Entonces, indicándole un sofá, le preguntó:
—Bueno, cariño, ¿cómo fue el viaje?
—Como suelen ser los viajes de este tipo —respondió Stephen—. A veces con mucha prisa, a veces con mucho retraso, y al final uno descubre que todas las cosas las podía haber hecho igual o incluso mejor por correo. Dejé mi cepillo de dientes en Tuam o Athenry y un estupendo par de zapatillas de rayas en Dublín, y en el viaje de regreso, un barco corsario norteamericano nos persiguió hasta Holyhead, y todos temblamos de pies a cabeza.
Se había acostumbrado a la actual Diana y únicamente lamentaba que no fuera como antes cuando estaba solo. Estaban compenetrados y él se encontraba a gusto sentado allí a su lado. Diana le había dado muestras de afecto que eran como una bienvenida al hogar y él tuvo de nuevo la sensación de que aquella situación se parecía al matrimonio. Tenía buen aspecto y parecía encontrarse bien físicamente. Su piel, como solía ocurrir durante el embarazo, estaba brillante, y era evidente que no tenía estreñimiento, un padecimiento frecuente en ese estado. Pero una persona observadora se podía dar cuenta también de que tras la satisfacción y la alegría de Diana había algo que la disgustaba, y mucho. No era posible determinar el motivo de su disgusto, pero los signos de que algo le causaba pena y, sobre todo, de que eran recientes, eran inequívocos.
Se notó claramente cuál era el motivo unos momentos después, cuando apareció la señora Fortescue con los niños. Eran cinco, y a Stephen no le parecieron más odiosos que otras criaturas sino niños corrientes, niños rechonchos e ignorantes con catarro y con el hábito de mirar fijamente a los demás y de meterse los dedos en la boca, pero no del todo malos. Por otra parte, su madre era una de esas esposas de oficiales navales que a menudo le habían hecho reflexionar sobre la profesión de marino. Era una mujer corpulenta y de piel rugosa, una mujer sin atractivo y de apariencia varonil, y aunque se adornaba con profusión de cintas, horquillas y broches, sus modales eran rudos y hacían parecer incongruentes sus adornos. Además, empleaba muchas expresiones marineras, incluso más que la mayoría de los marinos. Después de un rato Stephen notó que su actitud hacia Diana era hostil, aunque trataba de ocultarlo, y que le temía. La señora Fortescue no le invitó a tomar parte en la conversación, pues, como daba mucha importancia a la jerarquía naval y a su condición de esposa de un capitán de navío con antigüedad, cuando se había enterado de que él era un cirujano, había pensado que tenía muy poco o tal vez nada que decirle. Por otra parte, él casi nunca cuidaba su aspecto y ahora que había llegado de un largo viaje iba peor vestido que nunca y, además, sucio, despeinado y sin afeitar.
Se puso a pensar en París y en el
Pezophaps solitarius
y luego prestó atención a la silenciosa batalla que dos pequeños Fortescue mantenían en un rincón junto a un florero colocado en un pedestal. Luchaban por un objeto que no podía distinguir, posiblemente un pañuelo, y sus hermanas les animaban. Al mismo tiempo, la señora Fortescue y Diana discutían civilizadamente sobre algo que no había podido oír. Pensó entonces en que incluiría algunos comentarios sobre los ratites de Nueva Holanda… Se dio cuenta de que la disputa había llegado a su fin, que Diana parecía haber ganado y que la señora Fortescue no deseaba seguir enfrentándose directamente a ella y había planeado molestarla atacándole a él.
—Y dígame, señor, ¿es cierto que en la Armada prusiana los cirujanos tienen que afeitar a los oficiales? —preguntó, mirándole compasivamente.
—Absolutamente cierto, señora —respondió Stephen—. Y en la nuestra las cosas son aún peores. ¡Dios mío, cuántas veces he tenido que limpiarle los zapatos al capitán Aubrey!
La señora Fortescue enrojeció de rabia, pero antes de que pudiera responder, el capitán Fortescue entró en el salón, y Stephen observó cómo ella le miró con cariño y luego miró a Diana con una mezcla de angustia y desprecio. Apenas unos segundos después volvió a sentir rabia (por lo que su enrojecimiento se prolongó) porque el florero se cayó y se rompió. Es que uno de los niños se había quedado petrificado al ver entrar a su padre y había soltado el objeto, y el otro se había caído hacia un lado. El salón se llenó de ruido, acusaciones, negaciones y desvergonzadas delaciones, y cuando sacaron de allí a los niños gritando para darles unos azotes, Stephen y Diana se fueron al jardín.
—¿Cómo te encuentras, cariño? —inquirió él mientras paseaban entre los lirios del capitán, que eran su orgullo y su alegría.
—Muy bien, Stephen, gracias —respondió ella—. Te he obedecido en todo. He sido muy buena. Sólo he tomado un vaso de vino a la hora de comer, a pesar de que aquí siempre hay muchísima gente y eso anima a beber, y no he vuelto a probar el tabaco, ni siquiera el rapé. Stephen, por favor, ¿podrías encender un puro y dejarme fumar un poco ahora que no nos ven desde la casa?
—Podría —respondió Stephen, y después de hacerle algunas preguntas más sobre su estado físico, le preguntó—: ¿Has visto a Jack?
—¡Oh, sí! Venía con Sophie todos los días, excepto cuando estaba en la ciudad, hasta que tuvo que marcharse a Dorset porque su padre enfermó. Desde entonces Sophie ha venido tan a menudo como ha podido… Es una criatura encantadora, ¿sabes, Stephen? Y como las dos teníamos lejos a nuestra pareja, nos sentábamos a hablar como dos cotorras. A propósito, ¿por qué tuviste que marcharte? No me lo dijiste.
Era extraño que Stephen pudiera contestar una pregunta como esa con absoluta sinceridad, pero ahora podía hacerlo y sintió una gran satisfacción al responder.
—Fui a determinar formalmente los límites de una propiedad en la región de Joyce. La propiedad era de mi primo Kevin y fue confiscada a raíz del levantamiento de 1798, pero debido a que él murió luchando contra Bonaparte en las filas del ejército austriaco, le será restituida. Le daré la buena noticia a su padre cuando le vea en Francia. También tengo una buena noticia para ti, Villiers.
Luego buscó en sus bolsillos y por fin añadió:
—Aquí tienes la orden de libertad. Es condicional, pues sólo puedes vivir en Londres y en los condados adyacentes, pero no creo que te gustara vivir en otros lugares. ¿No te alegra, Villiers?
—¡Oh, sí, me alegra mucho, Stephen! Te agradezco que te hayas preocupado tanto. Te lo agradezco infinitamente, cariño. La idea de salir de esta repugnante casa llena de niños repelentes… Por Dios, Stephen, enciende un puro.
Aspiró lentamente el humo y, al expelerlo, se puso pálida y luego se recostó en su hombro.
—Ya no estoy acostumbrada a esto —dijo, volviendo hacia él su rostro macilento, y después añadió—: No puedo vivir en Inglaterra, Stephen. Ya es duro tener que soportar los chismorreos sobre lo que ocurrió en la India, así que ¿cómo será la situación cuando empiecen a llegar los comentarios desde Halifax? Conozco a muchísimas personas. Conozco a veintenas aquí y a centenares en la ciudad. Ya es bastante difícil poder mantener la cabeza alta en Hampshire, conque imagínate cuánto lo será en Londres dentro de pocas semanas. Dirán: «Mira a Diana Villiers, con la tripa grande y sin marido». Tú sabes lo pequeño que es el mundo… Tengo primos, amigos y conocidos en cada esquina y no podría ir al teatro ni a la ópera ni a ninguna tienda decente sin encontrarme con alguien conocido. Por otra parte, ¿crees que podría estar encerrada en una granja aislada para no encontrarme con ningún ser civilizado, ni siquiera con el pastor, por miedo a que me reconocieran? ¿O tal vez en una callejuela del condado de Surrey? La melancolía terminaría por volverme loca.
—Por supuesto, una persona tan sociable como tú necesita compañía.
Eso era cierto. Diana languidecería si carecía de compañía.
—No obstante eso —continuó—, debes tener en cuenta que una ceremonia estrictamente nominal acabaría con esos inconvenientes. Como la señora Maturin podrías vivir en una zona decente de la ciudad y recibir la visita de tus amigos.
—Stephen, prefiero ir al infierno antes que casarme con un hombre cuando espero un hijo de otro —dijo en tono más enérgico—. No me ayudaste a deshacerme de la criatura cuando te lo pedí, y yo prometí no hacer nada por mi cuenta. Yo respeté tus deseos, respeta tú los míos, querido Stephen. Por favor, querido Stephen, llévame a París.
—¿No crees que podrías objetar lo mismo a vivir en Francia? ¿Podrías vivir tranquilamente en un país enemigo?
—¡Oh, nunca nadie ha considerado París un territorio enemigo! Estamos en guerra con Napoleón, no con París. Fíjate cuánta gente fue allí tan pronto comenzó el período de paz. Yo misma estuve allí con mi pobre primo Lowndes, aquel que se creía una tetera, ¿te acuerdas?, porque pensábamos que un hipnotizador podría hacer algo por él, y París estaba entonces llena de ingleses. Eso fue justamente antes de que nos conociéramos. Además, tengo muchos conocidos en la ciudad, sobre todo
émigrés
que regresaron, y también tengo docenas de amigos que conocí antes de la guerra, cuando vivía allí con mi padre. No tendría inconveniente en vivir en París porque es un lugar en el que nadie sabe exactamente lo que pasó ni a nadie le importa. Soy viuda, y en París no tendría importancia el hecho de que tuviera una aventura. Allí el ambiente es muy diferente. Además, la guerra terminará dentro de poco y Francia volverá a ser como antes porque el Rey regresará… D'Avaray me lo presentó en Hartwell, ¿sabes? Te ruego que me lleves contigo, Stephen.
—Muy bien —dijo Stephen—. Vendré a buscarte a las diez y media de la mañana. Ahí viene el capitán Fortescue. ¿Cómo está, señor?
—Siento mucho que haya habido ese tremendo jaleo hace un momento, pero me parece que esto es inseparable de la vida familiar —dijo el capitán Fortescue—. Y puesto que es nuestro deber multiplicarnos, creo que tenemos que soportarlo. Veo que están contemplando mis lirios. ¿Verdad que son espléndidos? Esta especie le resultará interesante, doctor. Es muy rara. Me la trajo de Cantón un sobrino mío que es tripulante de la flota de la Compañía de Indias.
Entonces, entrecerrando los ojos, se inclinó hacia el lirio, en el que había varios insectos rojos copulando para multiplicarse, y dijo:
—¡Oh, Dios mío, ya están aquí otra vez! ¡Malditos gusanos franceses! También me parece que esto es inseparable de la jardinería. Discúlpenme, tengo que ir a buscar el pulverizador.
París conservaba todo su encanto y su esplendor. Bajo el luminoso cielo se erguían los árboles llenos de hojas, el Sena estaba azul y las calles tenían un gran colorido. Buena parte de ese colorido se debía a la presencia de innumerables uniformes, los uniformes del enemigo. Pero había una gran diferencia entre lo que realmente usaban las tropas napoleónicas y sus aliados en los húmedos y fangosos campos de batalla y esos vistosos uniformes que deleitaban la vista de los parisinos y que parecían tener tan poca relación con la guerra que no provocaban una actitud hostil. En verdad, la ciudad parecía un inmenso escenario muy bien iluminado lleno de excelentes actores con uniformes de gala, algunos de ellos montados en magníficos caballos. Diana contribuía al gran colorido con su vestido azul como la flor de la vincapervinca —que había comprado en la tienda de madame Delaunay—, su llamativo sombrero —que había comprado a poca distancia de la Place Vendôme — y un chal de cachemira negro, y su atuendo recibía muchas miradas de admiración de caballeros que llevaban cascos de latón adornados con crines de caballo o gorros de piel de oso o curiosos sombreros de copa cuadrada o redonda con cintas de color escarlata, carmesí o rojo cereza, petos de plata, sables y espuelas brillantes, portapliegos y chaquetas cortas con cintas doradas en un hombro. Aquellas espléndidas figuras de botas relucientes y bigote estirado hacia los lados le sonreían o clavaban sus ojos en ella retorciéndose el bigote cuando Stephen y ella pasaban a su lado en su recorrido por la ciudad para mostrarse mutuamente los lugares donde se habían hospedado, habían vivido y habían jugado.
—Aquí aprendí a jugar a
marelle
con las niñas de Penfao —dijo Diana al llegar a Île des Cygnes—. Solíamos trazar las líneas desde la balaustrada hasta este arbusto. ¡Dios mío, cuánto ha crecido! Casi oculta por completo la última plaza, la que llamábamos el cielo. Stephen, ¿cómo se llama el juego de
marelle
en inglés?
—No sé —respondió después de pensarlo unos momentos.
Para no levantar sospechas, hablaban en francés desde que habían descendido del barco que iba de un lado a otro del Canal, con discreción, a intervalos frecuentes y que deliberadamente era ignorado por las autoridades y las Armadas de ambas partes, un barco que no estaba destinado oficialmente a transportar prisioneros para ser canjeados (Bonaparte no canjeaba prisioneros) y tampoco era neutral, pero que a menudo llevaba informes sobre los prisioneros de guerra y transportaba a negociadores semioficiales y a destacados hombres de letras y naturalistas. Y cuando el barco navegaba en dirección a Dover, llevaba muñecas de hermosos vestidos sin las cuales las mujeres inglesas no habrían sabido lo que estaba de moda. Hablaban en francés desde que habían desembarcado, y ya se les escapaban algunas palabras inglesas, pero eran palabras muy poco usadas.
Cruzaron el puente y contemplaron un edificio alto y estrecho de la calle Gît-le-Coeur en cuya buhardilla Stephen había vivido cuando era estudiante.
—Dupuytren vivía justamente debajo —dijo—. Solíamos compartir los cadáveres… Y ahora, cariño mío, si no estás muy cansada, me gustaría llevarte al
faubourg
Saint-Germain. Allí vive un amigo mío, Adhémar de la Mothe, en una palacete vacío, y creo que te gustaría vivir con él. Seguro que a él le encantará y te invitará a quedarte en uno de los pisos superiores. Además, sus tías podrán recomendarte sirvientas de confianza.
—¿Es amable madame de la Mothe?
—No existe ninguna madame de la Mothe, y eso es lo importante, Villiers. Adhémar no puede casarse. Lo intentó hace mucho tiempo, pero salió mal. La pobre señora obtuvo la nulidad del matrimonio en Roma, pero, por desgracia, pasó trabajos para conseguirla inútilmente, pues fue llevada a la guillotina cinco minutos después de que se la entregaran. A las vírgenes mártires siempre las pintan con una palma en la mano, ¿sabes? Él es un hombre muy educado y vive para la música y la pintura. Le gustan las mujeres, las mujeres hermosas que sepan vestir con elegancia, pero sólo como amigas. Creo que simpatizarás con él.