sólo se debió a un certero disparo y que el enfurecido mar hizo el resto, pero aun así…
—No voy a decir nada de eso —protestó Sophie—. Deberían haberte dado el título de barón o incluso el de par y haberte concedido inmediatamente la medalla al mérito naval, como a sir Michael Seymour. Probablemente van a dártela, pero son muy lentos para estas cosas.
—En cuanto a eso, cariño, ya sabes lo que pienso de los títulos, que no son más que una carga en la mayoría de los casos, sobre todo los hereditarios. Uno tiene que ser dos veces mejor que cualquiera, y a menos que uno sea un Nelson o un Hood o un Saint-Vincent o incluso un Keith, no puede ser dos veces mejor que los demás durante las veinticuatro horas del día, sólo puede serlo cuando tiene suerte, cuando tiene todo a su favor. Sin embargo, pensaba que me darían un puesto en la Infantería de marina porque había una vacante.
—¿En la Infantería de marina, capitán Aubrey?
—Sí, y si lo hubieran hecho, sería el coronel Aubrey. ¿Nunca te he hablado de la Infantería de marina, cariño? El ingreso en ella es la recompensa que le dan a uno por haber hecho muy bien las cosas cuando no pueden darle un ascenso, ya que entre los capitanes de navío no puede haber promoción sin que a uno le llegue el turno… Ni siquiera el Rey puede nombrarle a uno almirante pasando por encima de los demás capitanes de la lista, y si lo hiciera, la mitad de los oficiales de mayor antigüedad dimitirían… Y puesto que no pueden darle a uno un ascenso y uno no puede comer con un título de barón o la medalla al mérito naval, le nombran coronel de la Brigada real de Infantería de marina y uno recibe una paga de coronel sin haber hecho nada por conseguirla.
—Pero, ¿eso no es corrupción, Jack? Tú estabas en contra de la corrupción cuando eras joven, quiero decir, cuando eras más joven.
—Y también estoy en contra ahora: la corrupción de los demás me parece condenable. Pero no te imaginas lo bajo que puedo llegar a caer por mil libras al año, y la paga de coronel es más que eso… Déjame ver… Son ochenta libras, cinco chelines y cuatro peniques multiplicados por trece, porque se rigen por meses lunares, ¿sabes? En total son mil cuarenta y tres libras, tres chelines y cuatro peniques, que es mejor que un deslumbrante título. No, cariño, eso no es corrupción, eso es algo sobreentendido, un reconocimiento al mérito conocido por todos los marinos. Pero me parece que no tengo suficientes méritos ni suficiente antigüedad para recibir ese nombramiento, estoy más o menos en medio de la lista de capitanes todavía. La auténtica corrupción —añadió en tono grave mientras cogía las demás cartas— está en los astilleros, entre los contratistas sin escrúpulos y los armadores privados. Esa es la maldita plaga de la Armada… Esta carta es del amigo de Stephen, el señor Skinner.
Se puso a leerla, haciendo un gesto de aprobación con la cabeza al terminar cada párrafo, y al final, comentó:
—Estoy muy contento con él. Es un excelente negociador, tiene la mente clara y es trabajador como una abeja. Ha llevado la guerra al terreno de esos malditos cerdos, y eso es lo que me gusta. Dice que un mandato judicial de
duces tecum
les obligaría a mostrarle a él el documento que firmé y que eso pondría fin a la incertidumbre. También dice que ha demandado a uno y así ha logrado eliminarle.
Duces tecum…
¡Eso es!
—¿Qué significa eso? —preguntó Sophie.
—Nunca se me ha dado muy bien el latín, al menos no tan bien como a Philip Broke —respondió Jack—. Pero recuerdo que
dux
significa «líder» y que el plural es
duces
, por tanto,
duces tecum
se interpretaría como
los almirantes que te apoyan
. Y no podría pedir nada mejor que eso. El señor Skinnner es extraordinario.
Le entregó las hojas a Sophie y concentró su atención en las restantes cartas.
—Ésta es de Grant —dijo, frunciendo el entrecejo.
—Le odio —dijo Sophie.
Era extraño, casi inconcebible, oírla decir eso, pero el señor Grant, un teniente viejo y amargado, había abandonado a Jack en el
Leopard
cuando el desafortunado barco parecía estar a punto de hundirse, tras chocar contra un iceberg en un lugar de alta latitud sur. Había llegado a El Cabo en una lancha y luego a Inglaterra en un barco de guerra y le había escrito a Sophie para decirle lo mismo que había dicho a sus superiores, que no había esperanzas de que el capitán Aubrey sobreviviera, que el hecho de que se obstinara en permanecer a bordo de un barco que se hundía tendría consecuencias fatales para él.
—Este hombre se ha vuelto loco —dijo Jack—. Dice que he hecho correr el rumor de que se comportó mal, y eso es totalmente falso, Sophie. Te aseguro que le dije al almirante Drury que Grant se fue con mi permiso y que yo estaba satisfecho de su conducta hasta entonces. Me tomé la molestia de decírselo. Este hombre nunca me gustó, a pesar de que era un buen marino, pero me tomé la molestia de hacer esa observación porque pensé que se lo merecía. Ahora está desempleado, lo que no me extraña, porque el asunto ha suscitado muchos comentarios en la Armada, y dice que yo soy el culpable. Me pide que me retracte inmediatamente para que se le haga justicia y también que diga que le ordené marcharse, lo cual no es cierto, ya que únicamente le di permiso. Y me amenaza con que si no lo hago, contará la verdad sobre el caso al público y al Almirantazgo, porque lo considera su deber, y también hablará de otras cosas, por ejemplo, de mi incapacidad para el combate y de que he falseado el rol. ¡Pobre hombre! Me parece que está un poco trastornado. No le voy a responder porque no se puede responder con corrección a una carta como ésta. No creo que la hubiera escrito si hubiera estado en su sano juicio. O tal vez estaba borracho en ese momento.
Entonces dejó la carta a un lado.
—Ésta es de Tom Pullings —dijo—. Conozco su letra. Sí, es suya. Él, Mowett, Babbington y el joven Henry James estuvieron cenando juntos en Plymouth. Se alegran de que haya regresado y expresan sus más sinceros deseos de que me vaya bien. Me ruegan que os salude a ti y a Stephen de su parte y dicen que han brindado por nosotros dando tres hurras tres veces. Desean que tengamos más… Lo dicen con buena intención, estoy seguro, pero con el trigo a ciento veintiséis chelines el cuarto de libra, tres son suficientes —decía mientras daba la vuelta a la página—. No, me he equivocado. Desean que tengamos más salud, dinero y felicidad. Eso está mejor. Son excelentes personas.
Esos jóvenes habían servido a las órdenes de Jack como guardiamarinas y oficiales y le habían seguido de un barco a otro siempre que les fue posible. Jack estaba pensando en ellos y sonreía cuando le dio la vuelta a la siguiente carta. No reconocía la letra ni el sello, y aun después de abrirla tardó varios segundos en darse cuenta de que realmente estaba dirigida a él, de que no era una broma ni una equivocación. La señorita Smith aprovechaba la oportunidad de que un transporte zarpaba para Inglaterra para escribir a su héroe y decía que un oficial herido del 43 regimiento de Infantería mandaría la carta por correo en cuanto desembarcara… Estaba segura de que a su héroe le alegraría saber que su amor iba a dar fruto… Si era una niña, la llamaría Joanna… Estaba segura de que sería una niña… Correría a sus brazos tan pronto como pudiera encontrar un sitio en un barco correo, o si él lo prefería, iría en un barco de guerra… Bastaría una simple nota dirigida a alguno de sus amigos de la base naval de Norteamérica… Esperaba que la señora Aubrey fuera más comprensiva que lady Nelson… Él debía decirle enseguida si prefería el barco correo o el barco de guerra… Estaba segura de que él tenía muchas ganas de estrecharla contra su pecho y de que no lo hacía porque el deber se lo impedía, pero lo entendía perfectamente y no le haría reproches porque la Armada estaba primero que todo, incluso antes que el amor… Quería que su héroe depositara unas quinientas libras en el banco de Drummond porque no podía marcharse hasta que no pagara sus deudas en Halifax, que habían alcanzado una asombrosa cantidad, tal vez porque nunca había dado importancia a las cuentas… No quería pedirle dinero a su hermano, pero no tenía reparo en pedírselo a su héroe, y lo hacía sin falsa vergüenza y como prueba de que era enteramente suya… Si los papeles se cambiaran, ella estaría encantada de que él le diera una prueba de confianza como esa… El debía escribirle inmediatamente… Ella se sentaría en el muelle cada mañana y otearía el horizonte como Ariadna.
La débil luz del atardecer iluminaba a Stephen Maturin, que se estaba afeitando e inclinaba la cara para que los rayos del Sol llegaran perpendicularmente a ella. Estaba más pálido de lo habitual y tenía una expresión grave, pues dentro de una hora iba a pronunciar una conferencia en el Instituto de Francia, donde estarían algunos de los científicos más destacados de Europa. Su chaqueta negra y sus calzones de satén recién planchados y cepillados estaban junto a su inmaculada camisa nueva, su corbata y sus medias de seda, y debajo de todo eso estaban sus relucientes zapatos con hebillas de plata. Esa noche tenía que vestirse de etiqueta, y aunque había asistido a la Royal Society
[12]
en pantalones, no era apropiado que un invitado extranjero fuera vestido de esa manera al Instituto de Francia en una ocasión así.
—¡Adelante! —dijo en respuesta a quien llamaba a la puerta.
—El señor Fauvet pregunta si el doctor Maturin puede recibirle —dijo el sirviente.
—El doctor Maturin lamenta infinitamente no poder recibirle en este momento, pero espera tener el placer de verle en la recepción —dijo Stephen sin dejar de afeitarse.
Fauvet no era uno de los más destacados intelectuales de París, pero era uno de los más elegantes, insistentes e indiscretos. Se había aprovechado de que Dupuytren le había presentado a Stephen y esa era la cuarta vez que le visitaba para pedirle que le llevara una carta a Inglaterra, una carta dirigida al conde de Blacas. Y puesto que Blacas era el principal consejero del depuesto rey francés, no hacía falta ser muy agudo para imaginar que Fauvet expresaría en la carta su lealtad a Luis XVIII, su total apoyo a los Borbones y su rechazo a la actual tiranía. En verdad, prácticamente había llegado a decirlo en su segunda visita. Pero Fauvet no era el único. Durante las últimas semanas se habían acercado a Stephen otros intelectuales que también deseaban asegurar su posición en caso de que Napoleón fuera derrocado y el Rey volviera. La mayoría de ellos habían sido más cautelosos y menos directos que Fauvet, y algunos habían enviado a sus esposas porque estaban mejor dotadas para tratar ese tipo de asuntos, pero él no había accedido ni a las peticiones de las mujeres ni a las de los hombres, ni a las indirectas ni a las directas. Había muchas probabilidades de que alguno de ellos fuera un agente que tratara de provocarle, y, por otra parte, ese no era uno de los asuntos de los que iba a ocuparse en París, ya que en el muelle de Dover había abandonado, en el estricto sentido de la palabra, todo lo relacionado con el espionaje. Les había escuchado cortésmente, les había dicho que lamentaba no saber nada de política y que no conocía a ninguno de los
émigrés
franceses en Inglaterra y había puntualizado que, como invitado, estaba obligado a comportarse correctamente. Y, en verdad, su actitud fue la adecuada, pues aunque a veces había pensado en cómo estaría Ponsich en el Báltico y había leído el
Moniteur
con gran interés en busca de noticias que se refirieran a aquella zona, había controlado todos sus actos y se había comportado simplemente como un naturalista que estaba allí de visita. Junto con Dupuytren había realizado disecciones en tres casos de calcificación de la aponeurosis palmar, había sido informado detalladamente por Covisart de su nuevo método de auscultación y había asistido a tres magníficos conciertos en el
hôtel
de la Mothe; hizo todo lo que tenía pensado hacer. Pero de vez en cuando sentía curiosidad por saber a qué parte de la población representaban aquellas personas. Tal vez no representaban a gran parte, pero entre ellas había algunas de excepcional inteligencia y bien informadas. A pesar de aquellos esperanzadores signos de que había miedo precisamente allí, había llegado a la conclusión de que Blaine tenía razón al decir que el imperio aún no se estaba desmoronando —aunque había recibido algunos golpes muy duros—, que una aplastante victoria de Bonaparte o las disensiones entre los aliados podrían hacerle recuperar toda su fuerza, que sería necesario luchar duramente para derribarlo y que, debido a que el tirano tenía una gran habilidad para dividir a sus enemigos y a que se estaban reclutando nuevas tropas con gran rapidez, cualquier retraso, por pequeño que fuera, podría ser nefasto. Y en cuanto a aquellos que de repente se habían dado cuenta de que querían a los Borbones, era natural que después de haber soportado tan drásticos cambios de régimen trataran de asirse a una cuerda de salvamento al menor indicio de que podría haber otro más. «Me enteraré de más cosas esta tarde», pensó mientras se anudaba cuidadosamente la corbata. Habían corrido rumores de que en Moravia tenía lugar una importante batalla que ya duraba tres días, y sabía que a la conferencia asistiría un variado grupo de personas, ya que era un acontecimiento tanto social como científico, o tal vez más social, que congregaba tanto a políticos, artistas y esnobs como a intelectuales; un tipo de acontecimiento especialmente indicado para tomar el pulso de la capital.
Se puso la chaqueta, se palpó el bolsillo para asegurarse de que tenía las notas guardadas en él, metió sus gafas verdes en su estuche y, esforzándose por reprimir su emoción, se dirigió a la puerta. «Debo empezar con determinación y hablar con convicción y en voz tan alta que puedan oírme en los últimos asientos», pensó. Luego le dijo al portero que llamara a un coche.
—Llame a un coche, amigo mío —repitió al notar su mirada inquisitiva—. Y, por favor, dígale que quiero que me lleve al
hôtel
de la Mothe.
—Enseguida, señor —respondió el portero, recuperando su habitual serenidad.
Mientras el coche llegaba, Stephen observó el reloj de la alta torre, que tenía un péndulo ornamentado y un ingenioso sistema formado por barras cuya expansión compensaba las variaciones de temperatura, lo cual garantizaba una gran aproximación al tiempo real. Disponía de mucho tiempo, pero como sabía que Diana nunca estaba lista a la hora convenida, pensaba llegar temprano para empujarla mandándole repetidos mensajes desde abajo.