—Escúchame, cariño —dijo Stephen a Diana, sacándola de la sala de conciertos del
hotel de
la Mothe —. Tengo que irme. Me estoy durmiendo y mañana tengo que viajar hasta Calais. Presenta mis excusas a Adhémar.
—¿Ya te vas, Stephen? —preguntó y de inmediato perdió la alegría—. ¿Vas a regresar ya? Pensé que te quedarías por lo menos hasta fin de mes.
—Ya he hecho lo que tenía que hacer y debo irme. Pero antes tengo que decirte unas cuantas cosas.
Ella le miró con preocupación, y su gesto grave contrastaba con la alegría de la sala que acababan de abandonar.
—Escúchame —dijo él—. Podré saber de ti por mis amigos y vendré de vez en cuando a este tipo de actos. Por lo que respecta a la atención médica, estás en las mejores manos. Debes escuchar a Baudelocque con mucha atención y seguir sus instrucciones al pie de la letra, pues un embarazo puede ser un asunto delicado. Y si tuvieras algún problema, aunque es improbable que así sea porque tus documentos están en regla y legalmente perteneces a un país amigo, te repito, si tuvieras algún problema, tanto en París como en Normandía, aquí tienes la dirección de un amigo mío de toda confianza. Apréndetela de memoria, Villiers, ¿me oyes? Apréndetela de memoria y quema el papel. Y ahora escucha: si alguna vez te preguntaran algo sobre mí, tienes que decir que somos simplemente viejos amigos, que te aconsejo como médico y que no existe nada entre nosotros, nada absolutamente.
Entonces notó que en el rostro de Diana se reflejaba la rabia porque se sentía herida en su amor propio y, cogiéndole la mano, le dijo:
—Tienes que mentir, cariño. Tienes que decir una mentira.
La expresión de los ojos de Diana volvió a ser dulce.
—La diré, Stephen, pero será difícil ser convincente —dijo, intentado sonreír.
Diana estaba erguida y tenía la barbilla alzada, y Stephen, al contemplarla, se emocionó como hacía tiempo que no lo hacía.
—Dios te bendiga, cariño mío. Tengo que irme.
—Dios te bendiga a ti también, Stephen —dijo ella—. Da saludos de mi parte a Jack y a Sophie y, por favor, cuídate mucho.
Jack Aubrey recogía personalmente el correo de Ashgrove Cottage desde hacía algún tiempo, que a él le parecía muy largo. Temía ser descubierto y siempre estaba intranquilo porque desde Halifax no sólo llegaban cartas en los barcos que llevaban el correo con regularidad, con asombrosa regularidad, sino que un sorprendente número de ellas eran traídas por amables oficiales de barcos de guerra, transportes y mercantes, y todas hablaban de un inminente retorno.
Nunca había sido un modelo de continencia, pero todas sus relaciones amorosas ocasionales habían sido apasionadas y felices, carentes de promesas y protestas, casi exclusivamente carnales y sin importancia, y, además, las había mantenido con mujeres que pensaban como él, que no pretendían seducir ni se dejaban arrastrar por el romanticismo. Habían sido relaciones sin complicaciones y pasajeras, casi tan efímeras como los sueños y con resultados tan poco tangibles como los de ellos, pero ésta era completamente diferente.
Los necesarios subterfugios y engaños le resultaban desagradables, y la idea de la posible e incluso probable aparición de una señorita Smith histérica, eufórica y chillona se había convertido en una pesadilla, pero lo que más le apenaba era el cambio que se había producido en su relación con Sophie. No podía hablar con ella con la sinceridad acostumbrada, ya que su traición y sus pequeñas pero despreciables mentiras se interponían entre ambos, y tenía la sensación de estar solo y a veces se sentía muy triste. Además, mentir no se le daba bien y le producía mucha rabia.
Más de una vez había pensado en Stephen Maturin. Sabía que las actividades de Stephen le obligaban a llevar una vida solitaria y a controlar sus actos constantemente y no le permitían ser del todo sincero con nadie, pero pensaba que sus secretos tenían una causa digna, que eran un ardid muy conocido y admisible que no empeoraría la opinión que tenía de sí mismo.
Estaba en una de las construcciones de ladrillo vacías situadas junto a su inactiva mina de plomo, en medio del bosque profanado y casi desértico, y leía las últimas cartas efusivas de la señorita Smith (habían llegado tres juntas) cuando apareció una sombra en la entrada. Se guardó rápidamente las cartas en el bolsillo y se volvió hacia allí con una expresión grave, que de inmediato se transformó en otra alegre.
—¡Ah, estás aquí, Stephen! —exclamó—. Estaba pensando en ti hace apenas cinco minutos. ¿Cómo has llegado hasta aquí? ¿Cómo estás? Hacía más de dos semanas que no teníamos noticias tuyas.
—Sophie me dijo que te encontraría aquí —respondió Stephen—. Me dirigía a Londres y me detuve para visitaros. He estado hablando con ella y me ha dicho que le preocupa tu estado de salud. Indudablemente, tienes muy mal color. ¿Me dejas ver el brazo?
—¿Ella sabía que estaba aquí? —preguntó Jack, ya sin alegría.
—Amigo mío, a juzgar por la mezcla de consternación y culpabilidad que se refleja en tu semblante, cualquiera pensaría que recibes la visita de las ninfas locales en esta construcción abandonada —dijo Stephen con inoportuna ironía.
—¡Nada de eso! —exclamó Jack—. ¡Oh, no!
Entonces le preguntó a Stephen por su viaje, por Diana, por su acogida en París y por la situación actual de Francia y luego añadió:
—¿Quieres venir a casa? Ahora iba hacia allí con el correo. Espero que te quedes con nosotros. Será estupendo que te sumes a nuestro
tête a tête
, y, además, podremos tocar música.
—Desgraciadamente, tengo que irme volando. Quiero llegar a la ciudad esta noche y la silla de posta me está esperando a la puerta. He interrumpido mi viaje para verte y con ese propósito decidí cruzar por Portsmouth. Quería saber cuál era tu situación.
—Estoy con el agua al cuello, Stephen. De un lado están esos asuntos legales, a pesar de que es un gran alivio para mí contar con el señor Skinner, a quien le estoy muy agradecido; de otro, el problema con el Almirantazgo, que es reacio a pagarme por el
Waakzaamheid
. Y también hay otras cosas…
—Lo siento mucho. Pero, en realidad, me refería a tu situación respecto a la asignación de un barco. La última vez que te vi no tenías planes.
—No tengo ninguno. Tuvieron la amabilidad de ofrecerme el
Orion
, que era como ofrecerme un permiso con paga completa, pero lo rechacé, y por eso no puedo pedir otro inmediatamente, aunque las cosas se han puesto de tal manera que daría un ojo de la cara por que me ordenaran irme lejos del país, por que me encomendaran una misión en el extranjero.
—Eso es lo que quería saber, y me parece que nuestros objetivos son similares. Es posible que me encomienden una misión en los mares del norte. No es más que una posibilidad, pero, si voy, prefiero ir contigo que con otro. Los dos nos conocemos muy bien, y contigo no tengo que representar una aburrida farsa. Además, sé que eres muy discreto. Vine por eso, porque quería tantear el terreno y saber lo que debía sugerir en Londres. ¿Puedo dar por sentado que no tendrías inconveniente en acompañarme si me encomendaran la misión?
—Me gustaría mucho acompañarte. Me gustaría mucho, de verdad, Stephen.
—Pero debo advertirte que probablemente, además del peligro de estar expuestos a los elementos, tendremos que afrontar algunos más. ¿Te has enterado de lo que le sucedió a la
Daphne
?
—Naturalmente que sí. Todo el mundo habla de eso. Aunque todavía no se ha publicado en los periódicos, al menos que yo sepa, quienes vienen del Báltico lo cuentan.
—¿Qué dicen? No conozco los detalles.
—Los detalles varían, pero todos coinciden en señalar que se acercó demasiado a la isla Groper.
—¿No se llama Grimsholm?
—La llamamos Groper por la misma razón que decimos Hogland, Belt, Sleeve, Passages y Groyne.
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Parece que se acercó demasiado, tal vez porque había calma chicha y la corriente iba en dirección a tierra, como suele ocurrir en aquellas aguas, y que nadie se dio cuenta de que estaba al alcance de los cañonazos, pues, de lo contrario, como era tan ligera, la habrían llevado a alta mar remando o remolcándola. Lo cierto es que le dispararon y la hundieron. Tienen cañones de cuarenta y dos libras colocados en lo alto del peñón y fraguas muy próximas a ellos… Recuerdo que veíamos su resplandor desde muy lejos… Es probable que una bala roja
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haya alcanzado la santabárbara, haciendo saltar en pedazos la embarcación instantáneamente, ya que no hay restos de ella ni supervivientes, al menos que yo sepa. Sólo tenemos el testimonio de los pescadores.
—Sí, seguro que fue eso lo que pasó. A propósito, probablemente Grimsholm sea nuestro destino.
Jack dio un silbido y dijo:
—Un destino espantoso: aguas poco profundas, fuertes marejadas, y cuando uno llega allí, esas baterías. Es como un pequeño Gibraltar, pero no mucho más pequeño, y ellos se han situado en lo alto y desde allí dominan una vasta zona del mar. Si manejaran bien los cañones, podrían desafiar a una flota. Las baterías de un barco no sirven de mucho frente a piezas de artillería situadas en lo alto de una montaña, bien manejadas y con la posibilidad de lanzar balas rojas. Ya sabes lo que hizo la torre Mortella.
—No lo sé.
—Por supuesto que sí, Stephen. La torre Mortella, de Córcega, o la torre Martello, como dicen algunos. Es esa torre redonda de la que hemos hecho montones de copias en toda la costa. Dieron orden de tomarla en 1794, y aunque sólo tenía dos cañones de dieciocho libras y uno de seis y estaban a cargo de veintidós hombres y un joven oficial solamente, lord Hood ordenó que la
Juno
y la
Fortitude
se enfrentaran a ella a la vez que desembarcaban mil cuatrocientos soldados. Las fragatas estuvieron disparándole más de dos horas, y después de transcurrido ese tiempo, en la
Fortitude
habían muerto o sufrido heridas sesenta y dos hombres, había tres cañones desmontados, el palo mayor estaba lleno de agujeros de bala, los otros mástiles estaban resquebrajados y había empezado un fuego a causa de una bala roja, así que tuvo que alejarse, y por suerte no encalló. Por tanto, si la torre Martello puede hacer eso a dos barcos de guerra mientras mantiene alejados a mil cuatrocientos soldados, imagínate lo que podría hacer Grimsholm, que es más alta y cincuenta veces más potente y no tiene que hacer frente a ningún grupo de soldados. No será un paseo.
—Creo que el plan no es reducir a los hombres de esa plaza por la fuerza bruta sino por medios más delicados y, como espero, sin derramamiento de sangre —dijo Stephen—. Esos medios deben utilizarse por lo menos al principio. Pero ahora que lo pienso, tienes una familia, tienes muchas responsabilidades, y esta misión es más apropiada para un joven soltero y sin compromiso. Comprendo perfectamente que seas reacio a…
—Si insinúas que no tengo valor para… —empezó a decir Jack—. Pero seguro que lo dices en broma. Perdóname, Stephen. En general, capto una broma tan rápido como cualquiera, pero no me encuentro muy bien últimamente.
Siguieron caminando bajo los árboles en silencio y al cabo de un rato añadió:
—Tú te diriges a la ciudad y yo tengo que ir a Whitehall pasado mañana por el asunto del
Waakzaamheid
, así que te acompañaré, si no te importa. Me gustaría hablar contigo después de tanto tiempo sin comunicarnos. Además, pagaremos la silla de posta a medias y nos quedaremos los dos en el Grapes. Así mataré tres pájaros de un tiro.
Stephen había tenido suerte, pues había alquilado una silla de posta silenciosa y con buenos muelles, y mientras ésta pasaba suavemente por encima del ancho camino, rodeada por la oscuridad, él y Jack hablaban sin cohibirse. Aquel espacio cerrado y, por decirlo así, fuera del tiempo, que atravesaba un mundo exterior que no se veía y estaba completamente separado de él, era ideal para hacer confesiones, y enseguida Jack dijo:
—Espero que tengamos que llevar a cabo ese plan, Stephen. Tengo muchos motivos para desear marcharme al extranjero, mejor dicho, para desear que me
ordenen
marcharme al extranjero.
Stephen estuvo pensando en esas palabras. Cuando Jack era más joven y más pobre, había deseado a menudo salir del país para escapar de sus acreedores y de ir a la cárcel por no pagar las deudas, pero era casi imposible que estuviera en esa situación ahora. Aunque tendría dificultad para convertir buena parte de sus bienes en dinero, todavía le quedaba mucho de su fortuna, y en el improbable caso de que se comprobara que sus deudas eran superiores, sólo un tribunal podría tomar una decisión respecto a esa cuestión, y al final de un largo, largo proceso. Además, ahora administraba sus intereses un hábil hombre de negocios que nunca permitiría que su cliente fuera encarcelado, ni aunque le recluyeran en casa de un alguacil.
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—Pero Sophie me dijo que la primera audiencia, la primera parte, no tendría lugar hasta mediados del próximo período de sesiones —dijo Stephen.
—No es por ese maldito asunto legal —dijo Jack—. Te aseguro que a veces casi me alegra tener que ocuparme del interminable papeleo, porque es como un… La verdad es que…, bueno…, la verdad es que…
Entonces hizo un breve relato de lo que había ocurrido y al final dijo:
—Creo que, si me ordenan marcharme al extranjero, no regresará a Inglaterra, ¿sabes?, y que si lo hace, al menos no se instalará muy cerca. En su última carta hablaba de Winchester. No necesitas decirme que soy un hombre despreciable.
—No me preocupa el aspecto moral del asunto sino lo que puede hacerse para solucionarlo —dijo Stephen.
Estaba sorprendido de ver que un hombre cuyo valor era indiscutible en situaciones que requerían fuerza física pudiera tener una conducta abyecta y ser tan cobarde cuando debía afrontar cuestiones morales, pero pensó que él no estaba casado y que no conocía de primera mano las luchas domésticas ni lo que estaba en juego en ellas, aunque sabía que podían provocar sentimientos muy intensos y que tanto la victoria como la derrota eran perjudiciales. Quería mucho a Sophie, pero sabía que era muy celosa, y ese era un rasgo de su carácter que le disgustaba. La silla de posta siguió avanzando y él empezó a reflexionar sobre el matrimonio. Pensó en sus ventajas y desventajas en comparación con otros sistemas, en el probable equilibrio entre felicidad e infelicidad que había en ellos y en que conocía muy pocas uniones que hubieran tenido éxito.